El Grial de los amantes

IMAGE Kitbogha, comandante supremo del ejército mongol, había esperado que llegaran sus aliados armenios y georgianos; después había pasado de largo ante Damasco y retirado de la poderosa guarnición de la ciudad a todos los hombres prescindibles, dejando únicamente ocupada la ciudadela. Dio un rodeo por el monte Hermon, dejó por el camino, sin tocar, las fortalezas de los "asesinos" y avanzó por Banyas hacia la orilla oriental del vado de San Jacobo. Allí fue donde lo alcanzaron los tres mensajeros del Trencavel, que lo tranquilizaron en cuanto al destino, hasta entonces incierto, de su hijo menor. Interrogados a fondo, se reveló que Yves el Bretón, con ayuda de los templarios de Sidón, había salvado a la princesa, atacada en Baalbek. De modo que Kitbogha podía albergar la esperanza de que, conquistada Sidón por su general Sundchak, éste tendría a ambos en sus manos. De todos modos, conociendo a su general, al que calificaba de perro de presa, el carácter obstinado del Bretón y la animosidad entre ambos, su tranquilidad tenía matices. Por si acaso dio orden de preparar el carro de altas ruedas con el doble trono, que el ejército arrastraba siempre para enaltecer a Roç Trencavel y a la princesa Yeza, si los alcanzaban. Se prometía un efecto positivo sobre sus tropas y su ánimo de lucha si conseguía que la pareja real los acompañara ostensiblemente. Al llegar al vado hizo avanzar por las aguas del Jordán en primer lugar el carro. La visión del trono y la buena noticia sobre la seguridad de Baitschu, su hijo predilecto, alegraron el corazón del anciano.

En la otra orilla, como se había acordado, debía producirse el encuentro con Sundchak, que bajaría al valle procedente de Sidón. Kitbogha decidió acampar allí y esperarlo. No hizo regresar a los tres mensajeros con el Trencavel, porque habiéndolos interrogado juzgó que éste no tardaría en llegar al campamento. Probablemente llegaría al mismo tiempo que el general.

La tropa de mongoles bajo el mando de Sundchak avanzaba lentamente con la pesada carga del botín conseguido en Sidón. Acababan de pasar el castillo de Toron cuando unos espías de sus patrullas avanzadas avisaron al general de que su comandante supremo estaba a punto de emprender el cruce del río Jordán por el vado de San Jacobo. Sundchak, que hasta ese momento había dado prisa a sus gentes, impuso, de momento, un descanso.

No sabía que entre él y Kitbogha se movía aún Roç Trencavel con su pequeño grupo. Sus patrulleros no los habían percibido. Al general, de todos modos, mucho no lo habría preocupado. Que esos extranjeros del "resto del mundo" llegaran a reinar en un imperio mongólico conquistado seguía siéndole repelente, y no comprendía que la idea fascinara a Kitbogha. En su opinión, el anciano ya no tenía la cabeza muy clara.

IMAGE Desde Sidón, Yeza tenía la sensación de que su cuerpo vivía bajo el agua. Flotaba sin sentir la gravedad. Tampoco sentía ira ni ansias de emerger de ese elemento tan transparente y claro como irreal. Todo había empezado en su torre con esa discusión tan horrible con Yves. El Bretón había defendido una idea totalmente absurda, que quería poner en práctica pero que había nacido en el desolado cerebro del "bondadoso" Kitbogha. Dado que los mongoles no se veían capaces de encontrar a Roç, pretendían encerrar a Yeza en un castillo lejano, no para castigarla, sino para conservarla, mantenerla a punto hasta el día de la coronación mística de la pareja real. Sabía muy bien quién había implantado ese concepto elitista en las cabezas dirigentes de los mongoles, que lo habían interpretado como voluntad de los dioses emanada como intuición de la propia cabeza del venerable Gengis jan. El "gran cielo azul" había intervenido directamente cuando Jazar iba a trasladarla al destierro en Schaha y los templarios la habían liberado de los brutales bandoleros. ¿Cómo era posible que el Bretón no reconociera esos signos y pretendiera hacer girar la rueda del destino hacia atrás? ¿Cómo había sido capaz de envenenar su comida y su bebida? Pero cuando Yeza se dio cuenta de que su estado físico no era el habitual, ya tenía la voluntad quebrada: no opuso resistencia. Yves habría podido acercársele como hombre y abusado de ella, pero no lo hizo. Se mantuvo alejado, como un monje, como un dominico fanático, y puso todo su empeño en mantenerla en ese estado de placidez mental, de pérdida de voluntad. Yeza vivía sumergida en un mundo cristalino de ensueños, se sentía rodeada de una luz blanca y clara en la que su mente seguía trabajando, pero sin rebelarse, sin un objetivo firme por lejano que fuese.

