En el campamento de los mongoles, el il-jan Hulagu había invitado a su tienda a sus jefes militares más importantes, junto con el embajador del rey de Francia, Yves el Bretón, que desde su estancia en Alepo seguía en la corte, y con los dos príncipes cristianos que consideraba sus aliados, el rey Hethum de Armenia y Bohemundo de Antioquía. Claro que también la esposa de Hulagu, la dokuz-Jatun, cristiana nestoriana, estaba junto al il-jan, y por insistencia especial de la pareja soberana se había indicado a la princesa Yeza que tomara también ella asiento en la tribuna donde se hallaban instalados los tronos. Estaba a la derecha del soberano, y la expresión de su rostro delataba lo poco feliz que la hacía su posición y las condiciones que ésta implicaba. Detrás de ella se habían ubicado su pequeño amigo Baitschu, el hijo menor de Kitbogha, e Yves el Bretón, pero no por esto mejoraba su estado de ánimo. El ojo atento del embajador descubrió entre los jefes militares al tosco general Sundchak y, entre los pocos suboficiales y comandantes admitidos, a Jazar, al sobrino del comandante supremo, y a Dungai, antigua persona de confianza de Kitbogha. El il-jan decidió pronunciar una breve arenga.
—La muerte del gran jan Móngke, mi ilustre hermano, me obliga a regresar a Karakorum —era evidente que Hulagu prefería entrar enseguida en materia—. No tiene sentido presentarse en el kuriltai, donde se decidirá la sucesión, sin una imagen adecuada de poder: llevaré conmigo a dos tercios del ejército; dejaré el resto en manos de mi fiel y leal Kitbogha.
Se oyó una leve protesta, que el aludido formuló con precaución para expresar lo que preocupaba a todos:
—¿Podré enfrentarme así a El Cairo?
La respuesta de Hulagu fue aún más ajustada:
—¡Damasco! Y, de momento, nada más.
Su propia esposa lo atacó por la espalda:
—¿Y qué hay de la pareja real? —la dokuz-Jatun, por otra parte, también exigía cuentas al comandante supremo—: ¿Habéis encontrado al fin a Roç?
—Tenemos a la princesa Yeza —evitó Kitbogha levantar la vista hacia la tribuna, no deseaba seguir discutiendo estrategia con una mujer—. ¡Y nos la llevaremos a Damasco!
No prestó atención al ceño fruncido de Yeza; además, el il-jan intervino con su habitual tono seco:
—¡De momento, la entronizaremos a ella sola!
El gesto de disgusto de la joven le arrancó una sonrisa extraña.
—¡La princesa ha demostrado perfectamente ser capaz de comportarse como todo un hombre!
Después de esta observación un tanto burlona, Hulagu recuperó su habitual seriedad.
—Será una demostración de que reivindicamos el poder sobre el "resto del mundo".
—Lo siento, pero me parece que Damasco representa poca cosa al respecto —dijo Hethum, el único que se atrevía a expresar una crítica abierta—. ¡Jerusalén sería lo mínimo a lo que deberíamos aspirar!
Al general Sundchak le disgustó que el rey de Armenia se permitiera expresión tan atrevida, por lo que quiso quedar bien con Hulagu y dijo:
—¡Pero esto significaría proseguir con nuestra campaña de conquista, y el il-jan acaba de rechazar esa idea!
Antes de que Kitbogha pudiese reprender a su subordinado, Hulagu recogió, halagado, el guante:
—Ahora no —hizo saber al intempestivo Sundchak—. Cuando tengamos el ejército reconstituido, algo que, no bien yo sea gran jan, procuraré con toda diligencia, marcharemos sobre El Cairo y sobre Alejandría, y obligaremos a los mamelucos a someterse a nuestra voluntad, ¡la voluntad del vencedor!
—¡Muy bien dicho! —quiso apaciguar Kitbogha—. Nada sería más perjudicial para la imagen del ejército mongol que emprender un avance y quedarse atascado —se dirigió con atención a Hethum—. Cualquier retraso, aun por razones puramente tácticas, será interpretado por nuestros enemigos como una derrota y reforzará sus líneas…
Pero el rey de Armenia no renunció a su opinión:
—¿Quién entendería que después de ocupar Damasco no siguiéramos avanzando? ¡Nadie!, ni siquiera los barones cristianos ni las órdenes militares del reino.
