03.00

Potentes focos de seguridad iluminaban las torres y tejados del Kremlin. El termómetro marcaba cinco bajo cero, pero el cielo estaba despejado y no nevaba. El edificio principal daba a un jardín Victoriano, con árboles y arbustos señoriales. La luna, apenas mellada, bañaba con su luz grisácea las ninfas desnudas que retozaban en las fuentes secas bajo la atenta mirada de los dragones de piedra.

Un rugido de motores rompió el silencio en el momento en que dos furgonetas salieron del garaje. Ambas llevaban pintado sobre el chasis el icono internacional del peligro biológico: cuatro círculos negros entrelazados sobre un fondo de color amarillo intenso. El vigilante que montaba guardia a la salida del complejo ya había levantado la barrera. Los vehículos salieron en dirección al sur a una velocidad vertiginosa.

Toni Gallo iba al volante de la primera furgoneta, que conducía como si fuera su Porsche, aprovechando todo el ancho de la calzada, pisando a fondo el acelerador, cogiendo las curvas a toda velocidad. Temía que fuera demasiado tarde. En la furgoneta, además de ella, iban tres hombres entrenados en tareas de descontaminación. El segundo vehículo era una unidad móvil de bioseguridad en la que viajaban un ATS, que conducía, y una médica, Ruth Solomons, que ocupaba el asiento contiguo.

Toni temía estar equivocada, pero le aterraba la idea de tener razón.

Había activado la alerta roja sin más justificación que una sospecha. El fármaco desaparecido podía haber sido legítimamente utilizado por un científico que sencillamente se había olvidado de crear la entrada correspondiente en el registro, tal como sostenía Howard McAlpine. Era posible que Michael Ross hubiese decidido alargar sus vacaciones sin permiso, y lo de su madre podía no haber sido más que un malentendido. Si así fuera, no tardarían en acusarla de haber sacado las cosas de madre, tal como cabía esperar de una histérica, añadiría James Elliot. Quizá encontrara a Michael Ross durmiendo sano y salvo en su cama, con el teléfono desconectado, y en ese caso Toni se estremecía solo de pensar en lo que le diría a su jefe, Stanley Oxenford, a la mañana siguiente.

Pero si resultaba que estaba en lo cierto, todo sería mucho peor.

Un empleado se había ausentado sin permiso. Había mentido sobre su paradero, y las muestras de un nuevo fármaco habían desaparecido de la cámara de seguridad. ¿Habría hecho Michael Ross algo que lo había expuesto al riesgo de contraer una infección mortal? El fármaco seguía en fase de prueba, y no era efectivo contra todos los virus, pero seguramente él habría pensado que era mejor que nada. Cualesquiera que fueran sus intenciones, había querido asegurarse de que nadie lo buscaría durante un par de semanas, y por eso había dicho que se marchaba a Devon, a visitar a su difunta madre.

Mónica Ansari había dicho: «El hecho de que alguien viva solo no significa que esté como para encerrarlo, ¿verdad?», una de esas frases que quieren decir todo lo contrario de lo que aparentan. La bioquímica había notado algo extraño en Michael, por más que su mente científica y racional se resistiera a confiar en una simple intuición.

Toni, en cambio, creía que nunca había que hacer caso omiso de la intuición.

Apenas se atrevía a pensar en las consecuencias que podía tener la posible propagación del Madoba-2, un virus muy infeccioso que se transmitía rápidamente a través de la tos y los estornudos, y que además era letal. Un escalofrío de pavor recorrió su columna vertebral, y pisó a fondo el acelerador.

La carretera estaba desierta, y no tardaron más de veinte minutos en llegar a la aislada casa de Michael Ross. La entrada no estaba claramente señalada, pero Toni la recordaba. Enfiló el corto camino que conducía al chalet de paredes de piedra, que apenas sobresalía por encima del muro del jardín. La casa estaba a oscuras. Lucy detuvo la furgoneta junto a un Volkswagen Golf, probablemente el de Michael, y presionó el claxon con fuerza.

