La corona, entre codicia y augurio

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Yo sabía que la antipatía que me tenía Roç se debía a mi insistencia en favor de Yeza, a mis incesantes ruegos de que pusiera fin a esa separación tan obstinada. Pero aun sin abrir la boca, sabía que mi presencia era para él un reproche vivo. Sólo les deseaba lo mejor, al fin y al cabo eran "mis" hijos del Grial, y yo había sido destinado a ser su guardián. ¿Todo eso ya no valía nada?

La forma en que la grande maîtresse me había despachado podía ser signo de que confiaba en mí para tan difícil misión, y no necesitaba darme más instrucciones; o podía ser signo de todo lo contrario: mi persona carecía de todo valor y nadie me necesitaba. En cualquier caso, volvía a quedar solo en Damasco y no sabía qué hacer. Yeza era mi única esperanza, ella comprendería las preocupaciones y las penas de su William… pero ¿adónde había ido a parar mi pequeña princesa? ¿Qué podía hacer para encontrarla, para reuniría con su Trencavel?

Apenas Roç hubo abandonado el palacio del soberano, lo ocupó Alí. El comandante de la ciudadela lo apoyaba gustoso y había destinado parte de las tropas para apuntalar sus pretensiones de hacerse proclamar soberano. Pero el hijo del sultán, que, a saber mío, siendo mameluco no tenía lazo de sangre alguno con el fallecido An-Nasir, no halló resistencia. Me sorprendía que los damascenos, último bastión de los ayubíes, quienes desde los tiempos de Saladino tenían derecho a sultán propio, quisieran entregar la ciudad precisamente a un egipcio. Nada bueno les había llegado nunca desde El Cairo. ¿Qué había movido, pues, al honrado comandante a ceder ante el fanfarrón de Alí?

El baouab fue convocado al salet al tadj, la sala del trono, para jurar, como mayordomo primero y en representación de toda la servidumbre de palacio, lealtad al nuevo amo. Yo debía ser testigo de ese acto, aunque como fraile cristiano me parecía que mi presencia no servía para nada. No me pareció oportuno, sin embargo, negarme al deseo del caprichoso y probablemente también pérfido Alí. Éste había ocupado el trono del sultán y tenía al baouab arrodillado a sus pies. Le hizo señas de que se acercara más y sacó del escote de su qamis un medallón atado a una cinta de cuero, que sostuvo ante las narices del baouab.

—¿Reconocéis este hamsa, señal de mi dignidad soberana?

El tono de la pregunta, formulada en voz baja, hizo que el mayordomo primero respondiera, risueño y contento, con las palabras:

—¡Claro que sí, mi amo!

Pero a Alí, en su bondad, no le bastó este gesto. Añadió en voz alta, para que se enteraran todos:

—Largos años después de que mi padre, el venerable sultán An-Nasir Yusuf, me engendrara en el extranjero y yo tuviera que pasar mi juventud ocultándome, exiliado en las tierras salvajes del Kurdistán, protegido por mi primo ayubí El-Kamil, emir de Mayyafaraqin, ahora regreso a mi querida Damasco.

El atrevido mameluco fijó su vista en mí; aguanté con valor su mirada.

—En estos tiempos de máxima emergencia, el hijo y legítimo heredero no quiere abandonar a su suerte a la ciudad y al país, como pretendía ese usurpador fraudulento que acabáis de expulsar…

Alí respiró hondo.

—Yo, Alí ibn Yusuf An-Nasir, ¡no entregaré a mis fieles súbditos ni a nuestra fe a esos mongoles descreídos! ¡Os lo juro por la memoria de mi padre, cuya alma ha sido acogida por Alá!

El baouab le besó las manos y yo me quedé sin habla. No así los cinco caballeros armenios, que también asistieron a la escena y fueron invitados por el comandante no ya a rendir homenaje al nuevo soberano, sino a prestarle juramento de lealtad. Los caballeros declararon sin rodeos que ya habían prestado ese juramento a su rey Hethum, de quien eran vasallos. Alí se enfureció. Furibundo, los hizo apresar y atar sin resistencia —habían debido depositar las armas antes de entrar en la sala del trono. Alí les impuso un plazo: si al terminar la última sura de la oración del mediodía no habían prestado juramento, ¡les cortaría las cabezas!

IMAGE El capitán Dungai solicitó audiencia urgente con el comandante supremo. Los guardias, que conocían su posición de persona de confianza, le dieron paso inmediato. El fiel subordinado pronunció sus palabras sólo cuando estuvo tan cerca de Kitbogha que nadie más pudiera oírlas.

—El Trencavel ha escapado de Damasco antes de ser coronado, con meta desconocida —le informó en voz baja—. Hubo un atentado contra él y un levantamiento popular, aunque no se sabe quiénes fueron los instigadores. Todo ello lo indujo a huir.

Kitbogha sacudió su anciana cabeza.

—¿Estáis seguro de la fiabilidad de vuestro confidente?

—Yo mismo he hablado con él, un fraile cisterciense —la voz de Dungai no admitía dudas—. ¡El hombre me habló conmovido por los terribles sucesos!

Y el capitán relató la increíble historia del elefante en llamas.

El comandante mandó llamar de inmediato a Yves, pero los guardias regresaron conmocionados con la noticia de que el prisionero había escapado del recinto privado. Una lona de la tienda había sido cortada hasta la altura de un hombre.

En la entrada de la tienda de audiencias se produjo un altercado: Yves el Bretón exigía que lo dejaran pasar. Llevaba su gigantesca espada, que Baitschu le había entregado por debajo de la lona, y no aparentaba la menor contrición ni arrepentimiento.

Kitbogha sonrió y lo recibió con un saludo.

—¡A un hombre como vos no se lo puede apresar, a menos que se le quite la vida!

E hizo señal a los guardias de que dejaran pasar al Bretón con su espada, contraviniendo todas las reglas.

