CUANDO Charmain se despertó, descubrió que Waif había puesto su enorme cabeza sobre la cama, encima de sus piernas. El resto de Waif estaba apilado en el suelo formando una montaña blanca y peluda que llenaba la mayor parte del resto de la habitación.
—Así que no puedes encogerte por ti misma —murmuró Charmain—. Tendré que pensar en algo.
La respuesta de Waif fue una serie de enormes silbidos, después de los cuales pareció que volvía a dormirse. Charmain, con mucha dificultad, sacó las piernas de debajo de la cabeza de Waif y rodeó su enorme cuerpo para buscar ropa limpia y ponérsela. Cuando llegó el momento de peinarse, Charmain descubrió que todas sus horquillas parecían haber desaparecido, seguramente durante su caída por la ladera de la montaña. Todo cuanto le quedaba era un lazo. Su madre siempre insistía en que las chicas respetables tenían que llevar el pelo recogido en un fuerte moño encima de la cabeza. Charmain nunca había llevado el pelo de otra forma.
—Pero, bueno —dijo a su reflejo en el limpio y pequeño espejo—, madre no está, ¿verdad?
Y se peinó el pelo sobre el hombro en una gruesa trenza que recogió con el lazo. Pensó que estaba más guapa así que de costumbre, con la cara más llena y menos flacucha y malhumorada. Asintió a su reflejo y volvió a rodear a Waif para ir al baño.
Para su alivio, el hielo se había fundido durante la noche. La habitación estaba invadida por el suave sonido del agua fundiéndose y bajando por las tuberías, pero nada parecía ir mal hasta que Charmain abrió los grifos. Los cuatro dejaban salir agua helada; daba igual cuanto tiempo la dejase correr.
—De todas maneras, tampoco me quería bañar —comentó Charmain mientras salía al pasillo.
No se oía a Peter. Charmain recordó a su madre diciéndole que a los chicos siempre les costaba más levantarse por las mañanas. No dejó que eso le preocupara. Abrió la puerta y giró a la izquierda para entrar en una espuma espesa. Placas de espuma y grandes burbujas solitarias se cruzaron con ella en el pasillo.
—¡Maldita sea! —dijo Charmain. Agachó la cabeza, se la cubrió con los brazos y entró en la habitación. Allí hacía tanto calor como en la panadería de su padre cuando estaba haciendo un encargo importante—. ¡Guau! —exclamó—. Supongo que las pastillas de jabón tardan días en gastarse.
Después no dijo nada más porque, al abrir la boca, se le había llenado de espuma. Las burbujas le entraron por la nariz hasta que estornudó, causando un pequeño huracán de burbujas. Chocó contra la mesa y oyó caer otra tetera, pero siguió avanzando hasta que encontró las bolsas de ropa sucia y oyó repiquetear las cacerolas de encima. Ya sabía dónde estaba. Se apartó una mano de la cara para buscar a tientas el fregadero y después, pasado el fregadero, palpó la puerta trasera con los dedos. Buscó el pomo; por un momento pensó que había desaparecido durante la noche, hasta que se dio cuenta de que estaba en el otro extremo de la puerta y, finalmente, la abrió. Se quedó allí, respirando profundamente el aire burbujeante y parpadeando con sus ojos vivos e inteligentes llenos de jabón, ante un precioso y templado amanecer.
Las burbujas flotaban en masa por encima de ella. A medida que se le aclaraba la vista, Charmain se quedó admirada por la forma en que las brillantes burbujas captaban la luz del sol mientras se elevaban por las verdes y ondeantes montañas. Se dio cuenta de que la mayoría parecía explotar al llegar al final del patio, como si allí hubiese una barrera invisible, pero algunas seguían subiendo más y más, como si pudiesen hacerlo eternamente. Charmain las seguía con la vista mientras superaban pardas cimas y verdes valles. Uno de aquellas extensiones verdes tenía que ser el prado donde se había encontrado con el lubbock, pero no sabría decir cuál. Dejó volar su mirada hacia el pálido azul del cielo sobre las cumbres. Hacía un día realmente adorable.
Para entonces, una corriente pálida e incesante de burbujas salía de la cocina. Cuando Charmain se dio media vuelta para mirar, la habitación ya no estaba llena de espuma sólida, aunque aún había burbujas por todas partes saliendo de la chimenea. Charmain suspiró y volvió dentro, donde consiguió inclinarse sobre el fregadero y abrir también la ventana. Eso ayudó muchísimo. Ahora salían de la casa, más deprisa que antes, dos filas de burbujas que formaban un arco iris en el patio. La cocina se vació enseguida. Charmain se dio cuenta de que había cuatro bolsas de ropa sucia apoyadas al lado del fregadero en lugar de las dos de la noche anterior.
