La batalla de Ain Dyalud

IMAGE El mando de los mamelucos sólo tenía una preocupación: la de que el ejército de los mongoles, tras abandonar su último campamento en la orilla occidental del lago Tiberíades, siguiera el curso del Jordán y pasara de largo ante las posiciones del sultán y Baibars. En tal caso tendrían al enemigo, en lugar de en una trampa, a sus espaldas ¡y tal vez quedaran cortadas sus comunicaciones con Egipto! De modo que Qutuz mandó que unos agentes se disfrazaran de pescadores en el lago y pastores en las colinas, los cuales, apresados por las patrullas de reconocimiento de Sundchak, informaron de que habían visto guerreros mamelucos en el monte Tabor, dirigiéndose a la llanura de Ain Dyalud. Como última medida para reforzar el plan egipcio, el emir Baibars había atacado por sorpresa la guarnición de sanjuanistas del castillo Belvoir, la había exterminado sin dejar rastro y la había sustituido por sus propias gentes. Éstos debían procurar que, como mucho a esas alturas del valle del Jordán, el ejército mongol se dirigiera hacia el oeste, hacia la llanura de la Charca de Goliat: cualquier otra dirección que tomara habría desbaratado el propósito de los mamelucos. Pero todos esos temores resultaron vanos. Los habitantes de Nazaret habían enviado de noche unos mensajeros secretos a Kitbogha, que le revelaron que el ejército egipcio se movía hacia el sur, en dirección a Ain Dyalud, al parecer huyendo del avance de los mongoles. De modo que Sundchak, deseoso de entablar combate, sacó del final del lago la avanzadilla y la condujo del valle a las montañas, para que el enemigo no pudiera escapar. Kitbogha, que conocía a su general, se le pegó a los talones.

Hacia mediodía, las puntas de ataque de los mongoles llegaron al borde de la llanura. Los espías avisaron de que los mamelucos, al parecer, seguían sin sospechar nada junto a la Charca de Goliat. El mando del ejército mongol sostenía la opinión unánime de que se trataba de la totalidad del ejército egipcio. Sundchak expresó su sorpresa ante lo poco numerosas que eran las fuerzas enemigas: había esperado que fueran mucho más potentes. Kitbogha tuvo que emplear toda la energía de su autoridad de comandante supremo para que su general no avanzara sin más hacia la gran batalla. El ejército mongol se reunió al pie del monte Tabor y, apenas estuvo en formación completa, Kitbogha cedió a la presión de sus suboficiales, seguros de salir victoriosos: los mongoles se arrojaron sobre el anzuelo que era Baibars.

