—ESTO es inacep… —empezó la princesa Hilda.
No había acabado la frase cuando Twinkle, de repente, se escapó. Se deslizó entre los brazos violeta del lubbockin y subió corriendo las escaleras mientras gritaba:
—¡Zocorro! ¡Zocorro! ¡No dejéiz que me toque!
Los dos lubbockins empujaron a un lado a la princesa Hilda y echaron a correr escaleras arriba tras Twinkle. La princesa Hilda se agarró a la barandilla y se quedó allí con el rostro enrojecido y extrañamente poco digna. Charmain se vio a sí misma corriendo por la escalera tras los lubbockins y gritando:
—¡Dejadlo en paz! ¿Cómo os atrevéis?
Cuando lo pensó después, decidió que fue la visión de la princesa Hilda como una persona normal la que provocó su reacción.
Abajo, Sophie dudó un momento y después dejó a Morgan en brazos del Rey.
—¡Manténgalo a salvo! —masculló. Después se arremangó la falda y echó a correr por la escalera detrás de Charmain, gritando:
—¡Parad ya! ¿Me habéis oído?
Jamal se apresuró con lealtad tras ellas, chillando:
—¡Al ladrón! ¡Al ladrón! —y jadeando con fuerza.
Tras él subía su perro, tan leal como el amo, emitiendo fuertes y roncos gruñidos, mientras Waif corría abajo de un lado a otro, provocando una tormenta de ladridos de soprano.
El príncipe Ludovic se inclinó en la barandilla enfrente de la princesa Hilda y se rió de todos ellos.
Los dos lubbockins atraparon a Twinkle cerca del final de la escalera con sus inútiles alas agitándose y sus brillantes músculos malva. Twinkle se agitó y pataleó con fuerza. Por un momento, sus piernas de terciopelo azul parecieron más grandes, del tamaño de las de un hombre. Una de las grandes piernas aterrizó en el estómago del lubbockin de la niñera. Esta se apoyó en la escalera, y ya sostenía a Twinkle cuando el puño derecho de este aterrizó en su nariz con un poderoso gancho del tamaño del de un hombre. Con los lubbockins en el suelo, Twinkle siguió hacia arriba rápidamente. Charmain le vio mirar hacia atrás y abajo al girar en el siguiente tramo de escaleras convencido de que ella, Sophie y Jamal lo seguían.
Lo seguían porque los dos lubbockins se habían recuperado increíblemente rápido y volvían a perseguir a Twinkle. Charmain y Sophie les aguantaban el ritmo, mientras que Jamal y su perro se quedaban atrás.
A la mitad del siguiente tramo, los lubbockins volvieron a pillar a Twinkle. Volvieron a oírse golpes y Twinkle volvió a soltarse y salir corriendo hacia arriba, por el tercer tramo de escaleras. Casi consiguió llegar al extremo de este antes de que los lubbockins le pillaran y se lanzaran encima de él. Los tres cayeron en un desorden de golpes y agitación de piernas, brazos y alas violetas.
Para entonces, Charmain y Sophie estaban casi sin aliento.
Charmain distinguió la angelical cara de Twinkle emerger del desorden de cuerpos y mirarlas directamente. Cuando Charmain consiguió atravesar el rellano y emprender la subida de aquel tramo seguida por Sophie, que llevaba la mano en el costado a causa del flato, de repente, la montaña de cuerpos explotó. Los bichos violeta salieron rodando y Twinkle, libre de nuevo, acabo de subir el último tramo de escaleras de madera. Para cuando los lubbockins se hubieron recuperado y echaron a correr tras él, Charmain y Sophie ya no estaban lejos. Jamal y su perro estaban muy por detrás.
Y por la escalera de madera subieron los cinco que iban delante. Twinkle iba ahora muy despacio. Charmain estaba bastante segura de que fingía. Pero los lubbockins dieron gritos de triunfo y aceleraron.
—¡Oh, no, otra vez no! —gruñó Sophie mientras Twinkle abría la puerta de arriba y salía al tejado. Los lubbokins salieron disparados tras él. Cuando Charmain y Sophie llegaron allí y se asomaron por la puerta, al tiempo que intentaban recuperar el aliento, vieron a ambos lubbockins sentados a horcajadas sobre el tejado dorado. Estaban en mitad de él y sus caras reflejaban que preferirían haber estado en cualquier otra parte. No había rastro de Twinkle.
—Y ¿qué pretenden ahora? —dijo Sophie.
Casi al mismo tiempo, Twinkle apareció en la puerta, enrojecido y riendo como un ángel, con sus rizos dorados rodeados por una estela de luz.
—¡Venid a ver lo que he encontrado! —exclamó alegremente—. ¡Zeguidme!
Sophie le cogió de un costado y señaló el tejado:
—¿Y qué pasa con esos dos? —preguntó entre jadeos—. ¿Nos limitamos a esperar que se caigan?
Twinkle rió entre dientes.
—¡Ezpera y veráz!
Inclinó su cabeza dorada para escuchar. Abajo, los gruñidos y arañazos del perro del cocinero se oían cada vez más fuertes. Había superado a su amo y subía gruñendo y dando golpes por la escalera; también jadeaba sin parar. Twinkle asintió y se dirigió al tejado. Hizo un pequeño gesto y murmuró una palabra. Los dos lubbockins allí posados crujieron, emitiendo un desagradable sonido, y se convirtieron en dos cosas pequeñas y violetas agitándose por el borde del tejado dorado.