—¡Anda ya! —bufó Charmain—. Tío abuelo William, ¿cómo desayuno?
Fue bonito escuchar la voz del tío abuelo William entre las burbujas:
—Limítate a golpear el lateral de la chimenea y di: «El desayuno, por favor», querida.
Charmain se lanzó enseguida hacia allí, hambrienta. Dio un golpe impaciente sobre la pintura empapada de jabón del lateral.
—El desayuno, por favor.
Entonces vio que tenía que apartarse para dejar sitio a una bandeja flotante que golpeaba suavemente las gafas que le colgaban sobre el pecho. En el centro de la bandeja había un chisporroteante plato de huevos con beicon, y rebosando por los lados había una cafetera, una taza, un montón de tostadas, mermelada, mantequilla, leche, un cuenco de pasas confitadas y cubiertos dentro de una servilleta almidonada.
—¡Qué bonito! —dijo, y antes de que se llenase de jabón, cogió la bandeja y se la llevó al salón. Para su sorpresa, no había rastro del festín del té de las cinco que se habían dado la noche anterior Peter y ella, y el carrito estaba pulcramente de vuelta en su rincón; pero la habitación olía a humedad y había unas cuantas burbujas furtivas flotando por ella. Charmain siguió derecha hacia la puerta principal y salió. Recordó que, mientras cogía los pétalos rosas y azules para el hechizo de El livro del palimpsesto, había visto una mesa de jardín y un banco por la ventana del estudio. Giró la esquina con la bandeja en su busca.
La encontró en el punto donde el sol de la mañana caía con más fuerza, y sobre ella, sobre el arbusto rosa y azul, estaba la ventana del estudio, aunque no había sitio en la casa para que cupiese el estudio. «La magia es interesante», pensó mientras dejaba la bandeja sobre la mesa. Aunque los arbustos de alrededor aún goteaban a causa de la lluvia de la noche anterior, el banco y la mesa estaban secos. Charmain se sentó y tomó el desayuno más maravilloso que jamás había probado; bajo el calor del sol, se sentía perezosa, rica y muy mayor. «Lo único que falta es un croissant de chocolate como los que hace papá —pensó mientras se recostaba a beber el café—, se lo tengo que decir al tío abuelo William cuando vuelva».
Se le ocurrió que el tío abuelo William debía de sentarse allí a menudo a disfrutar del desayuno. Las hortensias que la rodeaban eran las más bonitas del jardín, como si estuvieran allí especialmente para su deleite. Cada arbusto tenía flores de varios colores. El de enfrente de ella tenía flores de color blanco, rosa pálido y malva. El siguiente empezaba azul por la izquierda y cambiaba gradualmente a verde mar por la derecha. Charmain empezaba a sentirse satisfecha por no haber permitido al kobold cortar aquellos arbustos cuando Peter sacó la cabeza por la ventana del estudio. Eso destruyó bastante el buen momento de Charmain.
—¡Eh! ¿De dónde has sacado el desayuno? —preguntó Peter.
Charmain se lo explicó y él volvió a meter la cabeza y se fue. Charmain se quedó donde estaba esperando que Peter apareciese en cualquier momento y esperando, a la vez, que no lo hiciese. Pero no pasó nada. Después de tomar el sol un poco más, Charmain pensó en buscar un libro para leer. Llevó la bandeja adentro y se dirigió primero a la cocina, felicitándose por ser tan ordenada y eficiente. Obviamente, Peter había estado allí, porque había cerrado la puerta de atrás, dejando abierta sólo la ventana, de manera que la habitación volvía a estar llena de burbujas que flotaban tranquilamente hacia la ventana y después salían rápidamente en fila por ella. Entre las burbujas se adivinaba la enorme silueta de Waif. Cuando llegó Charmain, Waif enderezó su gran cola peluda y la agitó fuertemente contra el borde de la chimenea. Un plato pequeño para perros, lleno con la cantidad de comida adecuada para un perro pequeño, aterrizó entre las burbujas y fue a parar a sus gigantescas patas delanteras. Waif lo examinó con tristeza, inclinó su enorme cabeza y engulló la comida para perros de un solo bocado.
—¡Oh! ¡Pobre Waif! —dijo Charmain.
Waif levantó la vista y la vio. Su gran cola empezó a agitarse, tamborileando contra la chimenea. Un nuevo plato de comida para perros aparecía con cada golpe. En cuestión de segundos, Waif estuvo rodeada de platitos para perros, desperdigados por el suelo.
