La muerte del Halcón Rojo

IMAGE El mando del ejército mongol celebraba una reunión en Damasco, en el palacio vacío del sultán. La presidía el anciano Kitbogha, visiblemente afectado por los golpes de los últimos días. Su sobrino Jazar había muerto, su hijo menor Baitschu, al que el anciano amaba de manera especial, había desaparecido sin dejar rastro desde la última traicionera intervención de los templarios, que, al parecer, se habían aliado con el bandolero Julián de Sidón. Lo mismo podía decirse de la pareja real, en la que todos los mongoles tenían depositada su esperanza.

—… sobre todo —relató el anciano ante los últimos generales que quedaban para escucharlo —desde que se ha marchado nuestro venerado il-jan y el ejército mongol ha quedado considerablemente debilitado…

Esa postura tan fatalista indignó al general Sundchak.

—¿Por qué lamentarse de la desaparición de esos inútiles reyes de la paz? —y lanzó su mirada de perro de presa a su alrededor, con intención de agredir directamente al anciano—. Hemos perdido dos centurias por culpa de la incapacidad de quien las mandaba, que además…

El comandante supremo levantó su mano con un gesto imperioso que lo hizo callar. Kitbogha estaba furioso.

—General Sundchak —tronó su voz—. Si vuestra visión estratégica lo considera conveniente, podéis ir a atacar Sidón y enfriar vuestras ansias, que veo están al rojo vivo, tocando el frío acero de los templarios…

—Con mucho gusto lo haría —refunfuñó el aludido—. ¡Les tocaré los huevos hasta que devuelvan el oro que, al fin y al cabo, pertenece al il-jan!

—¡Pues no tardéis en satisfacer tan urgente necesidad, pues necesitamos las tropas para cosas más importantes que vuestros deseos de tocar huevos ajenos!

Kitbogha contó con las risas de quienes los rodeaban.

—¿Qué otra cosa más importante puede haber —el rostro de Sundchak enrojeció— que castigar a quienes cometieron ese vil asesinato, ese robo insolente? ¿Acaso es más urgente ponerse a buscar a vuestra "pareja real"?

Hacía tiempo que el anciano Kitbogha tenía decidido no dejarse inmutar por las insolencias de su general.

—Nuestros hombres no resucitarán ni recuperaremos ese oro, que a estas alturas ya no debe de estar siquiera en Sidón —respondió en tono áspero—. Desde Gaza me llegan noticias de que el embajador que nuestro general ha enviado a El Cairo todavía no ha regresado…

El perro de presa quiso hacerse con el bocado.

—¡Ha llegado la hora de hacernos respetar, en lugar de quedarnos aquí en Damasco sin mover un dedo! ¡Esos mamelucos lo que hacen es mofarse de nosotros, en compañía de esos hijos de puta de los templarios!

Kitbogha seguía mostrándose tranquilo.

—Mientras estemos hablando de suposiciones vuestras y nadie nos toque los huevos —de nuevo tuvo de su lado a los que se reían—, me atendré a lo que nos recomendó el il-jan, ¡que nos quedemos en Damasco! —reflexionó unos instantes—. Hace tiempo que me arrepiento de haber cedido a vuestra insistencia y haber hecho avanzar a nuestras tropas hasta las fronteras de Egipto.

—¿De qué otra manera ibais a proteger Siria?

Sundchak quiso mostrarse deferente con su superior, que le pareció en los últimos días envejecido de golpe.

El anciano adoptó un tono conciliador.

—En este momento, no está en nuestro interés irritar a los mamelucos —explicó a sus generales—. Por esa razón he delegado en una persona neutral la misión de presentarse ante el sultán de El Cairo y asegurarle que no tenemos la menor intención de traspasar sus fronteras —y eso produjo cierta intranquilidad en la estancia, que podía interpretarse como una ligera protesta—. Yo estaría dispuesto a llegar a un acuerdo de no agresión, si es eso lo que conviene.

Sundchak adoptó el papel de portavoz de los descontentos.

—Habéis elegido para esa misión al que suele llamarse príncipe Constancio de Selinonte —se mofó—, al que aquí en Damasco conocemos bajo el nombre de Halcón Rojo y del que nadie sabe para quién espía. Aparte de que es un tipo con suerte, puesto que todavía nadie se ha atrevido a cortarle su traicionera cabeza.

Kitbogha hizo un esfuerzo por tragarse el disgusto.

—¡Fajr ed-Din es hijo del último gran visir de Egipto, y se lo considera un mediador excelente entre Oriente y Occidente!

—Pero aquí no se trata de un conflicto entre el cristianismo y el islam, sino de nuestra ambición mongol por dominar el "resto del mundo", por la imposición de nuestra pax mongolica, ¡y también se trata de la rebeldía de los mamelucos!

—Tenéis una visión muy clara de la situación, Sundchak, y hasta me sorprende —quiso elogiar Kitbogha a su perro de presa —y me pregunto ¿por qué no obráis en consecuencia? Por lo demás, he hecho acompañar al emir por una escolta mongol, con la intención de dejar claro el mensaje. Por cierto, él no quería llevar ese acompañamiento, ¡lo obligué!

