Toni tardó unos segundos en reaccionar.
Kit estaba de pie junto a ella, mirando hacia arriba sin disimular su ira.
—¡Cógela, Daisy! —gritó torciendo el gesto.
Miranda seguía rodando escaleras abajo, y sus rollizos muslos blancos asomaban por debajo del camisón rosado.
Tras ella bajó corriendo una mujer joven y poco agraciada, con el pelo cortado al rape y los ojos pintarrajeados de negro, toda ella vestida de piel negra.
Y la señora Gallo estaba en el aseo.
De pronto, Toni comprendió lo que estaba pasando. Miranda había dicho que los ladrones estaban allí, y que iban armados. No podía haber dos bandas distintas actuando en la misma zona aislada, la misma noche. Tenían que ser los mismos que habían entrado a robar en el Kremlin. La mujer calva que estaba en lo alto de la escalera sería la rubia que había visto en la grabación de las cámaras de seguridad. Habían encontrado la peluca en la furgoneta utilizada para la fuga. Los pensamientos se sucedían a toda velocidad en la mente de Toni: Kit parecía estar compinchado con ellos. Eso explicaría que hubieran logrado burlar el sistema de seguridad…
Justo cuando este pensamiento tomaba forma en su mente, Kit se le acercó por la espalda, le rodeó el cuello con un brazo y tiró hacia atrás, intentando hacerle perder el equilibrio al tiempo que gritaba:
—¡Nigel!
Toni le propinó un fuerte codazo en las costillas y tuvo la satisfacción de oírlo gruñir de dolor. Kit aflojó el abrazo, lo que permitió que Toni se diera la vuelta y le asestara un puñetazo en el estómago con la zurda. Kit intentó devolverle el golpe pero Toni lo esquivó sin dificultad.
Alzó el brazo derecho, preparándose para asestarle el puñetazo definitivo, pero justo entonces Miranda se desplomó al pie de la escalera y chocó contra sus piernas en el momento en que había arqueado el cuerpo hacia atrás para tomar impulso. Toni perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Instantes después, la mujer vestida de cuero negro tropezó con los cuerpos postrados de ambas y fue a darse de bruces con Kit, por lo que acabaron los cuatro amontonados unos sobre otros en el suelo de piedra.
Toni se dio cuenta de que no podía ganar aquella batalla. Se enfrentaba a Kit y a la tal Daisy, y no tardarían en llegar refuerzos. Tenía que salir de allí, recuperar el aliento y pensar en lo que iba a hacer.
Se zafó de aquella maraña de cuerpos y rodó sobre un costado.
Kit yacía de espaldas en el suelo. Miranda estaba hecha un ovillo y parecía magullada pero no gravemente herida. Entonces Daisy se puso de rodillas y la golpeó con furia, asestándole un puñetazo en el brazo con el puño enfundado en un guante de ante beige de lo más femenino, lo que no dejó de sorprender a Toni.
Se levantó de un brinco. Saltó por encima de Kit, se fue derecha a la puerta y la abrió. Kit le apresó el tobillo con una mano. Toni se volvió y le golpeó el brazo con el otro pie, alcanzándolo en el codo. Kit aulló de dolor y la soltó. Toni cruzó el umbral de un salto y cerró dando un sonoro portazo.
Se fue hacia la derecha y echó a correr por el camino que había despejado la máquina quitanieves. Oyó un disparo, y el estrépito de un cristal que se hacía añicos en alguna ventana cercana. Alguien le estaba disparando desde la casa, pero había fallado el tiro.
Corrió hasta el garaje, dobló la esquina y se refugió en el acceso hormigonado de las puertas automáticas, donde la máquina quitanieves había abierto un claro. Ahora el edificio del garaje se interponía entre ella y la persona que le había disparado.
La máquina quitanieves, con los dos agentes de policía en la cabina, había partido a velocidad normal por el camino despejado, avanzando con la hoja elevada. Eso quería decir que ya estaría demasiado lejos para darle alcance a pie. ¿Qué iba a hacer? Si tomaba el camino despejado alguien podía seguirla fácilmente desde la casa. Pero ¿dónde podía esconderse? Miró hacia el bosque. Allí les costaría dar con ella, pero iba mal abrigada para estar a la intemperie, pues justo se había quitado la cazadora cuando Miranda dio la voz de alarma. En el interior del garaje la temperatura no sería mucho más elevada.
Corrió hasta el extremo opuesto del edificio y asomó la cabeza por el otro lado. Distinguió la puerta del granero a escasos metros de distancia. ¿Se atrevería a cruzar el patio, arriesgándose a que la vieran desde la casa? No le quedaba más remedio.
Estaba a punto de echar a correr cuando se abrió la puerta del granero.
Toni dudó. ¿Y ahora qué?
