Miranda se sentía incómoda en presencia del extraño trío compuesto por Nigel, Elton y Daisy. ¿Serían realmente quienes decían ser? Había algo en ellos que la hacía desear algo llevar encima más que un camisón.
Había pasado mala noche. Acostada en el incómodo sillón cama del antiguo estudio de Kit, había sucumbido a una agitada duermevela y había revivido en sueños su estúpida y bochornosa aventura con Hugo. Al despertar, sentía rencor hacia Ned por haber sido incapaz de defenderla una vez más. Debería estar enfadado con Kit por irse de la lengua, pero se había limitado a decir que los secretos acaban saliendo a la luz antes o después. Habían tenido una discusión muy similar a la de aquella mañana en el coche. Miranda había albergado la esperanza de que aquellas vacaciones sirvieran para que su familia aceptara a Ned, pero empezaba a sospechar que había llegado el momento de romper con él. Sencillamente era demasiado débil.
Al oír voces en el piso de abajo había experimentado alivio, pues eso quería decir que ya podía levantarse, pero ahora estaba preocupada. ¿No tenía Nigel familia, ni tan siquiera una novia con la que pasar la Navidad? ¿Y Elton? Estaba bastante segura de que aquellos dos no eran pareja. Nigel había mirado su camisón con los ojos golosos de un hombre al que le gustaría ver qué había debajo.
En cuanto a Daisy, habría desentonado en cualquier grupo Tenía la edad adecuada para ser la novia de Elton, pero parecían despreciarse mutuamente. ¿Qué hacía con Nigel y su chófer?
Nigel no era amigo de la familia de Daisy, concluyó Miranda. No había la menor señal de familiaridad entre ambos. Más bien parecían dos personas que se veían obligadas a trabajar juntas aunque no simpatizaran demasiado la una con la otra. Pero si eran compañeros de trabajo, ¿por qué mentir al respecto? Su padre también parecía tenso. Miranda se preguntó si, al igual que ella, sospechaba algo.
Entretanto, la cocina se fue llenado de efluvios deliciosos: beicon frito, café recién hecho y pan tostado. Cocinar era una de las cosas que mejor se le daban a Kit, pensó Miranda. Su comida siempre tenía un aspecto exquisito, y sabía cómo hacer que un simple plato de espagueti pareciera un festín digno de un rey. Las apariencias eran importantes para su hermano. Quizá no supiera conservar un puesto de trabajo durante mucho tiempo ni evitar que su cuenta corriente estuviera en números rojos, pero por muy mal que fuera de dinero siempre vestía de punta en blanco y conducía un coche vistoso. En opinión de Stanley, alternaba los logros frívolos con graves debilidades. La única ocasión en que se había sentido orgulloso de Kit había sido cuando este había participado en los Juegos Olímpicos de invierno.
Kit sirvió a cada uno de los presentes un plato con beicon crujiente, rodajas de tomate fresco, huevos revueltos espolvoreados con hierbas aromáticas y triángulos de pan tostado con mantequilla. El ambiente en la cocina se distendió. Quizá, pensó Miranda, eso era precisamente lo que pretendía su hermano. En realidad no tenía apetito, pero hundió el tenedor en los huevos revueltos y se lo llevó a la boca. Kit los había sazonado con un poco de queso parmesano, y estaban deliciosos. Fue él quien rompió el silencio:
—¿Y tú a qué te dedicas, Daisy? —preguntó, dedicándole su mejor sonrisa. Miranda sabía que solo trataba de ser amable. A Kit le gustaban las chicas guapas, y Daisy era cualquier cosa menos guapa.
La interpelada tardó una eternidad en contestar.
—Trabajo con mi padre —dijo al fin.
—¿Y en qué anda él?
Daisy parecía desconcertada por la pregunta.
—¿Que en qué anda?
—Sí, cómo se gana la vida.
Nigel soltó una carcajada y dijo:
—Mi viejo amigo Harry tiene tantas cosas en marcha que es difícil decir a qué se dedica.
Para sorpresa de Miranda, Kit siguió insistiendo.
—Bueno, pero podrás decirnos alguna de las cosas que hace —sugirió en tono desafiante.
De pronto, a Daisy se le iluminó el rostro como si hubiera tenido una idea brillante, y dijo:
—Es promotor inmobiliario.
Parecía estar repitiendo algo que había escuchado antes.
—Así que le gusta comprar cosas.
—Supongo —repuso Daisy.
—Siempre me he preguntado qué querrá decir exactamente eso de «promotor inmobiliario».
No era propio de Kit interrogar a un extraño en aquel tono agresivo, pensó Miranda. A lo mejor tampoco acababa de creerse la descripción que los invitados habían hecho de sí mismos. Se sintió aliviada. Eso demostraba que eran realmente desconocidos. Por un momento, había llegado a temer que Kit estuviera involucrado en algún tipo de negocio turbio con aquella gente. Tratándose de él, nunca se sabía.
Había una nota de impaciencia en la voz de Nigel cuando dijo:
—Harry compra un viejo almacén de tabaco, solicita un permiso de recalificación para convertirlo en una urbanización de lujo y luego lo revende a un constructor con un buen margen de beneficio.
