Gracias a la imagen de un David muerto y a la ayuda de los mongoles, que se prestaron gustosamente al juego, pues únicamente deseaban devolver a Baitschu lo más rápidamente posible a su padre, Terèz de Foix consiguió engañar al pérfido señor del castillo de Beaufort y a su esposa, por lo común tan avispada: dejaron marchar a Roç Trencavel y a sus dos compañeros, Guy de Muret y el gordinflón Pons de Tarascón. Apenas los tres estuvieron lo suficientemente lejos de Beaufort como para sentirse seguros de que ya no les alcanzaría ningún virote, también los mongoles se retiraron de la pendiente rocosa desde donde habían estado observando el castillo con aire retador.
Terèz procuró que el templario manco, una vez hubo prestado ese último servicio a sus amigos, hallara un lugar de reposo digno en una cueva. Sobre todo los arqueros mongoles que habían causado su muerte prestaron voluntariosamente su ayuda cuando se trató de cerrar la entrada a la cueva con grandes rocas, aunque sólo fuera para que el espíritu del muerto no saliera a mortificarlos.
El Trencavel no les dirigió reproche alguno. A través de Baitschu, Roç se había enterado de que Yeza probablemente había sido llevada por los templarios a Sidón. Dirigirse de nuevo a esa ciudad, sin tener en cuenta el vergonzoso recibimiento que había dispensado a su anterior intento, fue no ya su primer impulso sino su firme decisión: durante su reclusión en la cisterna de Beaufort había tenido tiempo para replantearse sus deseos. Y su deseo más imperioso, aparte cualquier ilusión de ser coronado y vivir inútiles glorias aventureras, a las que renunciaba de antemano, era reunirse con Yeza. Le pediría de rodillas que lo perdonara, y estaba dispuesto a humillarse por esta causa, también ante los vanidosos templarios. Pero fue precisamente el jovencito Baitschu quien contradijo sus argumentos. Si es que los templarios de Sidón seguían vivos, puesto que el general Sundchak se había propuesto exterminarlos, en cualquier caso sería imposible atravesar la barrera del asedio mongol. Roç lo entendió, porque, de todos los generales mongoles, Sundchak era el último en cuyas manos deseaba caer.
Mientras tanto habían llegado al Litani, un río salvaje de montaña que desde el Líbano baja hacia la costa, junto a Tiro. Aunque había en el fondo varias rocas que a primera vista invitaban a cruzarlo, visto de cerca y después de varios intentos infructuosos y dos mongoles de la escolta arrastrados por las aguas, perdieron rápidamente el valor. Roç se habría atrevido si hubiese estado solo. Pero no quería correr el riesgo de perder a sus últimos acompañantes tan fieles. Aún estaban detenidos junto a la orilla, intentando descubrir otra posibilidad, cuando Roç creyó ver río arriba la figura del chamán que saltaba con gran agilidad de piedra en piedra, seguido por su oso. Arslán parecía querer saludarlo de lejos, pero apenas el anciano hubo alcanzado a pie ligero la otra orilla desapareció con su peludo acompañante. El Trencavel ordenó a los mongoles que intentaran cruzar la corriente en aquel lugar. Cuando todos hubieron alcanzado la margen opuesta ordenó a sus tres occitanos y a Baitschu que los siguieran. El propio Roç fue el último en cruzar. Tenía claro que el chamán no se le había aparecido así como así, una aparición de la que los demás ni siquiera se habían percatado. El anciano, al mostrarle el lugar por donde cruzar el indómito Litani, quiso indicarle que tenía un mensaje para él. Pero por mucho que Roç mirara a su alrededor, ya no pudo descubrirlo. Después vio que una pequeña piedra caía a sus pies. Roç miró hacia arriba, a la pared rocosa. El oso andaba trepando muy por encima de su cabeza, entre los arbustos de retama arraigados en la piedra, y que aprovechaba con mucha habilidad para sujetarse como si se tratara de una escalera de cuerda. De modo que el Trencavel señaló, inexorable, hacia arriba, y los mongoles iniciaron el ascenso sin quejarse. Sólo Pons refunfuñaba, mientras Baitschu se reía del gordinflón.
—Roç Trencavel nos ha hecho cruzar el río —dijo Guy con cierto retintín—, ¡él sabrá por qué no seguimos por el cómodo camino del valle, sino por la senda más peligrosa que exista!
