Hacía días que alguien no perdía de vista el castillo de Beaufort. Era un jinete solitario que había ocultado su caballo en una cueva de la pared rocosa de enfrente y se acurrucaba detrás de una piedra, por encima de la profunda garganta que descendía hacia el río. Terèz de Foix esperaba la hora de ajustar cuentas con el señor Julián de Sidón, dueño del castillo. Desde que Roç Trencavel y sus amigos entraron en la fortaleza y no regresaron, no quitaba el ojo de la entrada. El tubo de derrame de la cisterna desaguaba al otro lado del castillo, por lo que no se había enterado de la huida de Baitschu. Pero advirtió la repentina aparición de David de Bosra, a caballo. El templario manco, ataviado con la blanquísima clamys con la cruz rojo sangre, se había alejado rápidamente, como si temiera ser perseguido. En cualquier momento los hombres de Julián saldrían por esa puerta en pos del fugitivo. Pero no fue así. Terèz bajó su ballesta, firmemente decidido —ardía de deseos— a cubrir desde su escondite la huida de su compañero…
El joven Baitschu, en cambio, no bien alcanzó con piernas temblorosas el terreno pedregoso donde desembocaba el tubo y se alejó, según le parecía a él, de la vista de Beaufort, perdió toda orientación. Deprisa, cayó varias veces abriéndose las rodillas, saltó por la pendiente, escaló la próxima y tuvo que agacharse, porque de repente vio que el castillo de nuevo se elevaba amenazante sobre su cabeza. Intentó orientarse por las sombras de las rocas ardientes, pero estaba cada vez más perdido. Trató de concentrarse y decidió esperar la oscuridad en una garganta estrecha entre las rocas antes de proseguir su huida.
En Beaufort, el señor Julián quería disfrutar de las desilusionadas caras de sus prisioneros cuando les comunicara, en lo hondo de la cisterna, que su compañero manco, David el templario, había partido a caballo al campamento de los mongoles para entregar a esos estúpidos cabezotas la prueba escrita de que habían sido los templarios de Sidón, y nadie más, quienes organizaron la matanza de Baalbek. Para disgusto suyo, cuando con voz estentórea, regodeándose, les dio la noticia por la abertura en el techo, la única respuesta que obtuvo fue el silencio. Al parecer no creían que su amigo fuese capaz de semejante tontería. De ahí que el señor Julián exigiera ver a Baitschu, el insolente jovencito mongol al que deseaba abrumar con su ironía y sobre todo amargar con la noticia de que ya no podían esperar que los mongoles los salvaran. Pero el joven Baitschu no se encontraba con los demás ocupantes de la cisterna, por mucho que, desde arriba, el señor Julián inspeccionara su interior. Y como Roç Trencavel y los demás persistían en su obstinado silencio, hizo bajar a un grupo de sus hombres, que descubrieron rápidamente el tubo de derrame como única vía de escape. Aullando de rabia, el señor Julián hizo que todos los guardias montaran a caballo y salieran de la fortaleza en busca del fugitivo.
Así fue como Terèz de Foix, de pronto, vio premiada su paciencia. Aún se veía claramente la figura del templario huyendo a la salida del valle, pues lo traicionaba el manto, de un blanco deslumbrante. Los perseguidores también debían de haberlo descubierto. Terèz tensó su ballesta y colocó el virote. Los truhanes de Julián no tardarían en aparecer por debajo de donde él se encontraba. Pero se alejaron en sentido opuesto, se dividieron en dos grupos y, por debajo de las murallas del castillo, intentaron llegar a la pared rocosa que tenían a sus espaldas, como para atrapar a un atacante peligroso en una tenaza… ¿A qué obedecería la maniobra? ¿Acaso buscaban a un fugitivo que no sospechaba nada? Terèz comprendió que desde donde se encontraba no podría intervenir, por lo que sacó su caballo del escondite, lo sujetó por las riendas y abandonó la pared rocosa, mirando, para asegurarse, a todos los lados.