—Teníais razón, Bretón —sorprendió a su visitante voluntario con la noticia que acababa de recibir—, ¡el Trencavel se nos ha vuelto a escapar!

Yves no estaba de humor para tomárselo como alabanza y sólo dijo:

—¡Lo siento por Yeza!

Esta vez el viejo comandante se tomó a pecho las palabras del Bretón.

—Ahora que sois libre de tomar vuestras decisiones, señor Yves, sólo os ruego… —y Kitbogha buscaba alguna expresión que ocultara su debilidad por la princesa—. No hace falta aumentar la pena de Yeza haciéndole saber lo cerca que ha estado de recuperar a su amado y la ligereza y el egoísmo con que hemos malgastado esta oportunidad —dijo, suspirando y buscando la mirada del Bretón—. Eso no ayudaría a la princesa ni facilitaría al ejército cumplir con su deber.

Yves bajó la cabeza.

—Bien, callaré —respondió en tono severo—, pero a partir de ahora dejaréis en mis manos el que la pareja real cumpla su destino… —y se enderezó—. ¡El embajador del rey de Francia no se somete a los fútiles deseos de un rey de Armenia o de un príncipe de Antioquía!

Con estas palabras salió de la tienda.

Yves encontró a Yeza tirando al arco. La princesa se había sorprendido de que Baitschu la recogiera y le ofreciera uno de los dos caballos que llevaba a rastras: la plaza de ejercicios se alcanzaba a pie. Ni Jazar ni el joven Baitschu podían competir con ella en disparar, a galope tendido, sobre unos muñecos de paja: ninguno de ellos la superaba en habilidad y puntería. Sin saber por qué el Bretón la había convocado en ese lugar, aceptó de buen grado cabalgar hacia el sur, fuera del recinto del campamento. El único defraudado era Baitschu, que se sentía excluido, engañado en cuanto a la aventura esperada y tratado de manera ingrata por el Bretón, a quien tanto admiraba. Los vio marcharse a los dos y sintió rabia por tener que quedarse atrás. Yves, a quien el estado de ánimo del muchacho no lo preocupaba, quería hablar con Yeza para ver hasta qué punto las ideas de ella sobre el destino de la pareja real compaginaban con las suyas. ¿Cómo veía la princesa su vida futura, una vez revestida de la dignidad que le esperaba? Al Bretón ni se le ocurrió que pudiese dudar del destino en sí; pero Yeza había comenzado a alejarse de esa visión. Hacía tiempo que, en su fuero interno, se había distanciado de la idea de un reinado de la paz. Las experiencias de su breve vida se oponían a semejante propuesta, veía que la guerra y la violencia dominaban el mundo en el que habían crecido —en estas consideraciones Yeza incluía a Roç, casi disculpándolo, se daba cuenta de que cualquier renuncia voluntaria, cualquier deseo de paz, provocaría un mayor deseo de poder en la otra parte, la parte "enemiga"…

—No sé —dijo Yeza, ensimismada, a su silencioso acompañante —si mi vida no sería más feliz si renunciara a este mundo, criando un hijo en una isla solitaria, algo que me vería dispuesta a hacer. Pero oponerme al camino que están tomando las fuerzas del destino, unas fuerzas que no puedo frenar ni en las que puedo influir…

Era precisamente la actitud que el Bretón, hombre de inclinaciones guerreras, no quería consentir.

—La esencia de vuestro destino, princesa, es, al contrario, oponer algo nuevo a lo que desde siempre parece inevitable. No debéis resignaros a esa terrible indiferencia frente al asesinato y la muerte…

Incapaz de resistir la tristeza que el hombre llevaba en los ojos, Yeza evitó su mirada insistente.

—Esa paz de los reyes no se instala en una isla florida, de fuentes claras llenas de truchas felices, donde las ramas se doblan bajo el peso de los frutos y el aire se llena de risas infantiles. ¡Hay que luchar por esa paz día tras día, el valor de sus principios debe demostrarse una y otra vez!

Yeza lo miró sonriente.

—Me parece, señor Yves, ¡que sois vos quien está soñando con una isla en medio de un mar azul!

La mirada de la joven siguió la del hombre, que abarcaba el paisaje. Habían alcanzado la última colina de una cordillera y por debajo, en la lejanía, se veían las murallas y las torres que rodeaban el mar de casas de Damasco.

—Tenéis razón, princesa, me gustaría regresar al fresco verdor de Francia, a las playas rocosas de la Bretaña, encerrarme allí en un monasterio y dedicarme sólo a leer…

—Pero ahora no podéis dejarme sola aquí, Yves —se le escapó a la asustada Yeza—, sobre todo después de lo que me acabáis de decir, de lo que me habéis exigido.

El Bretón sonrió.

—¡No sería capaz de ello!

Dieron la vuelta a sus cabalgaduras. Yeza no había quedado convencida de que los próximos pasos serían los idóneos ni una suerte para ella, que en ese momento representaba sola a la pareja real. Estaba contenta de que Roç no estuviera a mano, por mucho que lo echara de menos, de modo que la entronización oficial, que fatalmente los ataría a su dudoso reinado, de momento quedara aplazada. Yeza no estaba dispuesta a participar en una coronación provisional, fuera bajo la forma que fuera. Había llegado a la conclusión, y el Bretón no podría convencerla de lo contrario, de que se trataba de una fantasía intoxicadora como sólo son capaces de imaginarla unos dyinn malignos, y que una vez difundida la idea, como escapa el espíritu de una botella, no haría sino engordar como una nube oscura. Nadie tendría poder ni valor para deshacer el entuerto. Antes correrían todos el riesgo de que ella y Roç fueran víctimas de esa caza de una idea engañosa, ¡sus vidas sacrificadas en el altar de la bella imagen de la paz! Yves el Bretón le parecía un buen amigo, en el que podía confiar, pero era también uno de los cazadores.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