—¿Qué…? —farfulló Charmain.
La sonrisa de Twinkle se amplió y se volvió más angelical, si cabe.
—Calamarez —anunció exultante—. El perro del cocinero ze muere por loz calamarez.
—¿Eh? Ah, calamares, ya te entiendo —dijo Sophie.
El perro del cocinero llegó mientras ellos hablaban, con sus patas funcionando como pistones y las babas colgando por sus poderosas mandíbulas. Salió por la puerta y recorrió el tejado como un rayo marrón. A mitad de camino, sus mandíbulas hicieron crunch y, después, otra vez crunch, y los calamares desaparecieron. Sólo entonces se dio cuenta el perro de dónde estaba. Se quedó petrificado, con dos patas a un lado del tejado y dos patas tiesas en el otro, y gimiendo lastimeramente.
—¡Pobrecillo! —dijo Charmain.
—El cocinero lo rezcatará —aseguró Twinkle—. Vozotraz zeguidme y no oz alejéiz. Tenéiz que girar a la izquierda por ezta puerta antes de que vueztrozpiez toquen el tejado.
Atravesó la puerta girando a la izquierda y desapareció.
«Creo que ya lo entiendo», pensó Charmain. Era como las puertas del tío abuelo Wílliam, excepto que aquella estaba increíblemente alta. Dejó que Sophie pasara delante para poder agarrarla de la falda si esta se equivocaba. Pero Sophie estaba más acostumbrada a la magia que Charmain. Dio un paso a la izquierda y desapareció sin problemas. Sin embargo, Charmain dudó un momento antes de atreverse a seguirla. Cerró los ojos y dio el paso. Pero sus ojos se abrieron solos al hacerlo y vio de refilón cómo el tejado dorado pasaba de largo a su lado. Antes de poder decidir si gritaba «ylf» para invocar el hechizo para volar, ya estaba en otro sitio. Un espacio cálido y triangular con vigas en el techo.
Sophie soltó una maldición. Con la poca luz, se había dado un golpe en el dedo del pie con una de las muchas pilas de ladrillos llenos de polvo diseminadas por la habitación.
—¡Ezo no ze dice! —la regañó Twinkle.
—¡Cállate! —gritó Sophie a la pata coja a la vez que se agarraba el dedo lastimado—. ¿Por qué no creces?
—Todavía no, ya te lo dije —dijo Twinkle—. Aún tenemoz que dezenmazcarar al príncipe Ludovic. ¡Ah, mira! Ezo mizmo acaba de pazar cuando he llegado yo.
Una luz dorada cubría la pila más grande de ladrillos. Los ladrillos captaban la luz y brillaban, a su vez, dorados bajo el polvo. Charmain se dio cuenta de que no eran ladrillos, sino lingotes de oro macizo. Para aclararlo, aparecieron unas letras doradas flotando sobre los lingotes. Con caligrafía antigua decían:
«Den laz graciaz al mago Melicot
Que el oro del rey ezcondió».
—¡Guau! —exclamó Sophie soltándose el dedo—. Melicot debía de cecear igual que tú. ¡Sois como almas gemelas! La misma poca cabeza. No se pudo resistir a escribir su nombre en letras doradas, ¿a que no?
—Yo no quiero ezcribir mi nombre con letraz doradaz —replicó Twinkle con mucha dignidad.
—¡Ya! —dijo Sophie.
—¿Dónde estamos? —preguntó Charmain enseguida cuando pareció que Sophie estaba a punto de agarrar un lingote y arrearle a Twinkle en la cabeza—. ¿Es esto el tesoro real?
—No, eztamos bajo el tejado dorado —respondió Twinkle—. Inteligente, ¿verdad? Todo el mundo zabe que el tejado no ez de oro, azi que a nadie ze le ocurriría buzcar oro aquí.
Cogió uno de los lingotes, lo puso en el suelo para quitarle el polvo y se lo dio a Charmain. Pesaba tanto que casi sé le cae.
—Tu llevaráz lazpruebaz —dijo él—. Creo que el Rey va a eztar encantado de verlaz.
Sophie, que parecía haberse calmado un poco, intervino:
—¡Ese ceceo! ¡Me está volviendo loca! ¡Creo que lo odio aún más que los rizos dorados!
—¡Pero pienza en lo útil que ez! —protestó Twinkle—. El horrible Ludovic intentó zecueztrarme a mí y ze olvidó por completo de Morgan —volvió su mirada azul llena de sentimiento hacia Charmain—. Tuve una infancia horrible. Nadie me quería. Creo que tengo derecho a una zegunda oportunidad ziendo máz guapo, ¿no creez?
—No le hagas caso —dijo Sophie—. Está fingiendo. Howl, ¿cómo salimos de aquí? He dejado a Morgan con el Rey, y Ludovic también está abajo. Si no bajamos rápido, el príncipe va a empezar a pensar en coger también a Morgan.