Roç no respondió, hizo escalar a los tres occitanos la pared rocosa antes de iniciar él mismo la subida, seguido de Baitschu. El oso reveló ser un trepador incansable y cada vez que Roç creía por fin haber alcanzado la meta, la piel hirsuta del animal, visible solamente por él, volvía a aparecer en la altura de una cima próxima. Cuando ya estuvieron totalmente agotados, se abrió a su vista el valle del Jordán en toda su espléndida belleza, casi sobrenatural, como una estampa de la tierra prometida. Los compañeros se tumbaron, cansados, mientras Roç se acercaba a las rocas.
—Son otros los que luchan y mueren por tu causa, Roç Trencavel —oyó al fin la voz que había estado esperando, aunque sonaba tan cansada como se sentía él—. Así vas perdiendo a tus hombres…
Roç no hizo el esfuerzo de buscar al chamán con la vista.
—Ya no me importa alcanzar la dignidad de rey —aclaró, sin sentir emoción al proclamarlo—. Lo único que deseo es la felicidad que sólo puedo hallar al lado de Yeza…
—¡Pues búscala! —le respondió la voz con dureza—. Y no entre los templarios, a los que deberías evitar allí donde crucen tu camino.
Las palabras de Arslán le llegaban claras e inconfundibles.
—Búscala tú solo, sin hacerte escoltar por hombres expertos en la lucha. Así no te sentirás tentado a emplear la fuerza de la espada, que te…
La voz se apagó como un fuego ahogado por un repentino golpe de viento, superada por el resoplido de innumerables animales, por el tintineo de un bosque de lanzas, el crujido de los ejes de los carros y el chasquido de miles de cascos de caballos. Roç miró hacia la extensa llanura, sus ojos intentaban descubrir el ejército de los mongoles, pero el ruido desapareció y ante su vista aparecía de nuevo la dulzura prometedora del valle del Jordán.
El Trencavel ordenó el descenso. Intentaba imaginarse la propuesta del anciano: ¿cómo iba a buscar él solo a Yeza, dejando atrás a los demás y moviéndose como un solitario iltschi mongol? Pues no, sobre todo no quería tener ya nada más que ver con los mongoles, a los que la imagen de una "pareja real" apegaba a una fantasmagoría, y él no estaba dispuesto a derramar su sangre para mantenerla en vida. Sabía muy bien que detrás de esa idea estaba la hermandad secreta presidida por la grande maîtresse, la misma que movía también los hilos misteriosos que guiaban a la orden de los templarios según la dirección que dispusiera ella. Arslán tenía razón: no debía escuchar tampoco a los orgullosos caballeros de la cruz roja en el manto, pero… ¿y si Yeza estaba en su poder? Ella, hermana y amada, compañera y rival, parte inseparable de él y de la imagen que otros tenían de ella… Yeza era quien lo empujaba a vivir, pero también era el mayor obstáculo de su vida. Roç no sabía qué hacer. ¿Adónde dirigirse? ¿Cómo actuar? Era como estar rodeado de cuatro paredes grises, sordas, impenetrables. Si fuesen transparentes podría atravesarlas y no lo dudaría un instante. Puso una mano en el hombro de Baitschu, como si el muchacho pudiese aconsejarlo. Pero éste se limitó a mirar estremecido de alegría a su héroe.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
Desperté poco a poco y a oscuras. Mis ojos buscaron la saetera y no la encontraron, lo cual significaba que seguía siendo noche cerrada. Quise levantarme, estaba echado en el suelo, pero tenía los miembros pesados como el plomo, y los sentía como muertos. No conseguí recordar qué me había sucedido, por mucho que me martirizara el cerebro. Después tuve que distraer mi atención de mi persona al oír unas voces por encima de mí. En un primer momento me pareció la voz ronca de la grande maîtresse. Por otra parte, pensé que la anciana dama difícilmente se dirigiría ahora a la ciudad asediada de Sidón. La otra voz pertenecía sin lugar a dudas a Marc de Montbard.
—El Bretón exige que le pongamos una escolta para conducir a la princesa a lugar seguro, en alguna parte del norte o del este… —relataba el comendador en un tono de protesta subyacente, pero la respuesta fue seca y contundente.
—¡Pues haced como os pide! ¡Aquí, en este Qu'lat al-Bahr, estáis de todos modos demasiado estrechos!
No era la voz de la grande maîtresse, ni la de Thomas de Bérard, cuyo sonido áspero recordaba muy bien. Además, el gran maestre de los templarios hacía tiempo que había abandonado Sidón…
El comendador se retorcía como una anguila atrapada en un anzuelo. Tenía que dejar marchar a la princesa, aunque le habría gustado quedarse con Yeza como prenda, para intercambiarla por una retirada libre de Sidón.
—¿Y ese fraile que la acompaña también debe marchar?