En medio del kilim, sobre una plataforma de madera construida muy deprisa (la anterior había sido destrozada por el elefante), se había instalado un trono para Alí. Encima, un sillón de alto respaldo, y en ese sillón, acurrucado, el malik bajo el sol ardiente del mediodía. Yo tenía que mantenerme de pie a su lado, como un secretarius. Al baouab le tocaba sostener una sombrilla de seda para dar sombra a Alí, una sombra que a mí no me correspondía. Los cinco armenios, con las manos atadas a la espalda, permanecían arrodillados al borde de la alfombra; detrás de ellos, el verdugo, con las piernas separadas y su poderoso sable curvo desenvainado. Todos estábamos a la espera de que sucediera algo, el tiempo se eternizaba. Cuando en medio del calor mareante llegó a mis oídos la llamada lejana de un muecín, reuní todo mi valor y me incliné brevemente ante Alí, sin mirarlo a los ojos. Crucé rápidamente el kilim en dirección a los condenados a muerte. Se oía ya desde el minarete de la mezquita la voz potente que llamaba con las palabras Alahu akbar! Alahu akbar! al salat al thuhr, la oración del mediodía.

Ashadu an la illaha illaha! Ashadu ana Muhamadan rassululah!

Mientras corría, saqué mi crucifijo de madera y me acerqué a cada uno de ellos, ofreciendo a sus labios la imagen del Salvador.

—¡Cristo está contigo! —murmuré cada vez, oponiendo mi voz al sonido retumbante de la voz del muecín:

Haya alla as-salah! Haya alla as-salah!

Haya alla al falah! Haya alla al falah!

que con sus llamadas repetidas se acercaba más y más al término de la sura fatal. En ese instante llegó de manera totalmente imprevista el comandante de la guarnición. Corría tropezando a través de la alfombra, y detrás de él se oían gritos excitados procedentes de las callejuelas de la ciudad:

—¡Los mongoles! ¡Llegan los mongoles!

Allahu akbar! Allahu akbar!

Con esta última invocación a Alá acababa el salat al thuhr. El verdugo miró, inseguro, hacia Alí, que, gesticulando irritado, intentaba convencerlo de que procediera a cortar las cabezas. Pero ese hombre forzudo, sobre cuyo pecho desnudo resbalaban gruesas gotas de sudor, arrojaba a su vez una mirada desesperada hacia el baouab, quien, a espaldas de Alí, le indicaba exactamente lo contrario. Entonces el verdugo dejó caer la enorme espada y se escabulló en medio de la muchedumbre que iba invadiendo el kilim. A un gesto del baouab los criados se llevaron el sillón de nuevo al palacio ¡con Alí encima! Éste seguía agitando inútilmente los brazos.

Yo me encontraba junto al kilim y a los cinco caballeros armenios, a quienes el hábil baouab había cortado las cuerdas con su propio puñal. Si antes habían hecho frente con indiferencia estoica a la perspectiva de que sus cabezas rodaran por la alfombra, ahora se quejaban como pajaritos irritados de que los hubieran obligado a permanecer de rodillas sobre la piedra dura. El baouab no les hizo caso. Había hecho venir urgentemente del palacio a un grupo de criados y los fustigaba para que dejaran la alfombra más o menos limpia en vista de la llegada de los próximos huéspedes. Mientras tanto Alí había escapado del palacio y buscado refugio en la ciudadela. Todos los demás esperábamos la aparición de la avanzadilla de los mongoles. Yo sentía curiosidad, pero a la vez me estaba cansando de las ordinarias quejas de los armenios. Me aparté de los criados excitados del palacio y me situé a la entrada de la midan kabir, la gran plaza donde desemboca la Decumana.

Y entonces los vi venir: a la cabeza cabalgaba el viejo Kitbogha y, a su lado, para gran alegría de mi corazón, ¡mi querida Yeza! Los seguía el príncipe Bohemundo, festivamente ataviado, y otro señor de categoría al que no conocía, sin duda una cabeza coronada. Y detrás, las columnas a pie de los mongoles cubrían todo el campo visual. Justo cuando Yeza había llegado a mi altura y yo pretendía dedicarle un saludo, ella retuvo su montura. Di un salto para acercarme, pero no me prestó atención. Sus ojos se habían posado, furiosos, sobre el» kilim extendido ante ellos, en toda su maltratada magnificencia.

—Ahí tenéis al fin el regalo de Lulu —se dirigió con voz irritada al anciano comandante—. Lo podéis utilizar para limpiar vuestras botas, ¡por lo que me atañe, no pisaré esa "alfombra de las desgracias"!

Hizo su caballo a un lado y dejó a Kitbogha que siguiera adelante solo, cosa que éste hizo para no detener a los que marchaban detrás. Todos pisaron el kilim, en él los animales depositaron sus excrementos sin inmutarse, y los siguieron centuria tras centuria. Cuando la gran plaza quedó llena, el comandante supremo ordenó con un gesto que volvieran a retirarse por la Decumana, mientras él, con el príncipe soberano de Antioquía y el rey de Armenia, se dirigía al palacio. Comprendí que se trataba de Hethum cuando vi que los cinco caballeros armenios se le acercaron y, a juzgar por sus gestos, se quejaron amargamente del trato recibido. No había muchos espectadores y, por lo que pude escuchar, no llegaban gritos de júbilo de ningún lado. Los damascenos no se mostraban poco amistosos, más bien parecían indiferentes, tal vez también un tanto aburridos tras las escenas espectaculares que Roç Trencavel y el príncipe de los mamelucos les habían ofrecido.

Yeza había permanecido en silencio a mi lado, y yo había respetado su actitud reservada; pero ahora me puso una mano sobre el hombro y me dijo:

—¡Ay William, tú eras quien me hacía falta!