Tanto más se sorprendió cuando un día un caballero templario de cierta edad y muy delgado entró en su habitación. Recordaba su extraña voz ronca. El hombre no se presentó. Se limitó a decir que lo enviaba la venerable Marie de Saint-Clair, es decir la grande maîtresse en persona, para comunicar a Yeza Esclarmunda que el propósito del Bretón de trasladarla a Schaha no había sido aceptado, de modo que eso no debía preocuparla. Yeza recordaba que había querido preguntar al caballero qué sucedería con ella en lugar de ese traslado, pero le fue imposible formular la pregunta. A partir de entonces soportó las servidumbres del veneno que circulaba en sus venas con la mayor indiferencia. No se indignó cuando la trasladaron de noche a la nave, resistió la furiosa tormenta, las embestidas del oleaje y la brusquedad del encallamiento. Únicamente el leve balanceo de una barca de remos le provocó una agradable excitación. Se sabía rodeada de templarios aun después de haber abandonado el velero encallado. Se dio cuenta de que seguía escuchando la voz ronca y a la vez tranquilizadora del hombre enjuto, al que consideraba su verdadero protector. Admitió de buen grado ser trasladada en su palanquín desde la orilla del mar hacia la cordillera que se elevaba al fondo, allá en el horizonte.

Para Yves y los caballeros de la orden que acompañaban el palanquín, esa marcha por el desierto fue una empresa poco agradable. Habían colgado la caja de viaje entre dos caballos, que por lo tanto les faltaban como montura. Así, dos caballeros montaban un solo caballo, y de todos modos la mayoría avanzaba a pie. Apenas alcanzaron la primera hilera de colinas, arboladas vieron que por el sur se acercaba, del pie del Monte Carmelo, una numerosa tropa de jinetes armados. Era la avanzadilla del ejército de mamelucos, que había aceptado con extraordinaria rapidez el ofrecimiento del gobierno de Acre y atravesaba ahora las tierras de los francos. Normalmente, y gracias a sus buenas relaciones con El Cairo, los caballeros templarios poco tenían que temer de un encuentro con las tropas del sultán. Pero el hecho de transportar a la princesa Yeza hizo que Yves insistiera en que sus compañeros se mantuvieran ocultos. Se acurrucaron en la maleza con la esperanza de que los jinetes no se desparramaran por los alrededores y los descubrieran. La avanzadilla, sin embargo, se mantuvo muy cerca de la costa y no pareció querer desviarse de su ruta directa hacia Acre.

Yves aprovechó el descanso y permitió a Yeza bajar del palanquín, y hasta le dio de beber de su propia bota de cuero. Los caballeros, de los que sólo el individuo delgado sabía que, con cada trago que tomaba del kis, Yeza ingería un poco más del mismo veneno que la hacía parecer tan obediente, tan indiferente, observaron con devoción su delicada figura. Muchos sintieron compasión por esa mujer tan joven y pálida que al parecer estaba enferma, pero que con tanta valentía soportaba su dolencia. El Bretón extendió con cuidado una manta en la que Yeza se acostó para caer en una rigidez cercana a la muerte.

Yves estaba a punto de recogerla en sus brazos y depositarla con toda delicadeza de nuevo en el palanquín cuando de entre las colinas salió una caravana de camellos que pronto descubrió a los acampados. El Bretón se sobrecogió: el magro derviche que cabalgaba el primer animal era Jalal al-Sufí, a quien Yves ya había visto en Palmira, uno de los más devotos admiradores de la princesa y que en aquel entonces se había indignado cuando Yves se llevó a su reina. Con un leve grito de espanto, el pequeño derviche se deslizó de su animal y puso los pies en tierra.

