Caput draconis
Los conjurados

IMAGE Frente a Roç Trencavel y su abigarrado grupo se extendían las colinas que albergan la preciosa capital, Damasco. El baouab intentaba convencer a su señor de que lo enviara a él como adelantado para procurar que la ciudad, donde nada se sabía, le preparara una digna recepción. Roç cedió ante su diligente cortesano, porque además éste llevaría consigo a toda la caravana y le permitiría perder de vista el dichoso kilim. De modo que destinó a cinco caballeros armenios para que lo acompañaran. Joshua el carpintero y David el templario olvidaron allí mismo su promesa de no seguir reclamando la alfombra como base para su juego. Sin mostrar la mínima vergüenza ni arrepentimiento, se dispusieron a seguir a los arrieros como dos perros viejos que siguen un hueso atado a un cordel. Roç lo observó con tristeza, pero no objetó nada. Tampoco le pasó desapercibido el hecho de que el mismo Alí siguiera la marcha. Él y sus amigos trataban al descendiente del sultán egipcio como si estuviese hecho de aire, y al Trencavel ni se le ocurrió impedírselo.

—¡No me fío de ese mameluco! —observó Berenice, preocupada. Estaba junto a Roç, y no se le había escapado la repentina desaparición de Alí—. Tiene ojos de víbora.

Roç esbozó una mueca de desprecio.

—¡Le falta el diente cargado de veneno!

Por su mirada podría haberse convencido de que Berenice tenía otra opinión, pero el Trencavel no llegó a verla.

La avanzada fue recibida ya junto al bab as-Saghir por algunos habitantes de la ciudad, allí reunidos. Reconocieron de inmediato en los componentes de la caravana a los que habían abandonado Damasco junto con el sultán en circunstancias vergonzosas. El hecho de que se presentaran ahora cargados con una alfombra monstruosa y como avanzadilla de un rey extranjero sorprendió e intranquilizó a la gente. De la ciudadela había llegado el comandante con la guarnición que desde allí vigilaba. Mientras el baouab prosiguió con el kilim su marcha hacia el palacio, y con Joshua y David a la cola, Alí intentaba hacerse amigo del comandante, asegurándole que era un leal compañero de armas del Trencavel —al que no tardó en calificar de amable soñador y soberano débil, por lo cual todas las decisiones debía tomarlas forzosamente él. Le aseguró de paso que a nadie como a él le preocupaba la suerte de la ciudad. El comandante, que por tanto tiempo había estado solo y abandonado, se sintió profundamente conmovido, vio en Alí un alma gemela, un hombre cargado de una gran responsabilidad, como él, que a su vez recibía poco agradecimiento. De modo que hizo entrega a Alí, muy emocionado, del elefante de combate de An-Nasir para que lo ofrendara al nuevo soberano cuando se dispusiera a emprender la batalla contra los mongoles, que se acercaban. Alí se lo prometió, confirmó al buen hombre en su puesto de comandante de la ciudadela e indicó a los cinco armenios, que, por falta de interés, se habían enterado poco de lo hablado, que siguieran al baouab y ayudaran en los preparativos para recibir dignamente al Trencavel. Tenía que quitárselos de encima, no le quedaba mucho tiempo si quería ser proclamado soberano de Damasco en lugar de Roç.

Las cuadras de los elefantes estaban en lo que antiguamente había sido el teatro romano, junto a la Decumana, la gran carretera triunfal que de oeste a este transcurre a través de Damasco. Alí controló sin mucha atención el elefante de combate que le mostraron los cuidadores: sus pensamientos sólo giraban en torno a cómo conseguir su propósito. No se le ocurría gran cosa. Si recurría a un simple asesinato, un rápido golpe de puñal, lo más probable era que tampoco él saliera vivo, pues los occitanos lo descuartizarían allí mismo. No había tiempo para alquilar asesinos y, además, le faltaban las relaciones necesarias en esa ciudad, para él del todo ajena. Ya sólo le quedaba una musiba, una "desgracia", tan limpia que nadie pudiera echarle a él la culpa.