Un niño salió del edificio. Se había puesto una chaqueta por encima del pijama de Spiderman y unas botas de agua demasiado grandes para él. Toni reconoció a Tom, el hijo de Miranda. El chico no miró a su alrededor, sino que se fue hacia la izquierda y avanzó con dificultad por la espesa nieve. Toni dio por sentado que se dirigía a la casa, y se preguntó si debía detenerlo. Pero enseguida se dio cuenta de que estaba equivocada. En lugar de cruzar el patio en dirección a la casa principal el pequeño se fue hacia el chalet de invitados. Toni lo urgió mentalmente para que se diera prisa y se quitara de en medio antes de que las cosas se pusieran feas. Supuso que iba en busca de su madre para preguntarle si podía abrir los regalos, sin imaginar que Miranda estaba en la casa principal, encajando los golpes de una troglodita con guantes de piel. Pero quizá su padrastro estuviera en el chalet. Toni pensó que lo más prudente sería dejar que el chico siguiera su camino. La puerta del chalet no estaba cerrada con llave, y Tom desapareció en su interior.
Toni seguía dudando. ¿Habría alguien apostado en una ventana de la casa, cubriendo el patio con una Browning automática de nueve milímetros? Estaba a punto de averiguarlo.
Echó a correr pero, tan pronto como sus pies se hundieron en la nieve, cayó de bruces en el suelo. Se levantó con dificultad, notando el contacto gélido de la nieve que enseguida le caló los vaqueros y el jersey, y siguió adelante, abriéndose paso con más cuidado pero también más lentamente. Miró hacia la casa con temor. No distinguió ninguna silueta en las ventanas. En circunstancias normales no habría tardado más de un minuto en cruzar el patio, pero cada nueva zancada en la nieve se le hacía eterna. Finalmente alcanzó el granero, entró en su interior y cerró la puerta tras de sí, temblando de alivio por seguir respirando.
Una pequeña lámpara le permitió reconocer las siluetas de una mesa de billar, un variopinto surtido de vetustos sillones, una televisión de pantalla gigante y dos camas plegables, ambas vacías. La estancia parecía desierta, pero había una escalera de mano que conducía a un altillo. Se obligó a dejar de temblar y empezó a trepar por la escalera. Cuando estaba a medio camino, estiró el cuello para echar un vistazo a la habitación y se sobresaltó al tropezar con varios pares de ojillos rojos que la miraban fijamente: los hámsters de Caroline. Siguió subiendo. Allí arriba había otras dos camas. En una de ellas reconoció la silueta durmiente de Caroline. La otra estaba sin deshacer.
Los ladrones no tardarían en salir a buscarla. Tenía que pedir ayuda cuanto antes. Se llevó la mano al bolsillo para sacar el móvil.
Solo entonces se dio cuenta de que no lo llevaba encima.
Alzó los puños cerrados hacia el cielo en un gesto de frustración. Había dejado el móvil en el bolsillo de la cazadora, que había colgado en el perchero del vestíbulo.
Y ahora, ¿qué?
—Tenemos que encontrarla —sentenció Nigel—. Podría estar llamando a la policía ahora mismo.
—Espera —dijo Kit. Cruzó el vestíbulo hasta el perchero, frotándose el codo izquierdo, dolorido a causa del puntapié de Toni, y registró los bolsillos de su cazadora. Poco después, extrajo un móvil con gesto triunfal—. No puede llamar a la policía.
—Menos mal. —Nigel miró a su alrededor. Daisy tenía a Miranda acostada boca abajo en el suelo con un brazo doblado en la espalda. Elton estaba de pie en la puerta de la cocina.
—Elton, busca algo con lo que atar a la gorda —ordenó, y volviéndose hacia Kit, añadió—: tus hermanitas son de armas tomar.
—Olvídate de ellas —replicó Kit—. Ya podemos largarnos, ¿no? No hay que esperar a que salga el sol para ir a por el todoterreno. Podemos coger cualquier coche y seguir el camino que el quitanieves ha despejado.
—Tu hombre ha dicho que van dos policías en esa máquina quitanieves.
—Sí, pero el último sitio donde se les ocurriría buscarnos es justo detrás de ellos.
Nigel asintió.
—Bien pensado. Pero el quitanieves no va a ir despejando la carretera hasta… hasta donde tenemos que llegar. ¿Qué hacemos cuando se desvíe de nuestra ruta?
Kit reprimió su impaciencia. Debían alejarse de Steepfall cuanto antes, pero Nigel no parecía consciente de eso.
—Mira por la ventana —repuso—. Ha dejado de nevar, y el hombre del tiempo ha dicho que pronto empezará el deshielo.
—Aun así, podríamos quedarnos atrapados.
—Corremos más peligro estando aquí, ahora que el camino de acceso está despejado. Puede que Toni Gallo no sea la única visita inesperada del día.
Elton volvió con un trozo de cable eléctrico.
—Kit tiene razón —observó—. Si todo va bien, podemos estar allí sobre las diez de la mañana.
Tendió el cable a Daisy, que ató las manos de Miranda a la espalda.
—De acuerdo —concedió Nigel—. Pero antes tendremos que reunir a todo el mundo aquí, incluidos los chavales, y asegurarnos de que no puedan llamar pidiendo socorro en las próximas horas.
Daisy arrastró a Miranda por la cocina y la hizo entrar en la despensa de un empujón.
—Miranda habrá dejado su móvil en el chalet de invitados —apuntó Kit—. De lo contrario, ya lo habría utilizado. Su novio, Ned, está allí.