Kitbogha intentó poner freno a tanto ardor guerrero, y simuló tranquilidad.
—¡La pareja real! —exclamó, y al decirlo se volvió a emocionar: no era un argumento muy objetivo—. ¡La entronización de Roç y Yeza como reyes de la paz puede darle un sentido a la maniobra!
El viejo guerrero estaba convencido de que veía la situación desde el ángulo correcto.
—En Siria tendremos muchísimo que hacer para reforzar el reinado de la paz, en el sentido en que lo interpreta la pax mongolica…
Fue su propio general quien lo atacó por sorpresa.
—Dirán que es por cobardía —resopló Sundchak—, ¡por debilidad!
—Cualquiera que se atreva a atacarnos podrá convencerse de lo contrario —le devolvió el otro la acusación.
Hulagu anuló con un gesto todas las discusiones.
—Está decidido: entraremos en Damasco y entronizaremos a la pareja real. El señor Yves se ocupará de reunir —los y vos, Kitbogha, le prestaréis todos los medios y poderes necesarios para conseguirlo.
—Os lo ruego, señor Yves —dijo entonces la dokuz-Jatun con voz lloricona—. ¡Procurad que esos jóvenes entren en razón!
Yeza quiso levantarse, indignada, pero sintió la mano poderosa del Bretón sobre su hombro, una mano que ejercía su fuerza para que se quedara tranquila en su asiento.
El armenio había observado la escena.
—Lástima —se dirigió sonriente al il-jan —que yo no tenga un hijo. El problema habría quedado arreglado enseguida.
—Si ese hijo fuera como vos —Yeza fue incapaz de callar—, ¡ya le habría cortado el cuello!
Todos se echaron a reír y la reunión quedó disuelta.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
Cuando la noche caía sobre Damasco, me dirigí a través de la muchedumbre festiva hacia la tribuna, no lejos de donde estaban instalados los tronos, y conseguí un buen sitio por mediación del baouab, que estaba extenuado y encima tenía que actuar como maestro de ceremonias. El Trencavel y sus amigos, entre los cuales al parecer ya no figuraba yo —nadie me pidió que lo acompañara—, se habían dirigido a las afueras de la ciudad. Todos esperábamos que cayera la oscuridad. Después de la llamada del muecín para el salat al maghreb, la oración nocturna, y después de que todos se hubiesen inclinado alegremente en dirección a La Meca, el anochecer irrumpió rápidamente y el ambiente se tensó. Se oyeron algunos gritos de entusiasmo desde la Decumana y los primeros fuegos artificiales estallaron prematuramente en el cielo ya nocturno. El júbilo creció en forma considerable cuando primero los armenios y después los caballeros de Antioquía entraron a trote ligero por entre las barreras de la plaza festiva. Al final los seguía, rodeado de sus cuatro occitanos —Berenice se había disfrazado como siempre de caballero—, el héroe de la jornada, ¡el "rey Roç Trencavel"!
—¡El malik! ¡El malik! —gritaba el pueblo al otro lado de las barreras.
Y justo entonces, porque al principio no se oían a causa de los fuegos artificiales en todo su esplendor, gritos de terror inundaron toda la plaza: apareció el elefante que seguía a los jinetes, bramando a través de su trompa e intentando sacudirse de encima los petardos que le habían adherido al cuerpo. Al pobre animal, además, le habían atado una antorcha encendida a la cola. Los occitanos saltaron de sus caballos e intentaron refugiarse de los temibles colmillos de la bestia enfurecida detrás de las barreras. Roç se arrojó de su silla de montar, quedó colgado de un estribo, su caballo no pudo escapar porque las cabalgaduras de los occitanos le bloqueaban la salida: nadie parecía capaz de salvar al Trencavel, caído a tierra ante las patas del elefante, que arremetía furioso contra quien se le pusiera delante. Fue entonces cuando Berenice se enfrentó al coloso en pánico. El paquidermo la agarró con la trompa, levantó su cuerpo esbelto —el yelmo cayó de la cabeza de la joven, liberando en un instante la abundante cabellera— y la arrojó a tierra. Sólo el repiqueteo de los petardos apagó el ruido con que se resquebrajaba la coraza bajo la pata del elefante. Subió al cielo el grito de horror de quienes asistían de cerca al drama sin poder impedirlo. Yo había apartado la vista…
Los mongoles seguían acampados junto a Baalbek. La dirección del ejército no consideraba necesario enviar espías a lo que ya era su meta fija, Damasco, para hacerse una idea de la situación en el interior de la ciudad y del ambiente reinante entre la población. Hulagu ordenó al general Sundchak que repartiera el ejército en la proporción que él había indicado y que preparara la partida. El general aprovechó su jerarquía de mando para encargar al suboficial Jazar que procediera al dificultoso recuento de los carros tirados por bueyes y de las yurtas. El comandante supremo lo dejó hacer, y mientras Sundchak salía satisfecho de la tienda, Kitbogha encargaba a su hombre de confianza, el capitán Dungai, que procurara que los que se marcharan no se llevaran las máquinas de guerra, pero sobre todo las reservas de armas, en especial flechas y picas, que éstas permanecieran en poder de la parte del ejército que se quedaba.