—Y Calcifer me pidió que os dijera que os dieseis prisa —añadió Charmain—. El castillo está esperando en la plaza Real. En realidad, vine a deciros que…
Antes de que pudiese acabar la frase, Twinkle hizo algo que provocó que toda la estancia girara y ellos acabaran de nuevo de pie al lado de la puerta abierta al tejado. Al lado de la puerta, Jamal estaba tumbado bocabajo sobre la punta del tejado, temblando como una hoja, con un brazo estirado intentando agarrar la pata trasera izquierda de su perro. El perro no dejaba de gruñir. Odiaba que le tirasen de la pata y odiaba el tejado, pero le daba demasiado miedo caerse como para moverse.
Sophie dijo:
—Howl, sólo tiene un ojo y no mucho equilibrio.
—Lo sé —contestó Twinkle—, lo sé. ¡Lo sé!
Movió un brazo y Jamal se deslizó hacia la puerta arrastrando al perro gruñón.
—¡Podría haber muerto! —exclamó Jamal cuando ambos aterrizaron uno sobre el otro a los pies de Twinkle—. ¿Por qué no hemos muerto?
—Zólo Dioz lo zabe —dijo Twinkle—. Si noz dizculpa, tenemoz que ver al Rey para hablarle de unaz piezaz de oro.
Se fue dando saltitos por las escaleras. Sophie salió corriendo detrás y Charmain la siguió, tambaleándose bastante por culpa del lingote de oro. Bajaron y bajaron y bajaron corriendo hasta que giraron la esquina del último tramo. Llegaron justo en el momento en que el príncipe Ludovic empujó a un lado a la princesa Hilda, pasó de largo a Sim y arrancó a Morgan de brazos del Rey.
—¡Hombre malo! —exclamó Morgan, y agarró el precioso pelo rizado del príncipe Ludovic para tirar de él. El pelo se cayó, dejando al descubierto una cabeza suave, calva y violeta.
—¡Te lo dije! —chilló Sophie, y pareció que salía volando. Ella y Twinkle bajaron corriendo por las escaleras, uno al lado del otro.
El príncipe levantó la cabeza para mirarlos, la bajó para mirar a Waif, que intentaba morderle el tobillo, e intentó arrancar la peluca de las manos de Morgan. Morgan estaba golpeándole la cara con ella sin dejar de berrear «¡hombre malo!». El hombre gris gritó:
—¡Por aquí, alteza! —y ambos lubbockins salieron corriendo hacia la puerta más cercana.
—¡A la biblioteca, no! —bramaron la princesa y el Rey al unísono.
Lo dijeron con tanta intención y autoridad que el hombre gris se paró, giró y llevó al príncipe en otra dirección. Eso le dio a Twinkle tiempo de atrapar al príncipe Ludovic y colgarse de su manga de seda. Morgan dio un grito de alegría y soltó la peluca sobre la cara de Twinkle, cegándolo en parte. Twinkle fue arrastrado hasta la siguiente puerta con el hombre gris corriendo por delante, Waif persiguiéndolos, ladrando sin cesar, y Sophie tras Waif gritando:
—¡Suéltalo ahora mismo o te mataré!
Tras ella, el Rey y la princesa también los perseguían.
—¡Afirmo que esto ya es demasiado! —exclamó el Rey.
La princesa se limitó a ordenarles que parasen.
El príncipe y el hombre gris intentaron atravesar la puerta con los niños y cerrarla en las narices de Sophie y el Rey. Pero en el momento en que dio el portazo, Waif consiguió de algún modo que la puerta volviese a abrirse y el resto entró corriendo por ella.
Charmain iba la última, con Sim. En aquel momento, le dolían los brazos.
—¿Puedes aguantar esto? —le pidió a Sim—. Es una prueba.
Le dio a Sim el lingote de oro mientras él le contestaba:
—Por supuesto, señorita.
Sus brazos y manos cayeron bajo el peso del lingote. Charmain le dejó haciendo malabarismos y se coló en lo que resultó ser la habitación grande con caballos balancín alineados contra las paredes. El príncipe Ludovic estaba de pie en el centro, con un aspecto muy extraño con la calva violeta al descubierto. Sostenía a Morgan con un brazo rodeándole el cuello y Waif saltaba y daba vueltas a sus pies intentando agarrarlo. La peluca estaba caída en el suelo como un animal muerto.
—Vais a hacer lo que yo diga —estaba diciendo el príncipe— o el niño sufrirá las consecuencias.
Los ojos de Charmain captaron un repentino resplandor azul en la chimenea. Miró y vio a Calcifer, que debía de haber entrado en busca de troncos. Se acomodó entre la madera sin encender con expresión placentera. Cuando vio que Charmain lo miraba, le guiñó uno de sus ojos naranjas.
—¡Sufrirá, he dicho! —amenazó el príncipe Ludovic con dramatismo.
Sophie miró a Morgan, que se debatía en brazos del príncipe y, después, miró a Twinkle, que estaba simplemente allí mirándose los dedos como si nunca antes los hubiera visto. Miró de reojo a Calcifer y pareció que este intentaba contener la risa. Su voz sonó temblorosa cuando dijo:
—Alteza, le advierto que está cometiendo usted un terrible error.
—Ciertamente —asintió el Rey jadeando y con la cara enrojecida a causa de la persecución—. No tenemos en High Norland la costumbre de juzgar a nadie por traición, pero será un placer para nosotros hacer una excepción contigo.
—¿Cómo te atreves? —vociferó el príncipe—. Yo no soy uno de tus subditos, yo soy un lubbockin.
—Entonces, según la ley, no puedes suceder a mi padre como rey —afirmó la princesa Hilda. A diferencia del Rey, estaba muy tranquila y muy digna.
