Capítulo 13

LOS ojos naranjas de Calcifer se posaron en Sophie.

—¿Me necesitas para que siga montando guardia aquí? —ríe preguntó—. ¿O podéis encargaros vosotros dos?

Sophie miró a la multitud bien vestida que charlaba.

—No creo que nadie intente nada ahora —dijo ella—. Pero vuelve enseguida. Tengo un mal presentimiento. No me fío ni un ápice del individuo de los ojos malva. Ni tampoco de ese asqueroso príncipe.

—De acuerdo, seré rápido —crujió Calcifer—. Levántate, joven Charming. Voy a sentarme en tus brazos.

Charmain se puso de pie esperando quemarse o, al menos, chamuscarse en cualquier momento. Morgan protestó por su partida agitando una pieza amarilla y elevando un grito de «¡Vede, vede, vede!».

—¡Chis! —dijeron Sophie y Twinkle al unísono, y la niñera gorda añadió:

—Señorito Morgan, no se grita, no al menos en presencia del Rey.

—Es amarillo —dijo Charmain mientras esperaba que los rostros que la contemplaban mirasen hacia otro lado. Había empezado a comprender que ninguno de los elegantes invitados había reparado en que Calcifer formaba parte del fuego y que Calcifer quería mantenerlos en su ignorancia.

En cuanto todos perdieron el interés y volvieron a su charla, Calcifer saltó del fuego y aterrizó un poco por encima de los nerviosos dedos de Charmain adquiriendo la apariencia exacta de un plato de tarta. De hecho, Charmain apenas lo notaba.

—Buena idea —dijo.

—Haz ver que me aguantas —respondió Calcifer— y sal de la habitación conmigo.

Charmain curvó sus dedos alrededor del falso plato y caminó hacia la puerta. Para su alivio, el príncipe Ludovic se había movido de sitio, pero, en cambio, el Rey se le estaba acercando. La saludó con un movimiento de cabeza y sonrió.

—Has cogido pastel, veo —dijo—. Está bueno, ¿verdad? Me pregunto porque tenemos tantos caballos balancín. Tú no lo sabrás, ¿verdad?

Charmain negó con la cabeza y el Rey dio media vuelta sonriendo.

—¿Por qué tenemos todos esos caballos de madera? —preguntó Charmain.

—Como protección —dijo el plato de pastel—. Abre la puerta y salgamos de aquí.

Charmain despegó una mano del falso plato, abrió la puerta y se deslizó en el húmedo y reverberante pasillo.

—Pero ¿a quién protegen? Y ¿de qué? —preguntó cerrando la puerta tan silenciosamente como pudo.

—A Morgan —dijo el plato de pastel—. Sophie ha recibido una carta anónima esta mañana. Decía: «Abandona tu investigación y vete de High Norland o tu hijo sufrirá las consecuencias». Pero no podemos abandonar porque Sophie le prometió a la princesa que nos quedaríamos hasta averiguar dónde ha ido a parar todo el dinero. Mañana haremos ver que…

Calcifer fue interrumpido por unos ladridos agudos. Waif apareció orgullosa por la esquina y se lanzó a frotarse con alegría en los tobillos de Charmain. Calcifer saltó y empezó a flotar con su apariencia verdadera, una valiente gota azul sosteniéndose sobre el hombro de Charmain. Esta cogió a Waif en brazos.

—¿Cómo…? —empezó a decir intentado mantener su cara lejos de la lengua de Waif. Entonces se dio cuenta de que el animal no estaba mojado en absoluto—. Calcifer, ¡debe de haber cogido el atajo de la casa! ¿Puedes llevarme a la sala de reuniones? Yo te puedo guiar desde allí.

—Fácil —Calcifer arrancó como un cometa azul, tan rápido que a Charmain le costó seguirlo. Giró en diversas esquinas y pasó por el pasillo donde se olía la cocina. En nada, Charmain estaba de pie con la espalda apoyada en la puerta de la sala de reuniones con Waif en brazos y Calcifer flotando sobre su hombro intentando recordar qué había que hacer desde allí. Calcifer dijo—: Es así —y desapareció zigzagueando ante sus ojos. Charmain le siguió lo mejor que pudo y se encontró en el pasillo de las habitaciones. La luz del sol entraba por la ventana trasera del estudio del tío abuelo William. Peter apareció a toda prisa, con el rostro pálido y expresión de urgencia.