Soltó una risa clara y me dio un abrazo emocionado, lo que me inundó de alegría —aunque sentía mucha curiosidad por saber el porqué de su extraño comportamiento. ¿Qué pensamientos la asustaban para no pisar el kilim? Yeza no respondió abiertamente a mi pregunta.

—Hay miles de dyinn malignos ocultos en ese tejido —fue lo único que me dijo.

—Algo así aseguraba el Trencavel —se me escapó.

Yeza prestó inmediata atención.

—¿Roç ha estado aquí? ¿Cuándo?

—Poco antes de que llegarais con los mongoles.

—¿Por qué no me ha esperado?

Le di a conocer el entusiasmo con que al principio había reaccionado la población, le hablé de la terrible muerte de Berenice de Tarascón y del repentino cambio de ambiente que provocó la retirada del Trencavel.

—¡Los damascenos vieron en esa desgracia un mal presagio! —dije.

—El kilim —susurró Yeza con voz seca—. Sidjadet al musiba! ¡Ahí tenéis la prueba, William!

Un desconocido muchacho mongol se había adherido a nuestro grupo, con toda despreocupación. Yeza me lo presentó como Baitschu, el vástago menor de Kitbogha.

—¿Y hacia dónde se ha dirigido el Trencavel?

Yeza no se apartaba del tema, y el hecho de que por tan poco no se hubiesen encontrado le daba visiblemente que pensar.

—¿Tal vez se oculte aquí muy cerca y vuelva con nosotros? —quiso expresar sus esperanzas.

Yo no quería desengañarla.

—No puede estar lejos —pretendí consolarla—. Cuando se entere de que ahora estáis en Damasco, seguramente dará media vuelta, ¡lo que lo lleva a vagar por el mundo es el deseo de encontraros!

Me miró con sus ojos claros, una mirada insistente y firme. Yo nunca estaba seguro de que me tomara en serio o se riera de mí. Tampoco pude aclararlo, pues se nos acercó otro joven mongol llamado Jazar que tenía mucho que contar. En primer lugar habló de él mismo, y de que el malévolo general Sundchak le había ordenado a él y, por cierto, a gran parte del ejército que no participaran en la parada, sino que aseguraran de entrada las puertas y las torres de la ciudad.

—¡No os habéis perdido gran cosa, Jazar! —opinó Yeza—. Por cierto, ¿adónde ha ido el señor Yves?

—A buscar alojamiento en un convento de frailes, entre la mezquita y la ciudadela —supo responderle el avispado Jazar, enterado de todo. A punto estuve de añadir que Alí el mameluco se había refugiado en la ciudadela, pero entonces habría tenido que explicar a Yeza el trasfondo del atentado con el elefante, algo que deseaba evitar en presencia de los dos mongoles. Además, en ese momento Jazar sacó a relucir el verdadero motivo que lo traía: ¡a Yeza la esperaban en el palacio!

Para mí era de sentido común que la acompañara, decidido a no apartarme ya nunca más de su lado. Pero me lo impidieron, y Yeza no defendió mi postura. Intenté ocultar mi desilusión. El jovencito Baitschu me ayudó sin quererlo: me propuso llevarme a los zocos. En realidad, él buscaba compañía, pues su padre le había prohibido terminantemente aventurarse solo en los dédalos oscuros de las callejuelas del bazar. Claro que él no pretendía ir al mercado de las especias, donde en sacos abiertos se ofrecía toda clase de condimentos aromáticos, ni a las tiendas de los sastres, donde se medían, entre grandes balas de telas aterciopeladas y brillantes, las piezas del pesado tejido adamascado del país, la seda de China o los tejidos ligeros y vaporosos de Mosul, ni a los establecimientos de los comerciantes que, con gran habilidad, escanciaban en diminutos frascos de vidrio la olorosa agua de rosas y los aceites esenciales. Su meta eran los herreros fabricantes de armas. En las cuevas oscuras donde trabajaban chispeaban los fuegos de las fraguas, los peones con el tronco desnudo depositaban las piezas incandescentes sobre el yunque y el ruido ensordecedor de sus golpes no dejaba oír las propias palabras.

Precisamente allí nos topamos con el Halcón Rojo, haciendo arreglar la empuñadura de su cimitarra. No se sorprendió tanto como yo, pero me hizo una seña discreta de que lo siguiera. Baitschu me miró con aire interrogador, yo le hice un gesto afirmativo, y fuimos juntos hasta una oscura cueva donde se tomaba el té y en la que unos ancianos se dedicaban a fumar su shisha. El Halcón Rojo nos llevó a un rincón; no pareció molesto por la presencia del muchacho mongol. La historia que me confió mientras tomábamos unas copas de kasat shai nana tenía relación con los mongoles encargados de proteger a la pareja real. Aunque él se encontraba en la ciudad ostentando su auténtico nombre, el de Fassr ed-Din Octay, pero en realidad de incógnito, lo había descubierto uno de los agentes más peligrosos de El Cairo, el cojo Naimán.

—Pero si estaba en Acre —intervine irritado—, ¡disfrazado de sargento templario bizco!

—¡El mismo! —me confirmó el Halcón Rojo, y tomó un sorbo de té—. Y recordaréis también que en la casa de los teutónicos advertí a todos los interesados de que no debían confiar en el mameluco. Ese cojo indigno me reprocha ahora haber traicionado la causa egipcia. ¡El granuja ha intentado chantajearme!

El Halcón Rojo mismo no era mameluco, pero sí hijo del anterior gran visir de El Cairo, por lo que, lejos de mostrarse ofendido, estaba más bien enfadado por la insolencia del cojo.

—¡Ahora afirma que para demostrar mi patriotismo político debo hacer asesinar a Yeza!

¡Era eso! Me sentí conmovido hasta lo más hondo de mi ser. Baitschu estaba decididamente indignado. El emir barrió con un gesto de la mano nuestra inmediata preocupación, como si se tratara de un poco de shai derramado.

