DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
No sé si los mongoles tenían ojos para apreciar la dulzura del paisaje en el que Kitbogha hizo montar el campamento. El comandante supremo tenía, sin duda, otras preocupaciones. Se iba a enfrentar a un enemigo cuyas fuerzas desconocía, sabía poco de los planes estratégicos de su adversario Baibars, ni siquiera sabía muy bien dónde se encontraba. Cuando me topé aquella mañana con el ejército de los mongoles, tuve la impresión de que se había agolpado en la orilla del lago de Tiberíades como si unos a otros tuvieran que prestarse confianza y protección. No tocaron la pequeña pero bien fortificada ciudad de Tiberíades, contrariamente a sus costumbres: únicamente requisaron los frutos de sus huertos y sus campos, así como todos los rebaños que pudieron atrapar en el rico entorno de la localidad. En todas partes se veían fuegos en los que estaban se asaban carneros grasos y vacas, se veía gente cocinando, friendo alimentos, como si se tratara de llenarse una vez más la barriga antes de… ¿antes de qué?
Nadie habría dicho, por su comportamiento, que estaban a la espera del enemigo. Menos aun que estuviesen dispuestos a ir al encuentro de los mamelucos y obligarlos a luchar. No obstante, esperaban algo, intranquilos y preocupados, por mucho que intentaran ocultarlo. Lo mismo me sucedía a mí, aunque no tenía ni la mínima idea de lo que me esperaba. Estaba a punto de dirigirme a la tienda de Kitbogha para presentar mis respetos al comandante supremo cuando se produjo el suceso…
Procedente del norte, algo con lo que yo no había contado porque creía que el ejército ya se había reunido en su totalidad, acudía el general Sundchak con sus tropas victoriosas y cargadas del botín conseguido en Sidón. El campamento entero estalló en júbilo, aunque a mí esos guerreros sólo me causaban repugnancia al pensar cómo habrían destrozado la ciudad conquistada, ¡cuanta sangre habrían derramado! Pero no tuve mucho tiempo para indignarme al ver a ese matarife Sundchak, pues con él llegó también un carruaje que, ya desde que lo atisbé de lejos, me provocó un temblor. Un gigantesco carro de aspecto cruel y oscuro, misterioso, se acercaba renqueando. Llevaba encima una estructura alta y encima de ésta una jaula dorada…
Entonces reconocí a la persona agachada, una mujer joven sentada en el trono: ¡Yeza! En sus rodillas sostenía a un muerto. ¡Su amante muerto! Sentí pánico,salí corriendo. ¿Roç Trencavel muerto? Me pareció que algo me tiraba del corazón, ¡algo quería arrancármelo del pecho! Giré repetidamente la vista hacia atrás, hacia esa estructura dorada y mortal que sobrepasaba en altura las yurtas, y que parecía perseguirme, tropecé con mis propios pies y caí con la cara en el barro. Finalmente me refugié, casi a gatas, en la tienda del comandante supremo, me senté quieto en un rincón, temblaba con todo el cuerpo… ¡y no podía llorar!
El general Sundchak fue el primero en entrar triunfante por la abertura de la tienda. Ofreció a su superior el relato de la misión cumplida contra la ciudad de los templarios. Kitbogha no movió ni un músculo de su rostro. Sundchak no esperaba otra cosa. Pidió con toda hipocresía a su superior que saliera fuera de la tienda, ante la cual se oían gritos excitados, no precisamente de entusiasmo. Allí se había detenido el alto carruaje tirado por dos pares de caballos. Kitbogha no obedeció la petición. Ni siquiera se dignó dar una respuesta a su general, sólo ordenó a algunos de sus oficiales subordinados que salieran. Yo los seguí, aturdido.
Yeza estaba abandonando, sola y sin ayuda, la jaula de oro que se alzaba sobre la pirámide de madera. Bajó con la compostura de una reina, de una diosa guerrera, altiva e imperturbable. Antes de descender había depositado el cuerpo del muerto sobre el amplio asiento del trono. Ahí quedaba el Trencavel, muy por encima de su pueblo, al que nunca había podido gobernar como rey. Muchos miraban hacia arriba, con devoción, algunos con lágrimas en los ojos. Se hizo el silencio cuando Yeza, sin fijarse en Sundchak, pisó la tienda de su viejo amigo y protector Kitbogha. El anciano se había levantado de su asiento y los dos se abrazaron largo tiempo. No sabría decir si pronunciaron palabra alguna.