—"¡Amado mío —exclamó, y quiso arrojarse sobre Yeza, que yacía en el suelo—. ¿Te la has llevado contigo?"

Yves le impidió que se echara en tierra junto a Yeza.

—La princesa no está muerta —quiso tranquilizar al excitado Jalal—, ¡la princesa únicamente disfruta de un sueño reparador!

Con estas palabras, el Bretón devolvió al derviche a su caravana.

—¿Qué transportáis ahí? —preguntó, mirando sorprendido el enorme rollo, y de repente sintió que lo inundaba una sospecha—. ¿No será el kilim?

Jalal al-Sufí asintió con la cabeza y sonrió afanoso.

—Mis amigos —dijo señalando a los beduinos que lo acompañaban —lo han encontrado junto a Baalbek, ¡tirado por ahí y manchado de sangre! Oyeron decir a la gente que era un regalo para el il-jan de los mongoles…

Yves miró con severidad el rostro alegre del pequeño derviche.

—¿Y no os dijeron también que en esa alfombra habitan miles de dyinn malignos y que trae mala suerte?

Estas palabras hicieron reír al derviche.

—Por eso se lo llevamos a los mongoles, ¡para que esos invasores descreídos de nuestro país sientan en su carne la maldición de los espíritus!

El Bretón no sabía si debía creer también en los poderes mágicos de la alfombra, o decidir que todas esas habladurías no eran más que baratas supersticiones. Amenazó al derviche con el índice:

—¡Procurad adelantaros antes de que la princesa despierte! Prefiero ahorrarle esa visión…

Jalal al-Sufí, ofendido, volvió a montar su camello y la caravana se puso en marcha. Apenas hubo desaparecido, los templarios insistieron en proseguir también su viaje.

Depositaron otra vez a la princesa, dormida y como muerta, entre los almohadones de su palanquín, y el grupo emprendió de nuevo el dificultoso camino a través de las montañas hacia el castillo templario de Safed, que vigila el valle del Jordán a la altura del vado de San Jacobo.

IMAGE Los mamelucos condujeron su gigantesco ejército a marcha rápida por las dunas de la bahía de Haifa, hasta la ciudad de Acre. Así se encontraban a la misma altura que los mongoles, de quienes los enemigos creían que una vez cruzado el río Jordán, se dirigirían hacia el lago Tiberíades. Pero los únicos que se enterarían a tiempo de este recorrido serían los mamelucos, que, dado lo avanzado de sus posiciones, nada tenían que temer: gracias a su flota mantenían comunicación constante por mar abierto y tenían Acre a sus espaldas, una ciudad que no les era enemiga. Los mongoles, en cambio, tenían todas las comunicaciones cortadas, y sus patrullas no habían podido saber dónde estaba el enemigo.

La avanzadilla del ejército egipcio bajo el mando del emir Baibars había preparado el campamento para el grueso principal, al mando personal del sultán Qutuz, delante de las murallas de Acre, entre los frutales. El baile de la reina, de acuerdo con los grandes maestres de las órdenes militares, invitó a Baibars y a su séquito, como huéspedes de honor, a visitar la ciudad. No los acompañaron a dar una vuelta, sino que les ofrecieron un banquete. Pero a un dirigente militar capacitado como Baibars unas pocas impresiones le bastaron para hacerse una idea del estado de las fortificaciones y de su guarnición. Cuando los emires mamelucos regresaron a su campamento en las afueras, el sultán había llegado. Baibars acudió a saludarlo y lo informó con detalle de la situación de la ciudad y de las posibilidades de defenderla, que él mismo juzgaba escasas. En tono confidencial informó a Qutuz de que para los mamelucos no sería un problema superar las murallas, si se decidía emprender un ataque por sorpresa. El sultán rechazó con aspereza tal pretensión, y no tanto por la falta de honradez que suponía sino porque romper de ese modo la palabra dada pondría en pie de guerra a los barones cristianos y a los caballeros de las órdenes militares, que se verían obligados a aliarse con los mongoles. Mientras este enemigo estuviese con su fuerza intacta, una alianza de este tipo, que Egipto había sido capaz de evitar hasta entonces, supondría multiplicar el peligro para el ejército mameluco, alejado del propio territorio y los abastecimientos. Contrariamente a los mongoles, los estados y las órdenes de los cruzados, como las repúblicas marítimas italianas, disponían de flotas considerables, expertas en el combate, que repetidamente habían demostrado a los egipcios su superioridad y su posición preponderante en todo el Mediterráneo. También en tierra, donde tendría lugar la batalla principal, los francos conocían el terreno y podían apoyarse en sus poderosas fortalezas. Baibars, desilusionado, se tragó el enfado, aunque supo que no olvidaría la reprimenda.

