Baalbek - En el templo del horror

IMAGE Cuando, al anochecer, la tropa expedicionaria de los mongoles se detuvo para descansar y los soldados montaron las tiendas —para Yeza transportaban expresamente una gran yurta montada sobre un carro—, vieron en la lejanía, a la luz del sol poniente, las ruinas de los templos de Baalbek. Yeza, que ya conocía ese lugar antiguo, había albergado la esperanza de que pernoctaran en él, junto a las poderosas columnas y los altares de mármol, pero a Jazar el lugar le pareció sospechoso. Él no conocía al dios Baal. Lo que los arrieros musulmanes le explicaban del culto a ese dios más bien lo llenaba de horror. Para el poco experto jefe de la expedición ya era castigo suficiente que la caravana de camellos del final de la comitiva acarreara esa monstruosa alfombra.

Mas la princesa había insistido en ello, por mucho que se rumorease que el kilim estaba habitado por los malos espíritus.

En la yurta de la princesa, aunque Yeza había dado a entender que preferiría dormir al raso, la doncella Alais le había preparado el lecho. Alais salió a hablar con su señora y le expuso tímidamente su pretensión:

—Camino de aquí he visto un manantial de agua clara…

Yeza asintió distraída: también ella lo había visto, aunque no lo había interpretado como un ofrecimiento inesperado de la naturaleza. Al darse cuenta de su distracción, quiso reafirmarse con una actitud de rechazo, pero Alais prosiguió con tono muy dispuesto:

—Os ruego me deis permiso, benevolente señora, para tomar rápidamente un baño refrescante. Siento la necesidad de limpiar hoy mismo mi cuerpo.

Yeza se sintió extrañamente afectada por la solemnidad con que le hablaba su doncella.

—También a mí me agradaría lavarme y refrescarme…

Echó una mirada a Jazar, que acababa de salir de la yurta con Baitschu, una vez convencido con sus propios ojos de que todo estaba debidamente preparado para satisfacer las necesidades de la princesa.

El robusto Jazar, responsable de todo este tan delicado traslado, arrugó la frente.

—¿Significa que os vais a alejar del campamento? —comprendió enseguida el peligro de semejante pretensión—. ¡Os ruego, princesa, que no insistáis! —arrojó una mirada de reproche sobre Alais—. ¡No puedo admitirlo, soy personalmente responsable de la seguridad de vuestra egregia persona!

Yeza se percató de que estaba causando problemas al pobre hombre, abrumado por sus responsabilidades, y se echó atrás.

—Pero a mi doncella, que en este momento no me hace falta —sonrió resignada—, no le negaréis la oportunidad de quitarse de encima el sudor y el polvo de tan penoso viaje, ¿verdad? —y regaló a su carcelero la más espléndida de las sonrisas—. Baitschu puede acompañarla para su protección, ¡aunque la fuente de la que hablamos no puede ser vista desde Baalbek!

Si Yeza creía haberle hecho un favor a su paje, se vio desengañada por el rechazo que se dibujaba en el rostro del muchacho. Pero eso a la princesa no la preocupaba.

Alais se sentía feliz y estaba ya dispuesta a salir corriendo hacia la roca, pero Baitschu no la creyó una actitud digna. Subió a su caballo y obligó a la doncella a montar delante de él en la silla. Sus cuerpos acabaron muy juntos, Alais apoyada contra el brazo del muchacho, que sostenía las riendas. Pero fue sobre todo la cercanía de los muslos de la joven, aprisionados entre los suyos en una posición que cogió a ambos desprevenidos. El miembro del joven creció y se rebelaba contra el pantalón, lo que a ella no podía pasarle desapercibido. Baitschu estaba muy cohibido, pero Alais sonreía ilusionada y no se esforzaba por evitar las fricciones. El jinete, en cambio, no sabía hacia dónde dirigir la mirada, tanta vergüenza sentía. De modo que callaron durante toda la cabalgada.

La fuente fluía con abundancia. Se había formado una balsa natural en la roca del fondo de la garganta, y una pequeña cascada permitía el vaciado constante del hueco. Alais se deslizó del caballo antes de que Baitschu, confuso, le tendiera la mano y empezó a quitarse las ropas sin demasiado reparo. El muchacho atendía a su caballo, que también se dirigió al bebedero que se le ofrecía. Fijó su atención en la silla y los arreos, hasta que oyó un chasquido acompañado de fuertes salpicaduras cuando la joven se metió en el agua fría. Baitschu se atrevió a echar una mirada. Alais flotaba de espaldas y se dejaba llevar por el agua con los brazos extendidos, de modo que el pequeño oleaje apenas le cubría el pecho, y el tejido de muselina fina de su albisa, que se le pegaba al cuerpo, dibujaba con tanta precisión sus pezones oscuros como el triángulo de su sexo entre los muslos.

—¡Ven, Baitschu! —lo invitó, y arrojó con la mano un chorro de agua en su dirección—. ¡Quítate la ropa!

El muchacho, inseguro, se giró abruptamente a un lado y cogió a su caballo de las riendas, como queriendo esconderse detrás del animal. La doncella no tomó muy en serio su negativa, seguía chapoteando en el agua como si él no existiera, al tiempo que le enseñaba con toda intención y desde todos los ángulos su inocente desnudez. Esa seducción juguetona pronto hizo efecto. Baitschu se colocó detrás de su animal y se deshizo, todavía avergonzado, de sus calzones, se quitó el jubón y se metió rápidamente en el agua, en un sitio donde se creía protegido de la mirada de la joven. Alais había trepado a las rocas de debajo de la cascada y, con placer evidente, se dejaba bañar por el chorro de agua. Baitschu no quería que ella creyera que estaba mirándole todo el tiempo el cuerpo, más expuesto que oculto por la albisa mojada, por lo que nadó rápidamente hacia el otro extremo de la balsa. Cuando se dio la vuelta, la muchacha había desaparecido, de modo que también a él se le pasaron las ganas de seguir en el agua fría y salió de la balsa por donde esperaba su caballo. Entonces vio a Alais que descansaba encima de sus ropas, desnuda, con los ojos cerrados y las piernas ligeramente separadas. Cuando Baitschu hizo de tripas corazón y se inclinó, envalentonado, hacia abajo para abrazarla, la joven encogió los muslos y se giró hacia un lado.