—¡Supongo que sentirá vergüenza de presentarse en nombre nuestro, de los mongoles! —no pudo retenerse de observar Sundchak, aunque Kitbogha optó por pasar por alto esa observación.

—Tendrá que arreglárselas como pueda —respondió al otro, que seguía renitente—. Él busca la paz con los musulmanes y un porvenir feliz para los futuros reyes de la paz.

—Ya me lo imaginaba —dijo el general, y enderezó su robusto cuerpo—, ¡mientras que yo veo mi misión en conseguir que el mundo nos rinda respeto, como se debe! —y con estas palabras dejó la sala con pasos contundentes.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

En realidad, nadie se preocupaba de lo que yo hacía allí en Sidón, de modo que podía moverme libremente por la enorme ciudadela, una especie de cono rocoso empotrado en las murallas de la ciudad por el lado de tierra adentro; y por su puerto, protegido por una barrera de rocas naturales. Además, la bahía toda está protegida por el Qal'at al-Bahr, una isla fortificada que se considera inconquistable. A Yeza, en cambio, le estaba prohibido salir y entrar a su aire, y posiblemente el Bretón, con la excusa de los templarios y porque era importante proteger a la princesa, estaba de acuerdo. Lo seguro es que ambas partes consideraban indeseable que la estancia de Yeza en Sidón fuera conocida o que ella llamara la atención, como solía suceder donde quiera se presentaba. Ella misma parecía conformarse con esa situación. Había dejado de ser la reina del juego mongol que los jugadores mueven de un lado para otro, si bien ella misma sabía muy bien que los templarios obedecían igualmente a aquel poder secreto que se había propuesto, con Roç y Yeza, formar una pareja real que algún día reinara con la dignidad de auténticos soberanos. Yo veía dentro de todo este juego la mano invisible de la grande maîtresse, y no me sorprendería nada que un día resultara que también Yves el Bretón era miembro de esa misteriosa hermandad. De momento, Yves parecía un fiel perro guardián que vigila la entrada a las habitaciones de la princesa.

Apenas el gran maestre del Temple hubo regresado a Acre cuando un velero rápido de la orden entraba en el puerto. Me enteré de que la nave procedía de Egipto, lo que atizó mi curiosidad, por más que fuera un secreto a voces que los templarios, por muchas que fueran sus divergencias, mantenían desde siempre una relación estrecha con El Cairo. Muy pronto supe que había desembarcado cierto pasajero que ni siquiera consideró necesario disfrazarse: ¡Naimán el cojo! Regresé a la ciudadela tan deprisa como pude para comunicárselo al señor Yves. Pero después pensé que hablarle de la llegada del agente secreto del sultán le parecería poca cosa, y me dirigí rápidamente a la biblioteca situada detrás de la estancia donde solía trabajar el comendador. A través de la reja de madera que separa ambas habitaciones podía oír todo y ver mucho de lo que allí sucedía, sobre todo a quién recibía el señor Marc de Montbard, a quien no solía preocuparle mi presencia. La verdad es que tras un recibimiento muy formal por parte del templario, Naimán soltó enseguida las novedades que traía.

—¡El embajador que el general mongol ha enviado al sultán no ha conseguido audiencia!

Naimán prefirió ignorar el asiento que le ofrecían, y se paseaba arrastrando los pies y disfrutando de su propia descripción de lo sucedido.

—El ouasir al-khazna, el mayordomo primero, escuchó la solicitud del pobre hombre, después llamó a los guardias que lo habían acompañado y ordenó que lo sacaran del palacio "por la vía más rápida": lo que hicieron fue arrojar al embajador desde las almenas de la muralla palaciega sobre la vía empedrada del centro antiguo de El Cairo. ¡Allí la plebe lo agarró y lo arrastró hasta dejarlo muerto!

El comendador escuchó la historia sin signos de conmoción.

—No será por uno más o menos de esos cabezas de bola… —comentó con gesto despectivo, para gran desencanto del agente—, ¡lo que me interesa mucho más es el mensaje que iba a transmitir!

Naimán se dejó caer en el asiento, arrastrando con habilidad la pierna lisiada.

—Ese desvergonzado no solamente exigía que se les cediera toda Siria, sino la sumisión del sultán, ¡que aceptara ser vasallo de los mongoles!

Naimán quiso subrayar con su risa, parecida al balido de un macho cabrío, la estupidez de tal exigencia.

—Imaginaos a nuestro insigne sultán Qutuz echándose sobre el vientre para rendir homenaje…

—Depende delante de quién… —el templario le encontraba gracia al pensamiento—. ¿Delante del gran jan, delante del il-jan? —parecía estar considerando en serio las diferentes posibilidades.

—¡Delante de esa pareja real! —estalló Naimán indignado, y el comendador se alegró, pues ahora estaba seguro de que los mamelucos compartían su opinión, y cambió de tono.

—Esa ocurrencia lamentable de los mongoles… —bajó la voz: estaba oponiéndose a la postura oficial de su orden y las paredes eran traicioneras, detrás se ocultaba el oído de un minorita honrado— ¡nos traerá toda clase de dificultades!

La repentina confidencia de Marc de Montbard indujo al agente a dar un paso más.