—No te pases, Waif —la regañó Charmain mientras rodeaba los platos. Dejó la bandeja sobre una de las nuevas dos bolsas de ropa sucia y le dijo a Waif—: Si me necesitas, estaré en el estudio buscando un libro.
Y, de vuelta, rodeó los platos. Waif estaba ocupada comiendo y no le prestó atención.
Peter estaba en el estudio. Su bandeja del desayuno vacía estaba en el suelo al lado del escritorio y él estaba en la silla hojeando afanosamente uno de los libros de cuero más grandes de la fila del final de la mesa. Ahora parecía mucho más respetable. Con el pelo seco, peinado en ordenados rizos trigueños y con lo que era claramente su traje de repuesto, que estaba hecho de buen tweed de color verde. Estaba arrugado de la mochila y tenía uno o dos parches húmedos donde habían explotado burbujas, pero Charmain lo encontró bastante aceptable. Cuando Charmain entró, él cerró el libro de golpe con un suspiro y lo empujó de vuelta a su sitio. Charmain vio que llevaba un lazo de color verde atado a su dedo gordo izquierdo. «De modo que así es como ha conseguido entrar aquí», pensó.
—No entiendo una palabra de esto —se quejó él—. Tiene que estar aquí, en algún sitio, pero no lo encuentro.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Charmain.
—Anoche dijiste algo de un lubbock —dijo Peter— y me di cuenta de que, en realidad, no sé lo que son. Estoy intentando encontrarlo. ¿O tú sabes algo de ellos?
—La verdad es que no, excepto que dan mucho miedo —confesó Charmain—. A mí también me gustaría saber cosas de ellos. ¿Cómo podemos hacerlo?
Peter señaló con el pulgar de la cinta verde a la fila de libros.
—Allí. Sé que eso es la enciclopedia de los magos, pero tienes que saber qué es lo que estás buscando antes siquiera de poder encontrar el tomo en el que está.
Charmain se puso las gafas y se inclinó a mirar los libros. En cada uno ponía Res mágica en letras doradas con un número debajo y un título.
«Volumen 3 —leyó—: Girolóptica; volumen 5: Panacticón —después, al otro lado—; volumen 19: Seminario avanzado; volumen 27: Oniromancia terrenal; volumen 28: Oniromancia cósmica».
—Entiendo tu problema —dijo ella.
—Ahora los estoy revisando en orden —le explicó Peter—. Ya llevo cinco. Son todos hechizos que no consigo desentrañar.
Sacó el volumen 6, que se titulaba simplemente Hechicería, y lo abrió.
—Tú mira el siguiente —dijo.
Charmain sintió un escalofrío y cogió el volumen 7. Se titulaba Potentes, aunque eso no es que fuera de mucha ayuda. Se lo llevó al alféizar de la ventana, donde había sitio, y lo abrió muy cerca del principio. En cuanto lo hizo, supo que era el que buscaban.
—Demonio: ser poderoso y, a veces, peligroso —leyó—. Se confunde a menudo con los ELEMENTALES —y pasando unas cuantas páginas—: Diablo: criatura del Infierno… —después de aquello, se fue a—: Regalo élfico: contiene poderes dados por ELFOS para la seguridad de un reino… —y entonces, un par de páginas después—: Incubo: DIABLO especializado, mayormente hostil contra las mujeres… —después de eso, empezó a pasar las páginas despacio y con cuidado y, pasadas veinte páginas, lo encontró—. Lubbock. ¡Lo tengo! —exclamó.
—¡Genial! —Peter cerró Hechicería de golpe—. Este es casi todo de diagramas. ¿Qué dice?
Se acercó al alféizar y se inclinó al lado de Charmain para leer ambos la entrada.
—Lubbock: criatura, afortunadamente, rara. Los lubbocks son insectos de color violáceo y de cualquier tamaño, entre un saltamontes y mayor que un humano. Son muy peligrosos, aunque actualmente, por suerte, sólo se encuentran en zonas salvajes o deshabitadas.
Los lubbocks atacan a cualquier humano que ven, ya sea con sus apéndices en forma de pinza o con su formidable probóscide. Durante diez meses al año se limitan a trocear a los humanos para comérselos, pero durante los meses de julio y agosto llega la temporada del apareamiento y, entonces, son especialmente peligrosos; durante esos meses, están al acecho de humanos viajeros y, cuando capturan uno, ponen en él sus huevos. Estos eclosionan después de doce meses, momento en el cual el primero en romperse se come al resto, y ese único lubbock se abrirá camino fuera de su huésped humano. Si el humano es macho, morirá. Si el humano es hembra, dará a luz del modo habitual y tal descendencia se denominará LUBBOCKIN. Normalmente, después de esto, la hembra muere.