Dungai comprendió de inmediato.
—¡También nos quedaremos los caballos más rápidos y más fuertes! —añadió—. Nuestro tercio restante ha de ser una selección de lo mejor.
—Sobre todo los jinetes —lo secundó sonriente el viejo guerrero, y despidió a su capitán con una palmada en el hombro.
Al abandonar la tienda del soberano, Bohemundo intentó alegrar el ánimo a su vieja amiga Yeza.
—¡Si pudiese cambiarte por mi esposa Sibila! —se lamentaba de su suerte como yerno de Hethum, antes que tomarse en serio sus propias palabras.
Yeza, con sus brillantes ojos verdigrises, miró al compañero de juegos de su juventud.
—La hija del armenio tal vez te haga la vida difícil, querido Bo, ¡pero la hija del Grial te la haría imposible!
Baitschu trotaba junto al malhumorado Jazar, que se disponía a la pesada tarea del recuento de animales.
—La yurta más bonita, Jazar —le propuso a su primo—, debes apartarla para Yeza.
Jazar asintió, de acuerdo.
—¡Deberíamos darle una alegría a la princesa y encontrar a Roç!
—Los de Antioquía dicen que ha marchado a Damasco… —le reveló Jazar las pocas noticias de que disponían los mongoles—. Nuestros confidentes en Damasco, en cambio, dicen que ha salido a caballo hacia Antioquía…
Baitschu no se irritó ante tan insatisfactorio estado de la información.
—Nosotros dos, Jazar, acosaremos al noble Trencavel como a un ciervo y lo encontraremos, ¡sea cual sea la maleza donde se oculta!
Jazar observó al jovencito sin mucha convicción. Después se separaron.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
El horror cedió lugar a una profunda consternación, aunque el dolor por la terrible muerte de Berenice no fue obstáculo para que surgiera la pregunta incesante: quién había organizado el desaguisado. Los occitanos se pusieron rápidamente de acuerdo en que el atentado iba dirigido contra el Trencavel, pero fui yo quien tuvo que pronunciar el nombre de Alí. Para Roç y sus amigos, el hijo del sultán de El Cairo se había transformado en un ser tan despreciable que ni siquiera lo consideraban capaz de ingeniar una intervención asesina como la del elefante. Aun en el caso de que fuese así, creían que Alí debía haber contado con la ayuda de otros infames que habían hecho realidad un propósito malvado, sin remordimientos ni temores. Nuestra situación ni siquiera nos permitía contar con la población de Damasco. Los espectadores se habían retirado rápidamente de las tribunas, sus murmuraciones y los rumores que circulaban podían significar muchas cosas, pero en ningún caso significaban lástima o conmiseración por lo sucedido. Yo había estado entre ellos cuando sucedió todo, y tal como pude oír, estaban bien disgustados, bien desilusionados, porque el atroz incidente les había estropeado una velada que habían esperado festiva. La culpa no era del elefante, animal de todos apreciado, ni menos de quien hubiese planeado el atentado, ¡era de los extranjeros! Hasta el baouab, omnipresente en otras ocasiones, había desaparecido. Terèz, del que todos esperábamos que se hundiera en el dolor, no hacía más que apretar las mandíbulas y mantenerse erguido como una piedra, tras avisar con voz ronca de que de momento debíamos retirarnos a la ciudadela.