—También podría llevarnos —quiso atraer la confianza del otro— ¿a que la flota egipcia acudiese en vuestra ayuda, si los mongoles pretendieran buscar venganza por lo de Baalbek?

—¡Eso no fue cosa nuestra! —el comendador pasó a adoptar un tono muy serio—. ¡Baalbek fue única y exclusivamente obra de la irresponsabilidad del señor Julián, que además nos debe mucho dinero!

—Y para que pueda pagar las deudas que tiene con el Temple, le habéis confiado el trabajo sucio, la matanza de Baalbek…

—¡Os juro que no sabíamos nada!

Naimán soltó una vez más su risa de macho cabrío.

—¡Eso se lo contáis al general Sundchak, que muy pronto acudirá a arrasar las murallas de esta ciudad! ¡De hecho, el fino señor Julián sigue siendo el titular de Sidón!

El comendador calló, muy afectado, pues se daba cuenta de que ese agente fanfarrón probablemente llevaba razón en cuanto decía.

—¿Cómo podría… ?

Naimán le hizo señas de que se acercara.

—¿Tenéis entre estos muros a cierta princesa…?

Yo había oído el nombre de Yeza con suficiente claridad para alertarme, pese a que ahora susurraban, y aunque el señor de Montbard acabó murmurando:

—Es un precio demasiado alto.

Abandoné entonces la biblioteca, alejándome de puntillas, crucé la puerta trasera y me dirigí a toda prisa a las habitaciones de la princesa. Yves el Bretón me detuvo.

—¡La princesa está en lugar seguro! —me tranquilizó cuando vio que la zozobra apenas si me permitía respirar.

—¿Qal'at al-Bahr?

El Bretón calló por toda respuesta. Regresé entonces y me encontré con que Naimán estaba solo. Si yo fuese un asesino o poseyera un puñal, habría podido aprovechar la ocasión para matarlo. Naimán debió de darse cuenta, por la expresión de mi cara, porque enseguida soltó su maldita risita.

—¡Tal vez fuese buena idea encargaros a vos, William de Roebruk, que encontrarais la forma de cometer un asesinato por envenenamiento!

—Con mucho gusto, Naimán, ¡si la víctima habíais de ser vos!

La respuesta le gustó y me devolvió el pago con la misma moneda.

—También podría sucederos algo parecido al destino de vuestro querido amigo, el Halcón Rojo, a quien tanto apreciáis, ¿qué os parece?

Me dejó unos segundos en suspenso, como si fuese un escarabajo pinchado en una aguja.

—¡A ese amigo vuestro le tengo preparada ya la tumba, y esta vez no dejará de caer en ella! —soltó una risa maligna—. Perderá la cabeza, o le alargarán el cuello… —se empeñaba en martirizarme—. ¡Todo depende de en qué manos caiga, una vez se enfrente a la jerarquía de los mamelucos!

—Hasta ahora —me rebelé— ¡el sultán siempre le había prestado oído!

—Hasta ahora —me devolvió Naimán el golpe— el venerable Qutuz no sabía que el príncipe Constancio de Selinonte es un falsario, que intriga contra los intereses de Egipto, que solivianta a los barones del "Reino de Jerusalén" para que combatan a los mamelucos y que está del lado de los mongoles. Vos mismo estuvisteis presente en Acre, William de Roebruk…

—¡Me presentaré como testigo en contra de vuestras acusaciones! —exclamé indignado ante tanta falsedad, y estaba dispuesto a actuar en consecuencia.

—¡Es demasiado tarde, hermano necio del tontorrón de Asís! Antes de que lleguéis al Nilo, a vuestro amigo se lo habrán comido los gusanos.

—¡El Halcón Rojo triunfará sobre vuestra maldad! —no quería darme por vencido ante esa rata de mirada torva—. Además, tiene amigos poderosos entre los mamelucos, como por ejemplo el emir Baibars, el famoso "Arquero", que por cierto también es un viejo admirador de la princesa Yeza.

Naimán se había cansado de reír.

—Precisamente a él le ha confiado el sultán el mando supremo militar —tuvo que concederme.

—Ya lo veis, Naimán, que no sois más que una serpiente envidiosa —le intenté devolver la ofensa—, y vuestros planes diabólicos no cuajarán…

Naimán me mostró un ojo sonriente.

—Para que el emir Rukn ed-Din Baibars Bunduktari no se pase de la raya en su admiración de la pareja real el inteligente sultán Qutuz se ha quedado al hijo del Arquero, el pequeño Mahmoud, como rehén en la corte —me pareció ver que hablaba con lengua bífida—. Todos sabemos que ese Arquero es un tipo peligroso, ¡y se le podría ocurrir entronizar a Roç y Yeza como virreyes en Siria! —el ojo de serpiente me miraba con fijeza—. ¡No todos los militares geniales, y Baibars lo es sin duda, son también políticos de talento! —en su mirada había ahora un frío helado que me llegó al corazón, y me hizo temblar—. También vuestro Halcón Rojo era un aventurero que muchas veces tuvo suerte, hasta podría calificárselo de héroe, ¡pero nunca podrá medir su ingenio con el mío!