Como si los señores de la ciudad hubiesen olido esas reflexiones tan peligrosas para su poder, redujeron en los próximos días la asistencia de visitantes a sus mercados, de modo que nunca hubiera entre sus murallas un número considerable de forasteros. Cuando Qutuz se enteró de ello ordenó a Baibars que se entrevistara una vez más con el baile Godofredo de Sargines, para afirmar que el sultán estaba muy contento de la cooperación hasta la fecha y deseaba agradecerla ofreciendo a los francos la totalidad de los caballos conquistados a precios módicos.

El sultán Qutuz ya había dado órdenes a las patrullas al mando de Baibars de que se mantuvieran listas para salir, cuando unos espías avisaron de que, una vez cruzado el vado de San Jacobo, el ejército mongol se había detenido. La noticia intranquilizó muchísimo a los mamelucos. Baibars insistió en que deberían avanzar sobre Nazaret a marcha forzada y de noche. Todavía lo estaban pensando cuando llegó una nueva noticia: Kitbogha había levantado campamento y se trasladaba, dejando a un lado los Cuernos de Hattin, en dirección a la ciudad de Tiberíades, junto al lago del mismo nombre.

En efecto, el comandante supremo del ejército mongol había decidido que no esperaría más la llegada de Sundchak. Le había enviado mensajeros para que dirigiera sus tropas a la misma ciudad y las reuniera allí con el grueso del ejército. Al oír estas noticias, el sultán ordenó la marcha a la avanzadilla y siguió él mismo con el resto a la mañana siguiente.

Así fue como Yeza, escoltada por Yves y los templarios en su dificultoso recorrido por el interior del país hacia Safed, se encontró entre dos frentes. Lo mismo le sucedía a Roç y su pequeño grupo, que además no sospechaba tener detrás, y muy cerca, al general Sundchak.

IMAGE Roç Trencavel fue asaltado por una extraña intranquilidad no bien divisó al ejército mongol que se desplazaba hacia el sur. Estaba claro que no era una simple patrulla de exploración o de castigo, sino del grueso del ejército, lo cual sólo podía obedecer a una decisión de mucho peso: el objetivo sólo podría ser Jerusalén u otra localidad de importancia similar. ¿Qué habría movido a Kitbogha a dar ese paso después habiéndose dado por satisfecho, durante semanas, con la ciudad de Damasco? Roç no tenía ganas de darse prisa para llegar a un encuentro, aunque comprendía que lo que intentaba era esquivar la realidad. O bien encontraba a Yeza con los mongoles… Lo deseaba, aunque también lo temía. Esa reunión de la pareja real que tanta gente deseaba y muchas otras fuerzas intentaban impedir significaría sellar su destino, porque los mongoles no les permitirían volverse a alejar. Estarían sometidos por las buenas o las malas a cuanto los mongoles dispusieran; los sentarían en un trono, cosa que a Roç le parecía cada vez más temible, como si alguien fuera a encender el fuego del infierno bajo su asiento, o como si el halo frío de la muerte los abrazara, a él y a Yeza.

Según su estado de ánimo intranquilo, Roç quería mantener abierta la posibilidad de encontrarse con Yeza, o no. Mientras pudiera seguir adelante sin ser reconocido, podía jugar mentalmente con la idea de que su princesa estaba en manos de los templarios, y en las suyas estaba liberarla y presentarse como un héroe flamante, abrazarla como amante, encontrar la felicidad a su lado… ¡Cualquier cosa con tal de no decidirse! Claro que amaba a Yeza, y por encima de todo en este mundo. Pero la gran aventura duraría, le parecía, sólo si evitaba aliarse, decidirse por una u otra vía, si no se hacía cargo de responsabilidad alguna y no permitía que el amor todopoderoso gobernara su alma…

Sus tres occitanos, que cabalgaban juntos a la cabeza de la comitiva, habían olvidado ya la pérdida de sus mujeres, como él esperaba de ellos, y por eso eran tal vez los mejores compañeros para una persona como él. El amor viene, el amor se va.