Inmediatamente siguió la amarga respuesta, un veredicto inapelable.
—William de Roebruk no ha demostrado ser capaz, ni tener la voluntad, de redactar la crónica tal como le había sido encomendado —opinó la voz ronca—, ¡de modo que no hay ninguna razón para seguir cargando con su presencia!
Era evidente que yo estaba echado justo debajo de un "oído de Dionisio", una abertura invisible en el techo que actúa como un embudo sonoro hacia abajo, pero solamente si el oído de quien escucha ocupa determinada posición.
—Las órdenes del gran maestre —se atrevió el comendador a intervenir —dicen claramente que cualquier excedente de tropa debe ser transferida a Safed.
—Obedeced esas órdenes trasladándoselas al capitán, pero ¡a nadie más!
De repente supe a quién pertenecía esa voz tan sorprendentemente ronca. ¡Carlos de Gisors! El gran prior y mariscal de la orden del Temple parecía convencido de que sus indicaciones serían obedecidas al pie de la letra.
Se me ocurrió pensar que el principal excluido de toda información iba a ser evidentemente el Bretón, a quien al parecer quería dejarse en la creencia de que el velero los llevaría a él y a Yeza hacia el norte. ¿Debía advertírselo? Me pareció mejor guardar el secreto, aunque sólo fuera porque sabía que Yeza no quería de ningún modo ir a parar a Schaha. Mi estado no me permitía, de todos modos, emprender nada; aún seguía sin poder mover mis miembros y en mi cabeza había un zumbido como el de una colmena. No sé cuánto tiempo estuve así, sin poder mover siquiera la cabeza. Ni los párpados me obedecían. Sólo parecía capaz de intentar ordenar mis pensamientos. Yves me había utilizado para descubrir el efecto de las gotas que me había echado en el vino, con intención de aprovechar ese conocimiento con Yeza y anestesiarla sin causarle la muerte. A Yeza era a quien debía advertirle del peligro que corría, pero seguro que era demasiado tarde. De nuevo oí unas voces por encima de mi cabeza. Esta vez reconocí el tono áspero del Bretón. Yves, ignorante de lo que le esperaba, agradecía al comendador la numerosa escolta concedida.
—Devolveré esos hombres a la orden en Baghras —prometió el Bretón con tono solemne—, allí contaré seguramente con la ayuda del príncipe de Antioquía para seguir camino…
—O la del rey Hethum —reforzó un hipócrita Marc de Montbard su opinión—, pues es buen amigo de los templarios.
Los dos hombres parecían despedirse. Intenté mover la cabeza de un lado a otro, pero mis brazos y mis piernas seguían paralizados. Al fin conseguí al menos abrir los ojos. Poco después parecieron disolverse las cadenas que me tenían sujeto. De un brinco me dirigí a la saetera, para cerciorarme de que el velero rápido seguía balanceándose en el oleaje. Pude ver su popa, aunque me pareció que ya había recogido el ancla. Temeroso de perder más tiempo me dirigí a la pesada puerta, la abrí con sumo esfuerzo, perdí el equilibrio sobre la superficie bajante, me deslicé como un saco mojado por el estrecho pasadizo y fui a parar, por debajo del cadáver flotante de Naimán, a la hondonada llana. Me incorporé rápidamente, choqué con la frente contra un pie del muerto, dadas las prisas no me asusté mucho y ni tuve tiempo de sentir asco. Avancé tambaleándome, lleno de rabia, hacia el Bretón, hasta encontrar la tabla inclinada que al parecer estaba preparada ya para la subida de la princesa: una hilera de sargentos templarios armados de antorchas iluminaban el temible escenario. Compuse una expresión de naturalidad mientras subía por la tabla oscilante y me encontré, una vez en cubierta, frente a frente con el capitán. Era un moro, con toda seguridad no un templario, parecía más bien un pirata al servicio de la orden. De una oreja le colgaba un grueso aro dorado. Examinó mi persona, chorreante de agua salada, como quien mira un montón de género podrido. En cualquier caso no debí de parecerle personaje de mucho valor. Hizo señas a dos de sus hombres para que me arrojaran por la borda pero, antes, pude soltarle:
—¡A lo que os ha pagado Naimán puedo añadir diez ducados de oro si me lleváis con vos sin que nadie se entere!
El pirata sonrió y extendió la mano. Al fondo vi que se aproximaba un palanquín escoltado por templarios. Yves caminaba delante. Arrojé al capitán una mirada angustiada y el hombre abrió una trampilla. Aún estaba mirando a ver si veía alguna escalera cuando sentí un golpe en el trasero que me hizo volar hacia abajo. Me encontré en un almacén situado por encima de la quilla. Poco después la nave zarpó.