Inmediatamente fueron enviados los guardias para regresar con el Bretón, aún encadenado. Kitbogha ordenó con tono áspero y cortante a su general que retirara las cadenas al prisionero.
—¡Hasta que sea condenado, sigue siendo el embajador del rey de Francia! —aleccionó a un Sundchak enrojecido de rabia que se resistía a obedecer la orden. Los guardias que habían regresado se hicieron cargo de ello, pero obligaron a Yves a arrodillarse ante Kitbogha. Este miró con aire interrogador a Yeza. La reina miró durante largo rato y muy pensativa al Bretón, antes de dirigirse no solamente a él, sino a todos los que estaban en la tienda.
—Ha sucedido lo que tenía que suceder —dijo en voz baja, para proseguir después con entonación clara—. Los reyes son instituidos por Dios, no por la mano del hombre. ¡Tampoco por aquellos que se creen soberanos del mundo ni por el poder de una orden secreta!
Sundchak resopló audiblemente, veía que se le escapaban sus triunfos, al menos la posibilidad de arrancarle la piel en vivo al Bretón. Pero también Kitbogha reaccionó con desagrado.
—¡Ha sido su mano la que mató a Roç Trencavel! —protestó.
—Es cierto —replicó Yeza con voluntad de hierro—. El señor Yves es la muerte. Tendrá que vivir sabiéndolo —y obligó a Kitbogha a sostener la mirada de sus ojos verdigrises, hasta que el anciano cedió y se apartó de Yves—. No soy quién para regalaros la vida. Únicamente procuraré que nadie os la quite —añadió Yeza acercándose al Bretón arrodillado, pero sin tenderle la mano—. ¡Levantaos, señor Yves, sois hombre libre!
Pero el Bretón no se movió del sitio y respondió con voz seca:
—Dadme la libertad de seguir aquí arrodillado, hasta que sepa por vuestra boca que habéis elegido la vida…
Los ojos de Yeza se oscurecieron, quiso revolverse indignada, pero supo dominar su enfado.
—¡Podéis estar arrodillado el tiempo que queráis! —dijo, como sin darle importancia—. Nadie me obligará jamás a nada, vos tampoco —y se acercó con una sonrisa fría a Kitbogha—. He decidido poner fin a mi vida.
Estas palabras duras causaron un fuerte impacto en todos los reunidos. Con el rostro rígido como una piedra, el anciano comandante ordenó a todos los asistentes que abandonaran la tienda, también Sundchak y demás subordinados. A mí también me querían hacer marchar, pero al final me dejaron, aunque nadie habló en mi favor, tal vez porque les puse delante mi cruz de madera, firmemente agarrada.
Introdujeron al Trencavel en una camilla. Lo habían tapado hasta el mentón con un paño negro, de modo que no se veía la herida ni la sangre. Sólo se veía el rostro palidísimo de mi héroe. Colocaron el cuerpo en el centro de la estancia sobre unos soportes, justo delante de Yves, que seguía arrodillado. Me acerqué y junté las manos para rezar.
Requiem cetemam dona eis Domine:
et lux perpetua luceat eis.
Yeza arrugó la frente, pero no interrumpí la oración.
Te decet hymnus Deus in Sion,
et tibi reddetur votum in Jerusalem:
También Yves movía los labios. Sólo ella permaneció quieta, mirando el rostro de su amado.
Exaudi orationem meam,
ad te omnis caro veniet.
Bajé la voz, para no perturbar su actitud devota.
Requiem ceternam dona eis Domine:
Pensativa, pero con una expresión triunfante y decidida, Yeza se apartó de la camilla.
Et lux perpetua luceat eis
… susurré el final del responso. Esta vez luché con las lágrimas que pugnaban por asomar a mis ojos.