—¿Ah, no? —dijo el príncipe—. Mi padre, el lubbock, dice que yo seré rey, que piensa gobernar el país a través de mí. Me deshice del mago para que nada se interpusiese en nuestro camino. Me tenéis que coronar rey ahora mismo o este niño sufrirá las consecuencias. Aparte de eso, ¿qué he hecho mal?
—¡Les has quitado todo el dinero! —gritó Charmain—. Os vi a los dos, perversos lubbockins, obligar a los kobolds a cargar todo el dinero de los impuestos a Castel Joie. ¡Y vas a soltar a ese niño antes de que lo estrangules!
Para entonces, la cara de Morgan ya estaba de color rojo brillante y se agitaba frenéticamente. «Creo que los lubbockins no tienen sentimientos —pensó Charmain—. ¡Y no entiendo qué es lo que Sophie encuentra tan gracioso!».
—¡Dios mío! —exclamó el Rey—. ¡Así que es allí donde ha ido a parar todo, Hilda! Eso sí que es resolver un enigma. Gracias, querida.
El príncipe Ludovic dijo enfadado:
—¿Por qué estáis tan contentos? ¿Es que no me habéis oído? —se volvió hacia el hombre gris—. Luego nos ofrecerá pastas. Haz tu hechizo. Sácame de aquí.
El hombre gris asintió y alargó sus débiles manos violetas. Pero fue en ese momento cuando apareció Sim con el lingote de oro en brazos. Se dirigió tambaleándose al hombre gris y le soltó el lingote sobre el dedo gordo del pie.
Después de eso, pasaron muchas cosas al mismo tiempo.
Mientras el hombre gris, ahora totalmente violeta a causa del dolor, iba dando saltos y gritando, Morgan pareció llegar al límite de aire. Sus manos se convulsionaban de manera extraña. Y el príncipe Ludovic se encontró agarrando a un hombre alto vestido con un elegante traje de satén azul. Soltó al hombre, que enseguida se dio la vuelta y le dio un puñetazo en la cara al príncipe.
—¡Cómo te atreves! —gritó el príncipe—. ¡A mí nadie me hace eso!
—Mala suerte —replicó el mago Howl, y le dio otro puñetazo. Esta vez, el príncipe Ludovic pisó la peluca y cayó al suelo cuan largo era—. Este es el único idioma que entienden los lubbockins —dijo el mago al Rey—. ¿Has tenido bastante, chico?
Al mismo tiempo, Morgan, que parecía llevar el traje azul de terciopelo de Twinkle, arrugado y demasiado grande para él, fue corriendo hacia el mago diciendo:
—Papi, papi, ¡papi!
«Ya lo entiendo —pensó Charmain—. Se han intercambiado de algún modo. Es un truco muy bueno. Me gustaría aprender a hacerlo». Mientras miraba al mago apartar con cuidado a Morgan del príncipe, se preguntó porque había querido Howl ser más guapo de lo que era. Su aspecto era el que la mayoría de la gente definiría como el de un hombre guapo, aunque, pensó, su pelo era un poco irreal. Le caía sobre los hombros cubiertos de satén azul formando unos inverosímiles rizos rubios.
Pero, también al mismo tiempo, Sim dio un paso atrás mientras el hombre gris daba saltos frente a él e intentaba hacer algún tipo de anuncio oficial. Pero Morgan hacía tanto ruido y Waif ladraba tan fuerte que lo único que oyeron todos fue «alteza» y «Su Majestad».
Mientras Sim hablaba, el mago Howl miró la chimenea y asintió. Entonces, pasó algo entre el mago y Calcifer que no fue exactamente un resplandor de luz y tampoco un resplandor de luz invisible. Mientras Charmain seguía intentando describirlo, el príncipe Ludovic se comprimió sobre sí mismo y desapareció. Lo mismo le ocurrió al hombre gris. En su lugar, aparecieron dos conejos.
El mago Howl los miró primero a ellos y después a Calcifer.
—¿Por qué conejos? —preguntó cogiendo a Morgan en brazos. Morgan dejó de gritar al momento y se hizo el silencio.
—Todos esos saltos —dijo Calcifer— me hicieron pensar en conejos.
El hombre gris seguía saltando, aunque lo que saltaba ahora era un gran conejo blanco con los ojos saltones de color violeta. El príncipe Ludovic, que era de color marrón claro con los ojos violeta aún más grandes, parecía demasiado sorprendido para moverse. Estiró las orejas, agitó la nariz…
Y fue entonces cuando Waif atacó.
Mientras tanto, las visitas que Sim había intentado anunciar ya habían entrado en la habitación. Waif mató al conejo marrón casi bajo las ruedas de la silla pintada por los kobolds y que estaba empujando la bruja de Montalbino. El tío abuelo William, bastante pálido y delgado, pero mucho mejor, estaba sentado en la silla sobre una montaña de cojines azules. Él, la bruja y Timminz, que estaba de pie en los cojines, se asomaron por el lateral de la silla azul de madera para ver a Waif gruñir y agarrar al conejo marrón por un lado del cuello, para después, con otro pequeño gruñido, lanzarlo por encima de su espalda hasta caer con un plof muerto sobre la alfombra.
—¡Madre mía! —dijeron el mago Norland, el Rey, Sophie y Charmain—. ¡Creía que Waif era demasiado pequeña para hacer eso!