Me sentí miserable y débil ante tanta diabólica maldad. Arrastrando la pierna, Naimán abandonó la estancia vencedor.

Poco después el comendador de los templarios se presentó en nuestro refugio de la fortaleza adentrada en el mar y exigió hablar cara a cara con Yves el Bretón, sin prestar atención a mi presencia. El señor Marc de Montbard estaba preocupado, y lo expresó de la forma siguiente:

—Os ruego, señor Yves, que os ocupéis de que la princesa sea retenida aquí entre las murallas seguras del Qal'at al-Bahr, ¡aunque sólo sea para protegerla de Naimán! —a lo que Yves asintió con expresión feroz, y Marc de Montbard prosiguió—: No estoy dispuesto a dejarme quitar fácilmente de las manos esta prenda, ni muerta, como pretenden los mamelucos, ni viva, como esperan los mongoles.

Yo tenía claro, y supongo que Yves también, que podía haber más gente interesada en alguna de las dos variantes. Lo bueno era que Yeza no sospechaba nada.

IMAGE La antigua cisterna estaba alejada del castillo, bastante más abajo que la gigantesca fosa tallada en la roca. Hacía décadas que no se utilizaba, pues el suministro de agua transcurría ahora por el interior protegido de los muros de Beaufort. Ese espacio apartado, subterráneo, era amplio y seco, y desde arriba entraba la luz del sol por el orificio redondo de llenado, que ni siquiera estaba enrejado. De todos modos, un prisionero no habría podido huir por allí, pues estaba muy alto en medio del techo abovedado. Cada día bajaban desde arriba una cesta de comida para Roç y sus compañeros, y una cuba de madera con agua fresca. Lo que los apesadumbraba era el silencio absoluto, la marginación total, saber que no los oía nadie, fuera de ellos mismos. Todos estaban de pésimo humor. Guy de Muret era el más intranquilo, padecía muchísimo en la inactividad forzada, caminaba rozando las paredes, sus ojos de zorro no hacían más que estudiar cualquier anomalía que pudiese mostrarles un camino hacia la libertad. Muy por encima de sus cabezas, apenas un pie por debajo de donde iniciaba la curvatura de la bóveda, transcurría una cornisa que posiblemente ocultara la canaleta de derrame, y ésta tendría que acabar finalmente en un tubo… Hasta aquí había llegado en sus reflexiones, inteligentes pero del todo inútiles: les era imposible alcanzar siquiera esa altura. Pero después Pons descubrió un gancho de hierro en lo alto de la pared. El más hábil de ellos, Roç, consiguió finalmente atar las cuerdas de la cesta y de la cuba y al cabo de muchos intentos fracasados logró colgar la cuerda del gancho saliente.

Baitschu era sin duda el más liviano. Lo sentaron en la cesta y lo izaron muy cuidadosamente hacia el remate. El muchacho demostró ser muy ágil, se metió por encima del reborde de la canaleta… ¡y desapareció de su vista! Baitschu recorrió todo el resalte hasta comunicarles, orgulloso, que había descubierto la salida de derrame y que veía la luz del día al final del tubo, pero que el desagüe le parecía muy estrecho. Mientras comentaban su descubrimiento oyeron voces en lo alto de la cisterna. Los hombres del señor Julián se inclinaban sobre el orificio de llenado y llamaban a David el templario. Todos se asustaron mucho —sobre todo el silencioso David, que se pasaba el día acurrucado en un rincón probablemente rezando, según se mofaba Guy.

—¡Quieren matarme! —dijo, y todo su cuerpo temblaba.

El gordo Pons intentó calmarlo:

—Más bien intentarán ponerte en contra de nosotros…

—¡Yo no me quiero separar de vosotros! —se dirigió el templario manco en tono de ruego a Roç—. ¡Decidles que me niego!

Los de arriba habían escuchado todo.

—¡No os sucederá nada! —le gritaron desde allí—. Os llevaremos a presencia de la señora Juana.

Eso sorprendió aún más al grupito del fondo de la cisterna, pero los hombres que asomaban por arriba no querían perder más tiempo. Bajaron un soporte de madera atado a una soga fuerte.

—¡Si no subís ahora se os acabó la comida a todos!

La amenaza tuvo su efecto. David abrazó a los compañeros, se colocó en el soporte y lo subieron así, de pie. Cuando volvieron a estar solos, llamaron a Baitschu. El muchacho no respondió, de modo que les cupo la esperanza de que hubiese escapado por el tubo de derrame.

—Si se hubiese quedado atascado —intentó tranquilizar Guy a los preocupados compañeros—, ¡habría gritado auxilio!

Ninguno quedó muy convencido. Suponían que quedarse atascado en un sitio muy estrecho puede impedir gritar, por mucho que uno abra la boca. Callaron todos, tendieron el oído hacia el silencio. ¡Nada!

A David lo llevaron, en efecto, a presencia de la señora Juana. No a su camerino en lo alto de la torre, sino a la lavandería, donde la señora del castillo lo esperaba.

—¿Me queréis bañar? —preguntó asustado el hombre a la dama, rodeada de doncellas y criadas sonrientes ante una cuba que despedía vapor.

