La bella esposa del caballero bandido

IMAGE Roç Trencavel, "el noble caballero", como solía llamarle el antiguo dominico Guy de Muret con palabras que sonaban más a mofa que a respeto, cabalgaba en medio de su grupo. La vergonzosa huida de Damasco, ciudad en la que habían entrado con tantas esperanzas, les pesaba a todos. Pero a Roç el bochorno le pesaba aún más que la sensación de culpabilidad de haber sido quien desencadenara sucesos tan lamentables. No se sentía mínimamente responsable de las gentes que llevaba consigo, y ellos se daban cuenta. El desgarbado Terèz de Foix cabalgaba en silencio a la cabeza de la pequeña tropa. No deseaba hablar con sus compañeros, menos aún con Roç, de la muerte de su esposa Berenice. Ella había sido la única en comportarse como un hombre, como un verdadero compañero: de no ser porque ella se interpusiera, con toda seguridad el elefante habría destrozado al Trencavel. ¿Qué otra cosa sino la lealtad habría llevado a su atrevida esposa a sacrificar tan irreflexivamente la vida? A esas dudas torturadoras se añadía el reproche de no haber acudido él mismo a la brecha. De haber sido él quien se sacrificara, ahora estaría descansando en una tumba, y Berenice descansaría… ¿dónde?

Pons de Tarascón, el hermano menor de la fallecida, se acercó con su montura a Terèz.

¿Quo vadis, chevalier? —intentó aliviar la pesadumbre de su cuñado, pues al fin y al cabo nadie sabía bien hacia dónde se dirigían—. En el norte, todos los caminos están cerrados por las tropas del il-jan —insistió Pons—. De modo que no podemos regresar a Antioquía ¡y es sabido que nuestro Trencavel no quiere saber nada de los mongoles!

Terèz de Foix castigó también al gordito charlatán con un pertinaz silencio.

Reinaba un ambiente desolado entre los que cabalgaban sin objetivo fijo, cuando de repente se vieron rodeados por un grupo de jinetes que descendían de una colina. A juzgar por sus estandartes y los escudos, no eran bandoleros musulmanes disfrazados ni una avanzadilla mongol, ¡sino caballeros cristianos como ellos mismos! El cabecilla cerró el paso a Terèz, que seguía cabalgando al frente y que inmediatamente desenvainó la espada y dio a entender que no quería verse retenido. Como consecuencia, también los recién llegados sacaron sus espadas y levantaron sus escudos, y se vio que eran superiores en número. Roç se vio obligado a intervenir. Entonces el cabecilla lo reconoció.

—¡Sois el Trencavel! —exclamó aliviado, y levantó la visera—. ¡Soy Julián de Sidón! —se presentó—. Como vos, soy un soberano sin reino y carezco de derechos en el país de mis padres —aquí soltó una risa amarga—, ¡pero os doy la bienvenida y os invito a ser mi huésped!

Roç miró con desconfianza el único ojo frío del hombre: el otro iba cubierto de una cinta de cuero.

—La ciudad de la que decís proceder está lejos de aquí, junto al mar, si no me equivoco.

Roç fingía no dudar de lo que el otro había dicho para no ofenderlo ni hacerle creer que lo tenía por mentiroso.

El forastero no le hizo mucho caso.

—Esos codiciosos de los templarios se han apoderado, con sus dedos sucios y avariciosos, de lo mío —informó con un tono cargado de odio, y añadió con desgana—: ¡lo cobraron como prenda por su asqueroso dinero!

La mirada de su único ojo negaba que estuviera dispuesto a perdonar lo que consideraba una tropelía.

Roç se dio perfecta cuenta.

—Aceptamos gustosamente vuestra invitación —respondió rápidamente—. ¡Siempre me causará un gran placer saludar a unos amigos y compañeros en la lucha contra la arbitrariedad de los poderosos!

El Trencavel prefería dejar las cosas claras. Nada más lejos de sí que enemistarse con la orden de caballeros que ostentaba una cruz roja de extremos en forma de garras, pero los hombres de Julián de Sidón le venían bien para reforzar su tropa, fuertemente diezmada desde la salida de Damasco —aunque Roç Trencavel en ese momento aún no sabía qué quería hacer ni dejar de hacer. Tenía tan interiorizado que tenía que "conseguir" algo, que ya no preguntaba ni qué ni por qué. Así fuera una corona accesible o un poder no exactamente definido, necesitaba disponer de gente que le hiciera caso y lo obedeciera. Le parecía conveniente disponer de unos pocos seguidores, pues mandar sobre todo un ejército habría sido para él una tarea demasiado pesada. Ésta era tal vez una de las razones inconfesadas por las que intentaba escabullirse de los mongoles: el trono previsto para él y Yeza lo entusiasmaba cada vez menos, le resultaba difícil imaginar cómo se configuraría ese reinado y, en último término, lo atemorizaba el cúmulo de poder y de dignidades. Yeza sí sería capaz de enfrentarse a semejantes exigencias, ¡había nacido para reina! Pero, como sucedía mucho últimamente, ella no estaba a mano; por otra parte él no deseaba rebajarse a simple príncipe consorte.

El señor de Sidón llevó su montura junto a la del Trencavel y hablaba con abundante palabrería de las oportunidades de volver a arrancar "su" ciudad a los templarios y convertirse nuevamente en soberano de la costa, hasta llegar por arriba a Trípoli. Roç no quiso aducir que allí comenzaba la soberanía de los príncipes de Antioquía, al igual que en el sur había que contar con Felipe de Montfort, asentado en Tiro. A Julián le parecía un regalo del cielo contar con el famoso Trencavel como aliado. De cualquier modo, aún disponía de la fortaleza de Beaufort, un castillo de situación estratégica importante, a partir del cual ejercía su poder sobre todo el valle de la Bekaa. Prometió llevar a sus nuevos amigos a ese castillo y concederles allí la generosa hospitalidad señorial que se merecían.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