Roç dejó a Baitschu, que todo el tiempo había cabalgado con orgullo a su lado, al cuidado de la escolta mongol que los seguía. El muchacho lo tuvo que aceptar. El Trencavel se adelantó entonces hasta la altura de Terèz, Guy y Pons. Nadie le instaba a reunirse con Kitbogha, ni siquiera le preguntaban por sus planes. Lo respetaban como cabecilla, no esperaban nada y estaban dispuestos a todo.

Yves el Bretón quiso imponer un último descanso cuando el anciano y delgado templario que no quería revelar su nombre le hizo saber que pronto alcanzarían el objetivo de su penosa marcha: Safed, el castillo de la orden militar sobre el lago Tiberíades, puesto allí para vigilar el vado del río Jordán. La tropa de caballeros con el palanquín se acercaba, procedente de la bahía entre Acre y Haifa, a través de las colinas que ocultaban la vista sobre el amplio valle del Jordán. El camino que estaban a punto de tomar, a cuyo término encontrarían Safed, seguía a modo de garganta el cauce de un riachuelo que llevaba agua sólo en invierno.

El gran prior había esperado que, avisándoles de la próxima llegada, pondrían todas sus fuerzas para alcanzar de un tirón el objetivo. Pero Yves aprovechó el descanso como última oportunidad para retrasarlo. En cuanto estuvieran al amparo del castillo, habría de someterse al dictado de la orden, cuyos objetivos jamás responderían a lo que era su responsabilidad. Le sustraería el cuidado de Yeza, se interpondría entre él y la princesa. Ese descanso era su última ocasión de estar al mando de la situación. Hizo sacar a Yeza, que oscilaba entre el sueño y el desmayo, del palanquín y la depositó sobre una manta. Aún duraba el efecto de las gotas: de momento, no tendría que hacerle ingerir más tragos de "tisana".

El viejo y enjuto templario, que a juicio de Yves sólo participaba en ese viaje por la presencia de Yeza y seguramente por encargo de la grande maîtresse, le hizo señas al Bretón para que se apartara con él.

—No tiene sentido, hermano Yves —graznó en voz baja, dándose a conocer como miembro de alto nivel de la hermandad secreta a la que pertenecía también el Bretón—, que os sigáis oponiendo a la decisión tomada y os empeñéis en recluir a la princesa en un lugar supuestamente seguro. No lo es cuando hasta los mongoles han desistido de ese propósito —discurso que Yves escuchó con oídos sordos. Con todo, renunció a oponerse de la manera que fuese—. No podemos "conservar" a la pareja real como si fuese una fruta perecedera que hay que guardar al frío —prosiguió el delgado templario—. El cumplimiento de su destino debe procurarse aquí y ahora…

Esta declaración llevó al Bretón a salir de su reserva, y lo hizo con enfado.

—En vista de la batalla que se va a producir, ¡eso puede significar su muerte!

El anciano lo miró sin la mínima traza de molestia.

—¡La muerte física de la pareja real tal vez sirva más a la idea de un amplio reinado de la paz, equilibrador de todos los conflictos, que un gobierno débil ejercido por unos seres que se sienten superados por su destino!

Esto dejó a Yves aturdido, y el viejo templario lo aprovechó para mostrarse un tanto más complaciente.

—El "gran proyecto" debería seguir, por motivos de legitimación, la línea de la sagrada sangre real, pero no es indispensable que así sea! —quiso atraerse la confianza del Bretón con una entonación baja, aunque seguía siendo ligeramente ronca—. Si la actual pareja real no tuviera descendencia, cabría imaginar la transferencia de la corona invisible como una herencia espiritual. El Santo Grial puede manifestarse en esta tierra bajo cualquier forma y en más de un ser humano…

Esa revelación casi conspirativa del anciano afectó desagradablemente a Yves. ¿Qué sabía él de los poderes de que estuviera investido ese templario tan extraño, qué sabía, en general, del "gran proyecto"? El Bretón intentó una respuesta, aunque sentía una profunda aversión por ese tipo de discusiones.