«¡Cielo santo, me escapé por los pelos!», pensó Charmain, y su mirada y la de Peter volaron a la siguiente entrada:
«Lubbockin: descendencia de un LUBBOCK y una hembra humana. Estas criaturas suelen tener la apariencia de un bebé humano, excepto porque siempre tienen los ojos de color violeta. Algunos tienen la piel violeta, y unos pocos pueden llegar incluso a nacer con alas vestigiales. Las comadronas acaban con los lubbockins nada más verlos, pero en muchos casos los lubbockins se crían por error como si fuesen niños humanos. Todos son, casi sin excepción, malvados y, dado que los lubbockins pueden reproducirse con humanos, su naturaleza malvada no desaparece hasta pasadas bastantes generaciones. Se rumorea que muchos habitantes de tierras remotas como High Norland y Montalbino deben su origen a un ancestro lubbockin».
Es difícil describir el efecto que esta lectura tuvo en Charmain y Peter. Ambos desearon no haberlo leído. El soleado estudio del tío abuelo William parecía, de repente, del todo inseguro, con extrañas sombras en los rincones. De hecho, pensó Charmain, toda la casa lo parecía. Ella y Peter se vieron escudriñándolo todo nerviosos y, después, mirando por la ventana en busca de algún peligro en el jardín. Ambos brincaron cuando Waif dio un bostezo fuera, en algún punto del pasillo. Charmain quería salir corriendo a asegurarse de que la ventana del fondo del pasillo estaba bien, bien cerrada. Pero antes tenía que mirar a Peter con muchísima atención en busca de alguna señal violeta en él. Al fin y al cabo, le había dicho que venía de Montalbino.
Peter se había puesto palidísimo. Mostraba unas cuantas pecas cruzándole la nariz, pero eran pálidas pecas de color naranja, y los escasos pelos nuevos que crecían en su barbilla era también de tono anaranjado. Sus ojos eran de un color marrón tostado; no se parecían nada a los ojos verde-amarillento de la propia Charmain, pero tampoco eran violetas. No le costó nada ver todo esto porque Peter estaba estudiándola a ella con el mismo cuidado. Notó la cara fría. Estaba segura de que estaba tan pálida como la de Peter. Finalmente, ambos hablaron al mismo tiempo.
Charmain dijo:
—Tú eres de Montalbino. ¿Tu familia es lila?
Peter dijo:
—Tú te encontraste con un lubbock. ¿Puso sus huevos en ti?
Charmain contestó:
—No.
Peter respondió:
—A mi madre la llaman la Bruja de Montalbino, pero en realidad es de High Norland. Y no es lila. Cuéntame cosas sobre ese lubbock que viste.
Charmain le explicó cómo había saltado por la ventana y había llegado al prado en la montaña donde el lubbock se había colado en la flor azul y…
—Pero ¿te tocó? —la interrumpió Peter.
—No, porque me caí por el borde antes de que pudiese —explicó Charmain.
—Caíste por el… Y entonces, ¿por qué no estás muerta? —preguntó Peter. Se apartó un poco de ella, como si pensase que podía ser algún tipo de zombi.
—Hice un hechizo —le contestó Charmain, quitándole importancia porque estaba muy orgullosa de haber hecho magia de verdad—. Un hechizo para volar.
—¿En serio? —dijo Peter mitad interesado y mitad incrédulo—. ¿Qué hechizo para volar? ¿De dónde?
—De ese libro —aclaró Charmain—. Y cuando caí, empecé a flotar y aterricé sin hacerme daño en el camino del jardín. No hace falta que me mires con esa cara de incredulidad. Había un kobold llamado Rollo en el jardín cuando aterricé. Pregúntale a él si no me crees.
—Lo haré —afirmó Peter—. ¿Qué libro era? Enséñamelo.
Charmain se apartó la trenza de encima del hombro con superioridad y se dirigió al escritorio. Parecía que El livro del palimpsesto estaba intentando esconderse. En cualquier caso, no estaba donde ella lo había dejado. A lo mejor Peter lo había movido. Lo encontró al fondo, perdido en la fila de Res mágica, como si fuese otro tomo de la enciclopedia.
—Aquí —dijo tirándolo encima de Hechicería—, ¡cómo te atreves a dudar de mi palabra! Y ahora, voy a buscar un libro para leer.