El estado de ánimo ausente de Yeza cambió cuando días después llegó a Damasco la princesa Sibila, procedente de Antioquía, acompañada por su doncella Alais. La apasionada hija de Hethum pretendía saber dónde había ido a parar su marido, fuera de casa más tiempo de lo previsto. Encontró a Bohemundo junto a su padre Hethum y a mí, reunidos en torno a Yeza. Bohemundo le sostenía la mano, para tranquilizarla, porque su letargo, lejos de ser un simple desinterés por todo, solía transformarse en un acceso de violenta desesperación. Era la primera vez que la princesa abandonaba sus habitaciones. El motivo era tomar con nosotros un té de menta y celebrar consejo acerca de lo que debíamos hacer; pero sobre todo para reprocharnos que no hiciéramos nada por encontrar a Roç Trencavel —como los mongoles, por cierto. La princesa Sibila tuvo un primer disgusto al comprobar que no era su llegada lo que centraba nuestra atención, sino cómo se encontraba Yeza. Y habiéndose enterado del nombre de Roç Trencavel y la relación que lo unía a Yeza, no quiso privarse de insinuar, con lengua viperina, qué pensaba de las capacidades amatorias del joven.

—¡Sibila siempre ha sido una puta con su lengua! —intentó aligerar el ambiente el rey Hethum, mofándose de sus palabras en cuanto vio los rostros de los afectados, la cara dolorosamente sorprendida de su yerno y la arruga de ira que se le formaba a Yeza en el ceño, allí donde se le veía parte de la frente por debajo del vendaje. Su mofa no hizo sino irritar a la hija.

—¡Que tenga pelos rubios entre los muslos no significa que la cabra lleve allí un vellocino de oro! —se atrevió a rezongar, y añadió con una risa burlona—: ¡ni que un macho cabrío como Roç disponga de una tercera pierna!

Yeza se quedó petrificada, pero yo vi que en sus ojos nacía una furia asesina. El joven soberano intervino diligente:

—¡Vergüenza te debía dar! —le susurró a su esposa, mientras intentaba mantener la compostura.

—Si mi hija conociera lo que es vergüenza… —siguió el rey Hethum divertido, caldeando el ambiente—, pero donde otros tienen un cerebro, ¡ella sólo tiene un agujero húmedo!

—Eso es lo que se llama un puerco armenio —consiguió articular Bohemundo, y no aclaró si se refería al padre o a la hija.

Sibila se calzó las botas.

—El príncipe de Antioquía puede pedir el divorcio, si quiere —le asestó una última puñalada—, y casarse con esa cabra pálida que no tiene ni culo ni pechos.

Su padre la cogió rápidamente por la cintura y ya no la soltó: la hija quedó pataleando y dirigió su furia una vez más contra Yeza.

—¡Yo sabré encontrar al Trencavel! —resopló con aire provocador—. ¡Prefiero de vez en cuando un buen macho que dos veces por semana una aburrida sesión normanda! ¡Bo - he - mundo, Bo - he - mundo! —silabeó burlona el nombre de su marido, acompañándolo con gestos obscenos.

Mientras tanto, Yeza se había levantado lentamente de su asiento.

—¡Soltadla! —ordenó al rey Hethum. Cuando éste, por despiste, soltó apenas su presa, Sibila se liberó y se abalanzó con un grito estridente sobre la odiada cabellera rizada de la princesa. Yeza dobló las rodillas con su conocida agilidad y la robusta armenia salió volando hasta quedar extendida en el suelo de mármol de la sala. Debería haberle servido de advertencia, pero Sibila consideró que había dado un paso en falso, se levantó y, sorprendida de que Yeza no la hubiese atacado mientras estaba en el suelo, lo interpretó como una cobardía: se acercó con pasos pesados a su enemiga. Yeza la cogió por la muñeca del puño adelantado y le giró rápidamente el brazo a la espalda. Aparte de asestarle un golpe de rodilla en pleno rostro, y tras oírse el aullido de dolor de la afectada, Yeza le dio una patada final en el trasero, de modo que volvió a caer tan larga como era.

El preocupado Bohemundo se acercó; Yeza saltó como una gata salvaje y le arrebató el puñal de la cintura.

—¡Basta! —tronó una voz desde la puerta. Era Kitbogha, recién regresado.

—¡No basta! —respondió Yeza tranquilamente, y arrojó el arma a la soberana, que se estaba levantando trabajosamente del suelo. La mujer creyó que esto le daba una ventaja y ya estaba dispuesta a vengar con sangre la sangre que ahora se le escapaba de la boca.

—¡No! —gritó ahora también el rey Hethum, que temía lo peor. Sibila levantaba ya el puñal y se disponía a atacar furiosa a Yeza. Nadie pudo ver exactamente lo que sucedió, yo el que menos. Yeza, como si no pudiese apreciar lo que se le venía encima, metió tranquilamente la mano en su nuca, donde su mata de cabello es más densa, y después todos se quedaron mirando a Sibila, que tenía un corte finísimo entre los labios abiertos. Quiso soltar un grito, pero el dolor era tan fuerte que no fue capaz.

—¡Así podréis abrir la boca más todavía! —profirió Yeza a la soberana, que se revolvía y gimoteaba, caía de rodillas y lloriqueando se hundía sobre sí misma. Yeza le dio la espalda y estaba a punto de abandonar orgullosa la sala cuando el anciano Kitbogha se le interpuso en el umbral de la puerta. Mientras, Alais acompañaba afuera a su ama y señora, que sangraba abundantemente, a la vez que Bohemundo corría chillando detrás y pedía a gritos un médico.

—He tomado una decisión —dijo el comandante supremo—, y el espectáculo que acabáis de dar, princesa, me refuerza en mi opinión de que es la correcta…

—¡Está loca! —gruñó Hethum acalorado—, hay que…

—La princesa no es dueña de sí misma… —no admitía Kitbogha que alguien como el rey de Armenia le hiciera perder los papeles—. Nos pertenece a todos, ¡al "resto del mundo" tanto como a los mongoles!

—Si pertenezco a alguien —se opuso Yeza—, será a mi amado lejano, Roç Trencavel.