—Waif, perra buena —dijo—. La he mandado a buscaros. ¡Venid a ver esto!

Él dio media vuelta y echó a correr a la otra punta del pasillo señalando, con mano bastante temblorosa, fuera de la ventana.

En el prado se veía cómo se alejaban grandes nubes grises que se deshacían y que eran, obviamente, las que estaban provocando la lluvia en la ciudad. Un arco iris, brillante en contraste con las nubes, cruzaba las montañas sobre el prado, donde se perdía pálido y neblinoso. La hierba húmeda soltaba destellos bajo el sol y Charmain estaba tan ensimismada que, por un momento, no vio lo que Peter estaba señalando.

—Eso es el lubbock —musitó Peter con voz ronca—. ¿Verdad?

Allí estaba el lubbock elevándose enorme y violeta en mitad de la hierba. Se inclinaba ligeramente para escuchar a un kobold que iba arriba y abajo señalando el arco iris y gritando al lubbock.

—Sí, es el lubbock —dijo Charmain temblando—. Y ese es Rollo.

Mientras lo decía, el lubbock se echó a reír y volvió su conjunto de ojos de insecto hacia el arco iris. Caminó hacia atrás con cuidado hasta que el nuboso arco iris pareció quedar justo bajo sus patas de insecto. Allí se agachó y sacó un pequeño recipiente de barro de la tierra. Rollo bailaba a su alrededor.

—¡Eso debe de ser la olla de oro que hay al final del arco iris! —dijo Peter no del todo convencido.

Vieron cómo el lubbock le tendía el recipiente a Rollo, quien lo abrazó. Era evidente que pesaba mucho. Rollo dejó de bailar y empezó a tambalearse con la cabeza inclinada hacia atrás con expresión de feliz avaricia. Dio media vuelta y se alejó dando tumbos. No vio cómo el lubbock extendía maliciosamente sus largas probóscides violetas. Tampoco pareció darse cuenta cuando estas se clavaron en su espalda. Sólo desapareció en la hierba del prado sin dejar de abrazar el recipiente y reír. El lubbock también reía, de pie en mitad del prado agitando sus brazos de insecto.

—Acaba de poner sus huevos en Rollo —susurró Charmain—, ¡y él ni siquiera se ha dado cuenta!

Le entraron nauseas. A ella había estado a punto de ocurrirle lo mismo. Peter se había puesto verde y Waif temblaba.

—Ya sé —dijo ella—, supongo que el lubbock le prometió a Rollo una olla de oro por crear problemas entre los kobolds y el tío abuelo William.

—Estoy seguro —asintió Peter—. Antes de que llegaseis he oído a Rollo gritar que le tenía que pagar.

«Ha abierto la ventana para poder escuchar —pensó Charmain—. ¡Será tonto!».

—Voy a tener que declararle la guerra —dijo Calcifer, que había encogido y palidecido bastante. Y añadió con un siseo ligeramente tembloroso—: Si no me enfrento a ese lubbock, no merezco la vida que Sophie me dio. Un momento.

Dejó de hablar y se quedó colgando en el aire, largo y fino con sus ojos naranjas cerrados.

—¿Eres el demonio de fuego? —preguntó Peter—. Nunca había visto u…

—Silencio —ordenó Calcifer—. Me estoy concentrando. Esto tiene que salir bien.

Se oía un ligero rumor. Entonces, por encima de sus cabezas y desde el otro lado de la ventana, llegó lo que al principio le pareció a Charmain una nube de tormenta. Dejaba una larga y oscura sombra con siluetas de torres en la pradera que, enseguida, alcanzó al feliz lubbock. Este miró alrededor cuando la sombra cayó sobre él y se quedó paralizado durante un instante. Entonces empezó a correr. En ese momento, la sombra con siluetas de torres iba ya seguida por lo que la provocaba, un alto castillo negro construido con enormes bloques de piedra oscura y torres en las cuatro esquinas. Las piedras que lo formaban temblaban y chirriaban al moverse. Perseguía al lubbock más deprisa de lo que este podía correr.