El emir Rukn ed-Din Baibars "Bunduktari" hizo honor a su famoso sobrenombre. El Arquero no estaba dispuesto a sacrificar inútilmente a sus hombres para facilitar la maniobra planeada. Sólo las tropas auxiliares de Gaza y del Negev tuvieron que ir al combate; en efecto, pronto se vieron superadas y fueron exterminadas, lo que bastó a Baibars para salir a toda prisa con el grueso de su tropa, simulando un pánico indescriptible, hacia las colinas cercanas, donde lo esperaba el sultán Qutuz. La avanzadilla del general Sundchak lo siguió impetuosa. Los mamelucos huían en un amplio abanico hacia los valles y las gargantas delante de ellos. Indujeron así a los atacantes a dispersarse. Kitbogha intuyó el peligro e hizo lo imposible por mantener sus tropas unidas y, a la vez, mantener la comunicación con los que avanzaban, sin mirar a diestra ni a siniestra. De este modo, el grueso de los mongoles se adentró en el paisaje de colinas, difícil de dominar, donde le era imposible desplegar toda la fuerza de sus efectivos. El sultán Qutuz observaba tranquilo los acontecimientos. Una vez seguro de que Baibars había conseguido atraer a la trampa a todo el ejército mongol, cerró la bolsa. Los mamelucos estrangularon con todo rigor cualquier posibilidad de que el bien adiestrado ejército de jinetes se retirase a la llanura salvadora, antes de bajar a su vez de las colinas y salir de sus escondites en los valles. Sundchak, más adelantado que nadie, fue de los primeros en ser abatido. Cuando Kitbogha se dio cuenta de la situación, reunió a sus tropas hasta donde todavía le fue posible y las formó en posición de erizo para combatir a los egipcios. Las filas egipcias empezaron a vacilar, dado que el viejo comandante empleó a sus centurias como cuñas de hierro para ejercer una presión irresistible. Los mamelucos no pudieron con ellos. El sultán se las vio negras para que no se rompiera el círculo, pues Baibars permanecía separado del grueso y seguía en el interior de las montañas, ocupado en abatir a la élite del ejército mongol, la avanzadilla del general, en encarnizadas luchas cuerpo a cuerpo. Conforme avanzaba el tiempo, empezaba a vencer la superioridad numérica de los mamelucos. Baibars consiguió restablecer la conexión con el grueso del ejército, lo que infundió nuevos ánimos a los egipcios. Algunos mongoles y caballeros de Armenia lograron romper el cinturón mortal que se iba apretando en torno y escaparon del asedio. Kitbogha se negó a huir, aunque su guardia personal se ofreció para abrirle una brecha. El viejo guerrero no pretendía sobrevivir a su derrota. A su lado, sus hombres iban cayendo bajo la lluvia de flechas que los hombres de Baibars, el Arquero, les disparaban. Mataron al caballo de Kitbogha, pero el anciano furioso siguió luchando a pie, hasta que le llegó el amargo final.

Los hombres del emir finalmente vencieron al viejo. Lo hicieron prisionero. Con ello se hundió la última resistencia de los mongoles.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

· ULTIMO APUNTE

El ejército mongol se había alejado a caballo. Yo seguía acurrucado, muy lejos del borde del kilim, que después de una cabalgada de millares de cascos y un número incontable de ruedas de carro había modificado de manera lamentable su aspecto, que nunca me pareció fiable: desgarrado, pisoteado, lleno de excrementos, su rostro, que en un tiempo me pareció infernal y terrorífico, era ahora una mísera caricatura. Mis ojos, como desde una nube baja cargada de lluvia, miraban esa imagen de violencia y destrucción. Estuve largo rato como paralizado por el estruendo, que parecía alcanzarme y cubrirme también a mí, hasta que comprendí que debajo de ese tejido destrozado estaban en algún lugar los cuerpos tan queridos. Apreté las uñas en mi carne y, entre los dolores que yo mismo me causaba, intenté no pensar en su estado, sentí náuseas, creí vomitar, mi único deseo era perder el conocimiento para no pensar. Ese sueño horrible ¿era realidad? Cuántas veces le había hecho una jugarreta a mi conciencia. Esta vez fue al revés: ella se me clavó en el corazón.

Me arrodillé ante las ruinas de todo el contenido de mi vida, unos poderes diabólicos habían asesinado a mis dos únicos niños, a mi familia. Miré a mi alrededor. En torno al kilim permanecían sentados y mudos los beduinos que lo habían traído con la caravana, ¡justo a tiempo y a este lugar para que se cumpliese su último y horrendo destino! Se me acercó Jalal al-Sufí, el revoltoso derviche.

"¡No quiero oír ahora nada de Rumi!", me pasó por la mente, lo cual seguramente era injusto. Yeza siempre había apreciado esos versos más que cualquier otra poesía. ¿Pretendía darme el pésame? Tan ciego estaba que me consideraba el único familiar o deudo con derecho a que los demás le expresaran sus sentimientos y su consuelo. Pero el pequeño sufí no cesaba de dar vueltas en torno a mi persona. Me dio la impresión de que se estaba burlando, algo que me pareció del todo inadecuado. No obstante, quise tenderle un puente.

—Tu horror —le ofrecí mis sentimientos— supera cualquier tristeza, el dolor aplasta los sentidos…

Jalal se detuvo y me miró primero sin comprender, después soltó una risa estruendosa.