—Yo no sé quién ha decidido que yo ocupe el lugar en el que me encuentro ahora, no soy más que un hombre sencillo que ha aprendido a despachar sus tareas según le van surgiendo. No estoy dispuesto a arrojar por la borda a Roç y a Yeza, como viejos hierros herrumbrados…

Por un instante pareció emocionarse con sus propias palabras, cuyo sentido él mismo intentaba desentrañar. Fue entonces cuando vio el peligro para la vida de Yeza y para la suya propia: al viejo templario le costaría no más que un chasquido de los dedos hacerlos desaparecer de este mundo. El Bretón nunca se había permitido el miedo y sabía que la princesa, siempre que decidiera libremente, no vacilaría ante el último paso. Todo lo que consiguió el templario fue que el Bretón tuviera plena conciencia de su situación y su proceder. El Bretón estaba seguro de que jamás obedecería a otros por encima de la voluntad de la princesa. No estaba dispuesto a actuar como su carcelero. Apenas tuvieran a sus espaldas el castillo templario de Safed la dejaría decidir libremente adónde ir, como y cuando quisiera.

—Salgamos de aquí —le propuso al anciano templario—. No quiero que la princesa sepa lo que acabamos de hablar, pues podría significarle una pesada carga de conciencia.

Así pues, el Bretón y el templario regresaron a su lugar de acampada.

Ciertamente Yeza estaba desmayada en cuanto al uso de sus miembros, y no era capaz de mover los labios, ni siquiera los párpados. Pero no había perdido la conciencia. Se daba cuenta de la presencia de los mantos blancos de los templarios, a quienes, con sus pupilas abiertas, veía como si flotasen en un agua lechosa, como figuras desdibujadas, sin cuerpo, que la rodeaban preocupadas. Oía la voz ronca del anciano templario y su conversación con el Bretón. Hablaban de ella, aunque ella no podía intervenir, ni siquiera hacerse oír. Pretendían actuar en favor suyo y, con esa obsesión, disponían de ella como de un ser sin voluntad propia o, peor aún, de una mente enferma. La trataban como a una pobre y frágil idiota, ¡o como a una loca peligrosa e irresponsable!

Yeza estaba indignada con su impotencia y a la vez era prisionera de ella, hasta el punto de renunciar, como otra incontrolable consecuencia del veneno, a mantenerse despierta, a seguir teniendo vivencias: se dejó caer nuevamente en una rigidez apática, como la muerte…

El Trencavel no fue el primero en ver al grupo de templarios detenido abajo, en el valle: el primero fue Guy de Muret, quien, más desconfiado que sus compañeros, estaba constantemente alerta ante cualquier peligro. Pero Roç vio enseguida el palanquín y la oscura silueta del Bretón arrodillado entre los mantos blancos junto a una figura acostada, mientras los templarios rodeaban al pequeño grupo. ¡Supo enseguida que era Yeza, y sintió que el corazón le subía al cuello! Clavó las espuelas en su montura y descendió la ladera antes de que los occitanos se diesen cuenta de lo que pasaba. De todos modos, lo siguieron ciegamente. Bajaron en alocada carrera por la escarpada pendiente, Roç el más rápido. Su mente trabajaba febrilmente: ¡Yeza estaba muerta! Asesinada o fallecida por culpa de alguien, no podía ser de otro modo. Mientras cabalgaba, sacó la espada de su vaina.

—¡Asesinos! —gritó con voz exasperada—. ¡Pandilla de locos asesinos, cobardes!

Su caballo tropezó, casi lo arroja a tierra, a los pies de los caballeros, que lo miraban consternados. Sólo el mayor, el enjuto templario, se repuso a tiempo.