Debido a los levantamientos en Damasco, Kitbogha, comandante supremo de todas las tropas mongoles que quedaban en Siria y Palestina, había hecho volver el grueso de su ejército a Baalbek, dejando en la capital únicamente una poderosa guarnición, apostada en la ciudadela. El experto militar no deseaba una guerra abierta con la población, y menos a sus espaldas, pues desde Nablús llegaban noticias alarmantes de un ejército gigantesco de mamelucos que habría cruzado la frontera y estaba ya frente a Gaza. Se decía que lo encabezaba el famoso emir Baibars, llamado el Arquero, el estratega más eficiente de que disponían los egipcios. De modo que Kitbogha envió mensajeros a Sidón, solicitando a su general Sundchak que prescindiera de asediar a los templarios, evacuara Sidón y se uniera a él al pie del monte Hermon. Sundchak avisó de que se dirigiría directamente hacia el sur y se encontraría con Kitbogha junto al vado de San Jacobo, al norte del lago Tiberíades. Kitbogha estuvo de acuerdo, sabía que Sundchak quería aprovechar el tiempo que ganaría de este modo para arrasar la fortaleza templaría que tanto odiaba y para embolsarse el botín que ofrecía Sidón. El sistema de espionaje dentro del ejército mongol funcionaba a las mil maravillas, aunque los espías fallaban en cuanto al servicio exterior, en parte porque la población musulmana era enemiga de los mongoles, en parte por ignorancia.
De modo que las noticias que llegaban hasta el comandante supremo eran defectuosas e imprecisas. Nadie supo decirle de qué magnitud era en realidad ese ejército de mamelucos ni dónde se encontraba exactamente en ese momento. A ello se añadía que Sundchak, que despreciaba a los mamelucos y se sobreestimaba a sí mismo, enviaba a su superior una noticia tras otra de los éxitos obtenidos, por ejemplo de la gran victoria alcanzada por los mongoles junto a Gaza —cuando en realidad esa ciudad fronteriza se había perdido y el enemigo subía ya por la costa y estaba a la altura de Yafo. Los egipcios contaban además con el flanco marítimo cubierto y podían abastecerse por esa vía, ya que también su flota subía a lo largo de la costa, algo que a los mongoles ni se les ocurría imaginar. Sundchak ardía en deseos de llegar a una confrontación, mientras Kitbogha lamentaba profundamente que no se pudiese evitar. De modo que dio la orden de partir con pesar en el corazón.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
La nave avanzaba a sacudidas. Había descubierto en un agujero oscuro un montón de sacos que posiblemente contuvieran grano de mijo, y me acurrucaba encima, aunque se me hacía difícil descansar con el puño del dios de los mares arrojándome al fondo o contra los laterales, mientras por encima de mi cabeza las olas rodaban sobre cubierta y me llegaban las salpicaduras por las rendijas de la trampilla. De todos modos, en una de mis caídas había trabado conocimiento con la escalera, pero colocarla y además trepar por ella resultaba del todo imposible. Pese al rugido del oleaje pude escuchar, por encima de mí, una discusión a gritos entre Yves el Bretón y el capitán pirata. Por retazos de palabras que me llegaban sin que los tragara el temporal, me enteré de que el Bretón, a pesar del mal tiempo y con ser noche cerrada, había sabido muy bien que el pirata mantenía rumbo sur, en lugar de navegar hacia el norte como le insistía el señor Yves, que llegó a amenazar de muerte al capitán —y quien conociera al Bretón sabía que no era una amenaza vana. Pero el pirata se echó a reír y preguntó quién sería capaz, en ese caso, de timonear el barco sano y salvo a través del temporal. Mi curiosidad era tan grande que me atreví a subir por la escalera, pero a punto de empujar hacia arriba la trampilla una ola enorme me arrojó abajo y perdí el conocimiento…
Desperté en un rincón; veía por encima la escalera, y por una fina rendija de la trampilla vislumbré la luz rosada y gris del día naciente. La tempestad había amainado. Agotado, logré trepar los peldaños de la escalera, y con un hombro empujé un poco hacia arriba la tapa de la trampilla. El pirata parecía dormido al timón, y no había rastro del señor Yves. Me pregunté cómo habría pasado Yeza la noche. Un viaje tan tumultuoso le habría sido incómodo, aunque tal vez Yves le administrase tanto líquido tranquilizante que ni se hubiera dado cuenta del temporal. ¿Lo habría pasado atada al lecho? El Bretón era capaz de todo.