—Su vida fue una aventura, llena de heroísmo y de arrojo valeroso… ¿eso es lo que afirmarías tú? —pero Jalal no hizo caso de mi expresión, que habría debido señalarle que no entendía nada en absoluto.

—Su vida fue persecución, miedo y huida… ¡es lo que ella misma diría! —y se me echó a reír en plena cara—. ¡Al fin tuvo que enfrentarse con la única gran aventura, pudo afrontarla con todo su valor y se ha ganado el Paraíso! —y me miró con expresión severa—. ¿De qué te quejas, hermano William?

Primero me asusté, después me dio vergüenza, me sentí confuso, entonces me puse a hablar a tontas y a locas de un entierro digno, algo en lo que antes no había pensado.

—Para eso primero habría que encontrarlos.

Jalal me miró de lado, de manera extraña.

—Será una visión que no querrás soportar, William… —quise rebelarme; pero asentí, casi agradecido—. ¡Por tanto, haz el favor de alejarte de aquí! —me ordenó. Me levanté y, tambaleándome, abandoné el lugar…

No podría decir cuánto tiempo di vueltas por la orilla del lago. Finalmente regresé con la temerosa esperanza de que el tan temido cáliz ya hubiese pasado para mí. El kilim seguía en el mismo lugar, y su estado me pareció el mismo. El sufí me apartó, como a un niño al que hay que comunicarle algo terrible que le pasó a su madre. Con gesto apenas perceptible señaló a los beduinos, acurrucados en torno al kilim.

—Hemos inspeccionado todo —me reveló en voz baja—, sobre todo el lugar donde se los vio por última vez. De la princesa y de Roç Trencavel no queda nada, ni un huesecillo, ni una gota de sangre, ¡ni el más leve rastro!

Debo de haberlo mirado asombrado, o poco convencido, porque efectivamente no lo estaba. Jalal me ofreció remover yo mismo cada palmo del terreno arenoso: con palabras y la promesa de una propina él convencería a esas gentes de que volvieran a levantar el kilim de los mil demonios, a pesar del miedo terrible que tenían a la maldición de la alfombra. Yo no lo quería, y propuse que los beduinos dejaran el kilim donde estaba pero que lo cubrieran de arena hasta que no quedaran rastros. La propuesta le gustó. Por mi parte, dejé a los de la caravana la bolsa llena de oro, el oro de la traición, que Naimán me había dado antes de matarlo. En realidad, ese hombre había alcanzado su propósito: Roç y Yeza habían muerto. Pero… ¿de veras?

Mientras los beduinos arrojaban cestas de arena sobre la alfombra, yo veía a mis niños que se alejaban a caballo hacia el resplandor rojo y ardiente del sol poniente, dos siluetas negras que conforme se alejaban perdían sus contornos hasta fundirse con la bola de fuego.

IMAGE Para no exponerse al olor a podredumbre de miles y miles de cadáveres, el sultán Qutuz había ordenado, apenas ganada la batalla, que montaran el campamento lejos de Ain Dyalud, entre la pequeña ciudad de Nazaret y el monte Tabor, que domina el paisaje. Los mamelucos ya no temían más ataques. De ahí que tampoco persiguieran a los que huían, sobre todo los contingentes auxiliares de los mongoles. Los caballeros cristianos de Antioquía, las tropas de Armenia y hasta las que procedían del lejano reino de Georgia habían demostrado conocer mejor que los mongoles, tan acostumbrados a la victoria, la táctica guerrera de los musulmanes y no pusieron mayor empeño en medirse con los temibles mamelucos. Muchos se habían retirado de la batalla a tiempo y pudieron escapar a la terrible matanza que tuvo lugar en las colinas alrededor de la llanura de Ain Dyalud. En parte pudieron llegar hasta el castillo templario de Athlit, junto al mar, o hasta la torre de los sanjuanistas en el monte Tabor. Pero los que se acercaron a Belvoir, el castillo sobre el valle del Jordán que Baibars había asaltado anticipadamente, fueron hechos prisioneros. Algunos huyeron a nado por el río o escaparon a las montañas. Hallaron alguna ayuda entre los cristianos del lugar. Sólo los templarios de Safed fueron inmisericordes y cerraron las puertas a los fugitivos.