—No os iría mal —declaró la señora, sonriendo también—. Despediríais mejor olor y podríamos lavar también vuestra clamys, que volvería a ser blanquísima, como debe ser. Ahora parece más bien el hábito sucio de un minorita… ¡en realidad, es una vergüenza para la orden a la que pertenecéis, siempre tan cuidadosa de su imagen!

David miró sorprendido sus propias ropas, a las que nadie podía calificar de blancas. De modo que se despojó del manto y lo entregó a las criadas. La señora Juana lo miró de manera especial, pero el templario no sintió agobio ni temió perder su castidad, a menos que él mismo deseara desembarazarse de la regla estricta de su orden. Pero David permaneció imperturbable, y a la dama no le quedó más remedio que echar mano de otros medios.

—¡Lleváis un jubón muy gastado! —exclamó en tono de falsa indignación, y lo agarró por la pieza que lo cubría, una pieza delantera de cuero y otra a la espalda, unidas por una áspera entretela de saco que hacía también las veces de forro y que la orden prescribía no tanto para comodidad del portador como para su permanente tormento. La señora Juana desgarró esa tela con manos expertas que no admitían peros.

—¡Oh! —dijo a continuación, y en su voz había una petición de disculpa—. Tendremos que volverla a coser, de arriba abajo.

Dejó al templario completamente desarmado, confuso, inundado por una oleada de vergüenza.

—¡Venga ese jubón! —susurró Juana, y dio un tirón.

El templario manco la dejó hacer. No quería quedarse con el pecho desnudo frente a tanta mujer joven y estuvo de acuerdo en que lo envolvieran en un paño, tras lo cual se metió en la cuba humeante. Las mujeres empezaron a frotarle la espalda con el agua jabonosa, sintió que le frotaban los hombros… Cerró los ojos.

Juana entró resplandeciente de orgullo en el camerino donde la esperaba su esposo.

—¡Lo tengo! —y blandía como un trofeo de caza el jubón desgarrado que olía a mil demonios.

—¡Dadme ahora mismo esa carta —le exigió— para introducirla debajo del forro nuevo!

Con una sonrisa triunfante, Julián sacó del bolsillo de la pechera el pergamino que traía preparado, muy arrugado.

—¡Lo he hecho golpear y aplastar durante largo tiempo, para que no haga más ruido que un ratón oculto en una despensa!

Juana comprobó la afirmación de su esposo y, seguida por sus doncellas, la avispada señora de la casa se retiró a sus habitaciones.

IMAGE Inmediatamente después de dejar atrás la ciudad de Gaza, ante los viajeros se extendía el amplio desierto del Negev. Tras su conquista por los mongoles, la última localidad antes de llegar a la frontera con el territorio del sultán de El Cairo había sido dotada de una fuerte guarnición, que podía interpretarse desde luego como una amenaza para el país vecino de los mamelucos. El Halcón Rojo y su esposa Madulain, que lo acompañaba, viajaban rodeados por una numerosa escolta, que el general al mando de los mongoles había reforzado más aún. No obstante, la antigua princesa de los saratz se sentía antes vigilada que protegida. Madulain reprochaba a su esposo que hubiese aceptado la misión tan delicada que le había encargado Kitbogha.

Atravesaban ahora esa tierra de nadie que, como el Halcón Rojo sabía perfectamente, siempre había sido objeto de reivindicación por Egipto, y cruzaban por delante de varios castillos abandonados por los cruzados, y albergues y caravaneras vacías.

Aparte de mucha arena, nada había por allí que valiese la pena conquistar. Era fácil, en cambio, perder una batalla. El Halcón Rojo avanzaba a ritmo lento, quería evitar por todos los medios que se interpretara su viaje como una incursión violenta en ese territorio.

Por fin, al cabo de dos días, se toparon con una avanzadilla de los mamelucos. Sus puestos de observación ya habían avisado su llegada, de modo que de repente, en medio de las dunas, se vieron rodeados por un número muy superior de jinetes armados con lanzas. Después de varias horas de cabalgada llegaron al campamento egipcio.

Al mando del ejército estaba el famoso emir Baibars. Mientras la escolta mongol se veía separada sin más del Halcón Rojo, Baibars, guerrero experto, se tomó su tiempo para dejar muy claro que los mongoles eran considerados prisioneros de guerra. Sólo entonces concedió una entrevista al "mensajero", término con el que expresaba su acusado desprecio por el pretendido título de embajador. Hicieron saber a Madulain que su presencia no era apreciada. Baibars trató al emir Fassr ed-Din como a un extranjero, pese al tiempo que hacía que se conocían, y evitó que se creara un ambiente de confianza como puede existir hasta entre enemigos declarados, una actitud distanciadora que al Halcón Rojo le pareció bien. Presentó sin rodeos y en nombre de Kitbogha el mensaje que le habían encargado: que los mongoles sólo albergaban intenciones de paz frente al sultán de El Cairo…

—Llegáis tarde con esa declaración —le reprochó Baibars—. ¡La conquista de Nablús y, sobre todo, de Gaza revela otra cosa!

El Halcón Rojo venía preparado para esa objeción.