El pirata me guiñó un ojo. Me pareció que tomaba rumbo a la costa. ¡En mi calidad de pobre polizonte no me parecía mal! A punto de señalarle con un gesto que estaba muy de acuerdo, alguien pisó la tapa de la trampilla por el otro lado y ésta me dio en la cabeza, con lo cual volví a caer con bastante violencia…
Desperté con un crujido sobrecogedor de debajo de la quilla, seguido por un golpe tremendo que en esta ocasión me arrojó sobre los sacos de mijo. Después se hizo el silencio, la nave dejó de moverse. Sólo se oía el ligero murmullo del oleaje. ¡Habíamos encallado! Se oyeron carreras y voces excitadas, enderecé la escalera de mano y esta vez metí mi crucifijo de madera en la rendija de la tapa. Entre las botas del Bretón pude ver al capitán pirata, que justamente se arrojaba a sus pies con expresión patética y engañosa.
—¡Cortadme la cabeza —gritó a la cara del furioso Yves—, pero el barco ha encallado!
Vi y oí al Bretón, que sacaba su ancha espada de la sujeción y murmuraba:
—¡Eso haré! —y ya levantaba la terrible arma cuando de entre los templarios que asistían a la escena se separó un caballero mayor y muy delgado. Alzó una mano hacia Yves para reprobarle su actitud, y éste detuvo el gesto, aunque no bajó la espada.
—¡Tengo derecho a ajustarle las cuentas —gruñó el Bretón—, y vos lo sabéis!
El canoso templario tampoco retrocedió.
—No podréis cortarnos la cabeza a todos, señor Yves —le advirtió con toda tranquilidad—, ese hombre ha actuado por orden mía, ¡y sabéis muy bien quién me otorgó el derecho de hacerlo!
En ese momento reconocí la voz ronca que antes de nuestra partida de Sidón había dado instrucciones al comendador. Era la primera vez que veía la cara del gran prior secreto Carlos de Gisors, y me felicité de que él ignorara mi presencia. El Bretón bajó poco a poco la espada. También era la primera vez que lo veía ceder, aunque la ocasión fue breve.
—Si es así —se dirigió Yves, muy pensativo, pero con serenidad y determinación, a su enjuto contrincante—, debéis decirme quiénes de estos caballeros han prometido acompañarme a mí y a la hija del Grial en nuestro largo viaje, ¡para protegernos!
El otro miró al Bretón con aire interrogador.
—Vos mismo, en vuestra prepotencia, habéis cargado sobre vuestros hombros una tarea a la que nadie está obligado a contribuir. Pero si alguno quiere seguiros por su propia voluntad, la orden no se lo impedirá.
Yves apretó los labios y devolvió la espada al cinto. Escudriñó los rostros de los caballeros que lo rodeaban. Nadie bajó la vista; tampoco se vio un gesto de que alguno deseara seguirlo.
El caballero canoso liberó al señor Yves de tan humillante situación.
—Ahora nos encaminaremos a Safed —se dirigió al círculo de templarios, para luego fijar la vista en Yves—. Allí tendréis ocasión de formar un grupo que os siga en vuestra expedición y que os sirva para recorrer vuestra ruta.
El Bretón asintió con gesto obstinado: le era difícil aceptar que no todo salía tal y como él lo había pensado. Dio órdenes de que sacaran el palanquín de la cabina de popa y lo bajaran con cuidado por encima de la borda. En Sidón, con las prisas, sólo habían podido recoger pocos caballos, de modo que los que iban a pie determinaban el ritmo del grupo, apenas una veintena de hombres. Así desapareció el palanquín, con Yeza dentro, muy lentamente en el desierto.
—Mi corazón viaja contigo, princesa —susurré, y me sentí invadido por la melancolía. Salí fuera de la trampilla y me acerqué al pirata.
—¡No estaba muy segura vuestra cabeza! —quise mofarme.
Me miró lleno de conmiseración.
—Frailecito, ¡seguid por donde os llama el corazón! —dijo con expresión amable. Dos de sus hombres me agarraron y me arrojaron por la borda al agua.