Se acercó a una de las estanterías y empezó a elegir posibles títulos. Ninguno de los libros parecía contener historias, que es lo que hubiese preferido Charmain, pero algunos parecían bastante interesantes. ¿Qué decir de El taumaturgo como artista, por ejemplo? ¿O de Memorias de un exorcista? Por otro lado, Teoría y práctica de la invocación coral parecía, sin duda, aburrido, pero a Charmain le gustó bastante el que estaba a su lado, titulado La varita de doce puntas.
Mientras tanto, Peter se había sentado al escritorio y hojeaba El livro del palimpsesto, entusiasmado. Charmain estaba descubriendo que El taumaturgo como artista estaba lleno de frases desconcertantes como «así, nuestro pequeño mago feliz puede hacernos oír una dulce música como la que hacen las hadas» cuando Peter dijo enfadado:
—Aquí no hay ningún hechizo para volar. Lo he mirado de arriba abajo.
—A lo mejor lo gasté —sugirió Charmain no muy convencida. Echó una ojeada a La varita de doce puntas y le pareció que prometía.
—Los hechizos no funcionan así —objetó Peter—. En serio, ¿dónde lo encontraste?
—Ahí. Ya te lo he dicho —dijo Charmain—. Y si no te crees una palabra de lo que digo, ¿por qué sigues preguntándome?
Dejó resbalar sus gafas por la nariz, cerró el libro de golpe y se llevó un montón de posibles lecturas al pasillo, donde cerró la puerta del estudio en las narices de Peter y atravesó la puerta del baño de un lado a otro hasta que alcanzó el salón. Decidió quedarse allí, a pesar de la humedad. Después de leer aquella entrada en Res mágica, irse fuera, al sol, ya no parecía seguro. Pensó en el lubbock asomándose por encima de las hortensias y se apretó con fuerza en el sofá.
Estaba absorta en La varita de doce puntas, incluso estaba empezando a entender de qué iba, cuando sintió un golpe seco en la puerta principal. Charmain pensó, como siempre: «Ya abrirá alguien», y siguió leyendo.
La puerta se abrió con un chirrido impaciente. La voz de tía Sempronia dijo:
—Pues claro que está bien, Berenice. Sólo tiene la nariz metida en un libro, como siempre.
Charmain se despegó del libro y se quitó las gafas a tiempo de ver a su madre siguiendo a tía Sempronia y entrando en casa. Como siempre, tía Sempronia iba vestida de forma espectacular con rígida seda. La señora Baker iba respetablemente vestida de gris con cuello y puños blancos, y llevaba un respetable sombrero gris.
«Suerte que me he puesto ropa limpia…», empezó a pensar Charmain cuando cayó en la cuenta de que el resto de la casa no estaba, para nada, en condiciones de ser vista por ninguna de aquellas dos mujeres. No sólo la cocina estaba llena de platos de persona y de perro sucios, burbujas, ropa sucia y un gigantesco perro blanco, sino que además Peter estaba en el estudio. Madre seguramente sólo vería la cocina y ya sería suficientemente malo. Pero tía Sempronia era (casi seguro) bruja, y encontraría el estudio y se toparía con Peter. Entonces madre querría saber qué hacía allí un chico desconocido. Y cuando Peter se explicase, madre diría que, en tal caso, Peter podría cuidar de la casa del tío abuelo William y Charmain debería comportarse de manera respetable y volver a casa enseguida. Tía Sempronia estaría de acuerdo y Charmain se vería obligada a volver a casa. Y se acabarían la paz y la libertad.
Charmain se puso en pie de un salto y sonrió histéricamente; su sonrisa era tan amplia y acogedora que le pareció que se había hecho un esguince en la cara.
—¡Oh, hola! —exclamó—. No he oído la puerta.
—Nunca lo haces —repuso tía Sempronia.
La señora Baker escudriñó a Charmain, nerviosa.
—¿Estás bien, mi amor? ¿Bien del todo? ¿Por qué no te has recogido el pelo como Dios manda?
—Me gusta así —dijo Charmain arrastrando los pies para quedarse entre las dos mujeres y la puerta de la cocina—. ¿No crees que me queda bien, tía Sempronia?
Tía Sempronia se apoyó en su parasol y la miró para juzgarlo.
—Sí —respondió—, te queda bien. Pareces más joven y rellenita. ¿Es ese el aspecto que quieres tener?
—Sí, es ese —afirmó Charmain desafiante.
La señora Baker suspiró.
—Cariño, me gustaría que no contestases de un modo tan arrogante. Ya sabes que a la gente no le gusta. Pero estoy contenta de verte tan bien. Me he pasado despierta la mitad de la noche oyendo la lluvia y deseando que el tejado de esta casa no tuviese goteras.