No hubo respuesta. No se encendió ninguna luz, nadie abrió una puerta o ventana. Lucy apagó el motor. Silencio.

Si Michael se había marchado, ¿por qué seguía allí su coche?

—Las escafandras, caballeros —recordó.

Todos los presentes se enfundaron sus trajes aislantes de color naranja, incluido el equipo médico de la segunda furgoneta. Hacerlo no era tarea fácil. Los trajes estaban confeccionados con un plástico pesado que no cedía ni se doblaba fácilmente, y se cerraban con una cremallera especial que los hacía herméticos. Se ayudaron unos a otros a fijar los guantes a las muñecas con cinta adhesiva, y por último embutieron los pies en botas de goma.

Los trajes aislaban completamente a sus portadores, que respiraban a través de un filtro HEPA —un potente purificador del aire gracias a un ventilador eléctrico alimentado por las pilas alojadas en el cinturón del traje. El filtro impedía la entrada de cualquier partícula de aire respirable que pudiera contener bacterias y virus. También eliminaba todos los olores, excepto los más fuertes. El ventilador producía un murmullo continuo que algunas personas encontraban agobiante. Unos auriculares con micrófono acoplados al casco les permitían comunicarse entre sí y con la centralita del Kremlin a través de una frecuencia interna.

Cuando todos estuvieron listos, Toni se volvió de nuevo hacia la casa. Si alguien se asomara a una ventana en aquel momento, y viera a siete personas con trajes aislantes de color naranja, pensaría que se hallaba ante un grupo de alienígenas.

Pero si había alguien allí dentro, no estaba mirando por ninguna de las ventanas.

—Yo entraré primero —anunció Toni.

Se dirigió a la puerta principal, caminando con paso rígido y torpe a causa del traje aislante. Llamó al timbre y a la puerta. Al cabo de unos instantes, rodeó el edificio por uno de los lados. En la parte trasera de la casa había un jardín bien cuidado y un cobertizo de madera. La puerta trasera no estaba cerrada con llave, así que entró. Recordó que había estado en aquella cocina mientras Michael preparaba un té. Avanzó rápidamente por la casa, encendiendo las luces a su paso. Los Rembrandt seguían en la pared de la sala de estar. La casa estaba limpia, ordenada y desierta.

Habló con los demás a través del micrófono.

—No hay nadie —dijo, y ella misma se percató del desaliento que transmitía su voz.

¿Por qué se había ido Michael sin cerrar la puerta? Quizá porque no pensaba volver jamás.

Aquello era un desastre. Si Michael hubiera estado allí, el misterio podía haberse resuelto rápidamente. Ahora tendrían que ponerse a buscarlo, y podía estar en cualquier rincón del mundo. No había manera de saber cuánto tardarían en encontrarlo. Toni pensó con terror en los días —o quizá incluso semanas— de nervios y ansiedad que se avecinaban.

Volvió a salir al jardín. Por si acaso, intentó abrir la puerta del cobertizo, que tampoco estaba cerrada con llave. Nada más abrir, percibió el rastro de un olor, un olor desagradable pero vagamente familiar. Debía de ser un olor muy fuerte, se dijo de pronto, para traspasar el filtro del traje. «Sangre», pensó. El cobertizo olía como un matadero.

—Dios mío —murmuró.

Ruth Solomons, la médica, la oyó y preguntó:

—¿Qué pasa?

—Un segundo.

En el interior del pequeño habitáculo de madera, que no tenía ninguna ventana, reinaba la más completa oscuridad. Toni buscó a tientas hasta dar con un interruptor. Cuando se encendió la luz, soltó un grito de horror.

Los demás rompieron a hablar al unísono, preguntando qué ocurría.

—¡Venid enseguida! —dijo Toni—.Al cobertizo del jardín. Ruth primero.