—Precisamente por eso —retomó Kitbogha el hilo de sus decisiones —seréis trasladada al castillo de Schaha y allí, protegida de vuestros enemigos exteriores como de vos misma, permaneceréis hasta que tengamos a Roç Trencavel en carne y hueso con nosotros.

—¡Fantástico! —se indignó Yeza, que no parecía tomarse en serio el veredicto—. Allí podré pudrirme en vida como una vieja solterona, pues ninguno de vosotros —y su fulminante mirada pasó del rey Hethum al anciano Kitbogha —me puede asegurar que Roç Trencavel regrese, y menos aún que vuelva conmigo…

Me dio pena: por desgracia sus dudas sobre la fidelidad de Roç no eran injustificadas. Y Schaha, eso también lo sabía yo, quedaba lejos, muy lejos, junto al lago Urmiah. El il-jan había hecho construir allí ese castillo inabordable, destinado a cámara de tesoros, en donde amontonaba su inmenso botín de oro y joyas, conseguido sobre todo en los saqueos de Bagdad y Alepo.

—Habéis oído mi palabra, Yeza, y haréis bien en conformaros con la decisión tomada —le habló el viejo como un padre severo, pero al fin y al cabo amante—. En cambio, os ahorraré tener que llevaros la alfombra; según me ha informado William, la aborrecéis…

Yeza le arrojó una mirada fría.

—¡Me llevo el kilim!

La sala se había ido llenando de gente que seguía el debate con mucha atención. Muy lentamente, como antes había echado mano del puñal oculto, la princesa levantó la voz, para que todos en la estancia la oyeran.

—Dormiré en el kilim cada noche, y cada hombre que venga de camino podrá acostarse conmigo —jugaba con su voz como con las imágenes que sugería a sus oyentes—, y espero que no corran la misma suerte que El-Kamil, el emir de Mayyafaraqin, quien tuvo que pagar su pasión por mí entregando su carne trozo a trozo —y Yeza elevó aún más la voz—: Que corran mejor suerte que los príncipes selyúcidas Kaikaus y Alp-Kilidsch, que se lancearon uno al otro por esta princesa, y mejor que El-Aziz, único hijo del último sultán de Damasco, a quien separaron la cabeza del tronco a causa de esta princesa —su voz parecía ahora la de una fanfarria—, y su asesino Alí, cuyo cuerpo yace destrozado al pie de la ciudadela y sirve de comida a los cuervos… —soltó una risa estridente—. ¡Así les sucederá a todos, pues esta princesa está maldita!

Con este último grito Yeza se derrumbó, pero antes de que alguien acudiera en su ayuda y mientras yo permanecía inmóvil y mudo ante semejante estallido, sin duda debido a lo mucho que había padecido, se enderezó. Eso indujo a Hethum a dar su opinión.

—¡Estáis fuera de vos! —exclamó en tono de reproche.

—¿Fuera de mí? —se mofó Yeza, mientras se arrancaba la ropa del cuerpo—. ¿Queréis ver cómo soy yo de verdad? —la princesa permaneció desnuda y temblorosa ante nosotros hasta que Alais, que entretanto había regresado, la cubrió con una manta y la condujo fuera de la sala.

Después de este escándalo, que a mí me pareció como la erupción volcánica de una enfermedad febril, y ante el cual nos habíamos quedado todos, sinceramente pero menos justamente, cubiertos de chispas y cenizas, Yeza pudo descansar. A sus espaldas, sin embargo, se hacían preparativos para el largo viaje. Kitbogha encargó el mando de la escolta a su sobrino Jazar, al que entregó dos centurias, para gran disgusto del general Sundchak. Cuando Yves lo supo, se ofendió profundamente y salió de la ciudad sin despedirse. Consideraba que Kitbogha habría podido al menos preguntarle si deseaba hacerse cargo de ese servicio para Yeza, después de lo que llevaba hecho por la princesa. Pero el Bretón también estaba furioso por otra ruptura de palabra de los mongoles. Él había dado su promesa al comandante de la ciudadela de que podría marchar libremente con sus hombres. Apenas esos soldados abandonaron la ciudad, el general Sundchak, supuestamente para vengarse del capitán Dungai —a quien todo el mundo sabía que el primero no soportaba—, había ordenado atacarlos y había matado hasta el último hombre. Sus cabezas adornaron durante días las almenas de la ciudadela. A Yeza no se le comunicó la partida de Yves. En cambio Kitbogha ordenó que yo la acompañara a la fortaleza del lago Urmiah. También Baitschu debía ir con nosotros, pues su padre quería saberlo a salvo en el castillo de Schaha.

IMAGE La hospitalidad generosa que el señor Julián nos había prometido en el castillo de Beaufort resultó más bien pobre, pero al principio a los huéspedes no les llamó demasiado la atención hasta qué punto y con qué rigor reinaba allí la avaricia. No bien llegaron, los occitanos Guy y Pons aceptaron la propuesta de David de retomar el juego del "Ser", descuidado durante tanto tiempo. Su compañero Terèz nunca había participado en ese pasatiempo y se apartó de sus compinches como un cangrejo eremita, y Roç mismo rechazó con ásperas palabras ser el cuarto jugador. ¡Cuánto echaban de menos al que siempre, de buen grado, se había prestado a jugar, a Joshua el carpintero! Obstinados, intentaron jugar los tres, pero apenas iniciaron la construcción de la pirámide su quehacer despertó la ansiosa curiosidad del anfitrión. Julián se entusiasmó enseguida y dejó de interesarse tanto en sus huéspedes como en su bienestar, y hasta descuidó presentárselos a su esposa, la dueña del castillo.

Roç se preocupó de que la tropa, los diez hombres de Antioquía, se alojase debidamente, pues gracias a su oído atento había sabido que los caballeros de Bohemundo no habían estado contentos con el ofrecimiento de Julián de Sidón. Algunos sabían que desde hacía algún tiempo el antiguo señor de Sidón utilizaba su castillo de Beaufort como base para incursiones de bandolerismo, tanto en las cercanías como más lejos, llegando a veces a cruzar la frontera del Principado de Antioquía, más al norte. El Trencavel los tranquilizó y prosiguió su inspección de las amplias fortificaciones del castillo.