—¡Os equivocáis! —gruñó con su voz ronca, y sujetó las riendas del caballo. Pero Roç ya no detuvo su impulso, golpeó al viejo que quería ayudarlo entre el hombro y el cuello, derribándolo. Cayó muerto sin quejarse, mientras Roç dirigía su espada a los próximos templarios, formados en barrera en torno a Yeza, que yacía en tierra. Ahora llegaron también los tres occitanos. Los caballeros quisieron vengar en ellos la muerte del anciano, una muerte irresponsable pero que podía interpretarse como intencionada. No bien comprendió que no podía separar a los combatientes, Yves se retiró. Se limitó a defender a su protegida. Se colocó delante de ella con las piernas separadas y la gigantesca espada clavada en el suelo, como un arcángel que defiende la puerta de entrada al Paraíso. Pero a él precisamente buscaban los ojos encendidos de odio y venganza del Trencavel. Yeza veía a Roç, su amado, su héroe insensato. Lo veía como lo vería una ahogada a través de la capa de hielo, gruesa y transparente, de un lago helado. No podía mover una pestaña para impedir el malentendido. Ya no se oían palabras, sólo los golpes de espada contra espada, el siseo de los aceros resonaba en sus oídos.

El pequeño gordinflón Pons gritó:

—¡Por Yeza Esclarmunda! —y arremetió contra los templarios. El alegre conde de Tarascón murió con el nombre de su ama y señora en los labios. Guy de Muret no pudo evitar el golpe mortal que acabó con su vida, aunque su espada cortó limpiamente el brazo al templario que tenía delante. Guy miró demasiado tiempo la imagen de la espada clavada en el corazón de su amigo, el mango aún sujeto por la mano del templario, de modo que quedó indefenso y un filo le alcanzó el hombro. Se revolvió como un loco, golpeó sobre el yelmo del atacante, le clavó el hierro en el bajo vientre a otro antes de que un tercero lo alcanzara con su lanza. El Trencavel, que entre golpe y golpe sólo tenía ojos para Yves, quien le impedía fijar la vista en Yeza, no vio llegar a un atacante, pero Terèz acudió en su ayuda y clavó al templario la punta de su espada entre arnés y escarcela; otro aprovechó el momento y dio al conde de Foix en las corvas. Terèz cayó hacia adelante, el caballero quiso alcanzarlo en la nuca, cuando una flecha se le clavó en el pecho, y se derrumbó sobre su víctima. Roç, que hacía girar su espada en redondo, miró brevemente hacia Baitschu. El círculo de hierro de su escolta no se abría, aunque los mongoles empezaban a intervenir con arcos y flechas en el combate, pues cada vez más caballeros intentaban extraerse algún que otro de esos pérfidos proyectiles que se les habían clavado en la carne. Los templarios se dirigieron de inmediato hacia el nuevo enemigo. Roç aprovechó el hueco para plantarse frente a la ancha espada del Bretón. Yves retiró su arma, que no quiso levantar contra el Trencavel. La mirada de Roç había caído sobre el rostro palidísimo de Yeza. Vio sus ojos ampliamente abiertos, esos ojos que siempre le habían parecido dos estrellas, y quiso que lo vieran por última vez.

—¡Preparaos, Bretón! —jadeó, mientras el otro retrocedía, a la vez que levantaba, más como una defensa, el amplio filo de su arma contra Roç.

—¡Cuidado con lo que hacéis, Trencavel!

Lleno de odio y sin pensarlo más, Roç hizo un movimiento ágil y se metió por debajo del afilado acero, a la vez que dirigía su propia espada contra el vientre del Bretón. Yves levantó en ademán protector una de sus rodillas, Roç le rozó con el filo de su espada la mano, y la pesada espada del Bretón se dirigió sin remedio contra el cuello del atacante.

—¡Está viva! —le gritó Yves, gimiendo de dolor, pues se veía incapaz de retener el arma. Yeza se dio cuenta, aunque sin sentimiento profundo, de que Roç hundía más y más la cabeza hacia el filo cortante, y mientras ella le dedicaba un beso de despedida, él mismo conseguía que la espada le cortara el hilo de la vida. Su cabeza cayó hacia un lado, su sangre se derramó sobre Yeza, mientras todo su cuerpo caía sobre ella. Yves había dejado caer el arma, intentó recoger al herido, pero éste se le escapaba de las manos. Con un grito agudo, Baitschu se deshizo de sus cuidadores, se deslizó entre las piernas de los templarios atacantes y levantó su puñal con gesto obstinado contra Yves.

—¿Por qué lo has matado? —lloraba Baitschu cuando los brazos sangrantes del Bretón ya lo abrazaban y lo apretaban contra su pecho: uno de los templarios corría detrás del muchacho, dispuesto a quitarle también a él la vida.