—No tiene goteras —dijo Charmain.
—O temiendo que te hubieses dejado una ventana abierta —añadió su madre.
Charmain se estremeció.
—No, cerré las ventanas —dijo, y supo al instante que Peter estaba abriendo en aquel momento la ventana que daba al prado del lubbock—. De verdad que no tienes nada de qué preocuparte, madre —mintió.
—Bueno, para ser sincera, sí que estaba un poco preocupada —admitió la señora Baker—. Es tu primera vez fuera del nido, ya sabes. Hablé con tu padre de ello. Dijo que a lo mejor no te las estabas apañando para comer como es debido —levantó la abultada bolsa bordada que llevaba—. Te preparó algo más de comida en esta bolsa. Iré a dejártela en la cocina, ¿puedo? —preguntó, y empujó a Charmain fuera del paso, dirigiéndose a la puerta interior.
«¡No! ¡Socorro!», pensó Charmain. Agarró la bolsa bordada de un modo que esperaba fuese de lo más amable y civilizado y no el tirón brusco que le hubiera gustado dar, y dijo:
—No tienes que molestarte, madre. Yo la llevo ahora mismo y te traigo la otra.
—¿Por qué? No es molestia, mi amor —protestó su madre aferrándose a la bolsa.
—Porque antes tengo una sorpresa para ti —dijo Charmain a toda prisa—. Tú ve a sentarte. Ese sofá es muy cómodo, madre —«y está de espaldas a la puerta»—. Siéntate, tía Sempronia.
—Pero si será un momento —objetó la señora Baker—. Lo dejaré en la mesa de la cocina, donde puedas encontrarlo…
Charmain agitó su mano libre. Su otra mano sujetaba la bolsa como si le fuera la vida en ello.
—¡Tío abuelo William! —gritó—. ¡Café de la mañana! ¡Por favor!
Para su alivio, la amable voz del tío abuelo William contestó:
—Golpea el carrito del rincón, querida, y di: «Café de la mañana».
La señora Baker dio un respingo y buscó de dónde salía la voz. Tía Sempronia miró sorprendida, después extrañada y se acercó para darle un suave golpe al carrito con su parasol.
—¿Café de la mañana?
Al momento, la habitación se llenó del agradable aroma del café. Una alta cafetera plateada estaba en el carrito echando humo junto con unas tacitas doradas, una lechera dorada, un azucarero plateado y un plato con pastelillos de azúcar. La señora Baker estaba tan sorprendida que soltó la bolsa bordada. Charmain la puso rápidamente detrás del sillón más cercano.
—Una magia muy elegante —comentó tía Sempronia—. Berenice, ven, siéntate aquí y deja que Charmain empuje el carrito hasta el sofá.
La señora Baker obedeció con aspecto aturdido y, para gran alivio de Charmain, la visita empezó a convertirse en un elegante y respetable café matinal. Tía Sempronia sirvió el café mientras Charmain pasaba los pastelillos. Charmain estaba de cara a la puerta de la cocina sosteniendo el plato para tía Sempronia cuando se abrió la puerta y apareció la cara de Waif por el hueco, obviamente atraída por el olor de los pastelillos.
—¡Vete, Waif! —chilló Charmain—. ¡Buuu! ¡Lo digo en serio! No puedes entrar aquí a menos que seas… que seas… que seas respetable. ¡Vete!
Waif la miró lastimeramente, suspiró con fuerza y dio media vuelta. Cuando la señora Baker y tía Sempronia, cada una sosteniendo con cuidado una pequeña taza rebosante de café, pudieron darse la vuelta para ver con quién estaba hablando Charmain, Waif se había ido y la puerta había vuelto a cerrarse.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la señora Baker.
—Nada —dijo Charmain tranquilamente—, sólo la perra guardián del tío abuelo William, ya sabes. Es muy glotona…
—¡Tienes un perro aquí! —interrumpió la señora Baker alarmada—. No estoy segura de que me guste, Charmain. Los perros son sucios. ¡Y podría morderte! Espero que lo tengas atado.
—No, no, no, es increíblemente limpia. Y obediente —añadió Charmain preocupada por si eso era verdad—. Es sólo… es sólo que come demasiado. El tío abuelo William intenta que siga una dieta, así que claro, estaba intentando conseguir uno de estos pastelillos.
La puerta de la cocina volvió a abrirse. Esta vez fue la cara de Peter la que apareció por el hueco con expresión de que tenía algo urgente que decirle. Su gesto se convirtió en uno de pánico cuando captó la finura de tía Sempronia y la respetabilidad de la señora Baker.