Julián, en el excesivo interés con que se había entregado al juego, lo dejó hacer: posiblemente ni sabía qué pretendía su invitado. Sus manos temblaban de emoción y de avaricia, y encogía la cabeza a cada pieza que recogían sus compañeros.

El castillo de Beaufort se alzaba sobre una loma rocosa que, del lado del valle, ofrecía una pared natural escarpada revestida de placas de piedra lisa, mientras que una profunda brecha abierta en la roca lo protegía del lado de la montaña. Se accedía bajo tierra, por un túnel anguloso asegurado por tres puertas de entrada. Por encima del conjunto sobresalía un poderoso torreón. Roç inició el ascenso.

Abrió la puerta del recinto superior del torreón y vio a una joven que, desde más arriba, lo miraba con una extraña sonrisa. No lo confundió tanto verle las piernas, que se le ofrecían bajo sus faldas hasta muy por encima de los muslos, como confundirla a primera vista con la soberana de Antioquía. Desde luego, su rostro era más delgado y más joven.

—Acercaos, Roç Trencavel —dijo la bella mujer con voz burlona—, mi hermana Sibila, cuando pasó por aquí camino de Damasco, donde esperaba encontraros, ya me habló de vuestras hazañas beneméritas en Antioquía en favor de sus anhelos nunca satisfechos —prosiguió con palabras bien formuladas. Tendió la mano a Roç, tal vez para asegurarse de que no escapara—. Aquí no hay rampa por donde huir —y se echó a reír. Cerró la puerta tras él, apenas hubo entrado—. Hace tiempo que os estoy esperando, Roç Trencavel —le aseguró Juana de Sidón, antes de dejar caer sus vestiduras.

IMAGE Terèz de Foix se había alejado de Beaufort, acompañado de una tropa de individuos poco fiables que el amo de la fortaleza, Julián de Sidón, le había cedido con mucho gusto, para cruzar la meseta rocosa que limita con las cordilleras del Líbano. Cuando Terèz les propuso escapar del aburrimiento del castillo y conseguir algún botín en los alrededores para alegrar un poco el menú de la cocina, también los diez caballeros de Antioquía se habían apuntado a la partida. Lo que el conde de Foix pretendía, en el fondo, era olvidar la muerte de su Berenice, por lo cual también le resultaba difícil soportar la presencia de Roç: Terèz creía ser el único en saber que Roç, a su vez, se había liado con la esposa de su anfitrión, como si nada. El caballero, de alta estatura, se preguntaba seriamente si no debía comunicar al Trencavel que no deseaba seguir a su servicio. En realidad, el motivo por el que hasta ahora tanto él como sus compinches habían seguido a las órdenes de Roç era el de apoyarlo en la búsqueda de Yeza. Pero nadie hablaba ya de eso, ni de heroicidad alguna. ¡Al contrario!

La pequeña tropa vagaba sin rumbo por el áspero territorio sin descubrir presa que valiera la pena. No aparecía nadie, ni una caravana con camellos cargados, ni un comerciante que viajara por el país al que se pudiera aligerar el peso de su bolsa: ¡nadie! Iban a dar media vuelta cuando Terèz descubrió un rebaño de ovejas conducido con toda la calma por la planicie por varios pastores. No era lo que la tropa esperaba como aventura, combate y botín; pero esos animales que berreaban, provocadores, prometían abundante carne sabrosa, y hasta las pieles podrían dar algún beneficio. Con un rápido intercambio de miradas, el conde de Foix se aseguró de la aprobación de sus compañeros. Todos pensaban que regresar a Beaufort con un buen carnero para asar a fuego abierto siempre sería mejor que volver con las manos vacías. Terèz dio la señal de ataque y salieron en formación abierta, cabalgando hacia el rebaño, con la intención de cerrarse después en forma de pinza. Los pastores los veían venir, poco impresionados, y los perros ladraban furiosos. El de Foix agarró al pastor más viejo y le dio a entender que su vida dependía de que condujera a sus animales, sin perder uno, en determinada dirección. El anciano comprendió enseguida: al parecer a los pastores les daba igual hacia dónde llevaban a su rebaño y quién los mandaba. Lo único desagradable era que ahora tenían que avanzar más rápido, saltar y hacer saltar por encima de piedras y pedruscos a sus carneros, ovejas y corderos. De eso se ocupaban los caballeros, que desde lo alto de sus monturas azuzaban esa maraña de pieles marrones y negras. ¡Qué aventura más viril! Sintiéndose molestos dentro de sus incómodas armaduras, no adoptaron un trote más reposado hasta tener a la vista la silueta de Beaufort.

En el castillo, en la gran sala vacía, estaban Guy de Muret, el gordo Pons y David, el templario manco, sentados en torno a la única mesa. Echaban miradas expectantes a la puerta, a veces malhumoradas, al sitio vacío del cuarto hombre. Este, el amo del castillo, había pedido disculpas repetidamente. Pero sin su asistencia era difícil iniciar el juego. La pirámide de varillitas estaba levantada y David, quien después de la dolorosa pérdida del cabalista era el jugador más antiguo, observaba su construcción airosa cada vez con menor benevolencia. ¿Para qué tanta perfección si esa construcción, formada con tanto cariño, no podía cumplir su destino —que cada jugador retirara un palito, concentrado en la maniobra y la mano lista para agarrar la suerte que el destino le tuviera preparado? Esperaban, bostezaban y aguantaban.

En la habitación superior de la torre central, el poderoso torreón, Roç ya se había vestido y estaba sentado, a punto de saltar, en el borde de la cama de Juana la armenia, la esposa del amo del castillo. La bella mujer descansaba desnuda a su lado, desvergonzada y lasciva. Ni siquiera intentaba cubrir con la arrugada sábana la blancura de sus carnes.

—¿No teméis ser descubierta por vuestro esposo? —intentó Roç apaciguarla para que le soltara sus partes viriles, que la mujer sujetaba con la mano.

Ella lo miró con ojos de gata.