El gran patio interior del palacio real de Acre tenía un aspecto extraño y desacostumbrado: en medio del cuadrado empedrado se elevaba una lujosa tienda y, en su interior, hombres enturbantados cuidaban de camellos y musulmanes reunidos. El sultán mameluco de El Cairo había enviado una embajada al regente del reino cristiano. Este había convocado de inmediato el Consejo de la Corona, para no tomar él solo la decisión. Se trataba de algo más que del libre paso por tierras francas y del aprovisionamiento del ejército egipcio: el mensaje del sultán Qutuz contenía la poco disimulada petición de que los destinatarios participaran militarmente en la campaña contra los mongoles. En la sala del trono del castellum regis los barones más importantes y los grandes maestres de las órdenes militares, bajo la presidencia del señor Godofredo de Sargines, el baile de la reina, discutían la delicada cuestión mientras los componentes de la embajada esperaban abajo, en el patio. Nada les faltaba a los señores de El Cairo, se les había proporcionado cuanto apetecían y se les prestaban toda clase de atenciones. Nadie tenía interés en dar disgustos al poderoso soberano egipcio. En la reunión del Consejo se entrecruzaban las voces.
—¡Ha tardado un poco el sultán Qutuz —se sulfuraba Hugo de Revel— en pedirnos permiso!
El gran maestre en funciones de los sanjuanistas no ocultaba su enfado.
—La avanzadilla del ejército mameluco que sube por nuestra costa, ya está frente a Cesarea.
—Podemos darnos por contentos con que nos pregunten, al menos —quiso rebajar el maestre templario el ánimo encendido de su rival—. ¡No pretenderíais frenar el avance de un ejército como el egipcio con apenas un puñado de vuestros caballeros!
—En todo caso, nuestra orden no pondrá a disposición del enemigo ningún puerto a nuestras espaldas —le devolvió la puntilla el señor Hugo—, ¡como vais a hacer vos con Sidón, según nos dijo el señor Julián!
—¡Señores…! —el baile intentó calmar los ánimos enfrentados; en vano, pues Thomas de Bérard se había alzado de un salto.
—¡Ese miserable chivato puede dar gracias a Dios por no estar presente! —intentaba el templario dominar sus nervios—. Y vos, señor de Revel, deberíais…
—… expresar vuestro sentimiento y vuestro pesar —intervino con voz tajante, haciendo callar a todos, Felipe de Montfort, señor de Tiro —por haber utilizado las palabras de un infame para acusar tan provocadoramente…
—¡Señores! —gritó entonces el baile—. Aquí abajo, los componentes de la embajada esperan una respuesta, mientras nosotros…
—La única respuesta que podemos dar es nuestro apoyo, cualquier otra cosa equivaldría a un suicidio —aclaró el gran maestre de los templarios—. No podemos impedir que pasen por nuestras tierras, ¡y si no los aprovisionamos obtendrán lo que necesiten saqueando y robando! —y miró a su alrededor en busca de consentimiento. Entre los reunidos se notaba aprobación y descontento por partes iguales. Una vez más el señor Felipe salió en su ayuda.
—Ya que habéis hablado de Sidón —se dirigió a Hugo de Revel—, en mi opinión, la caída de la ciudad nos ofrece otro ejemplo de las terribles matanzas que perpetran los mongoles —y todos estuvieron de acuerdo con el señor de Tiro—. En cambio, conocemos a nuestros vecinos musulmanes —prosiguió, envalentonado—. Tengo que decir que siento más respeto por muchos de ellos que por algunos de los cristianos de por aquí, que sólo quieren congraciarse con los mongoles.
Palabras un tanto atrevidas, que no obstante merecieron algún que otro aplauso.
—Nos queda la cuestión del apoyo militar que nos exigen —retomó el baile Godofredo de Sargines la palabra—. ¿Quién está dispuesto a poner tropas, y cuántas?
Se hizo el silencio en la sala, un silencio que alguien, mudo hasta ese momento, aprovechó: Hanno von Sangershausen.
—Señores —dijo el gran maestre de la orden de los caballeros teutónicos—, ¡les aseguro a cuantos están descubriendo ahora su simpatía por los musulmanes que se llevarán una sorpresa cuando los mamelucos consigan, con o sin ayuda nuestra, una victoria sobre los mongoles! —el señor Hanno no esperaba aplausos por su discurso sereno—. Y después nos tocará a nosotros, que a sus ojos seguimos siendo infieles y ocupantes de estas tierras. ¡Entonces nadie nos querrá ayudar!
El mutismo que siguió fue tan aplastante que el baile tomó la palabra, ante todo por guardar las formas, y preguntó:
—¿Quién está a favor del apoyo militar? —pero nadie levantó la mano.
—O sea —opinó Godofredo de Sargines con un suspiro de alivio —que podemos hacer subir a los señores embajadores para que les comunique el resultado de nuestra deliberación.
Nadie puso objeciones. Se enviaron criados para que comunicaran a los señores venidos de El Cairo que hicieran el favor de presentarse ante el Consejo de la Corona.