Alais era virgen, y aunque Baitschu había trabajado muchas veces su miembro con la mano, nunca había conseguido que una mujer se ocupara de él. Se inició una lucha muda de ansiedad apasionada, un continuo intercambio de búsqueda instintiva y deseosa y una negativa desconfiada. Se pegaron uno a otro rozándose jadeantes, hasta que inevitablemente el pene del muchacho se descargó, pulsante, sobre el vientre liso de la doncella. El joven deseó que lo tragara la tierra, pero Alais soltó una carcajada y tiró de él con ambas manos hacia el agua, saltó dentro y lo arrastró consigo. Rodeó estrechamente con un brazo el cuerpo tenso del muchacho, lo lavó con cariño hasta que la excitación se hizo estable, según pudo comprobar hasta por los intensos latidos del corazón del chico, y sólo entonces lo empujó a la orilla. Baitschu, confuso, con sus ansias incumplidas y al mismo tiempo agotado, se dejó caer hacia atrás sobre el montón de ropas. La mujer salió del agua, lenta como una diosa arcaica, y toda la magia de su aparición descendió sobre el muchacho…

—Quédate conmigo —le rogó Alais, que después de la tormenta había dejado caer su cabeza sobre el pecho del jovencito, pero Baitschu ya tenía el pensamiento puesto en sus obligaciones. Entristecida, la doncella lo dejó marchar: también ella se acordó de que su ama podría estar preocupada por su ausencia.

Baitschu sentó a Alais sola sobre el caballo y caminó a su lado, sosteniendo las riendas, hasta regresar al campamentó. Mucho antes de llegar a la yurta de Yeza se separaron con un apretón de manos cariñoso y discreto. Baitschu se dirigió al encuentro de Jazar, junto al cual también estaba William de Roebruk.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Acabábamos de instalarnos para pasar la noche una vez dispuesto lo necesario para las guardias, cuando, como surgido de la nada, un jinete se dirigió derecho hacia nosotros. Lo reconocí enseguida: los guardias me habían llamado porque el hombre deseaba hablar con Yeza. Era Terèz de Foix, a quien en realidad yo suponía junto al Trencavel, aunque de momento no dije nada a nadie. Jazar había sido avisado y me encargó que preguntara al jinete qué quería saber de la princesa. Terèz, que por su parte tampoco dijo que me conocía, insistió en ver personalmente a Yeza para confiarle cara a cara la noticia que traía. Jazar había enviado ya a un mensajero a la yurta de la princesa y éste regresó muy pronto, acompañado de Baitschu. Yeza no se sentía obligada a un encuentro con ese caballero, y si éste tenía algo que decir, podía comunicárselo a William. El conde de Foix sacudió desilusionado la cabeza, me miró algún tiempo con expresión de extraña tristeza y dio la vuelta a su caballo sin pronunciar palabra. Se dirigió hacia poniente, hacia la ciudad de Baalbek.

Todo esto le pareció bastante extraño a Jazar. ¿Acaso la princesa no había insistido en que acamparan precisamente allí, en ese lugar encantado? Mandó a sus mejores espías a que siguieran al jinete, que se alejaba sin grandes prisas. Regresé a nuestra tienda, a un lado del carro sobre el cual se alzaba la yurta. Yeza me esperaba sin ocultar cierta curiosidad.

—¿Por qué no habéis querido escuchar a Terèz? —pregunté con audible reproche en la voz.

—¡Porque el Trencavel, si quiere algo de mi persona, puede molestarse en venir él mismo!

Yo no estaba menos disgustado que ella, aunque lo que me enfurecía era la obstinación de Yeza.

—¿Y si Roç está impedido, preso o en una situación peligrosa, amenazado de muerte? —le grité, indignado.

—¡En ese caso, el de Foix no habría dudado en decíroslo!

Lo entendí.

—¿Pero por qué el conde se ha hecho al camino y deseaba veros a vos, sólo a vos? —expuse mis reflexiones—. ¿No podría tratarse de algo que atañe a vuestra persona, y no al Trencavel…?

Yeza me miró pensativa.

—Y qué podría pasarme todavía sin que yo lo sospeche —dijo con amargura—. Me espera Schaha, tan cierto es como el amén en las oraciones de tu Iglesia, William.

Hacia la medianoche regresaron los espías enviados por Jazar, bastante agotados. Al principio habían tenido que esconderse, porque la oscuridad no era total. Pero después pudieron acercarse sin dificultades a las ruinas de los templos. Los sorprendió lo que vieron y lo que allí oyeron. En medio de la zona, un grupo de viajeros, al parecer ricos comerciantes, y un puñado de caballeros habían formado una especie de fortaleza con sus carros. Al parecer, con ayuda de sus peones y criados, la tenían que defender encarnizadamente contra los beduinos que surgían de la oscuridad y los atacaban continuamente. Los viajeros habían incorporado hábilmente a esa fortificación el templo situado más en lo alto, y las poderosas columnas de granito formaban un bien organizado anillo de defensa contra sus enemigos. Según el relato, los bandidos atacaban la barrera sin parar, como avispas enfurecidas sobre una presa sabrosa, pero al parecer carecían de todo mando militar. Para dificultar los ataques, los sitiados encendieron en torno al templo una hilera de hogueras cuyo claro resplandor cegaba a los agresores que salían de la oscuridad. Los agredidos mantenían vivos esos fuegos arrojando en ellos toda clase de balas de paja, cestos y maderos: sin esa claridad habrían estado perdidos, según explicaban los espías con respiración entrecortada. Por los estandartes y los escudos habían descubierto que al menos una parte de los acosados eran caballeros cristianos, súbditos del soberano de Antioquía.