—Menos que vos, Trencavel —y prefirió, en lugar de retirar su garra, juguetear con el animalejo—. Hace tiempo que Julián prescinde de la carga de los celos, y de sus obligaciones matrimoniales… —dijo. Y como para subrayar sus palabras reforzó los manejos juguetones con que pretendía reavivar la bravura de su víctima.

—Yo no puedo tener hijos —declaró después, y no añadió comentarios. Pero sus hábiles dedos demostraban que ese defecto no disminuía sus ansias, y Roç acabó por no ser cera en sus manos, sino una vela erguida.

—¿Y él no os repudia? —preguntó, sólo por decir algo.

—Le va bien así —respondió ella con voz melosa—, ¡no hay nada que heredar! ¡Hasta este castillo de Beaufort lo tiene embargado por los templarios!

El Trencavel no pudo permanecer mucho tiempo insensible a las caricias, y Juana no cesó de estimularlo hasta que lo hizo arrojarse sobre ella y satisfacer su insistencia, por mucho que creyera que la estaba castigando.

Terèz de Foix y sus hombres hicieron franquear a su botín todas las puertas de Beaufort. El patio del castillo estaba lleno de ovejas que se empujaban y berreaban, corderos que saltaban y carneros obstinados. De inmediato se presentó Julián y, pasando ante Terèz, se dirigió furioso a sus propios hombres, a quienes había permitido acompañar a los forasteros.

—¿Qué tenéis en vuestras cabezotas, cabrones? —les gruñó—. Si tuvierais un cerebro o al menos ojos para ver, os habríais dado cuenta de lo que nos espera, y que yo veo venir hasta con los párpados cerrados —y respiró hondo—. ¡Todas las tribus de beduinos de la Bekaa vendrán furibundas a Beaufort para vengar el robo de un rebaño apestoso!

Los hombres bajaron las cabezotas y se sintieron culpables.

—Traed a los pastores —les ordenó—. Y después dejadme a solas con ellos…

Esto iba dirigido más bien a Terèz de Foix y a los caballeros de Antioquía, que empezaban disgustarse con el recibimiento y se alejaron con la cabeza alta. Mientras tanto, como Julián había predicho, ya se habían acercado los primeros beduinos al castillo. Invocando su buena vecindad, enviaron emisarios al señor para que liberara el rebaño y los indemnizase debidamente por las pérdidas sufridas. El amo del castillo los hizo pasar a la gran sala, de la que expulsó con palabras rudas a los jugadores de "Ser". El problema del señor Julián era que no poseía nada para apaciguar a los beduinos. Para ganar tiempo hizo traer lo mejor —y lo último— que le quedaba en la cocina. Calculaba que así conseguiría calmar por lo menos a los portavoces de los clanes pastores más importantes. Les dio de beber y se aprestó a escuchar lo que tenían que contarle, invitación que los pastores aceptaron gustosos. El vino, al que estaban poco acostumbrados, aflojó sus lenguas y apaciguó sus ánimos. Al mismo tiempo lo informaron de manera un tanto confusa —todos hablaban a la vez— de una extraña caravana de mongoles que de Damasco se dirigía hacia el norte, en dirección a Baalbek. Dos centurias escoltaban a los camellos que trasladaban cargas pesadas, no sólo una gigantesca alfombra enrollada sino muchas cajas y arcones.

Julián los escuchó con atención, en especial cuando le hablaron de las cajas: sólo podían significar un transporte de oro. Lo más probable era que los mongoles quisieran trasladar el botín conseguido en Hama, Homs y Damasco a lugar más seguro. Su cerebro se puso a funcionar aceleradamente. Le hablaron aún del palanquín, en el que viajaba una mujer joven de cabello dorado. Al parecer era una prisionera muy especial a la que hacían pasar hambre: estaba extraordinariamente delgada. Según esta descripción, a la que Julián atendió sonriente, sólo podría tratarse de Yeza, la otra mitad de la legendaria pareja real, cuya parte masculina, Roç Trencavel, se hospedaba dentro de las murallas de su castillo.

Julián dio gracias a la Santísima Virgen y a su propia sabia previsión por haberse reunido a solas con los jefes de los beduinos. Un plan empezó a tomar forma en su mente. Concedió a los pastores la devolución inmediata del rebaño y les prometió además una indemnización por las pérdidas sufridas, por un importe que colmaba todas sus exigencias y aún más —pero con la condición de que lo ayudaran y pusieran a su disposición un pequeño ejército de hombres.

—¡Se trata de luchar contra los enemigos de la fe!

La frase no le costó a Julián ningún esfuerzo, al fin y al cabo los nestorianos no eran verdaderos cristianos. Los pastores comprendieron enseguida que se trataba de luchar contra los mongoles, atacar a la caravana de la que habían hablado. Ellos solos jamás se habrían atrevido a enfrentarse a los temibles firsan al nabbala, los jinetes arqueros del lejano país del sol naciente; pero bajo el mando de un señor de la guerra tan experto como a sus ojos era Julián, la cosa prometía. De modo que dieron su acuerdo enseguida y prometieron presentarse al día siguiente con sus hombres. El patio del castillo se vació rápidamente de sus cuadrúpedos ocupantes, pero también quedaron allí, a más de los excrementos, dos carneros bien cebados y una docena de lechales para que, según dijeron los pastores despidiéndose del señor Julián, "los consumieran como consuelo el largo señor Terèz y sus caballeros de Antioquía".

Julián de Sidón, señor de Beaufort, no perdía de vista la puerta de la habitación de la torre. Apenas el Trencavel abandonó con las piernas separadas y paso vacilante el camerino de la señora del castillo, él dejó su escondite incómodo bajo la escalera de madera y se introdujo por la puerta de la habitación. Encontró a su esposa Juana con una sábana en las caderas, junto a la ventana, mirando al patio.

—Qué lástima —dijo ella con el tono medio adormilado de quien nunca sacia del todo el hambre—, ¡una buena pierna de cordero me vendría ahora la mar de bien!

Su esposo le sonrió con una mueca comprensiva y le propinó, acompañando sus palabras de una sonrisa enigmática:

—A veces, renunciar a un entrante ligero deja espacio en el estómago para el banquete de verdad… ¡Imaginaos una caravana entera de camellos, en una larga hilera!