Nigel volvía a contestar por Daisy, pensó Miranda.
Kit debió de pensar lo mismo, porque preguntó:
—¿Y tú cómo contribuyes al negocio familiar, Daisy? Supongo que eres una buena vendedora.
A juzgar por su aspecto, se diría que lo suyo era más bien desahuciar a los inquilinos de sus casas.
Daisy miró a Kit con gesto claramente hostil.
—Hago muchas cosas —contestó al tiempo que alzaba la barbilla, como desafiándolo a replicarle.
—Y estoy seguro de que las haces con gracia y eficiencia —observó Kit.
Los halagos de Kit sonaban a mal disimulado sarcasmo, pensó Miranda con inquietud. Daisy no sería la más sutil de las mujeres, pero seguramente sabía cuándo la estaban insultando.
Aquella constante tensión le estaba amargando el desayuno. Tenía que hablar con su padre de todo aquello. Tragó y rompió a toser, fingiendo que se había atragantado. Se levantó de la mesa.
—Perdón —farfulló.
Su padre cogió un vaso y lo llenó con agua del grifo.
Todavía tosiendo, Miranda salió de la cocina. Tal como esperaba, su padre la siguió. Miranda cerró la puerta de la cocina y señaló el estudio. Mientras entraban en la habitación, volvió a toser para no levantar sospechas.
Stanley le ofreció el vaso de agua, pero ella lo rechazó con un ademán.
—Estaba fingiendo —reveló—. Quería hablar contigo. ¿Qué opinas de nuestros invitados?
Stanley dejó el vaso sobre el tapete de piel verde de su escritorio.
—Son muy raritos. Me preguntaba si no formarían parte del turbio círculo de amistades de Kit hasta que él ha empezado a interrogar a la chica.
—Lo mismo me ha pasado a mí. Pero estoy segura de que mienten sobre algo.
—Sí, pero ¿en qué? Si han venido hasta aquí con la intención de robarnos, se lo están tomando con mucha calma.
—No lo sé, pero me siento amenazada.
—¿Quieres que llame a la policía?
—Eso quizá sería pasarnos, pero me quedaría mucho más tranquila si alguien supiera que esta gente está aquí.
—Bien, pensemos… ¿A quién podríamos llamar?
—¿Qué tal al tío Norman?
El hermano de su padre vivía en Edimburgo, donde trabajaba como bibliotecario de la universidad. Stanley y él mantenían una relación cordial pero distante. Con verse una vez al año tenían suficiente.
—Sí. Norman lo entenderá. Le diré lo que ha pasado y le pediré que me llame dentro de una hora para comprobar que todo va bien.
—Perfecto.
Stanley descolgó el teléfono que descansaba sobre el escritorio y se llevó el auricular al oído. Frunció el ceño, colgó y volvió a descolgar.
—No hay línea —dijo.
Miranda sintió una punzada de miedo.
—Ahora sí que quiero avisar a alguien.
Stanley tocó el teclado de su ordenador.
—Tampoco tenemos conexión a Internet. Seguramente es culpa del mal tiempo. A veces las nevadas provocan averías en las líneas.
—Aun así…
—¿Dónde está tu móvil?
—En el chalet de invitados. ¿Tú no tienes uno?
—El del Ferrari.
—Olga tendrá el suyo a mano.
—No hace falta que la despiertes. —Stanley se asomó a la ventana—. Me pondré un abrigo encima del pijama y saldré al garaje.
—¿Dónde están las llaves?
—En el armarito del recibidor de las botas. —Yo te las traigo.
Salieron al distribuidor. Stanley se encaminó a la puerta principal, junto a la cual había dejado sus botas. Miranda se disponía a entrar en la cocina cuando oyó la voz de Olga al otro lado de la puerta. Dudó unos instantes. No había vuelto a hablar con su hermana desde la víspera, cuando Kit se había ido de la lengua y había revelado su secreto. ¿Qué podía decirle? ¿Y qué le diría Olga a ella?
Abrió la puerta. Olga estaba apoyada en la encimera de la cocina. Llevaba puesto un salto de cama de seda negra que recordaba la toga de un abogado. Nigel, Elton y Daisy estaban sentados a la mesa, lado a lado. Kit estaba de pie detrás de ellos, visiblemente nervioso. Olga había dado rienda suelta a su naturaleza inquisidora e interrogaba sin piedad a los tres extraños sentados al otro lado de la mesa.
—¿Qué demonios hacíais en la carretera a esas horas? —preguntó, dirigiéndose a Nigel y pensando que tenía toda la pinta de haber sido un delincuente juvenil.
Miranda se fijó en un bulto rectangular que asomaba bajo el bolsillo del salto de cama de Olga. Su hermana nunca iba a ninguna parte sin su móvil. Se disponía a dar media vuelta y decirle a su padre que no se molestara en ponerse las botas cuando Olga la detuvo con su implacable interrogatorio.
Nigel frunció el ceño ante la pregunta, pero contestó de todos modos:
—Nos dirigíamos a Glasgow.