—Reaccioné con demasiada violencia cuando quise mandarlo al diablo, es decir, despacharlo al infierno, porque el puño defectuoso de mi arma no obedeció a mi intención. Naimán pudo escapar ¡y ahora se oculta en la ciudadela!

Callé, muy afectado. Baitschu, en cambio, se recompuso y venció su timidez ante el extranjero, que lo tenía muy impresionado por su comportamiento sereno y seguro de sí mismo. Dijo, muy serio para su edad:

—Si ese hombre no ha podido encontrar en vos un instrumento dócil para sus intenciones, ¡lo intentará con otro!

—¡Así es! —le sonrió el Halcón Rojo, dándole ánimos con su gesto.

—¡Debemos informar de inmediato a mi señor padre de ese peligro que nos amenaza!

El emir asintió para mostrar su conformidad y acabó su té.

El Halcón Rojo no tenía la intención de presentarse en palacio y delegó en nosotros dar la mala noticia. En la sala del trono se habían reunido el comandante Kitbogha, Yves el Bretón y el baouab. Estaban sentados en torno a Yeza y le insistían en que no solamente debía estar a disposición al día siguiente, sino que debía someterse de manera bien visible para el pueblo, con toda dignidad y la mejor voluntad, al rito de entronización. Éste se organizaría de modo que la ausencia del Trencavel no llamara la atención. Finalmente Yeza se mostró de acuerdo, aunque la escenificación le parecía dudosa, y únicamente insistió en que la ceremonia no debía celebrarse de ninguna manera sobre el kilim —kilim que los mongoles consideraban en cambio especialmente apropiado. Mientras debatían si, en ese acto de coronación sin corona, debía estar presente algún alto representante de la jerarquía cristiana, y quién, para prestarle o no una dimensión espiritual determinada, en la mente de Yeza giraba un único pensamiento: el de escapar de ese espectáculo sin ofender a sus amigos. En ese instante Baitschu, detenido conmigo en la puerta, le gritó en voz alta a su padre:

—¡Los mamelucos tienen la intención de asesinar antes a la princesa!

Kitbogha miró con el ceño fruncido a su hijo, por molestar. Dándome cuenta, yo añadí:

—¡Los asesinos contratados ya están en la ciudad!

La reunión se disolvió al instante. Yeza se vio rodeada de inmediato por guardias armados, bajo el mando de Dungai. Yo ni siquiera conseguí acercarme nuevamente a ella.

IMAGE La ciudadela de Damasco ocupaba el ángulo noroccidental de la muralla. Asentada sobre un bloque de rocas naturales, dominaba a primera vista el área desde la gran mezquita hasta el palacio. A sus pies se agachaba el convento de los cistercienses. Habría sido fácil aislarla, debido a su situación; en cualquier caso el baouab aseguró al preocupado Kitbogha que de ella no podría provenir peligro alguno, puesto que su guarnición era demasiado escasa. Además aseguraba que el comandante era hombre razonable, al que sólo había que darle tiempo para reflexionar y cerciorarse de quién, efectivamente, tenía el poder de la ciudad en sus manos. Al comandante supremo esta solución le pareció conveniente: tenía el deseo de atraerse a la población en lugar de torcer los ánimos contra los mongoles, lo que habría sucedido si aplicaba la violencia, y sobre todo con miras a la proyectada entronización. De modo que ordenó al general Sundchak, que quería asaltar la ciudadela sin más, que retirara sus tropas y se limitara a asegurar la situación en la parte sur de la ciudad. Sería difícil, afirmaba, que se produjeran ataques desde el norte, pues esa zona ya había sido pacificada.

Alí se había hecho fuerte en la ciudadela. Por un lado, contaba con el apoyo de los adeptos de Naimán, también refugiados allí; por otro, contaba con la amistad del comandante. La guarnición de las amplias instalaciones de la ciudadela, por cierto, no era tan escasa. Muchos hombres del ejército del sultán y muchos habitantes habían preferido esperar el desarrollo de los acontecimientos protegidos allí arriba por gruesos muros y bastiones bien defendidos. Las noticias de los últimos días habían sido demasiado inciertas, algunas francamente contradictorias. Una cosa unía a los allí encerrados: el rechazo fundamental de una ocupación mongol, un profundo desprecio por esos bárbaros descreídos; se sentían más cercanos a los mismos cristianos, que al menos poseían una fe, aunque fuera la equivocada. Pero no fue la pertenencia a la misma religión del islam lo que movió a Naimán a utilizar una vez más a Alí. Lo que hizo fue cambiar un poco la receta: si Alí se avenía a matar a Yeza, la maldita perra cristiana, los mongoles, una vez habiéndoles sido arrebatada la parte más importante de su pareja real, se marcharían de la ciudad. Alí tendría vía libre hacia la soberanía. El comandante opuso a ello que también podría producirse el efecto contrario, que los mongoles, antes de marcharse o no, por rabia o por venganza, quisieran arrasar la ciudadela con todos sus ocupantes. Pero los demás lo acusaron de cobardía, y le aseguraron que un combatiente por la verdadera fe no podía permitirse ese sentimiento. De modo que puso a disposición de Alí y de Naimán los soldados que le exigieron.