Apenas se estableció el campamento de los mamelucos, el preso Kitbogha fue presentado al sultán Qutuz. Éste se burló del comandante supremo. Le echó en cara la poca fiabilidad de sus aliados armenios y los caballeros de Antioquía, que cobardemente lo habían abandonado.

—¡Los cristianos no saben ser fieles!

El anciano, que por lo demás no tenía en especial aprecio sus creencias, se sintió ofendido.

—Durante toda mi vida he sido fiel a mi señor, el il-jan, ¡lo que no puede afirmarse de ciertos emires de los mamelucos!

No habría debido arrojar una mirada de desprecio a Baibars, algo que no se le ocultó al sultán. Para éste, el anciano ya era hombre muerto, de modo que consintió en que el emir le pusiera la mano encima. Baibars sacó al anciano de la tienda, aparentemente tranquilo. Una vez en el espacio libre que había delante, ordenó a Kitbogha que se arrodillara. El viejo no quiso hacerle ese favor. ¡Que el mameluco le cortara la cabeza de pie! Pero antes de hacerlo, Baibars pretendía resolver otra cuestión, la única que realmente le importaba, una cuestión de honor que le había impuesto el Halcón Rojo.

—¿Dónde están Roç Trencavel y la princesa Yeza?

La pregunta sorprendió a Kitbogha, la consideró improcedente en boca del mameluco.

—¡Y qué os importa a vos! —rechazó todo apaciguamiento. Al darse cuenta de que el Arquero no sólo estaba disgustado, sino afectado, añadió triunfante—: No querían padecer como prisioneros de los mamelucos…

Soltó una carcajada para mofarse del emir, pero él mismo no acababa de comprender lo que había sucedido.

—¡Les pareció preferible la muerte!

—¿Los habéis matado? —insistió Baibars—. ¡Decidme la verdad!

Kitbogha vio venida su hora.

—¡Tendréis que cortarme la cabeza, tanto si miento como si digo la verdad! —le gruñó al emir como si fuese un subordinado suyo, a la vez que caía de rodillas—. Yo los volveré a ver, vos no…

Fueron sus últimas palabras. Baibars ya no supo contenerse, su séquito lo rodeaba y tenía que poner fin a la escena. La cabeza de Kitbogha rodó sobre la arena.

IMAGE Mientras tanto Baitschu, el hijo menor de Kitbogha, e Yves el Bretón, embajador especial del rey de Francia, cabalgaban por las montañas hacia el puerto cristiano de Acre, donde embarcarían para abandonar por fin Tierra Santa y regresar a la Bretaña, donde el señor Yves quería retirarse para leer y renunciar al uso de la espada.

—No sé muy bien, Baitschu —se dirigió el calmoso Bretón a su joven acompañante—, si soy la persona adecuada para cumplir con el deseo de tu padre, que fue también el último anhelo de la princesa: el que fueras educado como un caballero…

Baitschu no parecía desilusionado con ese argumento.

—Me gustaría mucho más —dijo con aire reflexivo —aprender a leer esa crónica que estuvo escribiendo William de Roebruk, siempre que tenía ocasión de hacerlo… ¡Me gustaría saber todo lo que concierne a Yeza y a Roç!

Yves sonrió pensativo.

—En este caso, los apresurados apuntes del franciscano acabarían por tener un sentido, aunque no se presenten con el orden y la serenidad que quienes los encargaron habrían esperado.

Al Bretón, más pensaba la idea y más le gustaba.

—Una nueva juventud podrá aprender a buscar camino propio y a tener voz propia, sin dejarse dominar por los viejos fantasmas del poder, como la guerra y la religión.