Baitschu no había conseguido interponer una distancia suficiente entre él y Beaufort. Sin caballo ni estar acostumbrado a trepar por rocas agudas ni pedruscos y pendientes de cantos rodados, pronto se cansó. No veía a sus perseguidores; pero éstos sí habían descubierto la figura del muchacho, que avanzaba lentamente, saltando entre las piedras como un pájaro caído del nido. Dos de los hombres emprendieron el descenso con la agilidad de cabras montesas, y pronto alcanzaron a su víctima indefensa. El primero se le había acercado tanto que ya llevaba el puñal desnudo entre los dientes, dispuesto a superar la última roca que lo separaba de Baitschu. Ya iniciaba el salto, cuando se le clavó el virote en el cuello. El muchacho levantó asustado la vista y oyó tintinear el metal entre las piedras que lo rodeaban. Asustado, corrió en dirección contraria. Saltó desesperado por encima de la hendidura que se abría ante él… directamente a los brazos de su segundo perseguidor. También éste levantó su cuchillo montés y enderezó el cuerpo, cuando otro virote lo alcanzó entre los omóplatos. Cayó adelante, casi rozando a Baitschu. El muchacho no le prestó atención, porque desde la roca que acababa de escalar veía, a lo lejos, el avance del ejército mongol…
David el templario cabalgaba tranquilamente en dirección, suponía, de Sidón. También él vio a distancia segura el ejército de los mongoles, que avanzaba veloz y eficaz. Conocía la costumbre de la caballería mongol de enviar siempre una avanzadilla: le pareció, pues, demasiado arriesgado pretender alcanzar su meta antes que ellos. David no se sentía héroe. Tampoco era cuestión de avisar a la población de Sidón de que se acercaba la avalancha. Era imposible que en la ciudad no se hubiesen dado cuenta. De modo que el templario permaneció en su lugar, buscó protección entre las piedras para que no lo traicionara su blanco manto y esperó que pasaran los mongoles. De todos modos, no sabía adónde dirigirse después. No habría podido entrar en Sidón, y cualquier intento en este sentido habría significado una muerte mucho más segura que si trataba de alcanzar a sus hermanos de la orden. Y aun consiguiéndolo, ¿para qué? ¿Para tener que luchar con ellos, morir o caer prisionero y ser vendido como esclavo? Se veía en poder de los mongoles de cualquier modo. Y si se entregaba, ¿qué harían con un miembro de la famosa orden militar de la que querían vengarse, a la que pretendían arrebatar la propiedad de la ciudad y fortaleza de Sidón? Le pareció absurda, aunque plausible, una tercera variante: dar media vuelta y regresar a Beaufort. Lo devolverían a la cisterna, junto a sus compañeros. Aunque tal vez pudiera hacer algo por ellos, al fin y al cabo el señor Julián y su querida esposa Juana le tenían aprecio, al menos así lo imaginaba.
Cuando Baitschu, completamente agotado, se dio a conocer al ejército mongol, fue llevado de inmediato a presencia del general Sundchak. Lo primero fue solicitar ayuda para Roç y su gente. Relató cómo habían sido apresados a traición y arrojados a prisión por el bandolero Julián, en el castillo de Beaufort. También reveló que éste había sido quien había tendido una trampa mortal a las dos centurias de mongoles, en Baalbek, no los templarios. Y además había dado muerte brutalmente a su primo Jazar.
El fornido Sundchak escuchó la tremenda historia del muchacho sin mover un músculo de su rostro enrojecido. Sólo cuando Baitschu esperaba una recompensa por su afán y por las novedades que aportaba, el general le soltó que el destino del Trencavel le daba igual, lo dejaba indiferente como un hueso roído, ¡y Jazar no había hecho sino recoger el fruto de su indisciplina e incapacidad! En cuanto a él, Baitschu, no debía difundir tantas patrañas en torno a los hechos de Baalbek. Los asesinos eran los templarios de Sidón ¡y contra ellos procedería ahora con toda su determinación! Sundchak refunfuñó ante el sorprendido muchacho. ¿Cómo se imaginaba él, con su cerebro infantil, que un simple bandolero como Julián podía haber exterminado a dos centurias enteras? Baitschu debía volver cuanto antes junto a su señor padre, que ya se encargaría de hacerle tragar semejantes mentiras. En cuanto a él, Sundchak, no pensaba quedárselo para tener que escuchar unos consejos militares absolutamente pueriles.
Claro que también Terèz de Foix había avistado al ejército mongol, que evidentemente avanzaba hacia Sidón. La visión ponía la piel de gallina, ¡como miles de ciempiés con riendas! Decidió de mala gana mantener la vista fija sobre ese monstruo tenebroso, no fuera que en último momento cambiara de dirección, como solían hacer los mongoles, y se dirigiera por sorpresa contra Beaufort. Teréz estaba tan concentrado observando el avance de los disciplinados bloques de jinetes que olvidó dónde estaba. De tanto en tanto se le cerraban los ojos de cansancio.