Acabaron con la escolta mongol, pero los cadáveres de más de la mitad de los templarios cubrían el campo de batalla…

La mirada de Yves sobrevoló el paisaje, se perdió entre las colinas. Veía acercarse el carro, el mismo carruaje de ruedas altas con el que ya se había encontrado una vez cuando en su día se unió al ejército de los mongoles. El vehículo se balanceaba y sobre una estructura superpuesta llevaba, como entonces, un doble trono dorado, rodeado de una especie de jaula, que servía al mismo tiempo de protección y de cárcel. El lujoso carruaje tirado por dos parejas de caballos venía en busca de la pareja real…

IMAGEYeza despertó, y enseguida volvió a cerrar los ojos. De una sola mirada se había dado cuenta de que las salvajes imágenes que la habían impresionado como en sueños eran realidad: a su lado yacía Roç Trencavel cubierto de sangre, ni un hálito de vida quedaba en él. Palpó su cabello, las yemas de sus dedos acariciaron su rostro, rozaron sus labios. Yeza dio gracias a Dios por el favor que le hacía de tenerle a su lado, de poder cerrar los ojos e imaginarse por última vez que despertaría al lado del amado dormido…

El despertar fue frío, la crueldad de la situación ya no la afectaba. No sintió dolor, más bien un alivio insospechado del que no se avergonzaba. Todas las dudas, todas las esperanzas y los temores habían desaparecido, ¡la habían abandonado! Ya no valía la pena vivir, si había de ser en un vacío, lo veía tan claro como una luz enceguecedora, no agradable y suave sino como una promesa arrolladora de que tras esos miles de soles que la envolvían su alma entraría en el Paraíso…

Los soldados mongoles del general Sundchak rodeaban en densas filas a la princesa. Yeza se incorporó. Ninguno de los caballeros templarios había sobrevivido a la llegada de las tropas, hubo una auténtica matanza. Únicamente se había salvado Yves, que por órdenes de Sundchak había sido hecho prisionero y encadenado. Baitschu se había estado agarrando, desesperado, al Bretón, pero lo habían arrancado de allí y lo habían metido en el palanquín. Había llegado también el carruaje del trono dorado. Yeza fue conducida con mucho cuidado por una escalera hacia la plataforma superior, y allí tomó asiento, tiesa como una muñeca. Desde arriba observaba con mirada inexpresiva lo que sucedía a sus pies. El cuerpo de Roç, envuelto en una manta sanguinolenta, pasó por las manos de varios guerreros que formaban una cadena y fue elevado a su altura. Yeza levantó el paño que cubría su rostro y acogió la cabeza de su amado sobre sus rodillas. Después ordenó con toda la autoridad que emanaba de su persona que no cerraran la jaula. Sundchak no quería perder más tiempo, de modo que hizo encadenar al Bretón a la parte trasera del carruaje, para que tuviera que seguirlo como un pobre delincuente. Después dio la señal de partir, y en secreto rechinó los dientes cuando se imaginó la cara de Kitbogha cuando pusiera a sus pies a su adorada pareja real. ¡Sería un golpe maestro asestado en pleno corazón de su superior!

También Yeza pensaba en Kitbogha, en el dolor que le causaría. El único consuelo que tendría el viejo cascarrabias sería el de abrazar de nuevo a su hijo Baitschu. Yeza pensó en Yves. Fuera lo que fuera lo sucedido, no tenía sentido hacer pagar al Bretón con su sangre, como, lleno de contento, se figuraba Sundchak y como lo hacía saber a todo el mundo. Yeza decidió, ahora que el sueño se había deshecho, aprovechar el tiempo que le quedaba para actuar como una reina poderosa, de voluntad fuerte, que decide sobre la vida y la muerte.

De modo que el carruaje con el trono dorado rodó por el país, pasó de largo ante los Cuernos de Hattin, aquellas colinas entre las que Saladino en su día había infligido una derrota decisiva a los cristianos y había reconquistado Jerusalén. Pero nadie de los que se apresuraban en dirección al sur recordaba aquellos sucesos, ni los mongoles, ni Yeza con el muerto entre sus brazos. La pareja real volvía a estar unida…