Juana encogió, asqueada, las comisuras de los labios, pero esperó que Julián prosiguiera. Lo conocía.

—Unos hombres bien armados protegen las pequeñas y pesadas cajas que los animales transportan…

—¿Oro? —jadeó la armenia, y de repente pareció despertar de su letargo. Los ojos lanzaban el brillo de la avaricia—. ¿Habrá también arcones de joyas, cestas cargadas de ropas y encajes, perlas…?

Su esposo sacudía la cabeza.

—Esos estúpidos mongoles arrastran consigo una vieja alfombra que tal vez esté destinada a calentarle los pies al gran jan, allá en la lejana Karakorum…

—¿Y nada más?

—Nada de importancia —la quiso tranquilizar Julián—, un palanquín con una mujer joven…

Juana lo miró a los ojos con desconfianza.

—La princesa Yeza —observó, y por el tono de su voz se notaba que no le cabía duda alguna.

—Es posible… —dijo su esposo.

—¿Por qué intentáis ocultármelo? —le soltó ella en tono de reproche.

—Una vez lo sepa con certeza, os podré aconsejar… —sonrió Julián de nuevo, esta vez como un niño atrapado en una travesura—. Bien, pero ¿de qué nos sirve?

Juana cruzó las piernas en el lecho y se sentó encima. Estaba desnuda y se rascaba los pezones mientras adoptaba un aire reflexivo.

—¿Supongo que la escolta es numerosa y sobrepasa nuestras propias fuerzas?

Julián asintió. Siempre había podido confiar en el buen juicio de su esposa.

—Por lo demás, ¿no tenéis la intención de compartir con Roç Trencavel…?

Julián asintió de nuevo.

—Disponer de la presencia de la princesa Yeza es sumamente importante para mantenerlo alejado de todo —y Juana sintió, a pesar de su aparente serenidad, una pequeña espina—. Habrá que lidiar con la supremacía del enemigo, separarlo del oro y tal vez destruirlo.

—¡Las dos cosas será imposible! —la interrumpió Julián, abatido—. ¡Ni pensarlo!

Juana se lamió los labios.

—¡Siempre habéis subestimado la astucia de las mujeres!

Soltó una risita mientras se acariciaba el pecho con ambas manos.

—Cualquier mujer sabe cómo seducir con la provocación, cómo debilitar al enemigo preparándole una emboscada.

Julián la miraba expectante.

—¡O las dos cosas a la vez! —le comunicó Juana, pensativa.

—¡Sois una auténtica hija de Hethum! —murmuró el hombre, asombrado—. Hacedme saber vuestro plan…

Con un gesto su esposa lo invitó a sentarse a sus pies.

Realmente, los hombres bajo el mando de Julián de Sidón no tenían cara de pastores, aun si llevaban las ropas habituales del gremio, con bastón y bolsa y un cordero en el brazo. Un carnero grueso iba a su lado —el otro de los dos carneros ya giraba sobre el fuego de la cocina, clavado en una pica. De modo que los tres picaros elegidos ofrecían un aspecto más o menos convincente. Julián los había instruido con todo detalle. Después apartó a Roç y lo condujo por enrevesados corredores y pasillos subterráneos hasta una de las torres exteriores empotradas en la muralla, donde se celebraría el encuentro. Por el camino, el amo del castillo fue preparando a su huésped para recibir la extraordinaria noticia tan enormemente difícil de conseguir: la muerte amenazaba a los pobres pastores si se sabía que habían revelado un secreto de los mongoles.

Así alcanzaron la muralla medio derruida donde esperaban los tres hombres disfrazados con sus perros y sus corderos. Hablaban un dialecto que el Trencavel entendía a duras penas, y había que extraerles cada palabra con gran esfuerzo. Julián hacía de ayudante y Roç se enteró a retazos de que a Yeza la trasladaban hacia el oeste como prisionera, rodeada sólo de una escolta de guerreros mongoles que se contaban con los dedos. La pequeña tropa se movía desde Damasco hacia Qal'at Subeibe, un pequeño castillo situado en los montes de Hermon, recientemente conquistado, sin resistencia, por cierto, por los mongoles. Pero ésta no era la meta definitiva…

Roç no sabía muy bien qué pensar de esa historia; parecía reticente, lo que nadie esperaba. En su apuro, Julián recordó la alfombra y rápidamente añadió que a la tropa seguía una caravana de camellos acarreando una alfombra gigantesca, probablemente un regalo para el gran jan. La mención del odioso kilim convenció al Trencavel de la veracidad del relato. Apenas atendió cuando le describieron el camino que llevaba a Qal'at Subeibe, ni le extrañó que esa fortaleza no quedara al norte, ni al este, sino al oeste de Damasco. No quería perder el tiempo, ardía en deseos de atacar a esa escolta antes de que alcanzara el castillo protector. No quedaba lejos, a lo sumo a dos días de cabalgada, según le aseguró Julián.

Roç reunió a sus gentes. Se trataba de liberar a Yeza, según les comunicó orgulloso y emocionado. Pero sus palabras ya no encendían el ánimo de los hombres, que ya no creían en él. Demasiadas veces les había hablado de la búsqueda de su princesa, pero nunca se había esforzado mucho por convertir la búsqueda en realidad. Los diez caballeros de Antioquía estaban cansados de reunir al rebaño, y se negaron a participar en una nueva aventura que prometía ser aun más cansada. Roç no quería esperar. David el templario, Guy de Muret y Pons de Tarascón lo apoyaban y se prepararon para partir sin demora. Pero Terèz de Foix hizo notar al sorprendido Roç que el respeto que le debían se estaba deteriorando y la vieja amistad no valía lo que antes, por lo cual prefería mantenerse un tiempo lejos de él, para aclarar sus propios sentimientos. Roç veía en esta propuesta el peso de la oscura muerte de Berenice. Disgustado, renunció a convencer a Terèz de que cambiara de actitud, una actitud que éste había defendido con tranquilidad. El tiempo apremiaba y, en opinión de Roç, no había lugar para sentimentalismos. Profundamente decepcionado, dio la espalda al conde de Foix.