Sumidos en la incertidumbre, Roç Trencavel y sus compañeros avanzaban por lo alto de la cima hacia el sur. Eso les permitía ocultarse de aquellos con quienes no querían encontrarse. El Trencavel no sabía muy bien quiénes eran aquellos a los que tanto temía, lo más probable es que estuviese huyendo de sí mismo, pero Roç no llegaba a tanto como para comprenderlo. La presencia de Baitschu, al que seguía su escolta como una trailla de perros pastores bien adiestrados, le recordaba una y otra vez que lo más razonable sería presentarse ante Kitbogha, que lo quería bien. Pero Roç lo veía como una confesión de su propia derrota, de su incapacidad de reunirse con Yeza sin colaboración de los mongoles. ¿Quería encontrarla, de veras? Su camino difícilmente lo llevaría a ella, estuviera ella en las manos que fueran. Habían evitado los castillos de allí arriba, en los últimos desfiladeros del Líbano, como Toron o Montfort, y salvo algunos pastores no habían visto a nadie.
Ese constante cambio entre ocultarse y buscar sin objetivo fijo no tenía sentido, era un comportamiento pueril, en todo caso indigno de un hombre y más aun de un rey.
Roç dio el alto a sus compañeros. Desde esa altura tenían una buena vista sobre el valle del Jordán. Los hombres se aprestaron a descansar, rodeándolo, los mongoles un tanto apartados. El Trencavel presentía que todos esperaban una decisión, a la que tenían derecho. Pero no supo hacer otra cosa que sumirse en un silencio cargado de pesadumbre.
Fue entonces cuando Pons sacó un saquito gastado de una de sus alforjas y Guy de Muret no tardó en comentar con sarcasmo:
—¡Mira ese gordinflón que no se separa del "Ser"!
Pons no se inmutó, abrió el saquito y, sobre una manta extendida entre los hombres sentados, volcó las varillitas de colores con sus símbolos mágicos y sus referencias a animales fabulosos. Roç miró a Terèz para recabar su apoyo, pero éste se limitó a levantar una ceja, en señal de que mantenía una postura crítica.
—¿Por qué no? —dijo Roç entonces con expresión obstinada—. ¡Yo seré vuestro cuarto hombre!
Una vez de acuerdo, erigieron la pirámide sin perder tiempo. Pons de Tarascón repartió las varillitas.
—¡Hagamos un juego abierto! —propuso a sus compañeros—. ¡La ocasión es demasiado importante!
Terèz cogió cada una de las piezas que le daban.
—¡Algún significado tendrán! —reflexionó, aunque seguía con sus dudas—. Puesto que ahora no solamente juega nuestro señor rey, sino también yo, su primer paladín, ¡nos sometemos a los poderes ocultos de Hermes Trismegistos!
—¡No nos sometemos! —protestó Pons—. ¡El Trencavel y sus tres occitanos retan a su destino!
—Me importa un bledo —declaró Guy de Muret mirando con atención los doce signos que entretanto tenía delante, como los demás—. Aunque no signifique nada, parece una señal mística que cada uno de nosotros disponga de una imagen de esos extraños seres de fábula que intervienen en el juego: a Roç le ha tocado el Fénix, que renace de las cenizas; a Terèz, aunque parezca increíble, el monstruo marino, la Serpiente de mar; y a Pons, el gordinflón, también sorprendentemente, la Salamandra, que tiene el fuego como elemento propio… —y señaló sus propias fichas—. Yo me encuentro con el Unicornio, ¡y parece que está en buena compañía, rodeado de Saturno, la Luna y la Tierra!
—¿Y cómo casa el animal oscuro que vigila los abismos de mi alma, las profundidades que acechan bajo una superficie radiante, con la acumulación llamativa de Júpiter y los muchos soles? —quiso saber Terèz en tono burlón, pues no pensaba tomarse el juego en serio.
—¡Sois brillante, mi querido señor de Foix, y en vuestra próxima vida no volveréis a nacer bastardo, sino soberano!
Todos rieron la gracia, menos Roç.
—Sé que Zeus, el Supremo, siente celos de la Gran Luz —informó a sus compañeros de juego, que no sospechaban tales conocimientos mitológicos en él—. De todos modos, me preocupa ese pájaro ominoso que primero tiene que arder para después renacer.
—Imaginad simplemente, Roç Trencavel, que es el Pájaro Grifo y elegidlo como señor batallador de los aires para vuestro escudo —quiso consolarlo Terèz—, y disfrutad de la dulce Venus que veo en vuestro poder.
Todos miraron las varillitas de Roç, en las que la diosa del amor se reunía, en una cita prometedora y bajo múltiples formas, con Aer y varios signos ardientes del Sol.