Así, no percibió la llegada de dos hombres de Julián, furiosos de que Baitschu se hubiera refugiado en un nido inalcanzable para ellos. No estaban enterados de la muerte de sus dos compinches, pero descubrieron a Terèz de Foix debajo de ellos, entre las rocas, y se dispusieron a darle caza, por frustración y para no regresar a Beaufort con las manos vacías. Sus primeras flechas fallaron el blanco por poco, pero unas piedrecitas se desprendieron bajo sus pies y revelaron a Terèz dónde estaban escondidos. Apenas el de Foix se cercioró de que no eran espías mongoles, aceptó el reto, y con placer feroz. Los cazadores se convirtieron en fugitivos. Los hizo salir a pedradas de su posición ventajosa: el primero se asomó para ver si habían herido al perseguido. Lo pagó, y su cuerpo cayó en una estrecha hendidura, justamente donde Terèz quería que fuera a parar. Deslizándose ágilmente por las rocas, Terèz utilizó el cadáver colocándole su propio yelmo, muy llamativo. El resto fue puro teatro de marionetas. Terèz, jugador experto, hizo asomar la cabeza embutida en el yelmo y movió los brazos del muerto. Su enemigo invisible hundió dos y hasta tres flechas en la carne muerta, antes de que Terèz hiciera tambalear el cadáver y hundirse sobre sí mismo. Un único virote disparado le bastó al de Foix para acabar con la vida del otro enemigo, que, seguro de su victoria, descendía tranquilo.
El de la ballesta dirigió su atención de nuevo hacia los mongoles, y justo a tiempo, pues un pequeño grupo se desgajaba en ese momento de la gran columna en marcha. Era la escolta que por orden del general Sundchak debía devolver al hijito aventurero a su padre Kitbogha. Baitschu no tuvo más remedio que conformarse…
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
Al atardecer del día siguiente el ejército mongol se presentó ante la ciudad de Sidón. Los templarios no parecían tener ganas de defender su rentable propiedad, y se retiraron a su "castillo junto al mar", Qal'at al-Bahr, accesible sólo por un puente estrecho y de fácil defensa. Se llevaron por supuesto las obras de arte, sobre todo los ricos utensilios de misa de las iglesias cristianas. Abandonaron a su suerte a la población de la ciudad. Algunos habitantes ocuparon asustados las murallas, pero desde que la orden ocupaba Sidón la milicia de la ciudad se había dispersado, de modo que pocos se presentaron, y estos pocos, mal armados. Enviaron a las mujeres y a los niños a la ciudadela. Esperaban poder defender la fortaleza hasta que llegara algún socorro. Aunque no sabían quién podría ayudarlos…
En el embarcadero del Qal'at al-Bahr, orientado hacia el mar abierto y perfectamente protegido, apareció como salido de la nada un velero rápido de la orden. Se había acercado como una flecha que sale de la oscuridad: estaba cayendo la noche. Era un velero de dos palos y procedía de Ascalón, es decir de la región fronteriza entre el reino y el sultanato de los mamelucos, según pude saber. Aunque sólo fuera para estar cerca de Yeza, también yo me había retirado al pequeño castillo enclavado en las rocas y rodeado de agua. Traté de no llamar la atención de los señores del lugar ni del comendador ni del señor Yves. Pero antes de acercarme mucho a la nave, vi que el primero en subir a bordo, con bastante agilidad, por cierto, fue el cojo Naimán. Ninguno de los guardias de los templarios se lo impidió. Al parecer el agente tenía prioridad para utilizar ese transporte desde y hacia Egipto. Renuncié a seguir observando, sin perder del todo de vista el velero.
Los mongoles armaron sus tiendas alrededor de las murallas que daban hacia tierra firme. El general Sundchak había fijado la salida del sol para iniciar el ataque, aunque las almenas ya aparecían vacías. Los fuegos de los acampados iluminaban con resplandor fantasmal las puertas cerradas y las torres amenazadoras, y en particular las anclas arrojadizas ya preparadas y las catapultas de patas de araña que asomaban detrás. ¡Si todo se desarrollaba según la voluntad del general mongol, el día siguiente sería un infierno para los habitantes de la ciudad! Los defensores ya sólo ocupaban el sector que comunicaba Qal'at al-Mu'azzam con el denominado puerto egipcio, que les aseguraba el acceso al mar.