—Ya vuelve —dijo Charmain bastante desesperada—. ¡Vete, Waif!
Peter captó la indirecta y desapareció justo antes de que tía Sempronia pudiese volver a darse la vuelta y verlo. La señora Baker parecía más alarmada que nunca.
—Te preocupas demasiado, Berenice —dijo tía Sempronia—. Admito que los perros huelen, son sucios y ruidosos, pero no hay nada que supere a un buen perro guardián a la hora de proteger una casa. Deberías estar agradecida de que Charmain tenga uno.
—Supongo —asintió la señora Baker con tono de no estar nada convencida—. Pero… pero ¿no me habías dicho que esta casa estaba protegida por… por las… artes mágicas de tu tío abuelo?
—Sí, sí, lo está —dijo Charmain con entusiasmo—. ¡La casa es doblemente segura!
—Por supuesto que sí —confirmó tía Sempronia—. Creo que no puede entrar nada que no haya sido invitado desde el otro lado del umbral.
Como para llevarle la contraria a tía Sempronia, apareció de repente un kobold en el suelo al lado del carrito.
—¡Vaya, mira esto! —vociferó el pequeño, azul y agresivo ser.
La señora Baker soltó un berrido y se tiró el café sobre la pechera de la blusa. Tía Sempronia apartó sus faldas de él con mucha dignidad. El kobold se quedó mirándolas, claramente confundido, y después miró a Charmain. No era el kobold jardinero. Su nariz era más grande, su ropa azul era de mejor tejido y parecía acostumbrado a dar órdenes.
—¿Eres un kobold importante? —le preguntó Charmain.
—Bueno —dijo el kobold bastante sorprendido—, podría decirse que sí. Soy el jefe de esta zona; me llamo Timminz. Lidero este contingente y estamos todos bastante enfadados. Y ahora nos dicen que el mago no está o que no nos recibirá o…
Charmain vio que su ira crecía por momentos. Dijo rápidamente:
—Es cierto. No está. Está enfermo. Los elfos se lo han llevado para curarle y yo cuido de la casa en su ausencia.
El kobold alzó los ojos por encima de su gran nariz y le lanzó una mirada asesina:
—¿Estás diciendo la verdad?
«¡Parece como si llevase todo el día oyendo que miento!», pensó Charmain enojada.
—Es completamente verdad —afirmó tía Sempronia—. William Norland no está aquí ahora mismo. Así que, ¿sería tan amable de irse, querido kobold? Está aterrorizando a la pobre señora Baker.
El kobold miró indignado a tía Sempronia y después a la señora Baker.
—Entonces —le dijo a Charmain—, no veo ninguna posibilidad de que esta disputa quede resuelta jamás.
Y desapareció tan súbitamente como había aparecido.
—¡Oh, Dios mío! —suspiró la señora Baker con la mano en el pecho—. ¡Tan pequeño, tan azul! ¿Cómo ha entrado? ¡No dejes que te suba por la falda, Charmain!
—Sólo era un kobold —indicó tía Sempronia—. Reponte, Berenice. Por regla general, los kobolds no tratan con los humanos, así que no tengo ni idea de qué estaba haciendo aquí. Pero supongo que el tío abuelo William debe de haber tenido algún trato con estas criaturas. La regla no afecta a los magos.
—Y, además, me he tirado el café encima —lloriqueó la señora Baker sacudiéndose la falda.
Charmain cogió la tacita y la volvió a llenar de café cuidadosamente.
—Coge otro pastelillo, madre —dijo a la vez que sostenía el plato—. El tío abuelo William tiene un kobold que le arregla el jardín, y también estaba enfadado cuando le conocí.
—¿Qué hacía el jardinero en el salón? —preguntó la señora Baker.
Como solía pasar, Charmain empezó a lamentar haber intentado explicar algo a su madre. «No es tonta; simplemente, nunca usa la cabeza», pensó.
—Era otro kobold… —empezó.
La puerta de la cocina se abrió y Waif entró dando saltitos. Volvía a tener su tamaño original. Eso quería decir que era, por lo menos, más pequeña que el kobold, y estaba encantada de haber encogido. Trotó alegremente hacia Charmain y levantó la nariz implorante hacia el plato de pastelillos.
—¡Francamente, Waif —la regañó Charmain—, cuando pienso en todo lo que has comido para desayunar!
—¿Es este el perro guardián? —inquirió la señora Baker con nerviosismo.
—Si lo es —opinó tía Sempronia—, sería la segunda mejor cosa después de un ratón. ¿Cuánto dices que ha comido para desayunar?
—Unos cincuenta platos enteros de comida para perros —dijo Charmain sin pensar.