Estábamos solos, hasta los guardias se habían retirado. Sentía la obligación de hablar con mi pequeña princesa, de hacerla desistir de su deseo de morir, pero no me llegaban las palabras adecuadas.
—¡Nadie te hace reproches, nadie te culpa! —tartamudeé con torpeza—. Tampoco tienes por qué pagar por esa desgracia… —añadí, desesperando ya de mi capacidad de convicción.
Yeza me regaló una de esas miradas ante las cuales nunca supe si no me tenía por totalmente cuerdo o sentía lástima de mí. También Kitbogha, profundamente conmovido, entonó la misma letanía.
—Un paso como éste —intentó hacerle comprender con gesto bondadoso—, no devuelve la vida al muerto, sino que dobla la pérdida y mutiplica por mil el dolor que sentimos…
El anciano miraba implorante a Yeza.
—¡No despojéis al pueblo mongol de vuestra real persona también! —rogó con insistencia—. ¡Ahorradnos ese cruel e innecesario sacrificio!
Yeza se situó detrás de la camilla de Roç, haciéndome con suavidad a un lado, pues yo volvía a rezar.
—Todos somos culpables, pero no es ese pensamiento el que me pesa y determina mi proceder. Roç Trencavel y yo hemos crecido como los hijos elegidos del Santo Grial. Desde la más temprana juventud se nos ha criado como pareja real, y así hemos vivido los años que nos han sido dados, una vida que pudimos vivir, que debimos vivir, y que ahora toca a su fin. Este fin es diferente del que vos, Kitbogha, habéis esperado para vuestro pueblo, diferente del que vos, Yves, habíais soñado según disponía el poder que os respalda.
Yeza hablaba con seguridad y suficiente lentitud como para que todos pudiéramos seguir la evolución de sus pensamientos.
—La pérdida que se ha producido de mi señor y amado, mi esposo y hermano, representa el término de esta vida, de la que he formado parte, y que ha sido única en esta tierra…
Yeza miró a su alrededor, su mirada también me rozó a mí y sentí que se dirigía a mi persona.
—¿Acaso os podéis imaginar que yo me una a otro hombre, o que acabe mi vida como viuda encanecida, que siga luchando sola…? ¿Para conseguir qué? Ya he conseguido todo, éstos son mis mejores años y por eso me marcho ahora.
La reina se inclinó ante su audiencia.
—Dejadme sola con mi amado.
Me encontré junto al anciano Kitbogha y al Bretón delante de la tienda. No sabíamos qué hacer. La decisión de Yeza nos había sorprendido, nos superaba. Los guardias y los suboficiales, y detrás una multitud inmensa de simples guerreros, nos rodeaba, a nosotros y la tienda, a respetuosa distancia.
—¡No podemos consentir que nos deje sin más! —me puse a lloriquear—. ¡Ella sabe cuánto la queremos y la adoramos todos!
Yves hizo como que no me oía y se dirigió al comandante supremo.
—Lo único que se me ocurre decir es que la princesa no se dejará convencer.
El anciano asintió con el rostro surcado por profundas arrugas. Eso sucedía justo en el momento en que llegaba el derviche Jalal al-Sufí con la caravana que transportaba el kilim. La coincidencia me pareció insólita. También el Bretón pareció desagradablemente sorprendido y afectado por la reaparición inesperada de la maldita o, al menos, embrujada alfombra. Kitbogha pareció el único en no sentir nada especial cuando el pesado rollo era trasladado por los camellos al centro de nuestro círculo, y depositado en tierra sin más.
—¿Qué significa esto? —ladró enfadado en dirección a los guardias que habían dejado paso al derviche.
—Es el regalo largamente esperado de Lulu —el Bretón había recuperado su sarcasmo—, el infeliz atabeg de Mosul, ¿os acordáis de él?
Kitbogha estaba confuso y a punto de hacer marchar de allí a la caravana, cuando llegó corriendo Baitschu. Esto provocó aún mayor confusión en su padre, pues el hijo hasta ese momento no se había atrevido a presentarse ante su progenitor. En lugar de abrazarlo, como esperaba el padre, el muchacho exclamó:
—¡La princesa os quiere hablar… y también a Jalal al-Sufí!
