Daisy temblaba tanto que apenas podía sujetar la escalera de mano. Elton escaló los travesaños, sosteniendo unas tijeras de podar en una de sus manos heladas. Las luces de la fachada relucían a través de un cedazo de nieve. Kit los observaba desde la puerta del garaje. Le castañeteaban los dientes. Nigel estaba en el interior del garaje, abrazado al maletín de piel granate.
Habían apoyado la escalera de mano contra uno de los muros laterales de la casa principal. Los cables de teléfono salían al exterior por una esquina y discurrían paralelos al tejado hasta llegar al garaje. Kit sabía que desde allí conectaban con un tubo subterráneo que iba hasta la carretera principal. Cortar los cables dejaría a toda la propiedad sin línea telefónica. Era solo una precaución, pero Nigel había insistido en que se hiciera, y Kit había encontrado la escalera de mano y las tijeras de podar en el garaje.
Tenía la impresión de estar viviendo una pesadilla. Sabía que el trabajo de aquella noche implicaba algún peligro, pero jamás se le habría pasado por la cabeza que acabaría plantado delante de la casa de su padre mientras un matón a sueldo cortaba los cables de teléfono y el jefe de la cuadrilla se abrazaba a un maletín en cuyo interior había un virus capaz de matarlos a todos.
Elton despegó la mano izquierda de la escalera, buscó un punto de equilibrio y sujetó las tijeras de podar con ambas manos. Se inclinó hacia delante, apresó el cable entre las hojas de las tijeras, las cerró con fuerza… y las dejó. Estas aterrizaron boca abajo en la nieve, a escasos centímetros de Daisy, que soltó un grito.
—¡Chsss! —susurró Kit.
—¡Podía haberme matado! —protestó Daisy.
—¡Vais a despertar a todo el mundo!
Elton bajó la escalera, recogió las tijeras de podar y volvió a subir.
Tenían que ir hasta el chalet de Luke y Lori para coger el todoterreno, pero Kit sabía que no podrían marcharse enseguida. Estaban al borde del agotamiento, y lo que era peor, no estaba seguro de saber encontrar la casa de Luke. Casi se había perdido para llegar a Steepfall. La nieve seguía cayendo con fuerza. Si intentaban seguir adelante sin antes reponer fuerzas, se perderían o morirían de frío, o ambas cosas. Tenían que esperar a que amainara la tormenta, o que la luz del día les permitiera orientarse, y para asegurarse de que nadie descubría su paradero habían decidido cortar la línea telefónica.
Al segundo intento, Elton logró cortar el cable. Mientras bajaba la escalera, Kit recogió los trozos de cable suelto, los enrolló y los dejó apoyados contra la pared del garaje, donde resultaban menos visibles.
Elton llevó la escalera de mano hasta el garaje y la dejó caer con estruendo en el suelo de hormigón.
—¡Procura no hacer tanto ruido! —le reconvino Kit. Nigel miraba las paredes de piedra desnuda del establo convertido en garaje.
—No podemos quedarnos aquí.
—Mejor aquí que ahí fuera —repuso Kit.
—Estamos destemplados y mojados, y aquí no hay calefacción. Nos moriremos de frío.
—Tienes razón —asintió Elton.
—Pondremos en marcha los motores de los coches —sugirió Kit—. Eso caldeará el ambiente.
—No seas imbécil —replicó Elton—. El monóxido de carbono nos mataría antes de que pudiéramos entrar en calor.
—Podríamos sacar el Ford afuera y esperar dentro.
—Y una mierda —protestó Daisy—. Yo lo que necesito es una taza de té, algo de comida caliente y una copa. Voy a entrar en la casa.
—¡No!
La idea de dejar entrar a aquellos tres en la casa familiar le producía auténtico pavor. Sería como llevarse a casa a una jauría de perros rabiosos. ¿Y qué pasaba con el maletín y su virulento contenido? ¿Cómo iba a dejar que entraran con algo así en la cocina?