El lubbock cambió de sentido. El castillo lo siguió. El lubbock abrió sus pequeñas alas para ganar velocidad y avanzó con furiosas zancadas hasta las altas rocas al final del prado. En cuanto alcanzó las rocas, dio media vuelta y echó a correr en sentido contrario, hacia la ventana. Esperaba que el castillo se estrellase contra las rocas. Pero el castillo dio media vuelta sin problemas y siguió persiguiéndolo más deprisa que antes. Grandes nubes de humo negro salían de las torres del castillo y flotaban sobre el desdibujado arco iris. El lubbock volvió uno de sus muchos ojos sin dejar de correr y, entonces, bajó la cabeza y se tiró, agitando las antenas y las alas, por una curva que rodeaba el extremo del acantilado. Aunque en aquel momento sus alas eran manchas violáceas, no parecía que pudiese volar con ellas. Charmain entendió porque no había intentado seguirla cuando había saltado por el acantilado. No habría sido capaz de volver volando. En vez de volar, el lubbock seguía corriendo mientras intentaba que el castillo lo siguiese y cayera por el borde.

El castillo lo seguía. Echaba humo y chirriaba a la vez que se desplazaba a lo largo del acantilado, y parecía perfectamente equilibrado, a pesar de que la mitad de él colgaba por el borde de este. El lubbock dejó escapar un grito desesperado, volvió a cambiar de dirección y salió corriendo hacia el centro del prado. Allí hizo su último truco y se encogió. Se convirtió en un pequeño insecto de color violeta y se escondió entre la hierba y las flores.

El castillo alcanzó el lugar en un segundo. Tembló para llegar sobre el punto en que el lubbock había desaparecido y flotó hasta allí.

De su base plana empezaron a salir llamas, primero amarillas, después naranjas, después de un rojo rabioso y, finalmente, de un color blanco cálido que brillaba demasiado como para mirarlo. Las llamas y un fino humo subieron por los lados del castillo y se unieron al humo negro que salía por las torres. El prado se llenó de una niebla negra y caliente. Durante lo que parecieron horas, pero seguramente no fueron más que minutos, el castillo se convirtió en una débil silueta que flotaba sobre un humo brillante, como el sol cuando aparece entre las nubes. El rugido de las llamas se oía incluso a través de la ventana mágica.

—Bien —dijo Calcifer—. Creo que lo hemos hecho.

Se volvió hacia Charmain y esta vio que sus ojos brillaban con un extraño fulgor plateado.

—¿Puedes abrir la ventana, por favor? Tengo que ir a asegurarme.

Mientras Charmain giraba el pomo y abría la ventana, el castillo se elevó y se movió de lado. Todo el humo y la niebla se concentraron en una única nube oscura que rodó por el acantilado hasta el valle donde se desvaneció. Cuando Calcifer flotó hacia el prado, el castillo estaba allí como si nada hubiese ocurrido, con sólo un hilo de humo saliendo por cada una de las torres, al lado de un gran recuadro de tierra negra. Un hedor insoportable entraba por la ventana.

—¡Puaj! —dijo Charmain—. ¿A qué huele?

—A lubbock asado, espero.

Entonces vieron a Calcifer flotar sobre el recuadro quemado. El demonio de fuego se convirtió en una línea azul en movimiento que empezó a ir de lado a lado de la zona oscura hasta revisar cada milímetro.

Volvió flotando con sus ojos finalmente del color naranja habitual.

—Ya está —anunció con alegría—. Muerto.

«Igual que un montón de flores», pensó Charmain, pero no parecía educado decirlo en voz alta. Lo importante es que el lubbock ya no estaba, había desaparecido de verdad.

—Las flores volverán a crecer el año que viene —aseguró Calcifer—. ¿Por qué habías venido a buscarme? ¿Por este lubbock?

—No, por sus huevos —dijeron Peter y Charmain al mismo tiempo. Le contaron lo del elfo y lo que les había dicho.

—Enseñádmelos —pidió Calcifer.

Fueron a la cocina, todos excepto Waif, que gimió y se negó a entrar. Allí Charmain pudo ver claramente el patio bajo el sol a través de la ventana. Estaba lleno de colada rosa, blanca y roja chorreando aún en las cuerdas. Estaba claro que Peter no se había molestado en recogerla. Se preguntó a qué se había dedicado.

La caja de cristal seguía en la mesa, con los huevos dentro, pero, de alguna manera, se había hundido en la madera y sólo se veía la mitad superior.

—¿Cómo ha podido pasar? —preguntó Charmain—. ¿Ha sido la magia de los huevos?

Peter la miró un poco avergonzado.