Desde mi refugio en una habitación de la torre en el Qal'at al-Bahr, procuraba no perder de vista el velero que había llegado la noche anterior. Mediante antorchas, los guardias templarios mantuvieron iluminados durante toda la noche tanto la nave como el lugar donde estaba atracada, ¡como si los mongoles fueran nadadores capaces de atacar el velero desde el agua! De todos modos, mis observaciones se limitaban a asegurarme de vez en cuando de que la embarcación que talvez nos salvara seguía allí. Pero no pude saber si, ni cuándo, el agente egipcio había abandonado la nave. Con la primera luz del día noté cierto movimiento en cubierta. En una camilla, un cuerpo envuelto en una sábana blanca fue izado sobre la barandilla y entregado a unos sargentos templarios que se habían acercado a toda prisa. Éstos trasladaron el cadáver sin pérdida de tiempo hacia el castillo. Sentían curiosidad, y así también yo pude arrojar una mirada al cuerpo. Justo al pasar por debajo de la estrecha saetera que daba luz a mi escondite, uno de los sargentos apartó la sábana y pude ver el rostro, pálido como la nieve, de Madulain, princesa de los saratz y esposa de mi amigo el Halcón Rojo —y también, ¡hacía tanto tiempo!, amante ocasional de un jovencísimo franciscano… Los recuerdos me conmovieron más que el susto: el rostro de esa joven tan cariñosa como enérgica pareció revivir a la luz oscilante de las antorchas. Su muerte tampoco me tomó desprevenido, sólo confirmó mis temores de que tampoco el Halcón Rojo estuviera ya entre los vivos. Madulain siempre había sido, a lo largo de su movida existencia, mujer consecuente, y había seguido a su esposo hasta en la muerte. Cuando me atreví a mirar otra vez, la camilla ya había entrado en el castillo.
El joven Baitschu no era muy feliz. No porque ahora tuviera que regresar, escoltado, junto a su padre Kitbogha, el comandante supremo de todas las fuerzas armadas mongoles en Siria. Al fin y al cabo no tenía nada de qué avergonzarse. Sino porque tuvo que comprender por la fuerza que, con la media centuria justa que el general Sundchak había destacado para acompañarlo, era imposible asaltar el castillo de Beaufort. De todos modos, los jinetes estaban desilusionados por no poder participar en la conquista de Sidón ni hacerse con el correspondiente botín. No habrían aceptado dar un rodeo por Beaufort, donde no había nada que pillar. Baitschu, en cambio, ardía en deseos de liberar de las garras del bandolero Julián al Trencavel, al que adoraba, junto con sus compañeros. Si por él fuera, habría castigado duramente a ese granuja cobarde, toda vez que Sundchak se negaba a comprender que el verdadero malhechor estaba allí, en Beaufort. Era muy posible que éste se estuviera riendo constatando que los mongoles se dirigían a Sidón para emprenderla contra los templarios…
La idea fija de que la orden caballeresca del Templo de Jerusalén era el enemigo principal al que se debía derrotar sin piedad, como en el pasado habían hecho los mongoles con los "asesinos", el general Sundchak la había metido en las cabezas de sus guerreros no bien iniciada la marcha desde Damasco: ¡no se harían prisioneros! Cada caballero de la orden atrapado debía ser liquidado sin contemplaciones.
Sundchak era perro de presa y matarife a la vez, la princesa Yeza tenía toda la razón. Pero por desgracia, se lamentaba Baitschu para sí, su señor padre sentía una inexplicable debilidad por ese hombretón de cuello de toro. Lo apreciaba por su lealtad, aunque lo más probable fuera que Kitbogha no quisiera ensuciarse las manos, mientras que Sundchak metería con deleite los brazos hasta los codos en la sangre de sus enemigos.
Baitschu batallaba con la injusticia del destino, del suyo en particular, cuando de repente los jinetes que cabalgaban a sus espaldas rompieron en un loco griterío y subieron galopando por una pendiente rocosa lateral, como si hubiesen descubierto un asado apetitoso, una gacela de monte o un ciervo. Desde la senda, Baitschu sólo pudo distinguir el aleteo de una ropa blanca entre las piedras, pero no consiguió ver la cara del fugitivo. Los más avanzados ya habían levantado el arco y colocado las primeras flechas, con todas las dificultades que comportaba hacerlo a pleno galope. Las dispararon sin vacilar… Su presa cayó derribada por encima de las rocas y rodó por la pendiente pedregosa. Quedó tumbada en un caminito por encima de los que esperaban abajo, en la senda. ¡Un templario! La cruz se destacaba, muy roja, sobre su pechera, pero pronto se fundió con una enorme mancha de sangre: llevaba dos y hasta tres flechas clavadas en el sitio donde hasta hacía poco aún latía un corazón. Aterrorizado, Baitschu miró el pálido rostro de David, el taciturno templario manco, al que creía al resguardo con los demás prisioneros en la cisterna del castillo.
Baitschu saltó furioso del caballo.