Michael Ross yacía en el suelo, boca arriba. Sangraba por todos los orificios del cuerpo: ojos, nariz, boca, orejas. La sangre formaba un charco a su alrededor en el suelo de madera. Toni no necesitaba a la médica para saber que Michael tenía una hemorragia múltiple, uno de los síntomas típicos del Madoba-2 y de otras infecciones similares. En aquel momento su cuerpo era sumamente peligroso, como una bomba sin detonar repleta del virus letal. Pero estaba vivo. El pecho se le movía arriba y abajo, y de su boca brotaba un débil sonido similar a un gorgoteo. Toni se agachó, apoyando las rodillas en el pegajoso charco de sangre fresca, y lo observó atentamente.

—¡Michael! —llamó a voz en grito para hacerse oír a través de la pantalla del casco—. ¡Soy Toni Gallo, del laboratorio!

Un destello de lucidez iluminó sus ojos inyectados de sangre. Abrió la boca y masculló algo.

—¿Qué? —gritó Toni, y se acercó más.

—No hay cura —dijo él. Y entonces vomitó. Un chorro de líquido negro brotó de su boca, salpicando la pantalla del casco de Toni, que saltó hacia atrás y gritó aterrada, aunque sabía perfectamente que el traje la protegía.

Alguien la apartó, y Ruth Solomons se agachó junto a Michael.

—El pulso es muy débil —dijo la médica. Abrió la boca de Michael y, con sus dedos enguantados, limpió parte de la sangre y el vómito que le obstruían la garganta.

—¡Necesito un laringoscopio, deprisa!

Segundos después, un ATS entró corriendo con el instrumento requerido. Ruth lo introdujo en la boca de Michael, despejándole la garganta para que pudiera respirar mejor.

—Traed la camilla de aislamiento, cuanto antes.

Ruth abrió su maletín médico y sacó una jeringa ya cargada, con morfina y un coagulante sanguíneo, supuso Toni. Ruth hundió la aguja en el cuello de Michael y accionó el émbolo. Cuando sacó la jeringa, Michael empezó a sangrar copiosamente por el pequeño orificio.

Toni se sentía abrumada por el dolor. Recordó a Michael caminando por el Kremlin, sentado en su casa bebiendo té, conversando animadamente sobre sus grabados … y la visión de aquel cuerpo, más muerto que vivo, se le hizo más dolorosa y trágica aún.

—Vale —dijo Ruth—.Vamos a sacarlo de aquí.

Los dos ATS levantaron a Michael y lo trasladaron hasta una camilla envuelta en una tienda de plástico transparente. Deslizaron al enfermo por la apertura circular situada en un extremo de la camilla, la sellaron y cruzaron el jardín de Michael empujando la camilla.

Antes de subir a la ambulancia, tenían que descontaminarse a sí mismos y la camilla. Uno de los hombres del equipo de Toni ya había sacado una tina de plástico poco profunda, similar a una piscina inflable para niños. La doctora Solomons y los ATS se turnaron para introducirse en la tina y dejarse rociar con un poderoso desinfectante que destruía cualquier virus oxidando su proteína.

Toni observaba, consciente de que cada segundo que pasaba reducía las posibilidades de supervivencia de Michael, pero también de que el procedimiento de descontaminación debía respetarse escrupulosamente para prevenir otras muertes. Le consternaba el hecho de que un virus mortal hubiera salido de su laboratorio. Nunca había ocurrido algo así en toda la historia de Oxenford Medical. Poco consuelo le brindaba ahora el saber que estaba en lo cierto al reaccionar como reaccionó ante la desaparición de los fármacos, y que sus compañeros se equivocaban al restarle importancia. Su misión era impedir que ocurrieran aquella clase de cosas y había fallado. ¿Moriría el pobre Michael a consecuencia de ello? ¿Morirían más personas?

Los ATS subieron la camilla a la ambulancia. La doctora Solomons se subió también de un salto a la parte trasera del vehículo, con su paciente. Cerraron las puertas de la ambulancia apresuradamente, arrancaron a toda velocidad y se perdieron en la noche.