Mientras tanto, en el palacio, William de Roebruk había conseguido el acceso libre a la princesa. El capitán Dungai, responsable de todo lo que atañía a la joven, consideraba al fraile un ser inofensivo. Yeza veía en el franciscano, que buscaba su proximidad como un perrito fiel, la posibilidad agradable no tanto de tener con quien conversar como de mantener el contacto con el mundo exterior: las medidas de seguridad que había tomado Dungai eran un verdadero cordón de aislamiento. Así, cuando Lorenzo de Orta solicitó a los guardias hablar con la princesa, recibió órdenes de dirigirse a William. El fraile acudió, todavía con mala conciencia. Cuando oyó el nombre de quien era un representante de alto rango de la hermandad secreta y persona de confianza de la grande maîtresse, se asustó. Estaba claro que ese círculo de personas tenía siempre algo importante que decir sobre lo que afectara a Roç Trencavel y a Yeza Esclarmunda —si es que no lo decidían todo. De modo que no le extrañó que ya en la puerta el enjuto anciano de cabellos blancos lo apartara con aire severo, y pretendiera obligarlo a aplazar otra vez la entronización solemne, prevista para el día siguiente: la grande maîtresse estaba segura de que en pocos días estaría presente también Roç Trencavel. Lorenzo desechó la objeción de William de que, en ese sentido, su influencia sobre los mongoles era nula. Lo que debía hacer el hermano franciscano era simplemente informar a Yeza de la situación, y ya la princesa sabría muy bien cómo imponer sus deseos. Con eso, apartó de sí a William y se alejó por la plaza sumida en el anochecer, donde en ese momento estaban enrollando la alfombra bajo la vigilancia del baouab, para complacer, precisamente, la exigencia decidida de la princesa.

La luz del sol poniente se reflejaba hasta tarde en las murallas de la ciudadela, mientras que el convento, a sus pies, ya estaba en plena oscuridad. El solitario que regresaba al convento se detuvo brevemente para escuchar la llamada al salat al maghreb, la oración de la tarde, del muecín, antes de seguir bordeando sus paredes hacia el hogar de los hermanos cistercienses, donde pensaba pasar la noche. Lorenzo de Orta no prestaba atención a los ojos ardientes que lo observaban desde las altas almenas de la ciudadela.

El taimado Naimán, que también en esta ocasión se había hecho cargo de todo, expuso al desprevenido Alí las grandes líneas de su plan. Pero aunque la distracción de que éste hacía gala le pareciera más bien una total incomprensión de su genialidad, Naimán se equivocaba en un punto esencial. Alí aceptaba con tanta sumisión cuanto el otro le proponía porque en su espíritu confuso había anidado una reflexión muy diferente. Si él consiguiera secuestrar a la princesa en lugar de matarla, y si ella se mostrara de acuerdo en ser su esposa, le sería mucho más fácil y seguro imponer su soberanía sobre Damasco. Además no tendría que enemistarse con los mongoles que, muy por el contrario, le darían a él la bienvenida, antes que a Roç Trencavel, a quien él mismo había puesto en fuga.

Al parecer, éste se había asustado tanto que no se atrevía a regresar a Damasco, aun si los mongoles habían entrado en la ciudad para protegerlo y pese a que allí lo esperaba su reina. ¿Ni siquiera eso le bastaba? Según los rumores en la cocina del palacio, al día siguiente la princesa se haría entronizar sola: era de esperar que la joven y sus protectores estuvieran más que satisfechos y contentos de que tuviera a su lado a un verdadero rey, que ocupara su lugar en el trono y en el lecho, alguien capaz de señalar sus límites a una mujer y que prometiera ser fiel aliado de los mongoles. Eso estuvo soñando Alí durante sus largas horas de insomnio, hasta que el sueño lo venció ya de madrugada, a punto de conseguir la ansiada dignidad de soberano. La idea de pensar ni siquiera un instante en las posibles imaginaciones y deseos de Yeza no le vino en mente al futuro malik, que ya se veía proclamado nuevo sultán de Damasco.

Ya era noche cerrada cuando un Jazar excitado pidió entrar en el ala del palacio ocupada por la princesa, rodeada de su guardia personal. William fue a su encuentro, medio dormido, pero Jazar insistió en que debía transmitir una noticia personal a Yeza. William se envalentonó y exigió saber al menos de quién procedía el mensaje, con lo cual supo que venía de parte de un tal Lorenzo de Orta. No tanto por desconfianza como para demostrar que era un inquisidor agudo, William le pidió una descripción del hombre. En efecto, con tanto detalle describió Jazar el ropaje del anciano franciscano que William no dudó de que, esta vez, el hombre de confianza de la grande maîtresse lo había elegido como mensajero. Yeza había despertado, y también había acudido Dungai. Tartamudeando de emoción, Jazar despachó su misión, una misión que el anciano fraile le había confiado con prisa extraordinaria, insistiendo además en que el mensaje era confidencial y urgente: la grande maîtresse, habría dicho Lorenzo de Orta, se había recluido en un convento, y aunque no deseaba hablar personalmente con Yeza, sí deseaba transmitirle que "a Roç Trencavel le había sucedido una desgracia", por lo cual debía hacerse entronizar ella sola y sin pérdida de tiempo.

Yeza quedó desconcertada ante semejante aviso, comunicado de manera tan confusa. Exigió a Jazar que la condujera de inmediato al convento donde se alojaba la grande maîtresse, le pareciera a ésta bien o no. Dungai le recordó que sólo él tenía poderes para permitirle abandonar el palacio, y que procedería a despertar a Kitbogha. Yeza insistió, primero con vehemencia, con lágrimas después: el capitán sabía muy bien que su superior se negaría. Dungai se compadeció finalmente de las lágrimas de la joven y organizó una escolta de pocos hombres que la acompañaría bajo su propio mando. Lo que deseaba era no llamar la atención y estar de vuelta antes de que se hiciera día, para guardar el secreto. Gracias al cielo, siempre tan azul, el comandante supremo e Yves el Bretón habían consumido la noche anterior suficiente kumiz como para dormirse en la sala del trono, totalmente borrachos. Era de esperar que no despertaran hasta bien entrada la mañana.

Hacia el anochecer partió una tropa de doce soldados escogidos que rodeaban a Yeza y Dungai.