—No exactamente —dijo—. Lo que pasa es que le lancé un hechizo de protección. Cuando fui al estudio a buscar otro fue cuando vi a Rollo hablando con el lubbock.

«¡Típico! —pensó Charmain—. ¡Este idiota siempre cree que él sabe más que los demás!».

—Los hechizos de los elfos son más que suficiente —dijo Calcifer flotando sobre la caja de cristal encajada en la mesa.

—¡Pero él dijo que era peligrosa! —protestó Peter.

—Y tú ahora la has hecho aún más peligrosa —replicó Calcifer—. No os acerquéis más ninguno de los dos. ¿Conocéis algún sitio con una buena superficie de piedra donde pueda ir a destruir estos huevos?

Peter intentó no parecer arrepentido. Charmain recordó la caída desde el acantilado y cómo casi había aterrizado sobre unas rocas justo antes de empezar a volar. Hizo todo lo posible por describir a Calcifer dónde estaban las piedras.

—Bajo el acantilado, entiendo —dijo Calcifer—. Que uno de los dos abra la puerta trasera y después se aparte.

Peter fue corriendo a abrirla. Charmain vio que estaba bastante arrepentido por lo que había hecho con la caja. «Pero eso no va a evitar que haga alguna otra tontería en cualquier otro momento —pensó—. ¡Ojalá aprendiese!».

Calcifer flotó sobre la caja de cristal un momento y, entonces, se acercó a la puerta abierta. A medio camino, se estiró temblando y dio un tirón, doblándose sobre sí mismo como si fuese un gran renacuajo azul, y, estirándose de nuevo, salió disparado por entre la colorida colada. La caja de cristal se soltó con el tirón y sonó como si alguien estuviese lanzando trozos de madera a su alrededor. Salió disparada tras él. Cruzó el patio volando, con los huevos dentro, siguiendo a la pequeña gota azul que era Calcifer. Peter y Charmain fueron a la puerta y vieron la caja de cristal brillar mientras subía por el camino hacia el prado del lubbock y después se perdía de vista.

—¡Vaya! —dijo Charmain—. ¡Se me ha olvidado decirle que el príncipe Ludovic es un lubbockin!

—¿De verdad? —dijo Peter mientras cerraba la puerta—. Eso explica porque mi madre abandonó este país.

A Charmain nunca le había interesado mucho la madre de Peter. Dio media vuelta con impaciencia y vio que la mesa volvía a ser plana, lo que fue un alivio. Se había estado preguntando qué se puede hacer con una mesa que tiene una abolladura cuadrada en el centro.

—¿Qué hechizo de protección usaste? —preguntó.

—Te lo enseñaré —prometió Peter—. Igualmente, quiero volver a echarle una ojeada al castillo. ¿Tú crees que podemos abrir la ventana y bajar por ella para acercarnos?

—No —dijo Charmain.

—Pero no hay duda de que el lubbock está muerto —protestó Peter—. No pasa nada.

Charmain tuvo el fuerte presentimiento de que Peter se estaba buscando problemas.

—¿Cómo sabes que solo había un lubbock? —inquirió ella.

—Lo decía la Enciclopedia —argumentó Peter—. Los lubbocks son solitarios.

Sin dejar de discutir, cruzaron la puerta interior y giraron por el pasillo a la izquierda. Allí, Peter corrió desafiante hacia la ventana. Charmain corrió tras él y lo agarró por la chaqueta. Waif corrió tras ellos, ladrando nerviosa y tratando de hacer tropezar a Peter para obligarlo a caer con las dos manos sobre la ventana. Charmain miró intranquila el prado, que brillaba inalterable bajo la luz naranja del ocaso, donde el castillo seguía quieto junto al trozo de hierba negro. Era uno de los edificios más extraños que había visto jamás.

Hubo un gran destello de luz, tan intenso que los cegó.

Momentos después, llegó la onda de una explosión tan fuerte como brillante había sido la luz. El suelo tembló bajo sus pies y la ventana se volvió borrosa en su marco. Todo se tambaleó. Entre lágrimas cegadoras, Charmain creyó ver vibrar todo el castillo. A través del zumbido ensordecedor de sus oídos, creyó oír rocas cayendo y haciéndose pedazos.

«¡Muy lista, Waif!», pensó. Si Peter hubiese salido, estaría muerto.