—Mantenme al corriente de lo que pase, Ruth —dijo Toni—. Puedes llamarme directamente al intercomunicador.

La voz de Ruth empezaba a perderse en la distancia.

—Ha entrado en coma —anunció.

Añadió algo más, pero ya estaba fuera de cobertura, y las palabras llegaron indescifrables a los oídos de Toni antes de que su voz se apagara por completo.

Toni se sacudió para quitarse de encima aquella lúgubre apatía. Tenían mucho trabajo por delante.

—Vamos a hacer limpieza —dijo.

Uno de los hombres cogió un rollo de cinta amarilla que llevaba impresas las palabras «Peligro biológico. No cruzar la línea» y empezó a rodear con ella toda la propiedad, incluyendo la casa, el cobertizo, el jardín y el coche de Michael. Por suerte, las casas más cercanas estaban lo bastante lejos como para no constituir motivo de preocupación. Si Michael hubiera vivido en un bloque de apartamentos con conductos de ventilación colectivos, habría sido demasiado tarde para descontaminar la zona.

Los demás sacaron de la furgoneta rollos de bolsas de basura, fumigadores repletos de desinfectante, cajas de paños de limpieza y grandes bidones de plástico blanco. Había que pulverizar y limpiar cada palmo de superficie. Los objetos difíciles de limpiar o de valor, como las joyas, se aislarían en los bidones y se llevarían al Kremlin, donde se esterilizarían en el interior de un autoclave mediante vapor de alta presión. Todo lo demás se aislaría en bolsas dobles y se destruiría en el incinerador de desechos clínicos situado debajo del laboratorio NBS4.

Toni pidió a uno de los hombres que la ayudara a limpiar el vómito negro de Michael de su traje y que la rociara con líquido desinfectante. Hubo de reprimir el impulso de quitarse el traje mancillado.

Mientras los hombres limpiaban, ella se dedicó a inspeccionar la casa en busca de alguna pista sobre el porqué de todo aquello. Tal como temía, Michael había robado el fármaco experimental porque sabía o sospechaba que se había infectado con el Madoba-2. Pero ¿qué había hecho para exponerse al virus?

En el cobertizo había una vitrina de cristal con un extractor de aire acoplado, en lo que parecía una improvisada cabina de seguridad biológica. Toni apenas se había fijado en ella antes porque Michael había acaparado toda su atención, pero ahora se percató de que había un conejo muerto en su interior. Parecía haber muerto de la misma enfermedad que había contraído Michael. ¿Habría salido del laboratorio?

Junto al conejo había un cuenco de agua con una etiqueta que ponía «Joe». Era un detalle significativo. El personal del laboratorio rara vez ponía nombres a las criaturas con las que trabajaba. Se mostraban amables con los sujetos de sus experimentos, pero no se podían permitir el lujo de encariñarse con animales a los que debían sacrificar. Sin embargo, Michael había dado una identidad a aquel animal y lo trataba como a una mascota. ¿Acaso su trabajo le generaba un sentimiento de culpa?

Toni salió del cobertizo. Un coche patrulla estaba aparcando junto a la furgoneta. Los había estado esperando. De acuerdo con el Plan de actuación para incidentes graves que ella misma había desarrollado, los guardias de seguridad del Kremlin habían llamado a Inverburn, a la jefatura de la policía regional escocesa, para notificarles la activación de la alerta roja. Habían venido a comprobar hasta qué punto había realmente una crisis.

Toni también había sido policía. De hecho, hasta hacía dos años, no había sido otra cosa. Durante la mayor parte de su carrera había sido la niña mimada del cuerpo: había ascendido rápidamente en la jerarquía policial, sus superiores la exhibían ante los medios de comunicación como el nuevo prototipo del policía moderno y todas las quinielas la señalaban como la primera mujer llamada a ocupar el puesto de inspector jefe de policía en Escocia. Fue entonces cuando tuvo un enfrentamiento con su jefe a raíz de un tema delicado, el racismo en el cuerpo. Él sostenía que el racismo no estaba institucionalizado en la policía, mientras que ella afirmaba que los agentes ocultaban de modo sistemático los incidentes racistas, lo que equivalía a institucionalizar el racismo. La discusión se filtró a un periódico, Toni se negó a retractarse de algo en lo que creía, y finalmente se vio obligada a presentar la dimisión.