La princesa Hilda esperó a que el conejo aterrizase y se dirigió a la silla. Ignoró con desdén la frenética persecución de Waif y el conejo blanco dando vueltas por la habitación.
—¡Mi querida princesa Matilda! —dijo la princesa alargando sus brazos hacia la madre de Peter—, ¡cuánto tiempo sin verte! Espero que vengas a hacernos una larga visita.
—Depende —repuso la bruja, tajante.
—La hija de mi primo segundo —les explicó el Rey a Charmain y a Sophie— prefiere que la llamen bruja de algún sitio. Siempre se enfada cuando alguien la llama princesa Matilda. Y mi hija lo usa, claro. No soporta el esnobismo inverso.
En ese momento, el mago Howl había subido a Morgan sobre sus hombros para que los dos pudiesen ver cómo Waif había acorralado al conejo tras el quinto caballo balancín de la fila. Se oyeron nuevos gruñidos. Al cabo de poco, el cadáver del conejo blanco apareció volando por encima de los caballos, muerto y tieso.
—¡Hurra! —exclamó Morgan, golpeando con sus puños la cabeza rubia de su padre.
Howl bajó a Morgan rápidamente y se lo dio a Sophie.
—¿Les has contado ya lo del oro? —le preguntó.
—Aún no. Las pruebas se han caído sobre el pie de alguien —dijo Sophie cogiendo a Morgan con fuerza.
—Cuéntaselo ahora —dijo Howl—. Hay algo más que no encaja aquí.
Se inclinó y cogió a Waif, que volvía trotando al lado de Charmain. Waif se revolvió, aulló, estiró el cuello e hizo todo lo posible para dejar claro que con quien quería ir era con Charmain.
—Ahora, ahora —dijo Howl, al tiempo que daba vueltas a Waif, confundido. Al final, la llevó a la silla donde el Rey estaba dándole la mano jovialmente al mago Norland mientras Sophie les enseñaba el lingote. La bruja, Timminz y la princesa Hilda rodeaban a Sophie con los ojos como platos y le preguntaban dónde había encontrado el oro.
Charmain estaba de pie en mitad de la sala sintiéndose olvidada. «Sé que no estoy siendo razonable —pensó—. Sólo soy la misma de siempre. Pero quiero que me devuelvan a Waif. Quiero llevármela cuando me manden de vuelta a casa con madre». Le pareció evidente que iba a ser la madre de Peter quien iba a cuidar del mago de ahora en adelante, y eso ¿dónde dejaba a Charmain?
Hubo un ruido terrible.
La pared se tambaleó, lo que provocó que Calcifer saliera a toda prisa de la chimenea y se posara sobre la cabeza de Charmain. Después, a cámara lenta, un enorme agujero se abrió en la pared al lado de la chimenea. Primero se rompió el papel pintado, después el yeso de debajo. Entonces, las piedras oscuras de debajo del yeso se rompieron y desaparecieron, hasta que no quedó nada, excepto un espacio oscuro. Finalmente, ya no a cámara lenta, Peter salió disparado del agujero y aterrizó delante de Charmain.
—¡Agujero! —exclamó Morgan señalando.
—Creo que sí —asintió Calcifer.
Peter no parecía nada sorprendido. Miró a Calcifer y dijo:
—Así que no has muerto. Sabía que ella se estaba preocupando por nada. No es muy sensata.
—¡Muchas gracias, Peter! —contestó Charmain—. Y ¿cuándo has sido tú sensato? ¿Cuándo?
—Ciertamente —afirmó la bruja de Montalbino—. Yo también quiero saberlo.
Empujó la silla hasta Peter de modo que el tío abuelo William y Timminz pudieran mirar a Peter al igual que el resto, excepto la princesa Hilda, que estaba mirando con lástima el agujero de la pared.
Peter no parecía preocupado. Se sentó.
—Hola, mamá —dijo alegremente—. ¿Por qué no estás en Ingary?
—Porque el mago Howl está aquí —respondió su madre—. ¿Y tú?
—He estado en el taller del mago Norland —dijo Peter—. Fui allí en cuanto le di esquinazo a Charmain —agitó sus manos con el arco iris de cintas en los dedos para explicar cómo había llegado. Pero miró al mago Norland muy asustado—. He tenido mucho cuidado, señor. De verdad.
—¿En serio? —dijo el tío abuelo William mirando el agujero de la pared. Parecía que se estaba arreglando poco a poco. Las piedras negras se estaban cerrando con cuidado y el yeso estaba creciendo sobre las piedras—. ¿Y qué has estado haciendo allí todo un día con su noche, si es que puedo preguntar?
—Hechizos de adivinación —explicó Peter—. Tardan mucho. Tuve suerte de que tuviese usted todos aquellos hechizos de comida, señor, o a estas horas estaría muerto de hambre. Y he usado su cama turca. Espero que no le importe —por la cara que puso el tío abuelo William, estaba claro que sí que le importaba. Peter añadió enseguida—: Pero el hechizo funcionó, señor. El tesoro real tiene que estar aquí, donde están todos, porque le dije al hechizo que me llevase dondequiera que estuviese el tesoro.
—Y así es —corroboró su madre—. El mago Howl ya lo ha encontrado.