—¿Qué crees que ha sido eso? —preguntó Peter cuando ya casi eran capaces de oír de nuevo.

—Es obvio: Calcifer destruyendo los huevos de lubbock —dijo Charmain—. Las rocas a las que ha ido están justo debajo del prado.

Ambos parpadearon largo rato intentando eliminar los puntos azules, grises y amarillos que seguían flotando dentro de sus ojos. Ambos forzaron la vista. Aunque fuese difícil de creer, la mitad del prado había desaparecido. La explanada verde y ondulante tenía ahora un extremo curvado, como un mordisco. Allí debajo debía de haber un gran corrimiento de tierras.

—Hmm —murmuró Peter—. No creerás que se haya destruido también a sí mismo, ¿verdad?

—¡Espero que no! —dijo Charmain.

Se quedaron esperando y mirando por la ventana. Volvían a oír casi igual que siempre, excepto por el zumbido de fondo. Los puntos desaparecieron gradualmente de sus ojos. Pasado un rato, los dos vieron que el castillo se arrastraba tristemente, sin rumbo, hacia las rocas del otro lado. Esperaron y miraron hasta que se arrastró por encima de las rocas y fuera de su vista por la ladera de la montaña. Seguía sin haber rastro de Calcifer.

—Seguramente ha vuelto a la cocina —sugirió Peter.

Volvieron allí. Abrieron la puerta trasera y buscaron por entre la colada, pero seguía sin verse rastro de una gota azul flotante. Cruzaron el salón y abrieron la puerta principal. Pero lo único azul allí eran las hortensias.

—¿Los demonios de fuego pueden morir? —preguntó Peter.

—No tengo ni idea —dijo Charmain. Y como siempre que había problemas, supo lo que quería hacer—. Voy a leer —añadió.

Se sentó en el sofá más cercano, sacó las gafas y recogió del suelo El viaje del mago. Peter la miró enfadado y se fue.

Pero no funcionó. Charmain no podía concentrarse. No dejaba de pensar en Sophie. Y también en Morgan. Tenía muy claro que Calcifer formaba parte de la familia de Sophie.

—Debe de ser peor que perderte a ti —le dijo a Waif, que había ido a sentarse a sus pies. Se preguntó si debía ir a la mansión real a contarle a Sophie lo que había pasado. Pero ya había oscurecido. Sophie debía de estar seguramente en una cena de gala, sentada en frente del príncipe lubbockin, con velas y demás. Charmain no se veía capaz de volver a interrumpir una velada en la mansión. Además, Sophie ya estaba suficientemente preocupada por las amenazas contra Morgan. Charmain no quería preocuparla más. Y a lo mejor Calcifer aparecía por la mañana. Después de todo, era de fuego. Por otro lado, la explosión había sido lo suficientemente fuerte como para hacer pedazos cualquier cosa. Charmain pensó en trocitos de llama azul desperdigados en una avalancha de tierra…

Peter volvió al salón.

—Ya sé lo que deberíamos hacer —dijo.

—¿Sí? —exclamó Charmain entusiasmada.

—Deberíamos ir donde los kobolds a contarles lo de Rollo —propuso Peter.

Charmain se quedó mirándolo. Se quitó las gafas y volvió a mirarlo.

—¿Qué tienen que ver los kobolds con Calcifer?

—Nada —dijo Peter confuso—. Pero podemos demostrar que Rollo cobró del lubbock para crear problemas.

Charmain se preguntó si debía levantarse y golpearlo en la cabeza con El viaje del mago. ¡Qué más daban los kobolds!

—Tenemos que ir ya —empezó a convencerla Peter—, antes de…

—Mañana por la mañana —le interrumpió Charmain con firmeza y sin dar opciones—. Mañana por la mañana después de que nos hayamos acercado a aquellas piedras a ver qué le ha pasado a Calcifer.

—Pero… —empezó Peter.

—Porque —dijo Charmain rápidamente pensando en razones— Rollo estará por ahí enterrando la olla de oro y tiene que estar presente cuando lo acusemos.

Para su sorpresa, Peter lo pensó y estuvo de acuerdo con ella.

—Y deberíamos ordenar la habitación del mago Norland —sugirió—. Por si acaso lo traen de vuelta mañana.

—Ve tú —dijo Charmain.

«Antes de que te tire el libro —pensó— y puede que también el jarrón con las flores».