El baouab había ordenado extender el kilim en la gran plaza entre la mezquita y el palacio. Le parecía lugar adecuado para permitir a los damascenos asistir a la entronización. Consideraba que el acto debía tener lugar sobre tan vistosa alfombra, que después pasaría a ocupar un lugar de honor dentro de la mezquita Omayyad, tal vez delante del relicario de san Juan Bautista, en recuerdo de tan memorable suceso. Así lo imaginaba el baouab, y le pareció muy desafortunado que Joshua el carpintero y David el templario pretendieran aposentarse justo allí, donde él pensaba que debía erigirse el trono. Los dos hombres acabaron por marcharse, al fin y al cabo ya no sólo les faltaba el cuarto jugador, sino también el tercero. Tal vez pudieran echar mano de Alí, pero por lo demás, si no encontraban hasta entonces otra solución para practicar su juego, habría que esperar la llegada de los occitanos. De modo que se encaminaron por las estrechas callejuelas de los zocos hacia el teatro romano, donde habían avistado por última vez a Alí. De pronto vieron que el comandante de la ciudadela se preparaba para recibir a la avanzadilla, recién llegada a la ciudad. Cruzando los pasillos cubiertos del bazar con la atención puesta en cuanto allí sucedía, David creyó ver entre la muchedumbre a William de Roebruk. Consideró la ocasión magnífica, tal vez el franciscano se aviniera a jugar con ellos. Se separaron allí mismo, David para atrapar a William, Joshua para ocuparse con tanto mayor ahínco en conseguir a Alí para el cuarto puesto.

De la oscuridad de las bóvedas surgió la figura de un cojo. Era Naimán, el agente del sultán de El Cairo. Alí se llevó un susto considerable al distinguirlo: él había tenido su papel en la muerte violenta de su padre. Instintivamente, llevó la mano al puñal, pero Naimán alzó ambos brazos en gesto apaciguador.

—¿Pensáis en cómo le sentaría a vuestra cabeza de rizos oscuros la corona de Damasco? —con sonrisa burlona por haber conseguido sorprender al excitado joven, Naimán se detuvo a la sombra del próximo pilar y a distancia segura del puñal esgrimido—. ¡Lo que hay que conseguir es que desaparezca el Trencavel! —murmuró el agente secreto al oído de Alí—. Esa parejita real que los mongoles quieren poner en el trono de medio mundo tiene que morir, antes de que sus crías…

Naimán se contuvo, porque creyó haber divisado una figura sospechosa vagando por detrás de los establos, pero Alí ahuyentó sus sospechas.

—La gente quiere saber qué tramamos cada uno de nosotros —y observó deprimido al elefante que, sin inmutarse, consumía su forraje verde—. En realidad, ni tengo idea de cómo proceder ni plan de ninguna clase —se quejó con franqueza—, no sé cómo podría hacer que las cosas se desenvolvieran de una manera y no de otra.

—¡Eso pasa muchas veces! —se burló Naimán, y señaló al paquidermo que masticaba tranquilamente—. ¡Estáis demasiado cerca de una solución, tan genial como contundente, de nuestro problema común! En verdad, ¿nunca habéis pensado cómo se consigue que un animal tan pacífico se transforme en una máquina de guerra que, en su furia, lo aplaste todo?

El hombre estiraba con toda intención el relato de su explicación y disfrutaba con el gesto de incomprensión que se dibujaba en el rostro de Alí.

—¡Fuego! —susurró después—. ¡Es el fuego lo que llena de pánico al elefante, lo que le infunde una furia salvaje!

Alí, en lugar de atender a lo que le decían, volvió a sacar el puñal y dio un gran salto por delante del asustado Naimán, hasta el próximo pilar. De allí extrajo a Joshua, asimismo muy sorprendido.

—Yo sólo quería preguntar… —tartamudeó el carpintero, más disgustado que atemorizado por la reacción del joven —si queréis hacernos el honor de participar en una próxima ronda de "Ser"…

De entre las sombras de los pilares que los rodeaban aparecieron varias figuras de aspecto poco fiable.

—¡Son mis hombres! —declaró el agente—. Si éste nos ha estado espiando todo el tiempo… —no acabó la frase, y Joshua también se mantuvo en silencio—. ¡Llevadlo a donde las cucarachas! —ordenó Naimán a sus hombres, y volvió a dirigirse a Alí—. Os queda mucho por aprender, joven señor —lo amonestó con reverencia irónica—. De modo que os conviene dejarme a mí la tarea de preparar al elefante y rogad vos al baouab que ofrezca esta noche a la población de Damasco, para la entronización, unos magníficos fuegos artificiales, ¡para lo cual lo mejor sería aplazar las festividades hasta que caiga la oscuridad!

Naimán era dueño de la situación.