—No será obstáculo para concertar un armisticio —dijo con gesto apaciguador—. Nosotros retiraríamos las tropas de esas plazas, si insistís en ello…

—¡Ya decís "nosotros", Fassr ed-Din! —retó Baibars con la mirada atenta de un oso de pelea; y asestó al Halcón Rojo un nuevo golpe—: ¿Qué lleva en realidad al hijo renegado de padres egipcios al atrevimiento de entregarse en nuestras manos?

—¡Lo sabéis muy bien, Rukn ed-Din Baibars! —le devolvió éste la provocación—. ¡No me importan los mongoles!

El oso enderezó su cuerpo robusto.

—¡Vuestro padre sirvió hasta el último aliento y con humildad al degenerado último sultán de los ayubíes!

El Halcón Rojo se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua: "El gran visir murió en batalla, defendiendo Egipto contra el rey de los francos; el sultán, en cambio, murió por mano asesina, ¡la vuestra, Baibars!", y se apresuró únicamente a aclarar:

—De todos modos, ¡era un descendiente del gran Saladino!

El oso empezaba a irritarse.

—¿Y queréis que los ayubíes vuelvan a ocupar el trono?

La mofa implícita no ofendió a su interlocutor, pero de todos modos el Halcón Rojo decidió hablar claro.

—No —observó en tono tranquilo—. Atendiendo a mi sentido común he luchado toda mi vida por un entendimiento entre Oriente y Occidente, lo cual puede que merezca vuestra burla… —sintió que renacía su orgullo por haber elegido un halcón rojo como distintivo de su escudo—. Pero mi corazón late por la causa de Roç Trencavel y Yeza Esclarmunda, la pareja real destinada a instaurar un reinado de paz en este mundo, un mundo de miseria y de guerra.

No consideró que palabras tan altisonantes pudiesen ser tachadas de ridiculas, aunque a Baibars, que ya tenía preparado el próximo golpe, le arrancaron una sonrisa.

—Querer sentar a esos dos en un trono, en Damasco o en Jerusalén, o en El Cairo mismo —su voz adquirió un tono de dureza—, es sinónimo de alta traición, ¡pues todas las tierras, hasta los ríos Éufrates y Tigris, pertenecen exclusivamente al sultán de El Cairo!

El Halcón Rojo no quiso acusar el golpe y prosiguió en el tono anterior.

—¿Qué le importaría al sultán dejar gobernar a Roç y Yeza, bajo su protección, allí donde desde la muerte de Saladino no reinan más que el odio y la violencia?

El emir de los mamelucos miró extrañado a su interlocutor.

—Vuestros amigos cristianos tienen bastante culpa de que no sea posible —opuso su reparo—. ¿Cómo os imagináis eso? —se esforzó Baibars por no retomar el anterior tono acusador; ahora más bien parecía pedir comprensión—. ¿Pretendéis que el sultán musulmán de El Cairo tolere en su territorio, y por tanto se haga responsable de ello ante Alá, tolere, digo, en ese suelo sirio empapado de la sangre de los mártires de la verdadera fe a una pareja de reyes cristianos?

El Halcón Rojo emprendió decididamente el vuelo.

—El Trencavel y su princesa tienen tan poco que ver con la Iglesia de Roma como vos y yo —se había acordado a tiempo del misterioso origen de los "hijos del Grial", antes de describir nuevamente sus ilusiones—: ¡pero serían capaces de establecer la paz entre el islam y las ambiciosas órdenes militares, también con los barones del Reino de Jerusalén!

—Por lo que yo sé —respondió el mameluco en tono áspero—, esa gente no tiene mucha estima por vuestros protegidos —y movía la recia cabeza como si lo lamentara—. Ni siquiera pueden confiar ya en los templarios…

El Halcón Rojo sentía que se le cansaban las alas y, por mucho que deseara oponerse a lo irremediable, inició el vuelo de descenso.

—La orden ha perdido gran parte de su espiritualidad —se vio obligado a conceder—. Ha perdido esa irradiación mística desde que se orienta hacia la adquisición de bienes terrenales, desde que pretende disponer de lo que suele llamarse "bienes tangibles", en lugar de confiar en la fortaleza del espíritu y en sus reglas elitistas…

Baibars no pudo evitar mostrarse de acuerdo.

—¡Las fuerzas que en su día respaldaban a la orden, han renunciado ellos mismos a sus supuestos poderes mágicos! —pero no estaba dispuesto a enredarse en las ideas de su oponente—. ¡El que hoy crea todavía en esa idea fantasiosa de un reinado sobrenatural de la paz, es que está loco! —aunque se le pasaba por alto que con esta observación ofendía gravemente a su interlocutor. ¿Acaso era su intención quebrar el valor y la voluntad del Halcón Rojo? Baibars prosiguió, sin inmutarse—: Lo que Siria necesita no son unas criaturas engañadas con promesas insostenibles, inmaduras y en definitiva dignas de lástima, sino una mano fuerte. Necesita la mano y el brazo armado de los mamelucos, que impondrán allí el orden y la paz, ¡y para conseguirlo tendrán que arrojar en algún momento a esos caballeros y esos barones al mismo mar por el que vinieron! —y aquí su mirada se posó pensativa, casi apesadumbrada, en el Halcón Rojo—. ¡De modo que ya podéis renunciar a vuestras ideas! —le quiso dar un último consejo, pero el interpelado apenas le hacía caso.