De todos modos, era seguro que en su compañía figuraba alguna personalidad musulmana de alta categoría o al menos muy rica, pues aparte de los camellos que transportaban grandes cargas depositadas en el interior del templo, habían visto algunos palanquines enrejados y algunas figuras femeninas veladas. Los defensores luchaban con bravura, se veía por los muchos beduinos muertos por. las flechas, y también por los muchos heridos, cuyos compañeros retiraban sus cuerpos fuera del círculo iluminado por las llamas. Esa lucha desigual no podría durar mucho tiempo más: al parecer los ladrones beduinos superaban en número a los atacados.

Los caballeros armenios que el rey Hethum había mandado acompañarnos durante un trecho del camino, para después regresar a su reino, también escucharon el relato excitado. Cuando se mencionó a los caballeros de la amiga Antioquía, mostraron una enorme indignación. Los armenios son gente de sangre caliente. Insistieron a Jazar en que era su obligación cristiana ir en ayuda de sus hermanos acosados, y cuando Jazar, sobrepasado por semejante exigencia, intentó aducir que como comandante no se sentía autorizado a intervenir, lo amenazaron con acusarlo de cobardía ante su tío; al fin y al cabo Antioquía era un aliado importante de los mongoles, ¡y el reino de Armenia también! Jazar se dejó convencer y destacó a media centuria para que los acompañara. Salieron de allí y se adentraron en la noche, sin esperar el día…

Algunos regresaron cuando amaneció, en grupos sueltos y sangrando de numerosas heridas. Pero ningún armenio. Nada más alcanzar la periferia del campamento se derrumbaban agotados. Jadeantes y tartamudeando contaron que todos los que no habían conseguido refugiarse en las ruinas del templo de Baal habían muerto o, peor, habían sido atrapados vivos por los beduinos. El combate había sido un infierno, aunque los fuegos empezaban a apagarse, porque los asediados ya no tenían nada que arrojar a las llamas, hasta los palanquines del harén habían sido sacrificados, todo lo que fuera combustible de la carga. Jazar se sintió enfurecer. Sólo podría reparar su error intentando rescatar a sus hombres. Por otra parte, sus subordinados amenazaban rebelarse. ¡No podía abandonar a una cuarta parte de sus gentes! Estaba amaneciendo cuando Jazar, bastante desesperado y nada animado por el espíritu y la ira imprescindibles para ganar una batalla, me pidió que me ocupara de la princesa Yeza. También Baitschu, que se empeñaba en salir con los demás a luchar, quedó a mi cuidado, como si a partir de entonces fuese yo el comandante del campamento. Jazar nombró a un equipo de guardias y partió con la mayor parte de las tropas. Aún a la vista, dividió a sus gentes en tres grupos. Al parecer, Jazar quería demostrar sus dotes de estratega. Las dos alas se abrieron para ejecutar un movimiento de pinza, mientras que la parte central, bajo el mando del propio Jazar, salió al galope con tanta vehemencia que desapareció en la polvareda levantada por los caballos…

Pero esa nube que rápida y amenazadora como una tempestad se acercaba a las ruinas del templo apenas había desaparecido de nuestras miradas preocupadas cuando Yeza descendió de su yurta, me echó a un lado y se hizo cargo del mando del campamento, ahora casi vacío. Nadie protestó, los guardias parecían contentos de que alguien tan enérgico como la princesa se hiciera cargo de nuestro destino. Lo primero, Yeza ordenó que se extendiera el kilim en el terreno del lado de Baalbek; después mandó colocar su carro detrás, y a su alrededor ordenó que se estableciera un anillo doble y hasta triple de camellos: los primeros debían ser los que portaban las cajas con el oro. Teníamos animales suficientes y la verdad es que se dejaron aposentar, sin resistencia, en los lugares previstos. Después la princesa ordenó que se desmontaran todas las tiendas, de modo que ningún atacante pudiera refugiarse en ellas, y que todos los hombres que quedaban se instalaran con sus arcos y flechas tras la barrera viva. Justo cuando quise preguntar a nuestra afanosa comandante si temía lo peor, se oyeron los primeros gritos en la lejanía y vimos acercarse algunos jinetes y hasta hombres a pie. ¡No se distinguía si eran amigos o enemigos!

Eran las dos cosas. Los nuestros huían presas del pánico más salvaje, y los beduinos victoriosos los seguían, atacando a los fugitivos con sus picas, mientras que un grupo mayor, encabezado por un jefe que al parecer había impuesto su voluntad, llegaba en formación cerrada y a todo galope. Ya estaban al borde del kilim extendido ante ellos como invitándolos a pisarlo cuando Yeza, en voz baja, dio orden a los arqueros agachados tras los cuerpos de los animales de que prepararan las flechas. Entonces, cuando los primeros mongoles, pocos, corrían ya sobre la alfombra, algunos de nuestros guardias desoyeron las voces de Yeza y se levantaron de un salto para ayudar a sus compañeros a alcanzar la barrera salvadora; yo tuve que sujetar a Baitschu y emplear todas mis fuerzas para retenerlo, porque él también quería ir en ayuda de esos desgraciados, vi que la formación enemiga se acercaba más y más, la tierra temblaba y ya se veían las piedras que levantaban los cascos de sus caballos, se veían sus lanzas asesinas, el brillo de los sables, volaron las primeras flechas…

Alais no lanzó ni un grito, un profundo suspiro salió de su pecho en el que había entrado el proyectil. Se había arrojado sobre Yeza, que no prestaba atención al peligro y seguía gritando furiosa sus órdenes. El grupo de asesinos había alcanzado el borde del kilim: ¡estábamos perdidos!