En aquel entonces, vivía con Frank Hackett, otro agente de policía. Llevaban juntos ocho años, aunque nunca se habían casado. Cuando Toni cayó en desgracia, él la abandonó. Aún no se había recuperado del golpe.

Dos jóvenes agentes, un hombre y una mujer, salieron del coche patrulla. Toni conocía a la mayor parte de los policías locales de su propia quinta, y algunos de los veteranos se acordaban de su difunto padre, el sargento Antonio Gallo, inevitablemente conocido por todos como Tony el Español. Sin embargo, no reconoció a ninguno de los dos agentes.

Jonathan, ha llegado la policía —dijo por el micrófono del intercomunicador—. Por favor, ¿podrías descontaminarte y salir a hablar con ellos? Tú solo diles que hemos comprobado el hurto de un virus del laboratorio. Ellos llamarán a Jim Kincaid, y yo le pondré al corriente de todo en cuanto llegue.

El comisario Kincaid era el responsable de la llamada QBRN, la brigada especial para incidentes químicos, biológicos, radiológicos y nucleares. Había trabajado con Toni en la elaboración del plan de seguridad. Entre ambos, pondrían en marcha una respuesta meticulosa y discreta a la crisis desatada.

Toni pensó que, cuando Kincaid llegara, le gustaría poder ofrecerle alguna información sobre Michael Ross. Entró en la casa. Michael había convertido una de las habitaciones en su estudio. En una mesita auxiliar descansaban tres fotografías enmarcadas de su madre: en la primera era una esbelta adolescente enfundada en un jersey ceñido, en la segunda una madre feliz que sostenía a un bebé muy parecido a Michael, y en la tercera tendría ya sesenta y tantos años y posaba para la cámara con un orondo gato blanquinegro sobre el regazo.

Toni se sentó al escritorio de Michael y leyó sus mensajes de correo electrónico, aporreando el teclado torpemente con sus manos enguantadas. Había encargado un libro titulado Ética animal en Amazon. También había preguntado por cursos universitarios sobre filosofía moral. Toni consultó el historial de su navegador de Internet y descubrió que había visitado recientemente páginas relacionadas con los derechos de los animales. Era evidente que le inquietaban las implicaciones morales de su trabajo. Pero al parecer nadie en Oxenford Medical se había percatado de que no se encontraba a gusto.

No pudo evitar solidarizarse con él. Cada vez que veía un beagle o un hámster encerrado en una jaula, deliberadamente inoculado con alguna enfermedad que los científicos estaban estudiando, sentía una punzada de compasión. Pero entonces recordaba la muerte de su padre. Le habían diagnosticado un tumor cerebral a los cincuenta y pocos años y había muerto sumido en la perplejidad, la humillación y el dolor. La enfermedad que había acabado con su vida podía llegar a curarse algún día gracias a los experimentos realizados con cerebros de monos. En su opinión, la investigación con animales era una triste necesidad.

Michael conservaba sus documentos personales perfectamente ordenados en un archivador de cartón: facturas, garantías, extractos bancarios, manuales de instrucciones. En una carpeta titulada «Asociaciones» Toni encontró el comprobante de su ingreso en una organización llamada Amigos de los Animales. Todo empezaba a encajar.

El trabajo palió su angustia. Siempre se le habían dado bien las tareas de investigación. Abandonar la policía había sido un duro golpe. Era agradable volver a echar mano de sus antiguas habilidades y comprobar que conservaba su olfato.