—¡Idiotas! —exclamó, dirigiéndose a los que habían disparado y que se sentían orgullosos de su hazaña—, ¡habéis matado a un amigo!
No podía llorar ni ser injusto, pues esos tontos no comprendían la situación.
—¡Traedle aquí! —ordenaba a los que, estupefactos, rodeaban el cadáver, cuando desde las rocas descendió otra figura que arrastraba dos caballos por las riendas. Sin ocuparse de los mongoles, se arrodilló junto al muerto.
—¡Señor Terèz! —gritó Baitschu al conmovido caballero—. ¡No lo he podido evitar!
—Yo tampoco —respondió el de Foix—. ¡Lo había perdido de vista!
El jefe de la escolta se acercó con aire contrito al hijo de Kitbogha.
—¿Qué debemos hacer, Baitschu?
—¡Os lo diré yo! —intervino Terèz de Foix con extraña decisión en la voz—. Siempre que estéis de acuerdo —se dirigió más a Baitschu que al jefe de la escolta, de modo que éste asintió, resignado.
—¿Beaufort? —comprendió Baitschu y la alegría asomaba en su voz.
—El precio ha sido alto, e innecesario —le expuso Terèz—, al menos debería servir para algo…
—Dejo el mando en vuestras manos, Terèz de Foix —proclamó Baitschu con valentía, y el jefe de la escolta parecía estar de acuerdo. De modo que emprendieron camino.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
Debo confesar que los horribles rumores que llegaron de la ciudad asaltada a nuestra isla inconquistable no me conmovieron demasiado. Unos pocos se habían arrojado a las aguas del puerto y llegaron nadando al Qal'at al-Bahr. Nos informaron de que los mongoles mataban a toda persona viva que encontraban, sin mirar a quién. Casi todos eran enfermos e inválidos que no habían podido refugiarse en la ciudadela por ser tan escarpado el camino. Eso ya no importaba. Apenas los conquistadores hubieron transformado Sidón no ya en un cementerio, sino en un matadero, y sin que nadie se preocupara de los cadáveres que yacían por doquier, volvieron a reunir sus fuerzas e iniciaron el asalto al Qal'at al Mu'azzam. Sobre los defensores aterrorizados y de todas direcciones caía una lluvia de flechas incendiarias y "fuego griego" en ollas de barro, arrojadas por encima de las murallas, cuyos ocupantes pronto se cansaron de atender a todos los puntos en peligro. Cuando aparecieron los primeros mongoles sobre las almenas, la defensa sucumbió. Quienes murieron luchando pudieron considerarse felices; los supervivientes murieron de la manera más feroz, mujeres, niños… sólo los muchachos y muchachas jóvenes permanecieron unas cuantas horas más con vida, el tiempo que necesitaron los vencedores para violarlos.
Puesto que Yeza no me quería ver, ¡ni quería ver a nadie!, permanecí casi todo ese tiempo en el recinto de la torre situado en un extremo de la fortaleza, allí donde ésta asoma al mar. Es posible que los templarios almacenaran allí sus reservas de vino. Las cubas estaban vacías, pero después de revisarlas a fondo encontré una que tal vez habían olvidado. El contenido era de excelente calidad. Consideré que ese espacio carente de ventanas, accesible sólo por una intrincada escalera y con una cuba llena, era mi secreto exclusivo. Sólo hablé de ello con Yves, porque sabía que era abstemio, y porque además él tenía que saber dónde encontrarme. Una pesada puerta de tablones de roble y guarnecida con hierros daba evidentemente al mar. Por una única saetera inclinada podía ver el lugar donde un estrecho sendero bajaba hasta el agua. Las rocas habían sido trabajadas con todo esmero, dejando en la orilla un cuadrado libre sobre un canal, y el oleaje azotaba el pie de mi torre. Desde el zócalo, un estrecho puentecillo de piedra, no más alto que un hombre, conducía exactamente hasta ese puerto en miniatura. La ensenada artificial era demasiado estrecha y pequeña para acoger siquiera una barca de remos normal. Después lo comprendí: por allí llegaban las cubas de vino, el agua las traía a la ensenada y de alguna manera las subían a la puerta de dos batientes. Había intentado repetidamente abrirla, dos manetas de bronce bellamente trabajadas invitaban a hacerlo, pero no lo conseguí. De modo que no me quedó más remedio que tomarme otra copa del buen tinto, al que clasifiqué como Borgoña seco.