En eso la cabalgada desbocada de los bandidos se detuvo como si la mano invisible de Dios les hubiera golpeado el pecho. Sus caballos se encabritaron, los que venían detrás no lograban frenar los suyos, era como si la alfombra hubiera inducido un frenazo. Mis ojos recorrían incrédulos el kilim manchado de la sangre de los muertos, de los heridos que gateaban, y entonces vi la mano de Dios: a derecha e izquierda surgieron de las colinas rocosas, como muros silenciosos, los flancos armados de un gigantesco ejército de caballeros. La cruz roja lucía como dibujada con sangre en sus mantos blancos: ¡los templarios!

Ni siquiera llevaban preparadas las armas, las largas lanzas aún sobresalían verticales por encima de sus yelmos que brillaban en el aire matutino. Pero bastaba con mirarlos. La formación de los bandidos se deshizo al instante, todos huyeron en una dispersión salvaje.

Del muro compacto de hombres se desprendió un jinete solitario sobre un caballo negro. Lo reconocí por su gran espada. Yves el Bretón había llamado a las tropas que la orden mantenía en Sidón.

—¡A tiempo! —dijo Yeza fríamente. Me sorprendió, porque en sus brazos acababa de morir la cariñosa y compasiva Alais. A Yeza la mirada se le nubló como la de la muerta, mientras Yves se acercaba lentamente. La mano de Dios no es un puño, entre sus dedos siempre queda un resquicio para el destino de los individuos.

—¡Amén! —dije, y cerré con sumo respeto los ojos de la fallecida. Sólo entonces me llamó la atención que Baitschu no estuviera cerca, pues hasta poco antes el muchacho no se había separado de las dos mujeres. ¿Se sentiría culpable de la repentina muerte de la joven doncella?

IMAGE De lejos se veía cómo los cuervos circulaban por el cielo azul pálido, allí donde debían estar las ruinas de Baalbek. Roç Trencavel sintió urgencia por dar prisa a los suyos. Ninguno perdió una palabra sobre el mal augurio que representaban los cadáveres, si bien nada permitía saber a qué bando pertenecían las víctimas. Apenas los templos estuvieron a la vista encontraron los restos del campamento destrozado de los mongoles, tiendas abatidas, un carro solitario con una yurta vacía, los cadáveres de algunos camellos, las flechas que los habían alcanzado y que habían permitido después degollarlos. Delante se extendía el kilim manchado de sangre, unas cuantas armas tiradas por ahí, pero ningún muerto. Roç estaba a punto de apartar la vista cuando oyó de un extremo una voz jadeante.

—¡Agua!

Encontraron al moribundo entre algunos túmulos del tamaño de un hombre, al parecer recién amontonados. Era uno de los cinco caballeros armenios que el rey Hethum había cedido al Trencavel en Antioquía y que lo habían abandonado tras el desastre de Damasco.

David el templario se inclinó e introdujo entre los labios del herido un poco del agua que llevaba.

—¿Quién eres? —preguntó Pons, que a pesar del susto sentía curiosidad. El armenio respondió con esfuerzo.

—¡Terèz de Foix! —dijo con un último esfuerzo que sonaba casi como un suspiro de alivio, y después su rostro se hundió en el polvo.

—Así que Julián de Sidón ha conseguido llegar aquí antes que nosotros… —comprendió David, tardíamente.

Roç asintió. Cubrieron al caballero muerto allí mismo con arena y piedras. Solamente una de las tumbas recientes, al parecer excavadas a toda prisa, ostentaba una especie de cruz. Una cinta de colores unía dos ramitas, el viento hacía bailar los extremos de la cinta. De repente, Guy de Muret cayó de rodillas ante el túmulo, cerró los ojos y se llevó, tembloroso, la cinta de seda a los labios.

—¿Alais? —murmuró Pons compasivo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Guy de Muret se incorporó lentamente, su mirada buscaba al Trencavel.

—¡Al parecer la pareja real nos trae paz y felicidad! —observó en tono seco. No había perdido el sarcasmo. Fue el primero en volver a montar a caballo. Los hombres que los seguían desde Beaufort por mandato del señor Julián ni siquiera habían desmontado.

Roç arrojó sobre el kilim una última mirada cargada de odio. Era una pieza que no deseaba volver a ver en la vida, aunque no habría jurado que fuera a ser así. Esa alfombra horrible sólo traía desgracias. ¿Acaso no se estaba interponiendo constantemente entre él y Yeza, como un diablo de los infiernos? O, al revés, quizá los mantuviera atados a su presencia, sin escapatoria.

Roç intentaba quitarse esos pensamientos, pero no lo conseguía. Furioso, quiso escupir en la alfombra, pero el viento alejó su saliva hacia la arena, hacia las tumbas. Se apartó, asustado. Después cabalgaron hacia las ruinas.

Cuanto más se acercaban a Baalbek, bañada por la luz dorada del sol poniente, tantos más cadáveres veían tirados entre los pedruscos, siempre de mongoles. Los atacantes tal vez se habrían llevado consigo a sus propios muertos… ¿o no los había? Roç y su pequeña tropa penetraron en las ruinas. Los cuervos, molestos por la interrupción de su comilona, batieron las alas y, chillando a viva voz, levantaron vuelo. Los escalones que conducían hacia el templo principal estaban sembrados de cadáveres de mongoles, y lo notable era que llevaban flechas clavadas no sólo en el pecho, sino también entre los hombros, en la espalda… y con frecuencia por todos lados. El Trencavel y su séquito no tuvieron tiempo de romperse la cabeza sobre la matanza; era evidente que los mongoles habían caído en una trampa sin escape. Cuando hubieron alcanzado el último escalón y pudieron mirar al interior del templo, entre las gruesas columnas que lo habían sostenido, se les cortó la respiración: en medio del santuario, muy juntos o, mejor dicho, amontonados, los cadáveres formaban una montaña. Los cuervos que saciaban el hambre con los muertos levantaron los picos y cuellos ensangrentados. Casi todos los cadáveres habían sido degollados y rematados.