Él mismo y Guy transportaron el cadáver de su esposa, cubierto por un paño, sobre una camilla provisional hacia la puerta de la ciudadela, y allí pedimos entrada. El comandante de la guarnición no accedió a nuestra petición. Pensé que el Trencavel se enfurecería, pero Roç encajó el golpe sin parpadear. La próxima propuesta llegó de David, mi amigo manco. Las relaciones de su orden con el convento de los cistercienses no permitirían que éstos se opusieran a acogernos. De modo que muy pronto nos encontramos inmersos en el silencio del crucero, rodeando la camilla en la que reposaba la asesinada. Era imposible saber si Roç se sentía afectado por esa muerte; en todo caso consiguió ocultar profundamente sus sentimientos. Aunque yo creo que Terèz lo habría estrangulado allí mismo si el Trencavel hubiese dado muestras de dolor o de cualquier señal de autoinculpación. El único que podía dar rienda suelta a sus lágrimas era el pequeño Pons de Tarascón, hermano menor de Berenice. Sus sollozos llegaron a conmover a Guy de Muret, tan insensible en otras ocasiones. Pero esta vez acariciaba con frecuencia la cabeza de su amigo, sin poder consolarlo. El ambiente era tenso. Antes de que se volviera insoportable, David rogó al abad del monasterio que los dejaran enterrar a la muerta en el cementerio de la comunidad. Guy, antiguo dominico, pronunció la oración ante la sepultura. Al fin, cuando hubimos enterrado el cuerpo de la valiente Berenice, condesa de Tarascón y de Foix, en su lugar de reposo definitivo, Roç se animó y se dijo seguro de interpretar la voluntad de la fallecida si proponía recuperar el dominio sobre el palacio del soberano. Nadie se opuso, nadie dijo una palabra, pero todos nos sentimos aliviados. El resto de la noche lo pasamos en el convento del Císter y por la mañana pasamos por delante de los muros de la gran mezquita, dando un rodeo por la plaza donde seguía extendido el kilim: nadie sentía ganas de volver a ver la mancha de sangre cerca del lugar donde se habían levantado los dos tronos. Eché una breve ojeada a mi alrededor y vi que todas las construcciones y tribunas habían sido retiradas, inclusive el podio que el elefante había destrozado antes de que sus cuidadores le quitaran la antorcha ardiente de la cola y los petardos que llevaba colgados, hasta tranquilizarlo. Sin que nadie nos increpara pero sin que nadie nos saludara, acompañados todo el tiempo por los silenciosos caballeros de Antioquía, entramos en el palacio, donde ya nos esperaban los armenios.
Desde una colina al borde del campamento, Kitbogha y la princesa Yeza observaban la retirada de parte del ejército mongol. Yeza no tenía muy claros los sentimientos que la embargaban, aunque haberse deshecho de la vigilancia de la piadosa dokuz-Jatun ya era un pequeño alivio. En cambio, cuando pensaba en lo que la esperaba, no sabía si reír o llorar. Tenía una sensación extraña en el estómago, mezclada con rabia. La rabia iba dirigida contra Roç. El Trencavel estaba tomándose las cosas a la ligera, y, en lugar de encarar los problemas, prefería esperar que ella, Yeza, hallara alguna solución. Era muy cómodo meterse en la cama preparada, ¡aunque fuera un trono duro el que ella habría de calentar para que él pudiera ocuparlo! Yeza quiso fustigar, disgustada, a su caballo, cuando se dio cuenta de que del ojo de su bronco benefactor brotaba una lágrima. Kitbogha se la limpió con disimulo y precisamente ese gesto conmovedor llevó a Yeza a avergonzarse de sus pensamientos egoístas. ¡Qué pesada carga soportaba ese viejo guerrero después de que lo hubiesen despojado de un brazo y una pierna! El resto del ejército que le quedaba sería suficiente para conquistar Damasco, pero con eso no bastaba, y el il-jan no se imaginaba siquiera lo que dejaba atrás. Era como si un oso gravemente herido metiera la pata en una colmena de magnitud inimaginable. A la corta o a la larga, los musulmanes se opondrían todos juntos al invasor, ¿y entonces, qué? Yeza se sintió tentada de demostrar al anciano que entendía su tristeza, pero no supo sino lanzarle una mirada de ánimo, aunque ella misma no se sentía precisamente animada. Kitbogha lanzó un hondo suspiro.