Me parecía difícil soportar mi situación si no bebía un poco. Bien, habíamos encontrado en el Qal'at al-Bahr un refugio seguro; para mi disgusto también lo había encontrado el horrible Naimán. Al igual que nuestros anfitriones, los templarios, confiábamos en que la fortaleza sería imposible de conquistar. Los mongoles no sabían nadar ni disponían de flota. Habíamos cortado la comunicación con la tierra firme. Por mar se acercaba algún que otro barco con provisiones, casi siempre de genoveses que, en el peor de los casos, también nos sacarían de allí. Todos esperábamos ese momento, y la espera nos carcomía la paciencia. Se añadía a ello un presentimiento: Yves el Bretón estaría acechando la ocasión para escapar de esa isla rocosa con Yeza y conmigo. Se le había metido en la cabeza que lo mejor sería, única salvación posible, llevar a Yeza, para saberla segura, al castillo de Schaha. Mi única esperanza era la resistencia que opondría Yeza, que de ningún modo quería ir a parar allá. De ahí que ya no le dirigiera la palabra al Bretón. En cierto modo Yves tenía razón, sobre todo si pensaba en lo sucedido en Sidón. No podíamos ver nada desde allí, pero el olor dulzón de la putrefacción de los cuerpos nos llegaba hasta el Qal'at al-Bahr, y lo probable era que las cosas siguieran igual, ¡sobre todo si los mamelucos se aprestaban a luchar!
El verdadero problema era la condenada situación, el hecho de que ni con la mejor voluntad, tal vez por mostrarnos demasiado débiles, conseguíamos reunir de nuevo a Roç y Yeza; era como una maldición. Esto habría obligado probablemente a todas las partes a revisar sus ideas, a concretar sus posiciones. Pero en esa situación tan confusa en que se encontraba la pareja real, representando más una imagen idealizada y espiritual que una realidad política, era fácil aplazar todas las decisiones, mientras moría más y más gente por ambas partes. ¿Y Roç? ¿Y Yeza? ¿Acaso no se desgastaba también su ilusión con cada día que pasaba sobre la tierra devastada?
Mi malhumor apenas podría haber empeorado cuando vi que Naimán bajaba cojeando la escalera de piedra a mi bodega de clausura. Parecía conocer el terreno. Sin siquiera preguntarme agarró las manetas de bronce de la puerta, abrió los pesados batientes un poquito y miró con mucha atención hacia afuera. Eché una mirada por la saetera: el velero rápido estaba maniobrando no lejos de la costa rocosa, en medio del oleaje.
—¡Me están esperando! —me informó el espía, quizá para subrayar la importancia de su persona, quizá para hacerme enfadar.
—No creo —intenté provocarle alguna inseguridad—, que en la situación actual el comendador os permita escapar como único pasajero en una nave de la orden.
Naimán me miró con aire divertido, después sacó una bolsa llena y me hizo mirar dentro, cosa que me repelía. Estaba repleta de monedas de oro.
—Ya he sobornado al capitán… —dijo como a la ligera—. ¡Y también os podría comprar a vos, William de Roebruk! Todo depende de la suma…
Me habría gustado estrangularlo sólo con pensar en la mala jugada que le había hecho al Halcón Rojo, pero no me atrevía a ponerle la mano encima. Naimán no me veía como un peligro. Metió de nuevo la mano en su bolsa, que llevaba colgada del hombro, listo para emprender viaje, y sacó un diminuto frasco de vidrio.
—Sabu nuqat lil maot, la "muerte de las siete gotas" —me tradujo con gesto amable—. A mí no me queda tiempo ahora para intentar convenceros, William, ¡pero os considero un hombre de palabra!
Compuse una expresión facial que no servía precisamente para animarlo.
—… En lo que se refiere a la efectividad, frailecito, recordaréis a la esposa de vuestro amigo, el Halcón Rojo… —disfrutaba el granuja con mi pesar—. La saratz acudió para vengar la muerte del emir en mi persona… —y empujó la bolsa llena y el frasquito en mi dirección, por encima de la mesa—. Es decir, si en El Cairo me entero de que la princesa Yeza ha muerto inesperadamente…
—¡Jamás! —le grité, pero me limité a decirlo en lugar de arrojarle a la cabeza el frasco de veneno o la bolsa repleta…
—… recibiréis diez veces esta cantidad, que no es más que un pago a cuenta —prosiguió con aire de satisfacción—. Suficiente para adquirir una bonita casa en el bello país de los francos, con un jardín de rosas olorosas y tres mujeres jóvenes que os…
No pudo seguir porque en lo alto de la escalera se presentó con mucho retintín de espuelas y blandiendo su gigantesca espada el señor Yves. Al parecer, Naimán no temía a nadie más que al Bretón. Salió disparado hacia la puerta de roble y se deslizó por la ranura abierta.