—Increíble —susurró David, aturdido—. ¿Qué habrá movido a los mongoles a dejarse matar así, al parecer sin defenderse?

Guy de Muret examinaba a los muertos de cerca y no pudo afirmar otra cosa.

—No les han quitado las armas —y, en efecto, entre los cuerpos se veían picas, muchas manos empuñaban aún el sable—. Debe de haber sido una trampa infernal, en la que cayeron hombre tras hombre, demasiado confiados.

—¡Vayámonos de aquí! —se quejó Pons—. ¡No lo soporto más!

Cuando Roç volvía a descender los escalones de la fachada frontal del templo, vio que el joven Baitschu sostenía a Jazar, su primo muerto, contra una columna, como queriendo hablarle. Jazar tenía dos flechas clavadas en el corazón, pero la sangre que le bañaba el pecho provenía de la flecha que le había dado detrás del cuello, con tanta fuerza que la punta asomaba por delante.

El muchacho levantó la vista.

—Tú eres el Trencavel.

Roç lo miró, sorprendido.

—¿Cómo has podido sobrevivir? —preguntó a Baitschu, a quien no conocía, arrojando una mirada al muerto.

El muchacho no tardó en responder.

—Me quedé en el campamento, con la princesa Yeza —visiblemente, el recuerdo lo emocionaba—, ¡y cuando nos veíamos ya en manos del enemigo, apareció Yves el Bretón con los templarios y los puso a todos en fuga!

Se notaba claramente que se sentía orgulloso de su amigo, el héroe. Pero a Roç no era eso lo que le interesaba.

—¿La princesa ha estado aquí? —quiso saber, incrédulo—. Es decir, ¿es a ella a quien atacaron?

—Ella y el oro —confirmó Baitschu con un aire de satisfacción juvenil por ser capaz de transmitir una información tan importante al Trencavel—. ¡Pero a ella no le ha sucedido nada! —añadió rápidamente, y miró en los ojos a Roç para reafirmarlo—. ¡Habría dado mi vida por ella! —aseguró a su héroe.

Roç se sintió conmovido.

—¿Quieres venir con nosotros…?

Baitschu asintió de entrada; después reflexionó.

—Antes me tendréis que ayudar a enterrar a Jazar —exigió, y eso fue lo que hicieron. Sacaron el cadáver y lo enterraron en una hondonada, no lejos de las ruinas.

Roç caviló acerca de la situación. Si Yeza estaba en manos de los templarios, de momento estaba segura. Posiblemente el Bretón había intentado llevarla a Sidón, la fortaleza más cercana que la orden había arrebatado, tanto el castillo como la ciudad, al bandolero Julián. Por furioso que se sintiera con Julián por haberlo engañado, no le pareció lo más adecuado regresar ahora a Beaufort para exigirle cuentas. En su lugar mandó regresar a los hombres que lo habían acompañado con el encargo expreso de transmitirle sus saludos a la señora Juana. Después se alejaron de allí.

—¿A Sidón? —preguntó Guy, y Roç confesó con la boca pequeña:

—Me parece lo más prudente…

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Yves el Bretón nos condujo a Yeza y a mí a la ciudad de Sidón, como dos trofeos recién conquistados. Nos seguían los camellos con las pesadas cajas. Los animales iban muy cargados, ya que el número de cajas no había disminuido pero los camellos habían sido diezmados en el curso del ataque. Mirándolo bien, fue un milagro que ni la princesa ni su fiel William fueran alcanzados por alguna flecha —pero el cronista no olvida el sacrificio de la fiel Alais, aunque a Yeza, según lo ve quien esto escribe, no parece haberla afectado mucho.

Los superiores de la orden templaría recibieron el inesperado tesoro de oro con la mayor naturalidad, e inmediatamente lo llevaron a lugar seguro en la isla fortaleza a la entrada del puerto. Este Qal'at al-Bahr sólo es accesible por un muy estrecho puente de piedra, y se considera prácticamente inexpugnable, porque puede ser abastecido desde el mar. Los camellos formaron una larga cadena para llevar hasta allá su carga; a la princesa, en cambio, se la instaló en la ciudadela, en tierra firme.

Había estado durmiendo muchas horas cuando, hacia mediodía, fui testigo de una violenta discusión entre el comendador residente de la orden de la cruz roja con los extremos acabados en garras sobre una clamys blanquísima, e Yves el Bretón. Marc de Montbard, con aire sereno y no sin ese matiz de altivez habitual en los templarios, había hecho saber a su huésped, al que tanto debía o al que al menos debía estar agradecido por el oro aportado, que acababa de rehusar la entrada a alguien que intentaba introducirse por la puerta meridional de la ciudad.

—Uno que pretendía hablar con la princesa —informó al Bretón en tono de suficiencia y superioridad—. ¡Ese joven desastrado afirmaba ser el Trencavel!

Yves aguzó el oído —fui yo el único en darse cuenta—, pero no torció el gesto, lo que disgustó al comendador.

—Venía con otros tipos no menos dudosos, entre ellos un muchacho que me pareció más bien mongol, además de un caballero empobrecido que hace tiempo deberíamos haber expulsado de la orden, un tal David de Bosra, quien me ofreció su palabra de honor de que lo dicho era verdad.