En un cajón encontró la libreta de direcciones y la agenda de Michael. En esta última, las dos últimas semanas aparecían en blanco. Cuando se disponía a abrir la libreta de direcciones, una ráfaga de luz azul llamó su atención desde la calle, y al mirar por la ventana vio un Volvo gris con lanzadestellos en el techo. Dio por sentado que sería Jim Kincaid.

Toni salió a la calle y pidió a un miembro de su equipo que la descontaminara. Luego se quitó el casco para hablar con el comisario. Sin embargo, el hombre que salió del Volvo no era Jim. Cuando la luz de la luna incidió en su rostro, Toni vio que se trataba del comisario Frank Hackett, su ex. Se llevó un buen chasco. Aunque había sido él quien había puesto fin a su relación, Frank siempre se comportaba como si fuera el gran perjudicado.

Toni decidió mostrarse tranquila, amistosa y profesional.

Frank Hackett se apeó del coche y avanzó hacia ella.

—Por favor, no cruces la línea —le advirtió ella—. Ya salgo yo.

No bien lo había dicho se dio cuenta de que había metido la pata. Él era el agente de policía y ella la civil, así que para Frank lo lógico sería que él diera las órdenes, no al revés. Su gesto ceñudo indicó a Toni que había acusado el golpe. Intentando mostrarse más amable, añadió:

—¿Cómo estás, Frank?

—¿Qué ha pasado aquí?

—Al parecer, un técnico del laboratorio ha contraído un virus. Acabamos de llevárnoslo en una ambulancia de aislamiento. Estamos descontaminando su casa. —¿Dónde está Jim Kincaid?

—De vacaciones.

—¿Dónde? —Toni tenía la esperanza de poder localizar a Jim y hacer que volviera para hacerse cargo de aquella crisis.

—En Portugal. Su esposa y él tienen un apartamento en multipropiedad allí.

«Lástima», pensó Toni. A diferencia de Frank, Kincaid tenía experiencia en accidentes biológicos.

—No sufras —dijo Frank, como si le hubiera leído el pensamiento. Sostenía un grueso fajo de fotocopias—. He traído el protocolo. —Aquel era el plan que Toni y Kincaid habían consensuado, y era evidente que Frank se lo había estado leyendo mientras esperaba—. Lo primero que hay que hacer es aislar la zona —añadió, mirando a su alrededor.

Toni ya había aislado la zona pero no dijo nada. Frank necesitaba afirmarse.

Llamó a dos agentes uniformados que esperaban en el coche patrulla.

—¡Eh, vosotros dos! Llevad el coche hasta la entrada de la propiedad y no dejéis pasar a nadie sin consultármelo.

—Buena idea —apuntó Toni, aunque en realidad no serviría de nada hacerlo.

Frank consultaba el protocolo.

—Luego tenemos que asegurarnos de que nadie abandone la escena.

Toni asintió.

—No hay nadie aquí excepto los miembros de mi equipo, y todos llevan puestos trajes de seguridad biológica.

—No me gusta este protocolo. Pone a un puñado de civiles al frente de la escena del crimen.

—Qué te hace pensar que estás ante una escena del crimen?

Alguien ha robado muestras de un fármaco.

Sí, pero no las robó de aquí.

Frank hizo caso omiso de su observación.

—Por cierto, ¿cómo se las arregló vuestro hombre para contraer el virus? Todos vosotros usáis esos trajes en el laboratorio, ¿no?

Eso es algo que la consejería de Salud Pública deberá determinar —contestó Toni en tono evasivo—. De nada sirve especular.

—¿Había algún animal aquí cuando llegasteis?

Toni dudó unos segundos, y eso fue cuanto necesitó Frank, que si por algo era un buen policía era porque no se le escapaba una.

—¿Así que un animal salió del laboratorio e infectó al técnico mientras este trabajaba sin traje de aislamiento?

—No sé qué ocurrió, y no quiero que empiecen a circular rumores sin fundamento. ¿Podríamos concentrarnos en la salud pública, al menos de momento?