Seguimos a Baitschu a la tienda. Yeza estaba en el centro de ésta, parecía haberse enterado de la llegada del kilim.
—Sentaos —nos invitó, y la obedecimos. Nadie quería irritar a la princesa. Por el contrario, en algunos resurgió la esperanza de que al final todo podría alcanzar un buen fin.
—Hablemos de dignidad y rango —se dirigió la joven a Kitbogha—. Yo soy una princesa para los mongoles: como tal ¿equiparable a los miembros de su casa real?
Esta fue su primera pregunta, a la que el comandante supremo respondió afirmativamente.
—¡A los ojos de nuestro pueblo poseéis los mismos derechos que la ilustre familia de los gengisjánidas!
Yeza recibió esta respuesta con una sonrisa satisfecha, para mí extraña.
—¿Es verdad que para todos los descendientes de Gengis jan rige una misma e intocable ley —siguió preguntando sin vacilar—, que dice que ninguna mano de hombre puede darles la muerte, ni siquiera si cometen alta traición o cualquier otro crimen abominable?
—¡Así es! —exclamó Kitbogha sin pensarlo más, pues seguía sin sospechar hacia dónde les llevaría esa conversación.
Yo sí lo barruntaba y, en efecto, acabé por saberlo de su boca.
—¡De ahí que, en caso de ser culpables, les quiten la vida por medio de una alfombra, y los cascos de los caballos que cruzan a galope sobre esa alfombra son los causantes de la muerte del o de la culpable!
El anciano se quedó sin habla ante semejante propuesta. También Yves se había quedado rígido como una estatua. El único sin comprender la intención de Yeza era el derviche.
—"No sé adónde ir, ni qué hacer. Sentarme quieto a tu lado no me sirve de consuelo. ¡La vida sin ti me parece imposible!"
Jalal hablaba en voz baja y más para sí mismo, puesto que los demás tampoco parecían dispuestos a prestarle mucha atención.
—"¡Grito y ardo en ese grito… callo y ardo en ese silencio!"
Yeza dedicó una leve sonrisa al que declamaba aquellos versos, aunque en ese instante, pese a la profunda devoción que sentía por él, no estaba dispuesta a hacer más concesiones a Jalal al-Sufí.
—¿Estamos de acuerdo? —se dirigió con la misma sonrisa amable a su viejo amigo Kitbogha, que no pudo sino asentir.
—Quiero despedirme ahora mismo de vos —se dirigió después la princesa a Yves, cuyo rostro había adquirido, desde el momento en que se enteró de la decisión tomada, aspecto de máscara. Tuvo fuerzas para formular una respuesta.
—Os doy las gracias, Yeza, y os ruego las aceptéis también en nombre de Roç Trencavel, por haberme dejado vivir cerca de vos durante tanto tiempo y en tantos avatares —al Bretón no le resultaba fácil pronunciar esas palabras—, convirtiéndome de agresivo perseguidor en convencido defensor de vuestra causa, aunque en último término me haya pasado de mis competencias y haya fallado el objetivo…
El hombre luchaba por superar el nudo que se le había formado en la garganta.
—Perdonadme —pudo decir aún con mucho esfuerzo, y después apartó repentinamente el rostro.
También Yeza parecía conmovida.
—Nos veremos mañana por la mañana —se dirigió con brevedad a Kitbogha—. Cuento con vuestro brazo en mi último camino.
El viejo guerrero tragaba saliva, sobre todo cuando Yeza atrajo a Baitschu y lo besó primero en la frente y después en la boca.
—¡Tu padre tiene toda la razón en estar orgulloso de ti! —le dijo animosa al muchacho, que sollozaba.
La princesa le tendió un pañuelo.
—¡Sal a luchar en este mundo, pero no seas un héroe sordo y mudo, combate la estupidez y la ignorancia con inteligencia y valentía!
El muchacho se separó con brusquedad de sus brazos y salió corriendo de la tienda. Yeza lo estuvo mirando mientras se alejaba.
—¡No quiero que Baitschu asista a mi muerte! —exigió a Kitbogha—. ¡Llevad ahora al Trencavel a mi tienda, deseo pasar la noche en vela a su lado!