—¡Y lo es! —lo interrumpió el Bretón, ya alborotado—. ¡Deberíais haberme hecho llamar! —reprochó al señor de Montbard. Éste no tardó en hacerle sentir su arrogancia.

—¿Y quién soy yo —le respondió sin dudarlo un instante— para molestar a mi distinguido huésped con asunto tan ridículo?

—¡Podríais haber ganado para vuestra orden el gran mérito de haber vuelto a reunir a la pareja real!

—¿Acaso es ésa la obligación de los templarios? —se mofó el comendador—. A mí me basta con concederle hospitalidad a la princesa, ¡y únicamente porque la habéis traído vos!

Yves se contuvo con mucho esfuerzo.

—El no haber tenido en cuenta los planes de los mongoles, que conocéis muy bien, tal vez os llegue a costar el señorío sobre Sidón —respondió con firmeza—, ¡pero haber descuidado lo que es un deseo declarado y personal de la grande maîtresse os costará con toda seguridad el cargo y el título!

—¿Y qué querríais que hiciera? —preguntó el comendador, afectado por una pasajera aprensión—, ¡cualquiera puede venir y decir lo mismo!

—¡El Trencavel ha acudido una sola vez! —no pensaba el Bretón aprovecharse de su triunfo—. ¿Qué razones le habéis dado para rechazarlo?

Pero Marc de Montbard no estaba dispuesto a que lo siguieran interrogando como a un insignificante sargento.

—¡Lo he mandado al infierno! —levantó la voz—. ¡Y lo mismo debería hacer ahora mismo con vos! —añadió, recuperando su actitud altiva—. ¡Con vos y con vuestra princesa!

Yves palideció, pero no se dejó arrastrar por la pasión contestándole de mala manera.

—Estoy dispuesto a marcharme —respondió con aparente docilidad—, aunque creo que acabaréis en el infierno mucho antes que yo.

Y dio media vuelta para salir de la sala con zancadas que hacían resonar sus espuelas.

De momento, ambos señores siguieron en Sidón y concretamente en la ciudadela, y yo decidí no revelar a Yeza lo cerca que había estado de recuperar a su Roç. De saberlo, como mínimo le habría preparado al comendador un purgatorio en la tierra. Tampoco el Bretón tuvo que sufrir ninguna incomodidad por lo sucedido, aunque me llegó a confiar que deseaba alejarse cuanto antes de semejante lugar, y por cierto ¡con Yeza! Dijo estar decidido a trasladarla realmente a Schaha, tal como lo había previsto Kitbogha. Después de la oportunidad perdida, por pura ignorancia, de reunir a la pareja real, lo más importante ahora era la seguridad de la princesa, de la que se sentía solo responsable.

—A veces, la estupidez unida a la altanería es un peligro mayor que una mala intención —le respondí para demostrar que lo comprendía—. Roç Trencavel ha demostrado una vez más que se escabulle como una trucha en un río salvaje, puesto que escapa a nuestros esfuerzos hasta cuando él mismo no lo pretende.

—Yo esperaba que Yeza estuviese aquí a buen resguardo. Si así fuese, ahora mismo saldría en busca del Trencavel y no se me escaparía —dijo el Bretón, y su voz sonaba pesarosa—. Sería muy capaz de conseguirlo…

—¿No podría yo ocuparme mientras…? —me atreví a ofrecer mi ayuda, pero el señor Yves me cortó en seco.

—Querido William —y posó una de sus manazas en mi hombro, con lo que me honró—. ¡Vuestra bondad y vuestro amor al prójimo no son suficientes para evitar lo que se avecina ahora para Sidón, para la princesa y para los templarios! —y su voz adquirió un tono lúgubre—. Pero no os preocupéis, mi espalda está acostumbrada a soportar el peso del destino de los demás, y así seguiré mientras mi cráneo esté firmemente unido a mi pescuezo.

IMAGE El retorno a Beaufort, el castillo del bandolero Julián de Sidón, tuvo lugar en un clima de frialdad. Roç y su pequeño grupo pudieron entrar, de todos modos, en el pasillo subterráneo y cruzar las tres puertas con sus rejas levadizas hasta la planta baja del poderoso torreón. Era una sala sin ventanas, con una balaustrada de piedra en lo alto, por encima de la cual ascendía en redondo la escalera de madera. Allí los esperaba el amo de la fortaleza, sorprendido y hasta divertido al verlos retornar a su nido de bandidos.

—¿Qué os lleva a la locura, Roç Trencavel, de volver a presentaros ante mí, después de haberse demostrado que fue Terèz de Foix, vuestro amigo y confidente, quien me traicionó ante los templarios?

Su único ojo miraba con desconfianza a quienes tenía delante: los guardias de la puerta habían descuidado exigirles la entrega de sus armas. Desvió después la mirada hacia la balaustrada, desde donde sabía que sus arqueros, escondidos tras las columnas, apuntaban sus flechas hacia los visitantes. El Trencavel no se había dado cuenta, pero Guy de Muret, siempre cauto, lo había visto.

Roç miró abiertamente al desfigurado rostro de su interlocutor.

—Por qué iba a incitar yo a los templarios a atacaros cuando tienen en sus manos, inesperadamente, a la mujer amada que quiero rescatar… Si no me hubierais enviado deliberadamente al desierto…

—… ¡habríais estropeado todo, dada vuestra insensatez!

El pequeño y gordezuelo Pons soltó una risita: era evidente que no había captado el cariz serio de la situación.

—Fue Yves el Bretón —hizo saber a Julián, y lo comunicó con satisfacción —quien os estropeó la jugada, ¡y no Teréz de Foix!

El amo del castillo se lo agradeció con la mirada que una serpiente arroja sobre un inocente ratón de campo.