—Estoy con Daisy —terció Elton—. Entremos en la casa.
Kit lamentó amargamente haberles dicho cómo cortar las líneas telefónicas.
—Pero ¿qué digo yo si nos sorprenden?
—Estarán todos durmiendo.
—¿Y si sigue nevando cuando se levanten?
Nigel intervino:
—Dirás lo siguiente: no nos conoces de nada. Nos has encontrado en la carretera. Nuestro coche se ha quedado atrapado en la nieve a un par de kilómetros de aquí. Al vernos, te has compadecido de nosotros y nos has traído hasta aquí.
—¡Se supone que no he salido de la casa!
—Di que te fuiste a tomar una copa.
—O que habías quedado con una chica —sugirió Elton.
—¿Cuántos añitos tienes, por cierto? —le espetó Daisy— ¿Todavía le pides permiso a papá para salir por la noche?
Kit no soportaba que una energúmena como Daisy lo tratara con aires de superioridad.
—Se trata de buscar una excusa creíble, imbécil. ¿Quién sería tan estúpido para salir en plena ventisca y hacer un montón de kilómetros solo para tomarse una copa con la cantidad de alcohol que hay en la casa?
—Alguien lo bastante estúpido para perder un cuarto de millón al blackjack —replicó Daisy.
—Ya se te ocurrirá algo, Kit —dijo Nigel—.Vámonos dentro antes de que se nos caigan los putos dedos de los pies.
—Habéis dejado los disfraces en la furgoneta. Mi familia os verá tal como sois.
—Da igual. Solo somos tres desventurados automovilistas que se han quedado atrapados en la nieve. Habrá cientos como nosotros, saldrá en las noticias. Tu familia no tiene por qué relacionarnos con los ladrones que han entrado a robar en el laboratorio.
—No me gusta —insistió Kit. Le daba miedo plantar cara a un grupo de delincuentes habituales, pero estaba lo bastante desesperado para hacerlo—. No quiero que entréis en la casa.
—Nadie te ha pedido permiso —replicó Nigel con gesto desdeñoso—. Si no nos dices cómo entrar, lo averiguaremos por nuestra cuenta.
Lo que aquellos tres no entendían, pensó Kit al borde de la desesperación, era que en su familia nadie se chupaba el dedo. Nigel, Elton y Daisy lo tendrían difícil para engañarlos.
—No parecéis un grupo de inocentes ciudadanos que se han quedado atrapados en la nieve.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Nigel.
—No respondéis precisamente al perfil de la típica familia escocesa —contestó Kit—.Tú eres londinense, Elton es negro y Daisy es una psicópata. No sé, pero puede que mis hermanas sospechen algo.
—Nos portaremos bien y no diremos gran cosa.
—Mejor sería que no abrierais la boca en absoluto. Os lo advierto: a la menor señal de violencia, se acabó lo que se daba.
—Por supuesto. Queremos que piensen que somos inofensivos.
—Sobre todo Daisy. —Kit se volvió hacia ella—. Las manos quietas.
Nigel apoyó a Kit.
—Sí, Daisy. Procura no descubrir el pastel. Compórtate como una chica normal, aunque solo sea durante un par d horas, ¿vale?
—Que sí, que sí… —rezongó Daisy, y se dio la vuelta.
Kit comprendió que, en algún momento de la conversación que no sabría concretar, había acabado sometiéndose a los deseos de los demás.
—Mierda —masculló—. Recordad que me necesitáis para encontrar el todoterreno. Si le tocáis un pelo a alguien de mi familia, ya os podéis olvidar de mí.
Con la sensación fatalista de que no podía evitar buscarse su propia perdición, Kit rodeó la casa y los guió hasta la puerta trasera, que como siempre estaba abierta.
—No pasa nada, Nellie, soy yo —dijo, para que la perra no ladrara.