—Elton, ve a por él —ordenó Nigel.
—Hay otro teléfono en el Ferrari —prosiguió Kit—. Sugiero que Daisy vaya a echar un vistazo para asegurarnos de que nadie intenta usarlo.
—¿Y qué pasa con el granero?
—Yo lo dejaría para el final. Caroline, Craig y Tom no tienen móvil. En el caso de Sophie no estoy seguro, pero es poco probable. Solo tiene catorce años.
—Muy bien —dijo Nigel—.Acabemos con esto cuanto antes.
Entonces, la puerta del aseo se abrió y la señora Gallo salió de su interior, todavía con el sombrero puesto.
Kit y Nigel se la quedaron mirando de hito en hito. Kit se había olvidado por completo de ella.
—Encerradla en la despensa con los demás —ordenó Nigel.
—De eso nada —replicó la señora Gallo—. Creo que prefiero sentarme junto al árbol de Navidad.
La anciana cruzó el vestíbulo y se encaminó al salón.
Kit miró a Nigel, que se encogió de hombros.
Craig entreabrió ligeramente la puerta del armario para echar un vistazo fuera. El recibidor estaba desierto. Justo cuando se disponía a abandonar su escondrijo, Elton entró desde la cocina. Craig tiró de la puerta hacia dentro y contuvo la respiración.
Llevaba un cuarto de hora así.
Siempre había algún intruso rondando por allí. Dentro del ¡armario reinaba un olor a chaquetas húmedas y botas viejas. Estaba preocupado por Sophie, que seguía sentada en el Ford de Luke, cogiendo frío. Intentó no impacientarse. La oportunidad que estaba esperando no tardaría en llegar.
Pocos minutos antes, había oído ladrar a Nellie, lo que significaba que había alguien llamando a la puerta. Por un momento, se había sentido esperanzado. Pero Nigel y Elton estaban a escasos centímetros de él, hablando en susurros ininteligibles para él. Dedujo que estarían ocultándose del visitante. Habría saltado del armario y echado a correr hacia la puerta pidiendo socorro a gritos, pero sabía que aquellos dos lo detendrían y lo obligarían a guardar silencio en cuanto se descubriera. Se contuvo, loco de frustración.
Se oyeron unos golpes que parecían venir del piso de arriba, como si alguien intentara echar abajo una puerta, y luego un estruendo distinto, más parecido a un petardo —o un disparo—, seguido del ruido de cristales rotos. Craig estaba asustado. Hasta entonces, la banda solo había utilizado las armas para amenazarlos. Ahora que habían apretado el gatillo, no había manera de saber hasta dónde podían llegar. La familia estaba en grave peligro.
Al oír el disparo, Nigel y Elton se fueron dejando la puerta abierta. Desde su escondrijo, Craig veía a Elton en la cocina, hablando en tono urgente con alguien que estaba en el vestíbulo. Poco después regresó al recibidor y abandonó la casa por la puerta trasera, que dejó abierta de par en par.
Por fin Craig podía moverse sin ser visto. Los demás estaban en el vestíbulo. Era la oportunidad que estaba esperando. Salió del armario.
Abrió el pequeño armario metálico y cogió las llaves del Ferrari, que esta vez salieron sin resistirse.
Con dos zancadas se plantó en la calle.
Había dejado de nevar. Más allá de las nubes empezaba a salir el sol, y los contornos se perfilaban en blanco y negro. A su izquierda avistó a Elton, abriéndose camino por la nieve en dirección al chalet de invitados. Le daba la espalda, por lo que no podía verlo. Craig siguió en la dirección opuesta y dobló la esquina para evitar que lo descubrieran.
Fue entonces cuando vio a Daisy a tan solo unos metros de él.
Por suerte, también ella le daba la espalda. Había salido por la puerta principal y se encaminaba al otro lado de la casa. Craig se fijó en el camino despejado y supuso que mientras él estaba escondido en el armario de las botas habría pasado por allí una máquina quitanieves. Daisy se iba derecha al garaje… y a Sophie.
Se agachó detrás del Mercedes de su padre. Asomando la cabeza por detrás de un guardabarros, vio cómo Daisy alcanzaba el extremo del edificio, se apartaba del camino despejado y doblaba la esquina de la casa, desapareciendo así de su campo visual.
Siguió sus pasos. Moviéndose tan deprisa como podía, avanzó pegado a la fachada de la casa. Pasó por delante del comedor, donde seguía Nellie con las patas delanteras apoyadas en el alféizar. Dejó atrás la puerta principal, que estaba cerrada, y el salón con su reluciente árbol de Navidad. Se quedó perplejo al ver a una anciana sentada junto al árbol con un cachorro en el regazo, pero no se detuvo a pensar quién podía ser.
Alcanzó la esquina y miró en derredor. Daisy iba derecha hacia la puerta lateral del garaje. Si entraba allí dentro, encontraría a Sophie sentada en el Ford de Luke.
Daisy metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de piel negra y sacó la pistola.
Craig observó, impotente, cómo abría la puerta del garaje.