—Así pues, partiré con sólo tres hombres, ¡conmigo, cuatro! —exclamó ante los que se quedaban atrás.

—En la vida pasa como en el "Ser" —quiso burlarse con cierta obstinación David, el templario manco. Pero no estaba muy seguro de que fuera acertado enfrentarse a los mongoles con fuerzas tan pobres.

Al parecer, a Julián le daba lástima ver partir a un grupo tan reducido. Destinó a unos cuantos de sus compinches para que los acompañaran.

—¡Os servirán de guías y de peones! —aseguró a los caballeros que ya se ponían en camino. Esos bandidos difícilmente podrían servir para otra cosa, si es que servían para algo.

Guy de Muret observaba la pequeña tropa con el ceño fruncido.

¡Ave Trencavel! —gritó Pons con atrevimiento forzado, mientras salía cabalgando por la puerta, a la cola de los demás—. ¡Morituri te salutant!

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Jazar, a quien su tío Kitbogha, comandante supremo del ejército mongol aún en Siria, había confiado dos centurias, ordenó hacer campamento no lejos de Baalbek. Era la segunda vez que íbamos a descansar en nuestro largo viaje hacia el norte, un viaje que nos llevaría a Schaha, el castillo del tesoro recién construido, considerado inexpugnable, sobre el lago Urmiah. El verdadero motivo de la expedición armada era el transporte del oro expoliado por los mongoles en las ciudades conquistadas, de Alepo a Damasco, y que querían poner a buen resguardo entre los muros de Schaha. Una fila considerable de camellos con pesadas cargas formaba el núcleo de la comitiva, que avanzaba lentamente y muy vigilada. Inmediatamente detrás venía otro grupo de animales que únicamente transportaban el palanquín y el séquito de la princesa Yeza. En este último, aparte de la doncella Alais, viajaba también mi pobre persona. No tenía asignada una tarea específica, nunca me consideré simple confesor devoto, pese a que Yeza iba más necesitada que nunca de asistencia espiritual. Viajaba contra su voluntad y tomaba a su balanceante palanquín más como una celda de prisionera que como un asiento confortable para el pesado viaje. Habría preferido ir a caballo, pero se lo habían prohibido. Iba malhumorada en su caja montada sobre un camello, y sus pocas pertenencias cabían en las alforjas que portaba el animal. A última hora, antes de partir de viaje, la precavida Alais había acudido al bazar de Damasco para mejorar un poco el guardarropas de la princesa. Suponía con toda razón que en el desierto, junto al lago de Urmiah, no se podría adquirir nada, al menos ninguna ropa fina de tela adamascada ni de muselina, ni esencias aromáticas ni peines ni broches taraceados. La buena mujer se había acordado de comprar cojines de seda y mantas de terciopelo. Pero Yeza no se dignó arrojar una mirada a las cestas trenzadas y los arcones de viaje forrados, y seguía con sus raídos pantalones de lino y su camisola de cuero, como era su costumbre. En verdad, la compasiva Alais obtuvo poco agradecimiento por haber renunciado a su puesto confortable en la corte de Antioquía, junto a la soberana Sibila —y todo para servir a la princesa.

Tampoco a mí me habían pedido conformidad alguna, de modo que la princesa no apreció ni rechazó mi participación. Y eso que, para mí, viajar a través del desierto era un gran sacrificio. Solamente acepté para poder estar cerca de ella. Habría preferido quedarme a vivir en Damasco, pero mi destino parecía indisolublemente unido al de mis pequeños reyes, a los que un día había mecido sobre mis rodillas. Al final de la comitiva iban los veintiocho animales que transportaban la alfombra enrollada. Yeza, que había insistido en llevar consigo el kilim, no deseaba tenerlo constantemente a la vista. El único cuya proximidad Yeza soportaba de buen grado era el muchacho Baitschu, el más joven y probablemente el último vástago del viejo Kitbogha. El jovencito la divertía, y le agradaba su curiosidad por todo. Baitschu, a su vez, se veía escudero y caballero fiel de su adorada princesa, y los demás lo dejábamos hacer.

IMAGE Apenas un día después de que Roç y los suyos desaparecieran, el patio del castillo se llenó de carros y carretas procedentes de los alrededores. En ellos viajaban muchos fugitivos de Damasco que no estaban a gusto bajo los mongoles o les tenían miedo. Además fueron llegando los guerreros de la tribu de pastores, armados hasta los dientes con garrotes, hondas y puñales de todo tipo, lo cual probablemente no era la mejor manera de enfrentarse a unos jinetes mongoles perfectamente equipados; pero su ardor guerrero y el conocimiento perfecto de los alrededores seguramente serían muy útiles. Varias tribus beduinas también habían enviado combatientes, entre ellos numerosos arqueros, deseosos de batirse con los mongoles. Julián pasó revista con atención a esa tropa y eligió pacientemente a algunos jóvenes imberbes que envió al castillo para que las mujeres, bajo la mirada sabia de Juana, los disfrazaran de "damas del harén". Hubo muchas risas y algunas protestas entre los jóvenes, pero Julián consiguió explicarles que de ellos dependía en gran medida que cuajara el plan que había ideado. Para no exponerlos antes de tiempo a la mofa de sus compañeros y que perdieran la moral, los hizo esperar, ya disfrazados, en la sala grande, donde les sirvieron de comer y beber mientras los demás se ponían en marcha. Después les tocó el turno a los mayores, que fueron transformados en "ricos comerciantes". A todos los demás se les asignaron diferentes tareas y escondites sobre el terreno. Por fin, los grupos de pastores y beduinos partieron hacia sus destinaciones. Hubo acuerdo en que el escenario del encuentro decisivo con los mongoles fueran las ruinas de Baalbek. Todo el mundo conocía perfectamente esos templos y se trataría, por tanto, de atraer allí a los mongoles. Hasta los diez caballeros de Antioquía olvidaron todo cansancio cuando se enteraron de que había un rico botín a la vista y se pusieron a disposición de Julián. Poco pesaron las palabras de advertencia de Terèz en el sentido de que su soberano Bohemundo era oficialmente aliado de los mongoles, y que su reputación sufriría graves daños si resultaba que sus propios vasallos enfrentaban en combate a sus aliados. Julián apartó al reticente y mintió sin reparos:

—Nos acabamos de enterar de que la escolta con la princesa prisionera Yeza viaja por esa carretera hacia el norte —apeló a la caballerosidad del conde de Foix—. Si no la liberamos ahora, jamás volverá a ver a Roç Trencavel…

Terèz comprendió que con toda intención Julián había mandado a Roç en la dirección equivocada, pero le pareció plausible que Yeza estuviese en manos de los mongoles. Se sentía obligado a hacer algo por ella y estaba dispuesto a luchar por liberarla, diciéndose que tal vez le tocara protegerla de ese bandolero que era el propio Julián de Sidón. Después de reflexionar, respondió al amo del castillo:

—Me ofrezco para acercarme a la escolta de la princesa. Ella me conoce y confía en mí. Podría procurar que los mongoles, en efecto, se metan en la trampa de Baalbek y ocuparme al mismo tiempo de que a Yeza no le pase nada.

Julián lo miró con desconfianza.

—¡Y quién me asegura de que no revelaréis nuestro plan a los mongoles!

Terèz quería responderle indignado, pero lo pensó mejor. Al fin y al cabo, no es que hubiera traicionado al Trencavel, pero acababa de sorprenderlo con su negativa a ser su fiel seguidor. Lo había expresado con dureza, le había negado la ayuda que Roç estaba seguro de obtener. ¿Y si tuviera ahora la ocasión de limpiar su honor maculado?

—Si no confiáis en mí, sólo os quedan dos posibilidades: me matáis ahora mismo o… ¿me acompañáis?

Julián lo miró desconcertado. Pero Terèz siguió exponiendo esa idea, nueva hasta para él.

—Nadie entre los mongoles os conoce, ni siquiera la princesa. Los dos juntos podemos lograr que el plan salga según lo previmos. Nos asentaremos en medio de la carne del enemigo como una araña venenosa que, desde allí, desde donde nadie lo imagina, teje su red mortal…

Julián observó que el último grupo de su pintoresco ejército acababa de abandonar el castillo de Beaufort. Envió un saludo a su esposa, que lo observaba desde arriba.

—Terèz de Foix —dijo con voz firme y en tono amenazador—, cabalgaréis a mi lado y de paso seguiremos afinando vuestra propuesta: o bien no sobrevivimos ni vos ni yo a tamaña locura, o seréis hombre poderoso y rico, ¡os nombraré señor de Beaufort! —y se echó a reír—. Porque yo, en este caso, ¡arrojaré a los pies de los templarios el dinero que me exigen y recuperaré mi propiedad de Sidón!

Los jinetes solitarios se movían en una larga y estirada fila a través del terreno rocoso. Delante iba el Trencavel, después Guy de Muret, a continuación el gordo Pons y seguidamente la tropa auxiliar de Beaufort. La retaguardia, por llamarla así, era David, el templario manco. El calor y el aire enrarecido de las alturas los afectaban mucho, por lo que cabalgaban con la cabeza gacha. Tampoco había nada que mirar ni ver, pero Roç les había prohibido quitarse los yelmos. Detrás de cualquier roca podía acecharlos el enemigo, un enemigo que podía haberlos visto y estar esperando el momento para enviarles una lluvia de flechas y cazarlos como conejos. Nada parecido tuvo lugar, y cuando alcanzaban una cima y miraban hacia el valle, cuando espiaban cada recoveco, cada garganta profunda, no veían más que lechos de ríos secos y pedregosos y arbustos quemados por el sol. Ni rastro de caravana ni de palanquín ni de escolta. No encontraron a nadie en ese desierto, ni pudieron preguntar a nadie si había visto algo. En cambio dieron con el castillo Qal'at Subeibe, que de repente se alzó frente a ellos sobre una cordillera, como el señor Julián lo había descrito a Roç, apoyado por los pastores. Pero no se veía a nadie en sus murallas. Bajaron al valle con precaución, buscando protegerse, uno tras otro. Se mantuvieron siempre distanciados, pero sin perderse de vista, sin formar un grupo visible para quien los observara. Desmontaron y, por consejo de los guías, eligieron el ascenso más escarpado entre las altas rocas, que parecía darles la ventaja de no ser fácilmente visibles desde arriba. Como escaladores expertos, los primeros en superar la pared aseguraban el recorrido de los siguientes. Estos a su vez tuvieron que hacer subir a los animales. Los bandidos cumplieron la pesada tarea sin rechistar.

Cuando por fin se reunieron todos arriba, al pie de la muralla del castillo, tuvieron que rendirse a la evidencia de que el Qal'at Subeibe hacía tiempo que estaba abandonado: las puertas ampliamente abiertas, la vista se abría sobre una plaza llana, limitada por murallas por todos lados. En las escaleras crecía la hierba y de las ventanas vacías salían volando las torcaces asustadas. Roç subió con algunos de los más fieles a la torre más alta y miró en todas las direcciones: ¡nada! No se veía una caravana, ni el brillo de lanzas, ni una nube de polvo que traicionara a nadie…

—No me parecía muy normal —dijo Guy, con su expresión de zorro listo —que viniendo de Damasco dieran este rodeo por el desierto en vez de dirigirse sin más hacia el norte.

—Habrán sido los propios mongoles quienes lanzaran este rumor —se le ocurrió luminosamente al templario—, ¡para alcanzar sin contratiempos su objetivo!

—Esos estúpidos pastores cayeron en la trampa —reconoció el gordo Pons, y añadió—: y nosotros caímos en la trampa de los estúpidos pastores.

Todos miraban al Trencavel, que no tenía ganas de negar ni de minimizar su derrota.

—¡Julián de Sidón sabía adónde nos enviaba! —dijo Roç con amargura—. Y si queremos alcanzar nuestro objetivo, tendremos que avanzar a partir de ahora triplicando la rapidez, río Litani arriba, ¡pues así tal vez los alcancemos junto a Baalbek!