—A la orden. Pero la salud pública no es lo único que te preocupa. También quieres proteger a la empresa y a tu querido profesor Oxenford.

Toni se preguntó por qué había elegido aquel calificativo para el profesor, pero antes de que pudiera reaccionar empezó a sonar un teléfono dentro de su casco.

—Tengo una llamada —le dijo a Frank—. Perdona.

Sacó el intercomunicador del casco y se lo puso. Volvió a sonar el tono de llamada, luego un silbido que indicaba el establecimiento de la comunicación, y entonces oyó la voz de un guardia de seguridad que le hablaba desde la centralita del Kremlin.

—La doctora Solomons para la señora Gallo.

—¿Sí? —dijo Toni.

La doctora se puso al teléfono.

—Michael ha muerto.

Toni cerró los ojos.

—Dios, Ruth, cuánto lo siento.

—Habría muerto aunque lo hubiéramos encontrado veinticuatro horas antes. Estoy casi segura de que tenía el Madoba-2.

—Hemos hecho cuanto hemos podido —dijo Toni, la voz embargada de dolor.

—¿Tienes idea de cómo ha podido pasar?

Toni no quería revelar mucha información delante de Frank.

—Estaba preocupado por la crueldad hacia los animales, y creo que seguía afectado por la muerte de su madre, hace un año.

—Pobre chico.

—Ruth, tengo aquí a la policía. Luego te llamo.

—Vale.

La comunicación se cortó. Toni se quitó el intercomunicador.

—Así que ha muerto —observó Frank.

—Se llamaba Michael Ross, y al parecer contrajo un virus llamado Madoba-2.

—¿Qué clase de animal encontrasteis en la casa?

Sin apenas pensarlo, Toni decidió tender una pequeña trampa a Frank:

—Un hámster —dijo—. Se llamaba Fluffy.

—¿Es posible que haya más personas infectadas?

—Esa es la gran pregunta. Michael vivía solo en esta casa. No tenía familia y muy pocas amistades. Cualquiera que lo hubiera visitado antes de que enfermara estaría a salvo, a menos que hiciera algo muy íntimo, como compartir una aguja hipodérmica. Así que existen bastantes posibilidades de que el virus no se haya propagado. —Toni estaba minimizando deliberadamente la gravedad de la situación. Si su interlocutor hubiera sido Kincaid, habría sido más sincera, pues sabía que él no haría cundir el pánico. Con Frank era distinto—. Pero evidentemente nuestra prioridad debe ser establecer contacto con todas las personas a las que Michael pueda haber visto en los últimos dieciséis días.

Frank intentó un nuevo acercamiento.

—Te he oído decir que estaba preocupado por la crueldad hacia los animales. ¿Pertenecía a alguna asociación de defensa de los animales?

—Sí, a Amigos de los Animales.

—¿Cómo lo sabes?

—He echado un vistazo a sus objetos personales.

—Eso es trabajo de la policía.

—Estoy de acuerdo, pero tú no puedes entrar en la casa.

—Podría ponerme uno de esos trajes.

—No se trata solo del traje. Tienes que poseer formación específica sobre cómo proceder en caso de accidente biológico para poder ponerte un traje de aislamiento.

Frank volvía a dar señales de enfado.

—¡Entonces sácame las cosas para que las vea!

—¿Por qué no hago que alguien de mi equipo te envíe todos sus documentos por fax? También podríamos descargar todo el disco duro de su ordenador desde Internet.

—¡Quiero los originales! ¿Qué tratas de ocultarme?

—Nada, te lo prometo. Pero tenemos que descontaminar todo lo que hay en la casa, ya sea con líquido desinfectante o con vapor a alta presión. Ambos procesos destruyen el papel, y podrían dañar el ordenador.

—Voy a hacer cambiar este protocolo. Me pregunto si el inspector jefe está al tanto del gol que Kincaid se ha dejado colar.

Toni empezaba a estar harta. Eran las tantas de la madrugada, se enfrentaba a una crisis de las gordas y para colmo tenía que intentar no herir los sentimientos de un examante resentido.