—Oh —dijo Peter. Parecía muy entristecido, pero enseguida se alegró—. Entonces, ¡he hecho un hechizo y ha funcionado!
Todo el mundo miró el agujero que se estaba cerrando poco a poco. El papel pintado se estaba moviendo con cuidado sobre el yeso, pero era obvio que la pared ya nunca sería la misma. Tendría un aspecto húmedo y arrugado.
—Estoy segura de que eso es un gran alivio para usted, jovencito —dijo la princesa Hilda amargamente. Peter la miró inexpresivo y se preguntó quién era.
Su madre suspiró.
—Peter, esta es su alteza la princesa Hilda de High Norland. Tal vez podrías ser lo suficientemente bueno como para levantarte e inclinarte ante ella y ante su padre el Rey. Después de todo, son casi familia nuestra.
—¿Ah sí? —preguntó Peter. Pero se puso de pie y se inclinó muy educadamente.
—Mi hijo, Peter —dijo la bruja—, quien ahora es seguramente heredero a su trono, alteza.
—Encantado de conocerte, chico —contestó el Rey—. Todo esto es muy confuso. ¿Puede alguien explicármelo?
—Yo lo haré, Majestad —dijo la bruja.
—Tal vez deberíamos sentarnos todos —propuso la princesa—. Sim, sé tan amable de retirar esos dos… esto… conejos muertos, por favor.
—Ahora mismo, señora —dijo Sim. Atravesó la habitación a toda prisa y recogió los dos cadáveres. Estaba claramente tan ansioso por oír lo que fuese que iba a contar la bruja que Charmain estaba convencida de que se había limitado a abrir la puerta y tirarlos fuera. Cuando volvió a entrar a toda prisa, todos estaban sentados en los sofás descoloridos, excepto el tío abuelo William, que estaba recostado en los cojines con aspecto maltrecho y cansado, y Timminz, que se sentó en un cojín al lado de la oreja del tío abuelo William. Calcifer volvió a ir a tostarse al hueco de la chimenea. Sophie sentó a Morgan en sus rodillas, donde Morgan se puso a chuparse el dedo gordo y se durmió. Y finalmente, el mago Howl le devolvió a Waif a Charmain. Lo hizo con tal sonrisa de disculpa que Charmain se puso nerviosa.
«Me gusta más como hombre —pensó—. ¡Ahora entiendo porque a Sophie le molestaba tanto Twinkle!». Mientras tanto, Waif se estiró y puso las patas sobre las gafas colgantes de Charmain para lamerle la barbilla. Charmain le frotó las orejas y le acarició el pelo de la cabeza mientras escuchaba lo que la madre de Peter tenía que decir.
—Como ya sabéis —comenzó la bruja—, me casé con mi primo Hans Nicholas, que en aquel momento era el tercero en la línea de sucesión al trono de High Norland. Yo era quinta, aunque, en realidad, las mujeres no contábamos y, además, lo único que yo quería en el mundo era ser bruja profesional. Hans tampoco estaba interesado en ser rey. Su pasión era escalar montañas y descubrir cuevas y nuevos pasos en los glaciares. Nos alegró bastante saber que nuestro primo Ludovic sería el heredero al trono. A ninguno de los dos nos caía bien y Hans siempre decía que Ludovic era la persona más egoísta y falta de sentimientos que conocía, pero los dos pensamos que, si nos íbamos y no mostrábamos interés alguno en el trono, no nos molestaría.
»Así que nos mudamos a Montalbino, donde monté mi oficina de bruja y Hans se convirtió en guía de montaña, y fuimos muy felices hasta poco después de nacer Peter, cuando se hizo terriblemente evidente que nuestros primos estaban cayendo como moscas. Y no sólo morían, sino que también se decía que eran perversos y que morían a causa de su maldad. Cuando mi prima Isolla Matilda, que era una niña encantadora y adorable, fue asesinada mientras supuestamente intentaba, a su vez, matar a alguien, Hans no tuvo dudas de que quien lo estaba haciendo todo era Ludovic. “Está matando sistemáticamente a todo el resto de herederos al trono —dijo—. Y, al hacerlo, está también manchando nuestro buen nombre”.
»Empecé a temer por Hans y Peter. En aquel momento, Hans era, tras Ludovic, el siguiente en la línea sucesoria, y Peter iba después. Así que agarré mi escoba voladora, me até a Peter a la espalda y volé hasta Ingary para hablar con la señora Pentstemmon, quien me había enseñado las artes para ser bruja. Creo —dijo la bruja mirando a Howl— que también te enseñó a ti, mago Howl.
Howl le obsequió con una de sus deslumbrantes sonrisas.
—Eso fue mucho después; yo fui su último alumno.
—Entonces sabrás que ella era la mejor —dijo la bruja de Montalbino—. ¿Estamos de acuerdo?
Howl asintió.