IMAGE Cuando se hizo más y más de día en Damasco y Yeza y la tropa seguían sin regresar, Jazar buscó preocupado el consejo de William. Éste sacudió finalmente al Bretón y lo despertó. Yves se despejó sólo cuando se enteró de la salida nocturna y de la arbitrariedad con que había actuado el capitán responsable. Interrogó enseguida y a fondo al abrumado Jazar, y le pidió nuevamente una descripción del tal "Lorenzo de Orta".

—¿Tenía el cabello de un blanco plateado?

Jazar se encogió de hombros.

—La capucha lo cubría hasta media frente —quiso defenderse, de evidente mal humor.

—¿Cojeaba ese fraile? —intentó atraparlo el Bretón con una pregunta capciosa.

—¡Pues sí! —confirmó Jazar—. ¡Lo vi muy bien cuando se alejó a toda prisa!

Con ello Yves sabía lo suficiente como para coger su espada y abandonar sin acompañamiento alguno el palacio. Dejó encargado a William y a Jazar, ya totalmente desconcertado, que despertaran al comandante supremo.

Antes de llegar al convento Yves vio los cadáveres de los mongoles asesinados. Los agresores, a oscuras, debían de haberles arrojado una red por encima, pues sus restos destrozados aún colgaban entre los cuerpos inertes, a los que ni siquiera habían despojado de sus armas. Todo había sucedido con la mayor prisa, probablemente para guardar sin dilaciones el botín en lugar seguro, pues entre los guerreros mongoles, que habían opuesto resistencia encarnizada, también se veían los cadáveres de algunos damascenos. Como el resto, yacían a merced de los cuervos que ya sobrevolaban el campo de batalla. Yves levantó la vista hacia las almenas de la ciudadela. Nada se movía allá arriba. Finalmente descubrió al capitán Dungai. Al parecer había intentado huir de los bandidos y, sangrando de muchas heridas, había podido alcanzar la puerta del convento antes de que un golpe le destrozara el cráneo. Yves repasó el número de mongoles muertos y vio que coincidía con las indicaciones de Jazar. Qué milagro, pensó el Bretón con amargura, que la princesa haya sobrevivido sin daños a la matanza. Pero él sabía que Yeza era tan capaz de defenderse como de protegerse de todo golpe y agresión. Entró en el convento. No lo recibió un hermano portero, como otras veces. Todo parecía vacío y abandonado. Subió las escaleras y finalmente oyó un leve murmullo. La puerta del refectorio estaba bloqueada de afuera, por lo que empujó a un lado la viga y la abrió de golpe. Todos los monjes se acurrucaban atemorizados en el rincón más alejado de la sala y rezaban. Los atacantes de la ciudadela los habían sorprendido allí a la hora de vísperas y los habían encerrado, amenazándolos con una muerte horrible si gritaban y mucho peor si intentaban huir. Yves preguntó por la grande maîtresse. Lo miraron sorprendidos: desde la ceremonia de la entronización de Roç Trencavel, tan tristemente interrumpida, la digna señora no había regresado al convento ni había avisado de que fuera a hospedarse nuevamente allí.

—¿Y Lorenzo de Orta? —preguntó el Bretón. Le respondieron que sí, que era su huésped, pero que ayer noche, más o menos a la hora del ataque, había acudido a palacio. Nadie lo sabía con precisión, tampoco sabían si había regresado. Yves hizo salir a los monjes del refectorio y les encargó que buscaran al franciscano en todos los rincones del convento. No pasó mucho tiempo antes de que se llegaran gritos horrorizados desde los establos. En las porqueras habían descubierto el cuerpo desnudo del "secretario" colgado de una cuerda atada a sus piernas, cabeza abajo, o lo que quedaba de ésta, ¡entre los cerdos que gruñían!

El Bretón ordenó en tono áspero que dieran cristiana sepultura al cadáver de Lorenzo de Orta y que guardaran, protegidos de los ataques de los cuervos, los cuerpos yacentes delante del convento.

Yves maldijo el kumiz y el haberse dejado convencer, la noche anterior, por Kitbogha y su general Sundchak de beber en previsión de la próxima entronización. A Sundchak ciertamente no le interesaba la idea de la pareja real, por lo cual su superior se había dedicado a brindar tanto más a la salud de ésta, lo cual acabó finalmente en una gran borrachera mongol, sólo que Sundchak resultó ser el más resistente y debía de haber abandonado la ronda cuando ya Kitbogha y el Bretón habían quedado tumbados debajo de la mesa. De no ser así, Yves habría acudido al convento esa misma noche, donde se hospedaba, y todo habría ocurrido de otra manera, ¡al menos no de forma tan miserable y vergonzosa!

Yves blandió su espada y expuso la ancha hoja al brillo del sol, mientras iniciaba el penoso ascenso hacia el portal de la ciudadela. A cada instante esperaba recibir desde arriba una lluvia de flechas; estaba dispuesto a pagar ese precio por haber permitido que secuestraran a la princesa casi delante de sus ojos de borracho. Pero no sucedió nada semejante. Junto al portal principal de la fortaleza, vigilado por una guardia reforzada, lo esperaban unos hombres armados y curiosos a la vez. A su petición lo condujeron ante el comandante. Éste se hallaba en el bastión más alejado, acompañado por Yeza, que llevaba la frente vendada y un brazo en cabestrillo. Desde allí los muros caían ligeramente inclinados hacia muy abajo, y la mirada abarcaba sin dificultad tanto el convento como la mezquita, la gran plaza y el palacio que quedaba detrás. Apenas el comandante vio al Bretón, agarró su cimitarra y cortó con repetidos golpes una gruesa cuerda que por encima del antepecho caía hacia el fondo. Al mismo tiempo que desaparecía silbando el extremo cortado de la cuerda, se oyó un grito prolongado que terminó abruptamente con un golpe sobre el fondo rocoso.