—¿Y quién puso a ese maldito Bretón sobre nuestra pista? —resopló Julián, dirigiéndose en esta ocasión a los compañeros del Trencavel. Tenía preparada la respuesta, pero Guy no le hizo el favor de acusar a su amigo Terèz.

—El señor Yves padece la misma ansiedad obsesiva que otros personajes de este mundo: ¡ver finalmente reunida a la pareja real!

No se trataba tanto de asestarle una puntilla a Roç como de que deseaba mofarse abiertamente de todos, partidarios como enemigos, inclusive del amo del castillo. A éste no le gustó.

Se dirigió con aspereza a Roç justo cuando la señora Juana, que salía de su camerino, se presentaba en la escalera.

—¡Me habéis causado un daño irreparable! —y Julián se dio cuenta de que lo que acababa de decir no tenía mucho sentido para el interpelado—. Al fin y al cabo, es por culpa de vuestra princesa Yeza —por lo que perdí un tesoro inmenso, todo el oro con que podría haber recuperado Sidón —y clavó su mirada fijamente en el Trencavel—. ¿Qué premio esperáis ahora?

También Roç lo miró entonces con expresión burlona, y a punto estuvo de responderle: "¡Vuestra fiel esposa Juana!", pero prefirió no dejar mal parada a la señora de la casa.

—Podríais intentar, yo os acompañaría, una incursión en Sidón —propuso en un arranque de atrevimiento a Julián—. Yo recupero a mi princesa, vos os hacéis con el oro.

El señor del castillo largó una estruendosa carcajada y resopló:

—¡Lo único que tenemos en común es que los dos, uno junto al otro, acabaríamos con el cuello bien estirado, colgados de las almenas de la muralla!

Los compañeros del Trencavel lo miraron con aire compungido. ¿De veras estaría pensando Roç en ganarse a alguien como Julián para aventura tan disparatada? Guy de Muret quedó convencido de ello. Los dos personajes habían demostrado en más de una ocasión que no retrocedían ante nada ni nadie. Tal vez juntos fueran invencibles… Julián puso rápidamente fin a la historia.

—¡Idos al infierno, Trencavel! —exclamó, aunque en su voz había un tono bastante jovial—. ¡No me traéis suerte!

—¡Esperad! —se oyó entonces desde la escalera la voz de la señora Juana—. No sé quién de los dos supera al otro en cuanto a vanidad mental, ¡pero sí creo, Julián, que estáis desvariando!

A su esposo se le había pasado la risa. Se quedó mirando a su inteligente esposa y ésta señaló, sin inmutarse, a Roç y sus compañeros.

—Ésos son los únicos que saben que habéis provocado una matanza de mongoles, todo por conseguir ese maldito oro. ¡No fueron los templarios!

El amo del castillo negaba, con obstinación:

—El señor Trencavel tendría que demostrarlo primero.

Pero su esposa no cejó.

—¡No tiene más que llamar por testigo al conde de Foix, que habéis dejado escapar! —lo acusó Juana, furiosa por su testadurez. Entonces se adelantó Baitschu y pidió excitado la palabra.

—¡Vos sois el asesino! —acusó sin temor a Julián—. ¡Vuestras manos están manchadas con la sangre de mi primo Jazar y de los demás hombres valientes de mi pueblo! —y el atrevido muchacho respiró hondo—. ¡Mi señor padre, el general supremo del ejército, buscará venganza terrible! —en su ardor juvenil Baitschu comprendía demasiado tarde el peligro que había conjurado sobre sí y sobre los demás—. ¡Y me querrá vengar a mí también! —añadió aún, con orgullo.

En un primer momento pareció que la furiosa diatriba del muchacho había dejado al señor Julián sin habla. Pero recuperó enseguida su risa estentórea.

—¡Os habéis cavado vuestra propia tumba!

Y señaló a los arqueros que aguardaban en lo alto. La mano de Roç se le fue hacia la espada, pero David le impidió sacarla.

—¡Arrojad vuestras espadas si apreciáis vuestras vidas! —ordenó Julián, y se retiró hasta detrás del respaldo de su silla, fuera del alcance de cualquier arma. A Roç le acudió el pensamiento de que ni siquiera el puñal arrojadizo de Yeza podría haber remediado la situación, y se dio cuenta de que debía haberle saltado al cuello al granuja. Era demasiado tarde. Fue el último en dejar caer la espada.

—¡Nuestra sangre sobre vos!

Roç no estaba dispuesto a mostrarse desesperado ni sumiso, pero lo único que consiguió con sus palabras fue provocar de nuevo la hilaridad irrefrenable de Julián, que se quedó sin respiración.

—¡Vuestra sangre! —jadeó—. ¡Vuestra valiosa sangre, noble Trencavel! ¡Os mantendré vivo, así podréis garantizar mi propia supervivencia! —y poco a poco fue recuperando la calma—. Lo mismo vale para ese muchachito mongol.

Julián miró a su esposa, buscando su asentimiento. Juana movía la cabeza con aire indeciso, evidentemente preocupada. Su marido lo. interpretó como que estaba de acuerdo con él.

—¡Lleváoslos de aquí! —mandó a sus hombres, que estaban a la espera de esa orden. El señor Julián parecía estar de buen humor mientras observaba cómo ataban a sus prisioneros las manos a la espalda.

—¡Os llevarán a un lugar tranquilo, más espacioso y más confortable de lo que suelen ser las celdas de las mazmorras!

Estaba al parecer muy contento del cariz que habían tomado sus asuntos.

—¡Mi esposa Juana os podrá Adsitar de cuando en cuando, si tiene ganas de hacerlo!

Era un esposo generoso.

Roç no contestó. También a Juana le pareció una observación poco afortunada. Hasta cierto punto el Trencavel se sintió aliviado, no por sí mismo como por sus compañeros: de repente se sintió responsable de la joven vida de Baitschu. Habría aceptado la muerte propia como un precio a pagar por un amor que hasta ahora no había merecido. ¡Si algún día volvía a ver la luz del sol, dedicaría su vida única y exclusivamente a ese amor por Yeza!