—Podías creer cualquier cosa que ella dijese —siguió la bruja—. Siempre tenía razón —Sophie asintió a eso, un poco arrepentida—. Pero cuando le pregunté —dijo la bruja—, no estaba segura de que pudiese hacer otra cosa que coger a Peter e irme muy lejos. A Inhico, me propuso. Yo le dije: «¿Y Hans?». Y ella coincidió conmigo en que tenía motivos para preocuparme. «Dame medio día para encontrar la respuesta —me pidió, y se encerró en su taller. Menos de medio día después, salió casi con un ataque de pánico. Jamás la había visto tan contrariada—. Querida —me dijo—, tu primo Ludovic es una criatura malvada llamada lubbockin, descendiente de un lubbock que merodea por las colinas que separan High Norland de Montalbino, y está haciendo exactamente lo que tu Hans sospechaba, sin duda con la ayuda del lubbock. ¡Tienes que irte corriendo a tu casa de Montalbino! Recemos para que llegues a tiempo. Y bajo ningún concepto le cuentes a nadie quién es tu pequeñín, no se lo digas ni a él ni a nadie, o el lubbock intentará matarlo a él también».
—Ah, ¿por eso no me lo habías contado nunca? —preguntó Peter—. Deberías haberlo hecho. Yo sé cuidar de mí mismo.
—Eso es exactamente lo que el pobre Hans pensaba —replicó su madre—. Debería haberle obligado a venir a Ingary con nosotros. Y no interrumpas, Peter. Casi me haces olvidar lo último que me dijo la señora Pentstemmon, que era: «Hay una salida, querida. En tu tierra natal hay, o había, una cosa llamada regalo élfico que pertenece a la familia real y que tiene el poder de mantener a salvo al rey y al país entero con él. Ve a pedirle al rey de High Norland que le preste a Peter el regalo élfico. Eso lo protegerá». Así que le di las gracias, volví a colgarme a Peter a la espalda y volé todo lo deprisa que pude de vuelta a Montalbino. Quería pedirle a Hans que me acompañase a High Norland a pedir el regalo élfico, pero cuando llegué a casa me dijeron que Hans había subido a Gurtterhorns con un equipo de rescate de montaña. En aquel momento tuve una terrible premonición. Salí volando directamente a las montañas con Peter aún a la espalda. Para entonces, él lloraba de hambre, pero no me atrevía a parar. Y llegué justo a tiempo de ver al lubbock provocar la avalancha que mató a Hans.
La bruja paró en ese punto como si no pudiese seguir. Todo el mundo esperó respetuosamente a que tragase saliva y se secase los ojos con un pañuelo de colores. Después, bajó los hombros con eficiencia y continuó:
—Rodeé a Peter de protecciones mágicas lo más fuertes posible. Le dejé crecer en el mayor de los secretismos y ni siquiera me importó cuando Ludovic empezó a contarle a todo el mundo que me habían encerrado por loca en los calabozos de Castel Joie. Eso quería decir que nadie sabía de la existencia de Peter. Y al día siguiente de la avalancha, dejé a Peter con una vecina y vine a High Norland. Seguramente, tú te acuerdas, ¿verdad? —le preguntó al Rey.
—Sí, me acuerdo —asintió el Rey—. Pero no me contaste nada de Peter o de Hans y no tenía ni idea de que el tema fuese tan triste y urgente. Y, por supuesto, no tenía el regalo élfico. Ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Lo único que hiciste fue provocar que junto con mi buen amigo el mago Norland, aquí presente, empezásemos a buscar el regalo élfico. Llevamos ya trece años buscándolo. Y no hemos llegado demasiado lejos, ¿verdad, William?
—En realidad, no hemos llegado a ningún sitio —coincidió el tío abuelo William desde su silla y rio entre dientes—. Pero la gente sigue pensando que yo soy un experto en regalos élficos. Algunos, incluso, dicen que el regalo élfico soy yo y que yo protejo al Rey. Y yo protejo al Rey, por supuesto, pero no del mismo modo en que lo haría un regalo élfico.
—Ese es uno de los motivos por los que te mandé a Peter —dijo la bruja—. Siempre cabía la posibilidad de que los rumores fuesen ciertos. Y yo sabía que, en cualquier caso, tú podrías cuidar de Peter. Yo misma he estado buscando el regalo élfico durante años porque pensaba que seguramente podría librarnos de Ludovic. Beatrice de Strangia me dijo que el mago Howl, de Ingary, era el mejor adivinador del mundo, así que fui a Ingary a pedirle que lo encontrara.
El mago Howl echó hacia atrás su rubia cabeza y se echó a reír.
—¡Y tienes que admitir que lo he encontrado! —dijo—. Contra todo pronóstico, ahí está, sentado en las rodillas de la señorita Charming.
—¿Qué…? ¿Waif? —preguntó Charmain. Waif meneaba la cola con expresión tímida.
Howl asintió.
—Exactamente. Tu pequeña perra mágica —se volvió hacia el Rey—. ¿No mencionan sus archivos un perro por ningún lado?
—Muy a menudo —contestó el Rey—. Pero no tenía ni idea… Mi bisabuelo le hizo un funeral de estado a su perro cuando murió y yo me limité a preguntarme a qué venía tanto revuelo.
La princesa Hilda carraspeó levemente.
—Por supuesto, la mayoría de nuestros cuadros han sido vendidos —dijo—, pero yo recuerdo que muchos de los reyes anteriores habían sido retratados con perros a su lado. Aunque en general tenían un aspecto más… esto… noble que Waif.