Baitschu atendió a estas palabras sin responder, sólo miró brevemente y sorprendido al hombre a cuyas manos había sido confiada su educación. Después siguieron cabalgando en silencio. En la lejanía se adivinaba ya el mar en la bahía de Acre…

IMAGE Pocos días después de su victoria, el sultán entró en Damasco, y en menos de un mes había recuperado también Alepo. El Principado limítrofe de Antioquía quedó al margen de la campaña, porque el il-jan, que no podía intervenir personalmente porque la cuestión de la soberanía en Mongolia seguía sin aclarar, envió algunas tropas que al menos aseguraron a los mongoles el norte de Siria. De modo que los mamelucos se vieron en la imposibilidad de castigar al rey Hethum de Armenia y a su yerno por haber tomado partido abiertamente.

IMAGE El pequeño fuego ya casi estaba apagado. Era una de esas noches claras y estrelladas de principios de otoño, cuando el verano no se decide a retirar a la tierra el calor acumulado. Tres hombres se acurrucaban en torno a las brasas aún ardientes, dos eran mayores y uno todavía un jovencito. En compañía de Yves el Bretón y de Baitschu se encontraba Arslán, el chamán, que tenía a su oso descansando junto a las rocas. La noche era lo suficientemente clara como para reconocer que ya no se encontraban entre las colinas que rodean Acre, sino en la escarpada región montañosa del norte de Siria.

—Apenas a un día de cabalgada desde aquí —el brazo de Arslán, dentro de la ancha manga de su caftán, señalaba hacia el oeste —encontraríais la costa de Antioquía y podríais regresar por mar al país de los francos —se dirigió al Bretón—; en cambio tardaríais muchas semanas en hallar la forma de "Ser" que os he descrito…

—Esa ciudad de los templos dorados en las alturas de unas montañas cubiertas de nieve —intervino Baitschu, que hasta entonces se había limitado a observar el cielo estrellado para que no se le escapara ni una estrella fugaz—, ¿aprenderé a leer y escribir con esos monjes de cráneo pelado y sus ropajes color del sol?

—Lo más importante —respondió Yves en lugar del chamán —es que allí te eduquen en la humildad y la sabiduría, para que puedas llegar a soberano.

Antes de que el muchacho pudiera responder, Arslán añadió con una sonrisa:

—Te encontrarás a ti mismo, Baitschu, y después podrás tomar la decisión acertada; siempre tendrás que tomar decisiones, la vida es una experiencia sin fin…

—¿Y el objetivo? —protestó el Bretón, aunque intentó suavizar el tono por respeto al anciano.

—… ¿y si fuera el propio camino?

Después de estas palabras, el chamán enmudeció, y también Yves estuvo mucho tiempo mirando las últimas ramas ardientes, sin decidirse a responder tras haber echado una mirada protectora sobre el muchacho.

Arslán se incorporó.

—Vos debéis tomar la decisión de elegir o no el camino cuya dirección os he descrito.

De entre las sombras de las rocas surgió el oso. El chamán se le acercó. Pronto los dos desaparecieron en la oscuridad.

Baitschu estuvo mirando largo rato tras ellos, antes de dirigirse nuevamente a su compañero mayor.

—Primero quiero ser capaz de enterarme de la vida de Roç Trencavel y la princesa Yeza, tal como William la apuntó…

—Si eres tú quien está destinado a sucederles, tendrás siempre la crónica a mano para leerla…

—Yo no estaría tan seguro, Yves —dijo Baitschu—, cuando pienso en la promesa y el destino que tuvo la pareja real, podría muy bien ser que yo no quiera ser soberano, sino únicamente alguien que sabe leer y escribir.

El Bretón miró sorprendido al muchacho.

—Creo que vamos por buen camino —dijo sonriente.

IMAGE En otoño del mismo año 1260 el sultán Qutuz regresó cubierto de gloria a Egipto. El vaticinio del anciano Kitbogha respecto de la traición de sus emires no tardaría en hacerse realidad. Baibars, gracias a los méritos alcanzados, esperaba ser nombrado gobernador de Alepo, pero Qutuz rechazó con brusquedad su pretensión. Al llegar al delta del Nilo, los emires propusieron al sultán una excursión de caza, a modo de diversión, excursión a la que no sobrevivió. Apenas se hubieron alejado de la vista de las tropas, algunos de los amigos de Baibars sujetaron al sultán y Baibars le clavó la espada en la espalda. Después regresaron de prisa junto al ejército.