—¿De dónde veníais? Apenas hay nada hacia el norte.
—De casa de unos amigos.
—Seguramente los conocemos. ¿Quiénes son?
—El propietario se llama Robinson.
Miranda observaba la escena a la espera de una oportunidad para coger prestado el móvil de Olga sin llamar demasiado la atención.
—¿Robinson? No me suena de nada. Es un apellido casi tan común como Smith o Brown. ¿Os dirigíais a algún sitio especial?
—A una fiesta.
Olga arqueó sus oscuras cejas.
—¿Te vienes a Escocia a pasar la Navidad con un viejo amigo y luego su hija y tú os largáis a una fiesta y dejáis al pobre hombre solo?
—No se encontraba demasiado bien.
Olga se volvió hacia Daisy.
—Razón de más. ¿Qué clase de hija deja solo a su padre enfermo en Nochebuena?
Daisy le sostuvo la mirada, reprimiendo un acceso de ira. De pronto, Miranda temió que pudiera recurrir a la violencia. Kit debió de pensar lo mismo, porque dijo:
—Déjala tranquila, Olga.
Pero esta hizo caso omiso de sus palabras.
—¿Y bien? —insistió—. ¿No tienes nada que decir en tu defensa?
Daisy cogió sus guantes. Por algún motivo, Miranda lo interpretó como un mal augurio. Daisy se puso los guantes y dijo: —No tengo por qué contestar a tus preguntas.
—Yo creo que sí —replicó Olga, y se volvió de nuevo hacia Nigel—. Sois tres perfectos desconocidos, estáis en la cocina de mi padre atiborrándoos con su comida y nos habéis contado una historia tan inverosímil que no hay quien se la trague. A mí me parece que nos debéis una explicación.
—Olga, ¿no crees que te estás pasando? —intervino Kit con ansiedad—. Se han quedado atrapados en la nieve, eso es todo.
—¿Estás seguro? —replicó ella, volviéndose hacia Nigel.
Hasta entonces este se había mostrado impasible, pero al contestarle no pudo ocultar su irritación:
—No me gusta que me interroguen.
—En ese caso, puedes largarte —repuso Olga—. Pero si queréis quedaros en casa de mi padre, ya nos estáis contando algo más creíble que esa sarta de patrañas que nos habéis soltado.
—¡No nos podemos ir! —intervino Elton en tono indignado—. Por si no te has dado cuenta, ahí fuera hay una puta tormenta de nieve.
—Haz el favor de no emplear esa clase de lenguaje en esta casa. Mi madre nunca consintió que se dijeran obscenidades, a no ser en otras lenguas, y hemos mantenido esa regla desde su muerte. —Olga cogió la cafetera, y luego señaló el maletín granate que descansaba sobre la mesa—. ¿Y eso?
—Es mío —contestó Nigel.
—En esta casa no se deja el equipaje sobre la mesa. —Alargó el brazo y cogió el maletín—. No tiene gran cosa dentro… ¡aaay! —Olga soltó un grito porque Nigel la había cogido del brazo—. ¡Me haces daño! —gritó.
Nigel había desistido de intentar mostrarse amable.
—Deja el maletín sobre la mesa ahora mismo —ordenó con rotundidad pero sin elevar la voz.
Stanley apareció junto a Miranda. Se había puesto una chaqueta, guantes y botas.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le dijo a Nigel—. ¡Aparta las manos de mi hija!
Nellie empezó a ladrar. Con un movimiento ágil y rápido, Elton se agachó y cogió a la perra del collar.
Olga seguía sosteniendo al maletín empecinadamente.
—Suéltalo, Olga —le aconsejó Kit.
Daisy tiró del maletín y Olga intentó aferrarse a él tirando en la dirección opuesta hasta que, con el tira y afloja, se abrió inesperadamente. Una lluvia de perlas de poliestireno expandido cayó sobre la mesa de la cocina. Kit lanzó un grito de pánico y Miranda se preguntó qué le daba tanto miedo. Una botella de perfume envuelta en plástico cayó del interior del maletín.
Con la mano libre, Olga abofeteó a Nigel.
Él le devolvió el bofetón. Todos gritaron al unísono. Con un gruñido de rabia, Stanley apartó a Miranda de su camino y avanzó a grandes zancadas hacia Nigel.
—¡No! —gritó Miranda.
Daisy le cortó el paso, pero Stanley intentó apartarla. Hubo unos segundos de forcejeo, y luego él lanzó un grito y cayó de espaldas, sangrando por la boca.
Nigel y Daisy sacaron sus pistolas.
Todos enmudecieron excepto Nellie, que ladraba sin cesar. Elton le retorció el collar, ahogándola, hasta que la obligó a callar. El silencio se impuso en la habitación.
—¿Quién coño sois? —preguntó Olga.
Stanley se fijó en el frasco de perfume que había caído sobre la mesa y preguntó con temor:
—¿Por qué lleváis ese frasco envuelto en dos bolsas de plástico?
Miranda había aprovechado la confusión para escabullirse.