Por la entrada abierta de la tienda el Halcón Rojo vio cómo sus acompañantes pasaban, encadenados y castigados a latigazos. No tenía sentido indignarse, pero lo hizo, por guardar su dignidad.

—¿Qué les sucederá a esos hombres?

—Con suerte, les espera la esclavitud —dijo el mameluco con el ceño fruncido, asombrado por la actitud del emir—. De no ser vendidos como esclavos, serán entregados al pueblo de la capital, para que les aplique su venganza.

—¡Son mi escolta de embajador!

Baibars le miró con expresión de franqueza:

—¿Quién os asegura que no se hará lo mismo con vos? —pero pensó que debía a su oponente una explicación más amplia—. Aun si acepto, Fassr ed-Din, que no estéis conjurado con nuestros enemigos mongoles contra nosotros… —hizo una pausa significativa, para que las palabras que iba a pronunciar se destacaran en toda su crudeza—, ¡creo que estáis animando a los barones francos para que no vean a sus verdaderos enemigos en los mongoles, sino en nosotros! No me lo neguéis… ¡pero a los francos no les servirá de nada! —y otra vez intercaló un silencio, para aumentar el efecto de sus palabras. El Halcón Rojo no movió ni un músculo de su rostro—. Os traiciona vuestra actitud… ¿vais a negar lo sucedido en Acre?

Fassr ed-Din apretó los dientes y Baibars fue arrebatado por la violencia.

—¡Hace tiempo que habéis dejado de ser un egipcio, y tampoco sois ya un verdadero moslem sahih!

El acusado calló largamente, decidido a recuperar la serenidad. Después respondió:

—No me podréis robar mi creencia firme en Alá y en su profeta Mahoma, Baibars.

El mameluco se levantó con gesto pesado la discusión había hecho mella también en él.

—Rezad, pues —propuso con expresión de cansancio al hombre cuyo destino estaba en sus manos—. Os cederé mi tienda —añadió, una propuesta que lo sorprendió más a él mismo que al Halcón Rojo—. Podéis acostaros aquí con vuestra esposa e intentar dormir… ¡Yo no lo conseguiré!

Con movimiento brusco se dirigió a la salida, pero antes de desaparecer dio media vuelta, sin mirar a los ojos del otro.

—¡Mañana por la mañana os haré saber la sentencia!

IMAGE En el castillo de Beaufort, David el templario llevaba ya dos días con la servidumbre, esperando que las criadas le devolvieran su jubón de cuero y su clamys blanca. En lugar de eso las mujeres, las jóvenes tanto como las viejas, intentaban, con su coquetería frivola, convencerlo de que se quitara también los calzones, que seguramente también necesitarían un buen lavado en agua jabonosa y caliente. Le preguntaban en son de burla si era verdad que los templarios jamás se cambiaban ese paño grueso que por debajo de los calzones les rodeaba muslos y caderas. Con estas insinuaciones David padecía más de lo que demostraba. Lo único que deseaba eran sus ropas para regresar a la cisterna tranquila con sus compañeros presos. Pero su insistencia sólo provocaba excusas y burlas ofensivas. Le prepararon, de todos modos, un lecho de paja en un cobertizo, y le dieron una manta para que se echase a dormir. David cerró por dentro la puerta de tablones lo mejor que pudo, para evitar que su castidad sufriera una agresión nocturna…

Bajo la bóveda de la cisterna, al fondo de la fosa, en el extremo más alejado de Beaufort, Roç y los dos occitanos, Guy y el gordo Pons, estaban ocupadísimos intentando ocultar la huida de Baitschu. Primero formaron un muñeco de paja que taparon como si alguien estuviera durmiendo —al que insultaban por su pereza cuando los hombres de Julián hacían descender diariamente la cesta con las viandas. Después sentaron al muñeco en un rincón, como si estuviese haciendo sus necesidades con gran difusión de malos olores, por lo cual se tapaban la nariz. Se reunían bajo la abertura del techo para respirar aire fresco en cuanto los guardianes, con curiosidad pero sin lástima, miraban para ver cómo se encontraban. Temían que no les quedara tiempo para inventar cada vez nuevas variantes en torno a la figura de Baitschu, y de estar preparados para los repetidos controles: aparte del "gandul dormido", no les pareció aconsejable repetir sus ocurrencias con excesiva frecuencia, así los vigilantes no se percatarían de la ausencia del avispado muchacho. Y además les habría gustado saber qué suerte había corrido el templario manco…

Cuando David, furioso, comenzaba a perder la esperanza y sentir que le estaban tomando el pelo, llegó la anciana ama de llaves, una bruja escuálida, y le trajo el jubón arreglado, al que habían puesto un forro totalmente nuevo. Las criadas insistieron en que David se lo pusiera al instante. A partir de entonces se sintió mejor: ya no se veía obligado a soportar tanta mano húmeda corriendo sobre su espalda o aventurándose por su pecho peludo. Envalentonado, preguntó a la vieja bruja por su clamys. La mujer se mostró muy sorprendida. Lanzó una mirada de reproche a las criadas y aseguró que el manto blanco y lavado llevaba días colgado entre los frutales, por lo que el sol hacía tiempo que lo habría secado.