Parecía hablarse a sí misma. Luego añadió unas palabras que para sorpresa de todos sonaban alegres.
—¡Y traednos vino! ¡También pido que esté Rumi, Jalal al-Sufí me recitará los más bellos versos acerca de la dulzura del amor por el único Amado!
Me sentí excluido y Yeza debió de darse cuenta.
—Mi buen William —dijo—. Estoy segura de que cuando Roç y yo entremos en el Paraíso tú nos estarás esperando allí, sentado bajo el árbol de la ciencia del Bien y del Mal, ¡y unas huríes encantadoras te rodearán para hacerte olvidar todos los pecados!
Sonreía, pero a mí no me bastaba.
—Quiero acompañaros —dije haciendo acopio de valor —como siempre os he…
—¡William! —me interrumpió Yeza—. Ya estuviste presente cuando se inició la gran aventura. Mañana estarás cerca de mí cuando esa aventura toque a su fin, ¡cuando yo me eleve a una existencia mucho más importante!
Kitbogha volvió a llamar a los suboficiales, que sacaron sobre sus hombros al Trencavel. Yeza los siguió, sola, sin compañía, como había solicitado.
El Bretón dijo:
—Mañana por la mañana, antes de salir el sol, abandonaré el campamento y regresaré a París.
Kitbogha asintió.
—Os quiero pedir una cosa, amigo… —dudó un poco, hasta que estuvo seguro de la conformidad del Bretón—. Llevad con vos a Baitschu, llevadlo al país de los francos, para que se eduque allí…
El señor Yves se inclinó ante el viejo comandante supremo.
—Os lo quería proponer yo mismo, Kitbogha. Os aseguro que tendrá una educación como corresponde a un caballero, ¡como la princesa Yeza se lo deseaba!
Abandoné la tienda para pasar la noche fuera, a la orilla del lago, rezando. Pero la pasé llorando.
El sultán Qutuz había avanzado con el grueso del ejército de mamelucos, subido a marchas forzadas por el lecho seco del Belus y después por las montañas hasta Nazaret. Ya oscurecía cuando se encontró con su avanzadilla, por él destacada bajo el mando de Baibars. El emir le informó de que ya había explorado los terrenos adyacentes y que le parecían adecuados para librar allí una batalla. Se trataba de una llanura que los habitantes de la zona denominaban "Ain Dyalud", en cambio los cristianos la conocían bajo el nombre de "Charca de Goliat". A Baibars le habría gustado llevar al sultán aquella misma noche a inspeccionarla, para exponerle así su plan de batalla, pero el sultán estaba agotado y la inspección fue acordada para la madrugada siguiente, a la salida del sol.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
En el este se anunciaba la primera luz del día, bañada en sangre. Toda la caballería mongol esperaba, a punto, la cabalgada anunciada sobre la alfombra. La mayoría de los jinetes no se sentía bien ante la perspectiva, ya que Yeza gozaba de muchas simpatías en el ejército y también de respeto. Por eso el general Sundchak se había situado a la cabeza del primer millar de hombres que tenían la obligación de realizar con rapidez la pasada mortal. Eran sus gentes, jinetes en los que podía confiar, y que se habían reunido en formación de batalla. No lejos de los cascos nerviosos de sus monturas reposaba el kilim, adecuadamente doblado, pues en lugar de configurar un rollo, lo habían colocado con las puntas contrapuestas, dobladas hacia adentro. Parecía una gigantesca cometa, lista para emprender un vuelo destructor, con la cabeza triangular levantada y echando espumarajos, la cola batiendo excitada la arena… A ambos lados se acurrucaban centenares de ayudantes y caballos, cuya tarea era extender con la máxima rapidez la pesada alfombra, apenas la pareja real hubiese ocupado su lugar. Me llamó la atención la gran desigualdad del terreno previsto, donde se alternaban las pequeñas llanuras con colinas bajas, como si se hubiese buscado conscientemente desdibujar la posición de los cuerpos humanos. Me arrodillé junto al borde, a cierta distancia, para no caer bajo los cascos de los caballos. ¡Cuántas veces me había dicho a mí mismo que daría mi vida por "mis niños", que moriría con ellos como mártir y víctima celebrada!