Se llevaron a los prisioneros.

—En la antigua cisterna podemos almacenarlos hasta que se sequen, o al menos hasta que haya amainado el temporal —explicó muy orondo Julián a su esposa. Pero los pensamientos de ésta llegaban bastante más lejos.

—Deberías enviar a un templario —lo quiso hacer partícipe de sus reflexiones —con un escrito confidencial para el gran maestre de la orden, en el que el comendador en funciones de Sidón, ese vanidoso Marc de Montbard, se vanaglorie de su victoria en la batalla y pregunte qué debe hacer con el oro conquistado…

—¿Y de dónde sacaría yo ese escrito? —preguntó Julián por pura precaución: el plan no le parecía factible.

—¡Pues te lo fabricas! —lo riñó Juana ante tanta falta de imaginación—. ¡Lo importante es que los mongoles se hagan con esa carta!

Julián besó los pies a su mujer.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Al día siguiente llegó el señor Thomas de Bérard, el gran maestre de la orden Sacrae domus militiae Templi Hierosolymitiani magistri. Venía de Tiro, donde había sido huésped del señor de la ciudad, Felipe de Montfort. Tenía intención de subir, aquí, en Sidón, a su galera para volver a Europa, donde quería pedir ayuda y apoyo a las actividades de la orden en Tierra Santa, fueran más caballeros templarios, fuera en forma de donativos. Se mostró muy contento cuando se enteró del increíble botín que habían conseguido sus hombres. En efecto, los dineros que Damasco y Alepo habían pagado para evitar ser destruidas sobrepasaban cuanto podía esperarse en Occidente, donde la sede de San Pedro solía ser avariciosa, por no hablar de los bolsillos terrenales.

Yves el Bretón no cosechó precisamente benevolencia cuando observó, en presencia de tan digno señor, que los mongoles difícilmente renunciarían a esos fondos, que consideraban propios por mucho que los hubiesen arrebatado por la fuerza a los musulmanes. El señor Thomas de Bérard se resistía a semejantes consideraciones. Con un ademán altanero de la mano hizo saber a su subordinado, y al mismo tiempo a ese apoderado del rey de Francia, que la entrevista había terminado.

De todos modos, cuando el Bretón habló después cara a cara con Marc de Montbard, éste no fue tan sordo como el gran maestre. Hasta ese momento, el comendador todavía podía confiar en que los mongoles se darían por satisfechos con la devolución del oro y prescindirían de castigar a Sidón. Pero si la orden insistía en negarse a la devolución, caería sobre los templarios la sospecha de haberse confabulado con los asesinos de las dos centurias, y en este caso los mongoles no tendrían clemencia. El comendador comprendió esos razonamientos.

—¡Al menos parecía comprenderlos! —según me confiaría Yves más adelante.

Mientras tanto, la galera del gran maestre había llegado de Ascalón, la sede más meridional de la orden, y el capitán nos comunicó que un ejército enviado por Kitbogha acababa de conquistar Nablús y Gaza.

—Para los mamelucos de Egipto se trata de una clara provocación —comentó Yves el Bretón sin inmutarse. La presencia del gran maestre le había devuelto su rango de embajador del rey de Francia, rango que el comendador Marc de Montbard había querido ignorar hasta la fecha. Ahora el comendador se apoyaba más y más en el Bretón, haciendo gala de una capacidad de adaptación poco frecuente entre los templarios, puesto que tanto Yves como él mismo tendrían que seguir en Ultramar, sin ausentarse y marchar a Europa.

—Qutuz, el sultán de El Cairo —quiso exponer el señor Thomas de Bérard —sabe muy bien que el il-jan ha retirado gran parte del ejército mongol. Ahora, y sobre todo después de tamaña provocación, podrá atreverse a buscar una decisión militar.

—¿Es decir, habrá guerra? —preguntó el señor Marc de Montbard, a quien no parecía afectar temor alguno, ni siquiera alguna satisfacción oculta: lo expresó con la conocida atracción que los templarios, excepto, digamos, mi amigo David de Bosra, sienten por toda clase de conflicto armado.

El gran maestre asintió pensativo.

—¡Ordenad el traslado de todas las cajas que contienen oro a mi nave! —ordenó de repente, y el comendador se mostró tan confundido que tuvo una reacción sorprendente, que no respondía a la regla de obediencia absoluta ni testimoniaba gran valentía.

—Pero… ¡es una sentencia de muerte para nosotros! —se le escapó. Su gran maestre le arrojó una mirada más aniquiladora que cualquier condena.

—Vuestra vida pertenece a la orden —sentenció en tono seco—. Vuestra muerte siempre será prueba de vuestro honor —y dejó esas palabras crueles flotando en el aire. Después de un silencio añadió—: Mi galera abandonará Sidón con su carga, pero yo no me iré con ella. ¡Así nos habremos deshecho de las pruebas! —declaró satisfecho, y prosiguió, sin mirar siquiera al comendador—: Yo seguiré en mi puesto, en Acre, y vos, Marc de Montbard, seguiréis en el vuestro —afirmó, mirando a Yves, que no se sentía afectado por esas palabras—. Tal vez los mamelucos sean más rápidos que los mongoles, y por lo demás, ¡tenéis todavía a la princesa, que podéis ofrecer a cambio de vuestra preciosa vida!

Miré a Yves, pero no dejaba traslucir nada. Comprendí que Yeza jamás sería objeto de una transacción como la que acababa de imaginarse graciosamente el gran maestre templario. Yo confiaba en la habilidad del Bretón. De todos modos, Yeza se había convertido una vez más en una prisionera, aunque ella misma todavía no lo supiera.