El raib arkan al sultan, el jefe del séquito del sultán, les preguntó: ¿quién ha cometido el asesinato? Baibars declaró haber sido él y lo obligaron allí mismo a ocupar el trono del soberano. Todos los comandantes y emires le rindieron homenaje, y Baibars entró en El Cairo en calidad de sultán.

IMAGE El sultán Rukn ed-Din Baibars Bunduktari demostró ser tan capacitado como consecuente. Con él se inició el dominio de los mamelucos en Oriente Próximo, un dominio que duraría hasta pasar el testigo al imperio turco. Fue inevitable, sobre todo después del intento fallido de los cristianos de apelar a la ayuda de los mongoles. Lo primero era eliminar los estados de los cruzados en la costa de Siria. En este aspecto se confirmaron los temores del gran maestre de la orden de caballeros teutónicos. Antes de que pasaran treinta años en Tierra Santa hubo que abandonar Acre, la capital del Reino de Jerusalén, último bastión de una contienda desesperada, estoica y sacrificada con los defensores cristianos. Y así terminó la gran aventura de las cruzadas, al cabo de casi dos siglos de lucha y gloria.

La batalla de Ain Dyalud fue una de las más decisivas en la historia del milenio. La victoria de los mamelucos salvó al islam en sus tierras de origen, ante la amenaza más peligrosa que jamás había enfrentado. Si los mongoles hubiesen avanzado hasta El Cairo, la religión del profeta no habría podido sostenerse en el norte de África, y con toda seguridad también habría sido otra la evolución de Asia Menor. Como consecuencia de lo sucedido, en Oriente Próximo el cristianismo quedó relegado a ser una religión marginal.

Pero los efectos más graves los tuvo esa primera y grave derrota de los mongoles en su propio territorio de soberanía, que seguía siendo inmenso. Dos generaciones después, los sucesores de Gengis jan habían adoptado la fe de los vencedores. El largo cinturón musulmán que actualmente se extiende desde el sur de Rusia por el Cáucaso y hasta Manchuria podría haber seguido dedicado al cristianismo nestoriano de los conquistadores mongoles —aunque tampoco eso es seguro. La verdadera perdedora de la batalla de Ain Dyalud fue Roma, que en su día puso en marcha el alud desgraciado de las cruzadas, y cuyos representantes en Tierra Santa, al no apoyar o apoyar a medias a los mongoles, para no hablar de traición a los mongoles, contribuyeron decisivamente al resultado de la batalla.

¡Pero tampoco esto es seguro! La historia sigue sus propias reglas, e incluye algunas casualidades felices o desgraciadas, sucesos imposibles de prever. ¿Y si el gran jan, allá en la lejana Karakorum, no hubiese fallecido precisamente por entonces? Tal vez fuera una suerte: desde un punto de vista eurocéntrico, desde nuestra visión occidental, de haber ganado la batalla se habría establecido un dominio mongol en amplios territorios de Oriente, y probablemente también en algunas regiones de Occidente, dando con ello una orientación muy diferente a nuestra civilización y a su evolución. En cualquier caso, ¡el mundo sería muy diferente! Pero la historia y los sucesos históricos no pueden dar marcha atrás.

Un cronista sólo debería anotar lo que realmente sucede. William de Roebruk enriqueció sus apuntes con todos los sentimientos que lo asaltaban, describe sus deseos, sus disgustos y temores, y no deja de anotar sus propias debilidades. Visto así, el fraile fue un autor deficiente y un hermano más bien licencioso de san Francisco… como muchos que no pasan por esta vida sin defectos. Amó y fue amado.

Una vez acabada su crónica, se pierde su rastro. Persistieron algún tiempo los rumores según los cuales había retornado a Jerusalén para hacerse cargo de la taberna "El último clavo". No es de suponer que se haya retirado tras los muros de un convento.

Roma, a 20 de marzo de 2004

Peter Berling