—Ay, Frank, por el amor de Dios… puede que tengas razón, pero esto es lo que hay, así que podríamos intentar olvidar el pasado y trabajar en equipo, ¿no crees?

—Tu idea del trabajo en equipo es que todo el mundo haga lo que tú dices.

Toni soltó una carcajada.

—Vale. ¿Cuál crees que debería ser nuestro siguiente paso?

—Informaré a la consejería de Salud Pública, que según el protocolo es la que debe llevar la voz cantante. Me imagino que en cuanto hayan localizado a su asesor en materia de peligro biológico, querrán concertar una reunión aquí con él a primera hora de la mañana. Mientras tanto, deberíamos empezar a buscar a todo aquel que pueda haber estado en contacto con Michael Ross. Haré que un par de agentes empiece a llamar a todos los teléfonos de esa libreta de direcciones. Sugiero que te encargues de interrogar a los empleados del Kremlin. Lo ideal sería disponer de esa información cuando nos reunamos con los de la consejería de Salud Pública.

—De acuerdo. —Toni dudó un instante. Quería preguntarle algo a Frank. Su mejor amigo era Carl Osborne, periodista de una cadena de televisión local que valoraba más el impacto de las noticias que la precisión informativa. Si Carl se enteraba de aquello, podía organizar un lío formidable.

Toni sabía que la forma de sacarle algo a Frank era hablándole con toda naturalidad, sin parecer autoritaria ni necesitada. —Hay un apartado del protocolo que debo comentarte —empezó—. Dice que no se harán declaraciones a la prensa sin antes hablar con todas las partes interesadas, lo que incluye la policía, la consejería de Salud Pública y la empresa.

—Por mí, perfecto.

—Te lo comento porque esto no tiene por qué convertirse en motivo de alarma para la población. Lo más probable es que nadie se halle en peligro.

—Bien.

—No queremos ocultar información, pero las declaraciones deben ser muy medidas y transmitir tranquilidad. No tiene por qué cundir el pánico.

Frank esbozó una sonrisa burlona.

—Temes que empiecen a circular artículos sensacionales sobre un grupo de hámsters asesinos que asolan Escocia?

Estás en deuda conmigo, Frank. Espero que lo recuerdes.

La sonrisa desapareció del rostro de Frank.

—Yo a ti no te debo nada.

Toni bajó la voz, aunque no había nadie cerca.

—¿Ya te has olvidado de Johnny Kirk, el Granjero?

Kirk era un traficante de cocaína a gran escala. Había nacido en el conflictivo barrio de Glasgow conocido como Garscube Road y nunca había visto una granja en su vida, pero se había ganado ese apodo debido a las enormes botas de caucho verde que siempre llevaba puestas para mitigar el dolor de los callos que tenía en los pies. Frank había logrado reunir pruebas suficientes para llevarlo ante los tribunales. Durante el juicio, por casualidad, Toni había encontrado una prueba que podía haber ayudado a la defensa. Se lo comentó a Frank, pero este nunca llegó a informar al tribunal. Johnny era a todas luces culpable y Frank había conseguido que lo enviaran a la cárcel, pero si la verdad salía a la luz algún día su carrera se iría al garete.

—¿Me estás amenazando con sacar eso otra vez si no hago lo que quieres? —replicó Frank, visiblemente irritado.

—No, solo te recuerdo que cuando necesitaste que yo guardara silencio sobre algo, lo hice.

Frank volvió a cambiar de actitud. Por un momento había llegado a parecer asustado, pero ahora volvía a ser el mismo Frank arrogante de siempre.

Todos nos saltamos las reglas de vez en cuando. Es ley de vida.

Claro. Y yo te estoy pidiendo que no filtres esto a tu amigo Carl Osborne, ni a nadie de la prensa. Frank sonrió.

—Toni, por Dios —dijo, fingiendo una indignación que estaba lejos de sentir—. Yo nunca haría algo así.