—Ha sido el joven señor Alí, que durante un breve día fue malik de esta ciudad —explicó sonriendo el comandante al Bretón—, y estaba muy empeñado en no caer en vuestras manos. He hecho caso de su deseo.

Ni Yeza ni Yves sintieron necesidad de imitar al amable comandante, que se empeñaba en arrojar otra mirada hacia el abismo donde yacía el cuerpo destrozado.

—Es verdad que habéis escapado de la entronización, princesa —se dirigió Yves a Yeza, petrificada—, pero de todos modos os acompañaré ahora a palacio, donde vuestro amigo y protector Kitbogha os espera ansiosamente.

Yeza miró al Bretón como si fuese un fantasma y se subió de un salto a lo alto de la muralla.

—¡Si os atrevéis a ponerme la mano encima, Bretón, saltaré! —su voz era estridente—. No me importa la vida, ¡ahora que la de Roç Trencavel se ha apagado!

Yves comprendió que lo decía en serio y dio un paso atrás. O sea que Yeza seguía creyendo una parte de la historia engañosa que la llevó a abandonar el palacio de noche y meterse en una aventura desgraciada para ella y para los demás. No es extraño, pensó Yves, después de lo que el baouab le había contado del enloquecido atentado sufrido por Roç, la historia del elefante en llamas. Era comprensible que una mujer joven y enamorada perdiera el ánimo en esas circunstancias, pero Yeza estaba hecha de materia más fuerte y él confiaba en hacerla entrar en razón.

—Os juro que no es así, y que no debéis creer en las intrigas que se están tejiendo: ¡Roç está vivo y se encuentra bien!

—¡Yo también estoy viva y me encuentro bien! —le gritó Yeza—. ¡He visto cómo mataban a toda mi escolta, me han arrastrado aquí como una esclava, han intentado forzarme a un matrimonio y ahora me veo "liberada" por vos, Yves!

Su rabia iba creciendo mientras, con la mirada extraviada, enfrentaba al Bretón, de modo que no prestó atención al comandante cuando, de un salto, sujetó a la furiosa joven por las piernas, la arrancó del muro y la empujó a los brazos del Bretón. Éste la mantuvo firmemente abrazada hasta que cesó en su furia y se deshizo en un llanto convulsivo.

—¡Me juráis que está vivo!

—Os lo juro por mi vida —le aseguró el Bretón—. ¡Podréis cortarme la cabeza si no fuere verdad!

Yeza se tranquilizó. Yves garantizó al comandante y a su guarnición la libertad de marchar, éste le hizo entrega de la ciudadela y el Bretón devolvió a la princesa reconquistada al palacio.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Nuestra princesa Yeza parecía una nadadora agotada a punto de renunciar a sobrevivir, que ni siquiera siente ganas de que la salven, aunque tal vez todo fuese culpa de mis intentos inútiles por ayudarla. No es que tuvieran importancia las pocas heridas leves en la frente y el brazo, sino que las agresiones psíquicas habían sido una carga excesiva. Parecía un fantasma, un dyinn, y sus ojos verdosos iluminaban un rostro delicado, frágil, que había pertenecido a una Yeza atrevida y altiva. Lo único que yo podía hacer por ella era procurar que se cuidara. Por suerte, ¡ya nadie hablaba de una próxima entronización!

El comandante de la ciudadela, que por encargo del Bretón había ordenado a sus gentes que la trajeran aquí —Yves sentía reparos de tocarla: ella se resistía—, confirmó en términos generales mis sospechas sobre cómo fue la insidiosa intriga de Naimán. Claro que minimizó su propia intervención en el asunto. Lo que era nuevo para mí fue la ruptura entre el agente egipcio y Alí, hijo del último, aunque derrocado, sultán de los mamelucos. Naimán, como era propio de él, no había participado personalmente en la agresión del convento de los cistercienses. Fuera de sí de rabia cuando Alí se presentó en la ciudadela con Yeza viva, se opuso a su protector cuando éste exigió la muerte de la princesa. Tuve que creer, así, las palabras del comandante, cuando explicó que sólo gracias a su intervención se había evitado que la asesinaran los compinches de Naimán. El superagente consideró que el enamoramiento del hijo del sultán, incidente incomprensible y risible al mismo tiempo, lo traicionaba y le impedía cobrarse el fruto de su intriga infame, en un momento en que ya tenían a la princesa en su poder. En cualquier caso, Naimán había amenazado a Alí con entregarlo a manos del Bretón, de quien se sabía que ningún malhechor escapaba de un justo castigo y del filo de su espada justiciera. Al parecer, el propio Naimán se sentía amenazado por esa advertencia, pues poco después desapareció. Por eso Alí había querido escapar deslizándose por una cuerda al ver que Yves entraba en la ciudadela sin que nadie se lo impidiese.

El comandante prefirió abandonar Damasco ese mismo día: a sus soldados parecía arderles el suelo bajo los pies, temiendo que los mongoles, viendo la matanza de sus compañeros, cambiaran de opinión y la palabra del Bretón ya no fuese válida. Yves acompañó a la guarnición en retirada hasta el bab Touma, la puerta que se abría hacia el noreste, puesta bajo la advocación de Thomas el descreído. Allí el comandante, contento de dejar atrás la ciudad y sus repentinos y repetidos cambios de soberano, le entregó las llaves de la ciudadela. Después, el Bretón se retiró al convento donde estaba alojado. No podía esperar, aunque le habría gustado, que Kitbogha le diese las gracias por haber conquistado la ciudadela sin lucha, sobre todo habiendo perdido la vida el fiel Dungai.

El comandante supremo aparecía ahora poco por palacio, se dedicaba más bien a inspeccionar a sus tropas acampadas en torno a la ciudad. Jazar y Baitschu tenían la obligación de acompañarlo. No quería que se repitiera, por indisciplina y ligereza, un descuido como el provocado por Yeza y también por mí, el molesto minorita.