—¡Cerrad detrás de mí! —me susurró, pues esperaba que el señor Yves no se hubiese dado cuenta de su presencia. Pero no le sería tan fácil escapar a ese granuja. Con ambos brazos abrí los dos batientes de la puerta, que cedieron con suma facilidad, para que el Bretón pudiese atrapar aún al fugitivo.
—¡Naimán huye! —le grité al señor Yves, que se iba acercando con paso pausado, cuando oímos un grito estremecedor seguido por unos alaridos como provenientes de algún animal. Corrí a mi saetera mientras Yves cerraba lentamente la puerta.
Lo que vi me heló la sangre en las venas. Dos horquillas curvas con las púas oxidadas, probablemente pensadas para recoger una cuba de vino, emergieron del mar ¡y en sus dientes horribles tenían sujeto y clavado a Naimán! Las púas atravesaban su cuerpo; poco a poco sus gritos se fueron apagando, y casi con cuidado, en la misma medida en que el Bretón cerraba la puerta, las horquillas volvieron a sumergirse en el mar, se ocultaron de nuevo entre las rocas dispersas en la arena y se llevaron consigo a su víctima. Me pareció que, apenas cubierto por el agua, su ojo desviado me miraba.
—Ese muerto lo tenéis vos sobre la conciencia, William —me comunicó el Bretón como queriendo tranquilizarme—. Al abrir la puerta con tanta prisa, el pacífico mecanismo elevador se ha acelerado como una trampa mortal…
Supuse que Yves no esperaría de mí un gesto de pesar y mucho menos de arrepentimiento. Ese personaje vil, infame y diabólico había hecho mucho daño a otros, y yo, William de Roebruk, había conseguido parar los sucios pies al primer espía del sultán.
En el castillo de Beaufort, Terèz de Foix se presentó al señor de la fortaleza. Julián estaba atónito ante semejante insolencia. De sus hombres sólo había regresado uno, y con las manos vacías. De modo que Baitschu habría conseguido refugiarse con los mongoles. Por otra parte, no era nada seguro que esos cabezas de bola hubieran descubierto el escrito traicionero que David llevaba encima, si es que el templario había caído en sus manos. Julián llamó, alarmado, a su mujer. Pero antes aún de presentarse Juana, el desvergonzado Terèz empujó al señor Julián hacia la ventana y señaló la pared rocosa que tenían enfrente. Estaba llena de mongoles que los miraban fijamente. Y lo peor era que en medio de ellos estaba sentado David, el templario manco, sujeto por ambos brazos y con la inocentona mirada dirigida directamente hacia él.
Juana se acercó y de un vistazo se hizo cargo de la situación. La cruz roja con extremos en forma de garras relucía como pintada al fuego, pero este hecho estaba muy lejos de remorderle de conciencia.
—Habrán encontrado la carta —opinó la hija de Hethum con aire triunfador —y por lo tanto, ¡estarán convencidos de nuestra inocencia!
Terèz no entendía de qué estaban hablando.
—No saben leer —intentó adentrarse en terreno ignoto, -y mientras no conozcan el contenido de esa carta, la sospecha seguirá pesando sobre vos y sobre Beaufort…
Juana lanzó a Terèz una mirada agresiva.
—¿Cómo anular sospecha tan pérfida? —se rebeló—. El honor de nuestro nombre…
Terèz hizo un gesto de apaciguamiento y señaló de nuevo hacia la pendiente rocosa: en lo alto y entre las rocas asomaban ahora las puntas de las lanzas de otros guerreros mongoles.
—No vienen en son de guerra —opinó Terèz, mostrándose sensible a los temores de la mujer—. Lo único que he tenido que prometer a esos bravos guerreros es que podrán asistir en primera fila al espectáculo de la recogida de vuestro querido huésped, al que llevaré en solemne comitiva hacia Damasco.
Julián no arrojó por esta vez una mirada interrogadora a su esposa. Prefirió clavar su único ojo en su espalda, apoyada en la ventana como si la cosa no fuera con ella.
—¡Traed al Trencavel! —ordenó al último hombre que le quedaba—. También a sus dos compañeros… —y Julián quedó un instante pensativo—. Mi esposa y yo deseamos despedirnos del famoso héroe con todos los honores. ¡El Trencavel debe guardar un buen recuerdo de Beaufort!
La señora Juana sonreía con aire de satisfacción: ¡una vez más habían tenido suerte!