Las últimas nubes de polvo del ejército en retirada se disolvieron en el horizonte oscuro. Cuando giraron sus caballos creyeron ver brillar bajo la neblina de poniente las cúpulas de Damasco, tan bellas como amenazantes.
Una vez de regreso en el campamento, el comandante supremo quiso tener una reunión con el rey Hethum, el príncipe soberano Bohemundo de Antioquía e Yves el Bretón. Antes recibió aún el informe de su confidente Dungai, quien le hizo saber que no le quedaban ni siquiera treinta mil hombres, aunque muy bien equipados y de alta moral combativa. El general Sundchak estaba listo para marchar sobre Damasco.
El primero en llegar a la reunión fue Yves el Bretón. Con pocas palabras anuló el discurso que Kitbogha quería largarle en relación con la toma de Damasco, pues disponía de informaciones propias que consideraba más importantes que cualquier reflexión protocolaria: aseguró que Roç Trencavel había entrado ya en la ciudad y que la población estaba a punto de proclamarlo malik, ¡es decir, rey! Convenía actuar con toda diligencia. Lo mejor sería que él, Yves, partiera de inmediato con la princesa a la capital: sólo una conversación entre Roç y Yeza podría aplazar el acto hasta la llegada del ejército mongol. El Bretón, habitualmente reflexivo, aparecía excitado con tan inesperada noticia, tal vez se enorgulleciera de su propia iniciativa.
Para su sorpresa, Kitbogha acogió la novedad con mucha calma y lo primero que preguntó fue si la princesa Yeza estaba enterada.
—Todavía no —le respondió Yves—. Pero con mucho gusto seré el primero en darle esa alegría…
El comandante supremo lo interrumpió con brusquedad, sobre todo cuando vio que el rey Hethum y su yerno entraban en la tienda.
—¡Le propongo, estimado señor Yves, que sometamos todo esto a una consideración en común!
Yves se indignó viendo el poco entusiasmo con que reaccionaba. Ya estaba dispuesto a marchar, pero el anciano le ordenó con aspereza:
—¡Os quedaréis aquí!
Le señaló un asiento, pero el Bretón, obstinado, que había comprendido a tiempo que los guardias que vigilaban la entrada a la tienda le impedirían retirarse si el viejo comandante no lo permitía, prefirió permanecer de pie. Con gran disgusto tuvo que soportar que el anciano encargara a su capitán Dungai que mandara verificar por espías de su confianza el "rumor" sobre los sucesos de Damasco.
Kitbogha informó con breves palabras a los recién llegados, el rey Hethum y el príncipe Bohemundo, de las noticias "no confirmadas" sobre Damasco.
A Yves se le iba agotando la paciencia.
—Ahora que tenemos al alcance la reunión de la pareja real —resopló— ¿preferís dudar?
El rey Hethum se adelantó a responderle:
—Deberíamos insistir en una entrada formal de los soberanos cristianos —declaró, sin que le hiciera mella el acaloramiento del Bretón—. Sólo después de ese acto solemne podríamos proceder a la coronación de los soberanos que nosotros hemos proclamado —y se corrigió rápidamente—: mejor dicho, ¡que ha proclamado el gran jan!
El joven príncipe de Antioquía asintió con vehemencia. A Yves lo indignaba el egoísmo vanidoso de esa pandilla.
El anciano Kitbogha sintió que el enfado del Bretón aumentaba.
—Por supuesto que la reunión de Roç Trencavel y la princesa Yeza es de la mayor importancia y nos parece muy urgente —intentó evitar el estallido—, pero ahora no podemos arriesgar perder el control de lo que sucede en Damasco. Según habéis dicho vos mismo, señor Yves, habiéndose ausentado el sultán An-Nasir, el pueblo de Damasco ha tomado la ciudad.
—¡Hay que evitar a toda costa que el populacho entronice a la pareja! —riñó el armenio al Bretón—. A una corona así le faltaría el elemento más importante: ¡"la gracia de Dios"!
El Bretón, súbdito del rey de Francia, lo entendió muy bien, por poco que apreciara que Hethum se lo recordase. En cualquier caso, no quería aceptar un procedimiento para él demasiado complicado, y se dirigió nuevamente a Kitbogha.