—¡Cincuenta! —repitió su madre.
—Estaba exagerando —se corrigió Charmain.
Waif, al ver que todas la miraban, se sentó en posición de pedir con las patas bajo el mentón. Se esforzaba en parecer adorable. «Deja caer las orejas peludas y consigue todo lo que quiere», decidió Charmain.
—¡Oh, qué perrita tan dulce! —exclamó la señora Baker—. ¿Así que tienes hambre?
Le dio a Waif el resto del pastelillo que se estaba comiendo. Waif lo cogió educadamente, lo tragó de un bocado y siguió pidiendo. La señora Baker le dio un pastelillo entero del plato. Eso provocó que Waif pidiera con más ganas que nunca.
—Estoy enfadada —le espetó Charmain a Waif.
Tía Sempronia también le dio graciosamente otro pastelillo a Waif.
—Debo decir —le comentó a Charmain— que con este gran sabueso guardándote no hay que temer por tu seguridad, aunque tal vez acabes pasando hambre.
—Ladra muy bien —dijo Charmain. «Y no hay ninguna necesidad de ser sarcástica, tía Sempronia. Ya sé que no es un perro guardián». Pero Charmain no había acabado de pensar eso cuando se dio cuenta de que, en realidad, Waif estaba cuidando de ella. Había conseguido que madre se olvidara completamente de los kobolds, de la cocina, de cualquier peligro que ella pudiera correr y se había obligado a encogerse al tamaño correcto para poder hacerlo. Charmain se sintió tan agradecida que ella también le dio un pastelillo. Waif le dio las gracias con mucho cariño, oliéndole la mano, y volvió a mirar expectante a la señora Baker.
—¡Oh, es tan mona! —suspiró la señora Baker, y le dio a Waif su quinto pastelillo como premio.
«Va a estallar», pensó Charmain. Sin embargo, gracias a Waif, el resto de la visita transcurrió del modo más tranquilo, hasta casi el final, cuando las señoras se levantaron para irse. La señora Baker dijo:
—¡Ay! Casi se me olvida —y se palpó el bolsillo—. Llegó esta carta para ti, cariño.
Tendió a Charmain un tieso y alargado sobre con un sello rojo de lacre por detrás. Estaba dirigido a la «Señorita Charmain Baker» con una caligrafía elegante y trémula.
Charmain se quedó mirando fijamente el sobre y notó que el corazón le martilleaba en los oídos y en el pecho como un herrero sobre un yunque. Se le nubló la vista. Su mano tembló al coger la carta. El Rey le había contestado. Le había contestado. Sabía que era el Rey. La dirección estaba escrita con la misma caligrafía temblorosa que había visto en las cartas del estudio del tío abuelo William.
—Oh, gracias —dijo intentando sonar indiferente.
—Ábrela, cariño —la instó su madre—. Parece importante. ¿Qué crees que es?
—Oh, no es nada —contestó Charmain—. Sólo es el título de la escuela.
Fue un error. Su madre exclamó:
—¿Qué? ¡Pero tu padre espera que sigas yendo a la escuela y aprendas algo de cultura, cariño!
—Sí, lo sé, pero siempre le dan a todo el mundo un título al final del décimo año —inventó Charmain—. Por si alguien quiere irse, ya sabes. Toda mi clase recibirá uno. No te preocupes.
A pesar de la explicación, que Charmain encontró bastante buena, la señora Baker se preocupó. Podría haber montado una escena si Waif no hubiese estirado las patas traseras, y caminado hacia la señora Baker con sus patas delanteras puestas de nuevo con gracia bajo el mentón.
—¡Oh, bonita! —exclamó la señora Baker—. Charmain, si tu tío abuelo te deja traer a este adorable perro a casa cuando él se mejore, no me importará nada. Nada de nada.
Charmain pudo meterse la carta del Rey bajo el cinturón y besó a su madre y a tía Sempronia para despedirse de ellas sin que ninguna la volviese a mencionar. Las despidió alegremente con la mano mientras se alejaban por el camino entre las hortensias y cerró la puerta principal con un suspiro de alivio.
—¡Gracias, Waif! —suspiró—. ¡Perra lista!
Se apoyó en la puerta principal y empezó a abrir la carta del Rey, «aunque ya sé que va a decir que no —se dijo a sí misma, temblando de nervios—. ¡Si fuera yo fuera él me diría que no!».
Antes de acabar de romper el sobre, Peter abrió de golpe la otra puerta.
—¿Ya se han ido? —preguntó—. ¡Por fin! Necesito que me ayudes. Una turba de kobolds enfadados me está molestando aquí dentro.