Cuando entró en el recibidor de las botas, el aire caliente lo envolvió como una bendición. A su espalda, Elton exclamó:
—¡Dios, qué bien se está aquí!
Kit se dio la vuelta y dijo entre dientes:
—¡Haced el favor de no levantar la voz! —Se sentía como un maestro de escuela intentando controlar a un grupo de niños revoltosos en un museo—. ¿No entendéis que cuanto más tarden en despertarse, mejor para nosotros? —Los guió hasta la cocina— Pórtate bien, Nelly —dijo en voz baja—. Son amigos.
Nigel acarició a Nellie, y la perra movió la cola. Se quitaron las chaquetas mojadas. Nigel dejó el maletín sobre la mesa de la cocina y dijo:
—Ve calentando agua para el té, Kit.
El interpelado dejó el portátil en la mesa y encendió el pequeño aparato de televisión que había sobre la encimera. Buscó una cadena de noticias y luego llenó la tetera de agua.
Una atractiva presentadora dijo:
_—A causa de un cambio inesperado en la dirección del viento, la ventisca ha sorprendido a la mayor parte de la población escocesa.
—Y que lo jures —observó Daisy.
La presentadora hablaba en un tono seductor, como si estuviera invitando al telespectador a subir a su piso para tomar una última copa.
—En algunas zonas, han caído más de treinta centímetros de nieve en tan solo doce horas.
—¡No me digas! —replicó Elton.
Se estaban relajando, comprobó Kit con inquietud. Él, en cambio, se sentía incluso más tenso que antes.
La presentadora informó de varios accidentes de tráfico, carreteras bloqueadas y vehículos abandonados.
—¿Y a mí qué me importa todo eso? —explotó Kit en tono airado—. ¿Cuándo se acaba la puta tormenta?
—Prepara el té, Kit —sugirió Nigel.
Kit sacó tazas, un azucarero y una jarra de leche. Nigel, Daisy y Elton se reunieron en torno a la mesa de pino macizo, tal como lo haría una familia de verdad. El agua rompió a hervir. Kit preparó té y café.
La presentadora de televisión cedió paso a un meteorólogo, cuya imagen apareció montada sobre un mapa de isobaras. Todos guardaron silencio.
—Mañana por la mañana la tormenta habrá desaparecido tan repentinamente como empezó —anunció el meteorólogo.
—¡Bien! —exclamó Nigel, exultante.
—El deshielo empezará antes de mediodía.
—¡Podrías ser un poco más preciso! —replicó Nigel, al borde de la exasperación—. ¿A qué hora de la mañana?
—Aún podemos conseguirlo —dijo Elton. Vertió té en su taza y le añadió leche y azúcar. Kit compartía su optimismo.
—Deberíamos salir al alba —advirtió. La promesa de poder distinguir claramente el camino le había dado nuevos bríos.
—Solo espero que lleguemos a tiempo —apuntó Nigel.
Elton bebió un sorbo de té.
—Qué bien sienta esto, por Dios. Ahora sé cómo debió sentirse Lázaro al resucitar de entre los muertos.
Daisy se levantó. Abrió la puerta que daba al comedor y escudriñó la estancia en penumbra. —¿Qué hay aquí? —preguntó.
—¿Adónde crees que vas? —replicó Kit.
—No pienso beberme el té a secas.
Daisy encendió la luz y pasó al comedor. Segundos más tarde soltó una exclamación exultante y Kit la oyó abriendo el mueble bar.
Fue entonces cuando Stanley entró en la cocina desde el vestíbulo, ataviado con su pijama gris y una bata de cachemira negra.
—Buenos días —dijo—. ¿Qué pasa aquí?
—Hola, papá —respondió Kit—. Te lo puedo explicar.
Daisy volvió del comedor sosteniendo una botella de Glenmorangie con una de sus manos enguantadas.
Stanley arqueó las cejas al verla.
—¿Le apetece una copa? —preguntó.
—No, gracias —contestó Daisy—.Tengo una botella entera.