—Lo que yo pretendo —dijo, defendiéndose—, es que no desaprovechemos al Trencavel, que tanto tiempo hemos buscado.
—¡No se volverá a esfumar! —rechazó Hethum la objeción, y añadió con altanería—: Vos mismo, señor Yves, podríais haceros cargo de que esté bien sujeto.
Con dificultad el Bretón mantuvo la compostura, pero continuó dirigiéndose a Kitbogha:
—Además, la princesa Yeza tiene derecho a reunirse cuanto antes con Roç, habiéndolo echado de menos tanto tiempo.
Hizo una breve reverencia ante el comandante supremo, decidido a no perder un minuto más.
El anciano lo miró pensativo y después dijo en voz baja:
—Señor Yves, quedáis arrestado.
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
La sede de los soberanos de Damasco frente a la gran mezquita había sido transformada, ampliada y remodelada tantas veces desde la época bizantina que hasta sus criados más antiguos se perdían a veces en la confusión de escaleras, inesperados patios interiores, alas laterales, todo en diferentes niveles. Bajar a los sótanos era como bajar a un laberinto. Celdas secretas y caminos de escape desembocaban en una amplia red de catacumbas, las cisternas ocultas se alternaban con las cámaras protectoras camufladas, donde se perdía quien no fuera un experto. David el templario, que buscaba desesperadamente a Joshua el carpintero, sospechaba poderlo encontrar en esas oscuras profundidades del palacio. Yo más bien creía que si nuestro querido cabalista hubiera caído en manos de quien no lo quisiera bien o que se sintiera enemigo nuestro, estaría preso en la ciudadela, no en un palacio que todos sabían sería ocupado, tarde o temprano, por el Trencavel. Pero nadie pudo convencer a David, sobre todo después de que algún cocinero le contara viejas historias de horror sobre personas encarceladas que no morían olvidadas sino desaparecidas hasta que años después alguien se topaba con su esqueleto.
En torno al palacio, la ciudad no mostraba signos de revuelta, pero rebosaba de rumores peligrosos. Cada día aumentaba el zumbido, y los armenios, únicos que paseaban por los zocos, informaban de que la población era cada día más renitente. Finalmente reapareció el baouab, que pese a haber jurado fidelidad a su nuevo amo, el Trencavel, se había estado escondiendo desde el día de la desgracia. Ahora se presentaba como portavoz del "pueblo de Damasco", y tengo que decir en su favor que no se anduvo con rodeos. Dijo que la gente interpretaba la historia del elefante como un mal presagio. El Trencavel no traería suerte a la ciudad, y dado que los mongoles estaban ante puertas, ahora nadie quería comprometerse con un nuevo malik, del que no se sabía si el il-jan realmente lo aceptaría. Nadie tenía nada que oponer a Roç. Aquí el baouab fue más claro: el haberse presentado sin la princesa Yeza no hablaba en su favor, nadie sabía si de veras se quedaría en la ciudad. Roç escuchó las insolencias de su criado sin decir palabra, pero Terèz y Guy echaron de la estancia al desgraciado. Lo evidente era que el palacio no nos ofrecería a nosotros, extraños, suficiente protección, pues estaba abierto como un palomar a cualquiera que quisiera entrar. Después llegaron los armenios e informaron con cierta socarronería, a mi parecer, de que el pueblo ya se agrupaba en algunos lugares de la ciudad, como el bazar. Además habían visto al tal Alí incitando a esos grupos a alzarse contra nosotros.
En ese instante se presentó David el templario, descompuesto y pálido como un muerto. Había encontrado a Joshua ahorcado en una antigua cisterna sin ventanas, cuya única entrada pasaba por la cocina del palacio. Los cocineros llamaban a esos huecos burj al saraseer, es decir, "torre de las cucarachas". A juzgar por la rigidez del cuerpo, el carpintero llevaba dos días muerto.