David se alegró tanto que aceptó ansioso que la anciana lo dejara salir corriendo al huerto en busca de su clamys. Atravesó a toda prisa la cocina, que nunca había pisado, preguntó por la puertecilla que daba al huerto y salió trastabillando al aire libre. El huerto y el olivar contiguo llegaban hasta el muro exterior. David descubrió muy pronto su manto entre otros muchos paños de colores, delantales y sábanas. Rojísima sobre el fondo blanco, lucía la cruz de extremos en forma de garras. Vistió tembloroso el hábito de su orden, como un acto solemne que le daba nuevas fuerzas. Miró alegre a su alrededor, deseoso de correr alguna aventura, y su mirada se dirigió a un portal abierto. David creyó ver visiones. ¡Allí lo esperaba un caballo, un caballo ensillado! ¿Y nadie a la vista? ¡Debía intentarlo! Atravesó el portal arqueado, dispuesto a toparse con el propietario del animal o con un guardia que lo ahuyentara con malos modos. No bien alcanzó el caballo, el templario se dio cuenta de que ya había dejado atrás los muros de Beaufort. Incrédulo, desató las riendas de la higuera a la que estaban sujetas, hizo de tripas corazón y se subió a la silla. Después se alejó sin mirar hacia atrás.

Arriba, en su camerino del torreón, la señora Juana se encontraba junto a la estrecha ventana. Con una sonrisa en los labios vio alejarse al templario a trote cada vez más ligero.

IMAGE Una joven pareja cabalgaba a través de un huerto de frutales floridos. Cada vez que sus caballos o el yelmo del hombre rozaban las ramas, caían los pétalos de las flores. Almendros rosados se alternaban con limoneros de pequeñas estrellas blancas. Los jóvenes daban la espalda al jinete que los seguía, pero él no dudó un instante de que eran Roç y Yeza, aunque la princesa llevaba la melena rubia bajo un turbante plateado. Pasaron por delante de los granados, de esbeltas palmeras datileras, amplias higueras, cada vez cabalgaban más rápido. La pareja real amenazaba con escaparse, él quería llamarlos por su nombre pero la voz le fallaba, los pétalos le daban en la cara por sus ansias de alcanzarles, cuando la joven se giró atrás para mirarlo… El Halcón Rojo veía el rostro de Madulain, que se inclinaba sobre él. Debía de llevar ya algún rato vigilando su sueño.

—Me han pedido que os abandone —dijo la mujer, y se incorporó. Ya vestía su ropa de viaje, además del amamah de seda con hilos plateados que, de lejos, a veces la asemejaba a un esbelto joven.

El Halcón Rojo cerró los ojos, no deseaba verla marchar. Después se acercaron a su lecho dos muchachos de tez oscura y le preguntaron si podían ayudarlo a vestirse. Él sólo les permitió ayudarlo a calzar las botas de montar. Baibars entró en la tienda, saludó con amabilidad al Halcón Rojo y procedió a hablarle sin más preámbulos.

—Está decidido que habéis de morir —le comunicó con la mayor naturalidad—. Puedo enviaros encadenado a El Cairo, a disposición del sultán Qutuz, que no os quiere precisamente bien, porque habéis ayudado a huir a Alí, el hijo de su antecesor asesinado. También puedo ejecutar la sentencia aquí mismo… —el mameluco le lanzó una mirada interrogadora—. Podéis elegir…

El Halcón Rojo no tuvo que pensarlo mucho.

—Prefiero la mano de un hombre que nunca fue mi amigo pero que respeto, sobre todo porque no me roba el honor.

—¿Queréis despediros de vuestra esposa?

—No, ya nos hemos dicho todo.

—¿De modo que estáis dispuesto?

—De ningún modo —respondió el condenado—. Antes debéis jurarme vos, Baibars, que sea cual sea el resultado de la batalla entre vos y Kitbogha, y si Roç y Yeza cayeran vivos en vuestras manos, no les haréis daño…

Baibars lo miró pensativo; una sonrisa cubrió su rostro endurecido por el viento y la arena del desierto.

—Siento mucho que por este motivo os hayáis de preocupar. Estimo al joven Trencavel, y muy especialmente a la princesa —miró con aire de firmeza a los ojos del Halcón Rojo—. La estima y el respeto que siento por ellos van más allá de la muerte física, la vuestra tanto como la mía… Os puedo prometer que haré cuanto esté en mi poder, es decir, también por parte de los mamelucos, para que los dos excelentes y extraordinarios jóvenes no padezcan daño alguno —no era amigo Baibars de las palabras y no solía gastar largos discursos—. No solamente porque la princesa Yeza en su día salvó la vida de mi hijo Mahmoud, sino porque en este momento en que miráis la muerte de frente, no os quiero robar vuestro sueño de un reinado de paz.

Los dos hombres se abrazaron. Después entró en la tienda el verdugo…