—Supongo que los hay de todas las formas y tamaños —intervino el tío abuelo William—. Me da la sensación que el regalo élfico es algo que heredan algunos perros, y los reyes antiguos olvidaron cómo criarlos correctamente. Ahora, por ejemplo, cuando Waif tenga sus cachorros a finales de año…
—¿Qué? —exclamó Charmain—. ¿Cachorros? —Waif volvió a menear la cola y puso una expresión aún más recatada. Charmain levantó el mentón de Waif y la miró inquisitivamente a los ojos—. ¿Con el perro del cocinero? —Waif parpadeó tímidamente—. ¡Oh, Waif! —se lamentó Charmain—. ¡Sólo Dios sabe la pinta que tendrán!
—Sólo podemos esperar —dijo el tío abuelo William—. Uno de los cachorros podría heredar el regalo élfico. Pero hay otra cosa importante, querida: Waif te ha adoptado a ti, y eso te convierte en la guardiana del regalo élfico de High Norland. Además, la bruja de Montalbino me ha contado que El livro del palimpsesto también te ha adoptado; es así, ¿verdad?
—Esto… yo… eh… Me dejó hacer algunos de sus hechizos —admitió Charmain.
—Entonces está decidido —resolvió el tío abuelo William acurrucado cómodamente en los cojines—, vendrás a vivir conmigo como mi aprendiz de ahora en adelante. Tienes que aprender a ayudar a Waif a proteger el país correctamente.
—Oh… sí… pero… —balbuceó Charmain—. Madre no me va a dejar… Dice que la magia no es respetable. Aunque seguramente a mi padre no le importará —añadió—. Pero mi madre…
—Yo la convenceré —repuso el tío abuelo William—. Si hace falta, mandaré a tía Sempronia.
—Mejor aún —dijo el Rey—: haré un Decreto Real. Tu madre quedará impresionada. Es que te necesitamos, querida.
—Sí, ¡pero yo lo que quiero es ayudaros con los libros! —exclamó Charmain.
La princesa Hilda volvió a carraspear con suavidad.
—Yo estaré muy ocupada —dijo— redecorando y renovando la mansión —el lingote de oro estaba en el suelo a sus pies. Le dio un suave golpecito con el zapato—; volvemos a ser solventes —añadió con alegría—. Propongo que me sustituyas en la biblioteca para ayudar a mi padre dos veces por semana, si el mago Norland te lo permite.
—¡Oh, gracias! —dijo Charmain.
—Y en cuanto a Peter… —continuó la princesa.
—No hace falta que te preocupes por Peter —la interrumpió la bruja de Montalbino—. Me quedaré con Peter y Charmain a cuidar de la casa, al menos hasta que el mago Norland se recupere. A lo mejor me quedo para siempre.
Charmain, Peter y el tío abuelo William intercambiaron miradas de terror. «Entiendo que sea tan eficiente, se quedó sola a cargo de Peter, al que tenía que proteger —pensó Charmain—. Pero si ella se queda en esa casa, ¡me vuelvo con madre!».
—De ninguna manera, Matilda —replicó la princesa Hilda—. Peter es responsabilidad nuestra, ahora que está claro que es nuestro príncipe heredero. Peter vivirá aquí e irá a casa del mago Norland a sus clases de magia. Tú tienes que volver a Montalbino, Matilda. Allí te necesitan.
—Y los kobolds nos ocuparemos de la casa como siempre habíamos hecho —dijo Timminz con su vocecilla aguda.
«¡Bien! —pensó Charmain—. A mí aún no se me dan bien las tareas del hogar, y creo que a Peter tampoco».
—Bendito seas, Timminz, y tú también, Hilda —murmuró el tío abuelo William—. Sólo de pensar en tanta eficiencia en mi casa…
—Estaré bien, mamá —aseguró Peter—. Ya no tienes que protegerme.
—Si estás seguro —dijo la bruja—, a mí me parece…
—Bueno —intervino la princesa Hilda con al menos tanta eficiencia como la bruja—, ya sólo nos falta despedirnos de nuestros generosos, útiles y algo excéntricos invitados, y agitar los brazos mientras su castillo se eleva. Vamos todos.
—¡Ups! —exclamó Calcifer, y salió disparado por la chimenea.
Sophie se levantó y le sacó el dedo de la boca a Morgan. Este se despertó, miró alrededor, vio a su padre y volvió a mirar. Su rostro se arrugó:
—Dwinkle —dijo—. Dwinkle, ¿dónde? —y se puso a llorar.
—Mira lo que has conseguido —le espetó Sophie a Howl.
—Siempre puedo volver a convertirme en Twinkle —sugirió Howl.
—Ni se te ocurra —contestó Sophie, y salió por el húmedo pasillo tras Sim.
Cinco minutos después estaban todos reunidos en la escalera de entrada de la mansión para ver a Sophie y Howl tirar del enfadado Morgan, que estaba llorando, para meterlo por la puerta del castillo. Cuando se cerró la puerta que amortiguaba los gritos de «Dwinkle, Dwinkle, Dwinkle», Charmain se inclinó y le murmuró a Waif, a quien tenía en brazos:
—¿Así que protegías el país? ¡Y yo ni me di cuenta!
Para entonces, la mitad de los habitantes de High Norland estaba reunida en la plaza Real para ver el castillo. Todos miraron incrédulos cómo el castillo se elevaba un poco sobre el suelo y se dirigía tranquilamente a una calle hacia el sur. En realidad, era apenas un callejón.
—¡No pasará! —decía la gente.
Pero, de algún modo, el castillo se estrechó para pasar por el angosto hueco y siguió adelante hasta perderse de vista.
Los habitantes de High Norland lo vitorearon.