El Trencavel dio órdenes de partir. No hubo más remedio, pues entretanto se habían reunido sobre el kilim unos habitantes enfurecidos que nos amenazaban con los puños armados. Roç con sus occitanos, los diez caballeros de Antioquía y David el templario metieron sus caballos entre la muchedumbre, que espantada se hizo a un lado, y así pudo el Trencavel escapar de la ciudad con la cabeza alta pero con la mirada oscurecida. Nadie me pidió que los siguiera; es cierto que no me había vuelto a congraciar con él, quizá porque Roç sabía que siempre había defendido a la pareja real "en su conjunto" y que no cambiaría mi devoción a Yeza por un cargo, por muy atractivo que fuera, en la corte de un malik Roç! Se quedaron conmigo y con el kilim los cinco armenios, que poco antes le habían comunicado que ya no estaban dispuestos a seguirlo, aunque para su protección lo acompañaron hasta la puerta sur, bab Keisan, por donde el infeliz abandonó Damasco. El baouab volvió de inmediato y nos sirvió una generosa pitanza.
Jazar, acompañado por Baitschu, condujo orgulloso a Yeza hasta el carro tirado por bueyes que le estaba destinado, sobre el cual habían instalado su yurta. Tanto el carro como los animales y la tienda de fieltro habían sido muy adornados. Los dos hombres habían trabajado para darle una alegría a Yeza, pero la princesa frunció la nariz y declaró que prefería entrar en la ciudad a caballo. Para no ofender a sus admiradores, se dijo dispuesta a que el carro con la yurta la siguiera, para refugiarse cada vez que se sintiera cansada. En realidad Yeza no tenía la mínima intención de rodearse de atributos tan mongólicos, y una vez libre de los molestos intentos de la dokuz-Jatun por imponerle sus ideas, de nuevo se veía guerrera. Quedó con sus dos fieles en que se ejercitarían en el tiro al arco, aunque habría preferido que quien la acompañara fuera el Bretón.
Para evitarle a Yves, embajador del rey de Francia, la ofensa de un arresto, Kitbogha, ahora comandante supremo de todos los mongoles, le había buscado acomodo en sus estancias privadas, separadas de la tienda de audiencias. El Bretón estuvo de acuerdo —en realidad Kitbogha sentía vergüenza del trato que se le reservaba y deseaba acabar cuanto antes con esa situación. Hasta le resultaba molesta la presencia del rey Hethum y de Bohemundo, el príncipe de Antioquía, si bien él mismo los había llamado a su lado. De modo que impidió toda discusión con ellos sobre cómo debían presentarse juntos en Damasco. Adujo que había ordenado a sus confidentes indagar la supuesta presencia del Trencavel en la ciudad. Declaró que no le veía sentido a una entrada vistosa y triunfal sin la seguridad de disponer de la pareja real, cuya entronización era la razón última de toda la operación. A ello tanto el armenio como Bohemundo se opusieron con insistencia; insistían en un "triunfo del Salvador y de la Virgen María". ¿Cuándo se había presentado la ocasión de que tres o, con la princesa, cuatro príncipes cristianos entraran al mismo tiempo y juntos en Damasco? El argumento era una lisonja para el comandante, cuya pertenencia a la Iglesia nestoriana de Oriente no era muy apreciada por las otras comunidades cristianas. Kitbogha prometió una solución que satisficiera a todos.
Mientras tanto Baitschu se había procurado acceso, sin que se enteraran los guardias ni su padre, a la tienda privada del comandante, donde Yves el Bretón, irritado, se paseaba de arriba abajo. La aparición del muchacho y las informaciones que traía fueron bien recibidas. Instó a Baitschu a volver en secreto a Yeza y pedirle que, sin llamar la atención, fuera al campo de tiro al arco, en las afueras del campamento, con tres caballos rápidos. La perspectiva de una nueva aventura entusiasmó a Baitschu, sobre todo cuando comprendió que él sería partícipe. El muchacho escapó por debajo de las lonas justo cuando llegaban los guardias para convocar al Bretón a la tienda de audiencias. El armenio, para imponer sus objetivos, no reculaba ante la idea de echar mano del molesto Bretón, de modo que Hethum invitaba al apreciado señor Yves a entrar solemnemente con ellos en Damasco, en representación de su rey. Yves adujo que su rango no se ajustaba al de la alta nobleza de los demás participantes y rechazó agradecido la invitación. Como para subrayar sus palabras, se inclinó con gesto incómodo y se retiró a su tienda.
La marcha del ejército se fijó para la mañana siguiente. No era cómodo para Kitbogha apechugar con su involuntario huésped, pero no estaba dispuesto a dejarlo en libertad.