Ahora, y nunca más, se me ofrecía la oportunidad de convertir en una realidad esas grandilocuentes palabras, y ¡he aquí que el fiel William aprecia su mísera vida como un perro que defiende el hueso que está royendo! Es cierto que no había pegado ojo en toda la noche y que había llorado amargamente, pero eran lágrimas de autocompasión: sentía con profundo dolor el terrible destino del pobre hermano William que, en cuanto le faltaran sus héroes, volvería a sumergirse en la más absoluta insignificancia, una insignificancia de la cual en su día lo habían sacado los "hijos del Grial"…
Ocho suboficiales aportaron la amplia camilla cubierta con un paño en la que descansaba, por última vez visible para todos, el cuerpo muerto del Trencavel. Dejaron ese cuerpo en el centro del campo previsto para el kilim, y después se retiraron hacia el lado frente al mío… Nos quedamos esperando a Yeza, que llegaría acompañada de Kitbogha…
Yves el Bretón y Baitschu cabalgaban uno junto al otro por las colinas, en dirección a Acre. A sus espaldas nacía la luz del sol. Baitschu arrojó una mirada interrogadora hacia atrás.
—Detengámonos un instante —le pidió al caballero—. Deberíamos rezar a Dios para que acoja sus almas benévolamente.
Baitschu descabalgó y el Bretón siguió su ejemplo. Todo su afán era no herir los sentimientos del muchacho.
Yves lo miró directamente a los ojos.
—Che Diaus aduja aquesto dona de grando couratge! —murmuró, empleando el idioma de origen de Yeza Esclarmunda para expresar su último saludo, mientras miraba reflexivo el horizonte..
Baitschu se había arrodillado.
—¡Deseo llegar a ser tan valiente como la princesa Yeza! —inició la oración que envió al cielo matutino.
El sultán Qutuz llevó el grueso del ejército mameluco, pasando de largo ante la Charca de Goliat, hacia las colinas de detrás, entre las que consiguió ocultar hábilmente a sus soldados. Ordenó a sus tropas que formaran un semicírculo invisible y apostó su tienda de mando en la colina alta del centro, oculta entre el follaje. La avanzadilla al mando de Baibars, en cambio, se situó en medio de la llanura, para atraer ya de lejos al enemigo y procurar que se acercara…
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
Por los pasillos entre las tiendas marchaba el viejo Kitbogha, con la espalda curvada, y a su lado, erguida, iba la princesa. Como si hubiese adivinado mi deseo más íntimo, Yeza no pisó enseguida el campo que tenía delante, donde la esperaba su amado Roç, sino que se dejó conducir por el anciano hasta la pequeña elevación en la que yo estaba arrodillado. No me concedió una mirada. Con gesto espontáneo, como una niña, abrazó al anciano comandante supremo de los mongoles. Me pareció que en una sola noche Kitbogha se había convertido en un viejísimo anciano, un hombre destrozado. Tenía que despedirse de lo que había sido la obra de su vida, aunque se tratara de un sueño del que se había enamorado. Yeza, desprendiéndose del abrazo, metió la mano por encima del hombro en su cabellera rubia… yo sabía lo que significaba ese gesto, pues allí escondía ella su puñal arrojadizo, el de los dos filos cortantes. Había querido asegurarse de que seguía allí. Nadie más que yo lo sabía. Después cruzó el campo, se acostó junto al cuerpo del Trencavel y lo abrazó. Era la señal convenida.
Arrastrado por la fuerza de centenares de puños musculosos y varios cuerpos de caballos, el kilim avanzó como un animal enorme. Aparté la vista, no quería guardar en la retina esa última imagen de mis seres queridos. Cuando volví a mirar, el campo ya estaba cubierto por la misteriosa superficie ornamental del kilim, y entre sus colores encendidos y sus símbolos extraños no fui capaz de identificar la pequeña elevación debajo de la cual…
El general ya había alzado la mano y mil jinetes cabalgaron en apretada formación sobre el kilim. Fueron los primeros en avanzar hacia la batalla decisiva de "Ain Dyalud"…