—Deseamos encargar a Roç que transmita nuestros mejores saludos al comandante supremo Kitbogha —se dirigió la mujer a Terèz—. ¡Sentimos el mayor aprecio por el pueblo mongol, que nos ha regalado la esperanza de ver instaurado un reinado de paz personificado en la pareja real!
Terèz de Foix apretó los dientes, hasta el punto de que se podía oír que rechinaban.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
No podría calificar sino de griterío la fuerte discusión que se produjo entre la princesa y el Bretón, que resonó por todo el Qal'at al-Bahr, al menos en el ala en que Yeza estaba retenida por orden del comendador. Probablemente el señor Yves le había comunicado que se la llevaría de allí para resguardarla en la fortaleza del tesoro de los mongoles, el castillo Schaha, junto al lejano lago Urmiah. El Bretón ya me había comunicado su plan, y también me había dicho que utilizaría para este fin el velero rápido de la orden. Sólo yo sabía, sin embargo, que Naimán había sobornado al capitán de esa nave, pero no revelé a Yves esa circunstancia, que después de lo sucedido me pareció que carecía ya de interés. El velero seguía allí donde el agente egipcio había dispuesto que estuviera, a través de mi saetera podía observar su elegante popa, aunque cada vez que miraba en esa dirección veía también el rostro del muerto Naimán. Su ojo desviado miraba al barco, y estaba rodeado de muchos pececillos hambrientos…
Yves el Bretón entró en mi cueva. Me pareció que había llegado al colmo de sus fuerzas y de su paciencia. Le ofrecí mi copa llena, pero la rechazó con gesto intempestivo.
—¡La princesa grita y se niega! —suspiró—. Está como loca y no sé cómo apaciguarla…
—¿Estará pensando en Roç? —pregunté, compasivo.
—¡Dice que no quiere que la entierren en vida!
—Pues yo la comprendo —tomé un buen trago—. ¿No hay otra solución?
Yves me concedió una mirada cargada de conmiseración.
—Si vos, William de Roebruk, podéis haceros garante de su seguridad —dejó la mofa de lado y prosiguió con aire de malhumor—, una seguridad para la cual ni siquiera el poderoso Kitbogha ve otra salida…
—Lo mejor sería —aduje, haciéndome el listo —que llevaran también a Roç a Schaha, entonces volverían a estar unidos y podrían…
—¡Pues que sea otro el que ponga manos a la obra! —me espetó con aire irritado—. A mí me basta con la joven dama. Y si vos, William, no podéis hacer propuesta más útil, ¡sería mejor que sólo abrierais la boca para seguir bebiendo!
Furioso, se dirigió de nuevo a la escalera.
No quise quedarme tan desairado.
—Naimán —dije rápidamente —me dejó un frasquito… con veneno —y lo saqué de mi bolsillo y lo dejé encima de la mesa—. Sabu nuqat lil maot, la "muerte de las siete gotas", es el nombre que le da… ¡y me inclino a creerle en esta ocasión!
El Bretón sopesó el frasco en la mano, se lo notaba pensativo.
—La cuestión sería saber cómo actúa —y sostuvo el frasco contra la luz que entraba a través de la saetera—, y qué efecto se consigue con una o dos gotas. ¿Malestar o aturdimiento?
—El único que podría decirnos algo —me ofrecí para ayudarlo en sus reflexiones, señalando con el pulgar hacia el lugar donde Naimán, clavado en las púas, seguía pudriéndose en las aguas poco profundas—, ¡ruhu illa yahanam! ¡Que su alma siga tostándose en el infierno, como suele decirse por estas tierras…!
—Habría que conocer la dosis exacta… —murmuró el Bretón, y me pareció que dirigía su mirada a mi copa llena—. Ahora mismo ¡sí me apetece un trago de esa cuba que guardáis con tanto cariño!
Muy contento fui a buscar otra copa y la llené casi hasta arriba.
—Deseo compartir vuestro brindis —dijo el Bretón con entonación despreocupada—. A propósito, podríais mirar si el diablo ya ha venido a buscar a ese granuja…
Me acerqué bien dispuesto a mi lugar de observación: las olas seguían jugueteando con el cabello ralo de Naimán, y me pareció que su mirada era más estrábica que nunca.
—¡A ése no lo quiere ni el diablo! —me dirigí de nuevo al Bretón.
Elevamos nuestras copas y nos miramos con una sonrisa satisfecha a los ojos, bebimos… el precioso líquido atravesó mi garganta, sentí que me inundaban el calor y el cansancio, mis miembros me pesaban como el plomo… quise decir algo, pero me era imposible separar los labios…