—¿Y qué será de mí? —se quejaba Pons con voz infantil—. ¿Qué voy a hacer precisamente yo con el guerrero Marte y con este Dragón de fuego?
—¡Se llevarán bien con tus dragones caput et cauda draconis, pequeño! —lo animó su compañero Guy de Muret—. ¡Y la señora Luna tampoco te dejará de lado! Las hoces lunares mantienen tu vida sentimental en equilibrio.
Así estuvieron, sintiéndose unidos en el juego, sacando nuevas varillitas de la pirámide; arrojaban al montón la que no les gustaba o se la cedían sin más a quien según la propia opinión, expresada en voz alta, no solamente le convenía, sino del que opinaban que debía incorporar esa pieza a su juego.
Entonces el Trencavel, que no compartía la alegre excitación de sus compañeros sino que parecía cada vez más pensativo, sacó sin esperarlo el lapis ex ccelis, el "Ser Supremo", y con esa "piedra filosofal" puso un fin inesperado a la partida. El mismo no acababa de entenderlo, pero de repente todo le pareció cuadrar. No quiso interpretarlo como un regalo del cielo, pero de manera insospechada ¡todo le pareció fácil, facilísimo!
En los demás, sin embargo, la sorprendente victoria de Roç despertó cierto recelo, como si el resultado no fuera el que cabía esperar. Guy, que entre todos era el más experimentado en la interpretación de los signos, decidió tomárselo un tanto a la ligera.
—Excepto nuestro Trencavel —inició su explicación—, que se ha hecho con el sol invictus, y está en peligrosa cercanía del ambiguo Hermes Trismegistos, todos los demás hemos acabado presos del signo lunar, ya sea en la componente de Marte, la larga cola del Dragón, Júpiter o Saturno —miró interrogador a los amigos—. Si lo examinamos bien, se trata, junto con el dios evidente de la guerra y el lado oscuro de Mercurio, de la constelación de los cuatro jinetes apocalípticos…
—Lo que cabe preguntarse —interrumpió Terèz en tono seco— es ¿para quién significan muerte y perdición?
La imagen evocada los dejó un instante sin habla. El gordo Pons rompió el silencio:
—¡Me da miedo!
Estas palabras acabaron por romper también el hielo.
—En todo caso —se mofó Terèz, dando unos golpecitos de consuelo en el hombro del gordo—, nos enfrentaremos todos juntos a nuestro destino ¡y juntos lo superaremos!
—¿No será que ya viene a nuestro encuentro?
Guy de Muret señaló, divertido, hacia el valle. Al otro lado del río se veía claramente una nube de polvo que parecía no tener fin. La levantaban miles de cascos de caballos. A esa distancia no se oía nada, pero de vez en cuando el sol refulgía cuando daba sobre un metal brillante.
—¡El ejército de mi padre! —exclamó Baitschu orgulloso, y también los hombres de su escolta se pusieron de pie para ver fascinados el espectáculo.
El Trencavel debía decidir y se dirigió a los mongoles.
—Sería bueno que fuerais al encuentro del venerable Kitbogha y lo informarais de que Roç Trencavel está dispuesto a seguirlo para reunirse con la princesa que lo acompaña y formar de nuevo la pareja real…
Roç sabía muy bien, por boca de Baitschu, que no era probable que Yeza estuviese con Kitbogha sino probablemente en manos de los templarios. Pero los hombres de la escolta reaccionaron negativamente y su jefe declaró en tono obstinado:
—Tenemos el encargo de acompañar a Baitschu, hijo de nuestro comandante supremo, a presencia de su padre.
Respiró hondo, como para armarse de valor.
—Nos entregaréis a Baitschu…
—¡No! —exclamó el muchacho—. ¡Yo me quedo con Roç Trencavel!
Terèz de Foix propuso una solución y se dirigió al jefe de la escolta:
—Dos o tres de vosotros podéis salir ahora mismo y dar al comandante supremo la noticia de que su valiente hijo se encuentra bien —miró con aire interrogador a Roç. Éste asintió—. Según cómo reaccione el señor Kitbogha y el aviso que nos haga llegar, nos reuniremos con él, tarde o temprano.
—Seguiremos cabalgando a este lado del Jordán —decidió Roç—, y nos mantendremos a la altura de su ejército.
Los tres jinetes elegidos bajaron a toda prisa por la pendiente. Pero el Trencavel no dio la señal de iniciar el descenso para preparar el encuentro en el valle, sino que siguió por la cima de las colinas que separan la región montañosa del valle del Jordán.