A Joshua el carpintero le ataron las manos y se lo llevaron con la cabeza cubierta por un saco. Alí se encaminó a cumplir con la recomendación. ¡Como soberano de Damasco ya encontraría la manera de domeñar a ese hombre cojo y bizco!

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Siempre me sorprende comprobar cuántos caminos para mí desconocidos cruzan estas montañas, y que una tropa más bien ostentosa como la nuestra pueda pasar por esas sendas sin ser vista —si exceptuamos a unos cuantos pastores sin importancia. Yo iba obedientemente al trote detrás del palanquín negro, el habitáculo de la grande maîtresse al que nunca me acabo de acostumbrar, transportado en este viaje por ocho turcopoles y escoltado, delante y detrás, por sendos grupos de cuatro templarios vestidos de negro. Así llegamos a una enorme fortaleza en las montañas al norte del Jordán que, vista más de cerca, me pareció de pronto demasiado conocida. Ése debía de ser el lugar en que un templario mayor, sin duda de alto rango, me había arrebatado de las manos de Lorenzo de Orta, cuya protección yo venía soportando más bien de mala gana. Esto, de facto, me había puesto en manos del tribunal de la Inquisición del patriarca, que me quiso ahogar como a una carnada de gatitos. De modo que mis recuerdos no fueron precisamente agradables. Pero ya no tuve dudas cuando entramos en el patio interior, donde el palanquín de la grande maîtresse fue recibido por el mismo superior de los templarios dotado de la misma voz carrasposa e inconfundible, aunque también esta vez me quedé sin verle la cara —como tampoco se la vi a la anciana cuya caja fue transportada al interior del castillo. Nadie prestó atención a mi humilde persona: me dejaron de momento en el patio, en compañía de los porteadores del palanquín. Pude enterarme así de que me encontraba en el castillo de Safed, perteneciente a la orden, bajo el mando del gran prior Carlos de Gisors, rango inmediatamente inferior al del gran maestre Thomas de Bérard; y de que ese gran prior ocupaba también el cargo honorífico de mariscal de la milicia templaría de Salomón. Todo esto me lo contaron en voz baja y con cierta reticencia, por lo que deduje que el gran prior era más bien temido por sus subordinados.

Poco después los turcopoles que me vigilaban recibieron la orden de trasladar al minorita William de Roebruk al "archivo". Se trataba de una estancia abovedada, sin ventanas, en la primera planta del amplísimo castillo, tras una puerta de gruesos tablones de roble, fuerte como un martinete de asalto. Ante esta puerta me esperaba un hombrecillo magro de cabello blanco, al que imaginé amo y señor sobre innumerables folios encuadernados en cuero y manuscritos protegidos con cera o valiosos incunables amontonados en estanterías tan altas que llegarían hasta el techo.

Pero en la estancia que se abría ante mí no había ni un solo libro, ni un rollo de documentos. Únicamente me esperaba un pupitre en medio de las paredes desnudas. A un lado vi un montón de pergaminos preparados, y desde la cúpula de la bóveda colgaba una lucerna de cinco brazos, que no solamente difundía una luz clarísima sino que estaba cargada de aceites que emitían un delicioso aroma a canela y cardamomo, rosas y lavanda.

—Es la mezcla adecuada para liberar la mente y estimular el cerebro —me explicó sonriente mi custodio, mientras se cercioraba satisfecho de que traía mi propia pluma y mi frasquito de tinta. Después se dirigió con pasitos leves hacia una pared, donde, a la altura de la cadera, se veía apenas una especie de puerta de armario, enrasada con el muro. El delicado anciano sacó un voluminoso manojo de llaves y abrió las dos hojas de madera, tras las cuales apareció otra puerta de valiosa marquetería de maderas nobles con incrustaciones de marfil. Para abrir esa segunda puerta necesitó cuatro de las llaves que llevaba: así pudo doblar a derecha e izquierda sus hojas, y apareció entonces una tercera portezuela totalmente de hierro, aunque sus adornos sobrepuestos parecían de latón. Éstos solamente servían para ocultar los cerrojos, y me pareció que había que cumplir un determinado y complicado rito que el hábil y muy ágil anciano empleaba para introducir las diferentes llaves —que en ocasiones giraban en sentido contrario. Finalmente se abrió también esa puerta, y dio paso a una gruta oscura. El custodio se enfundó su fina mano en un guante de cuero, la metió en una especie de caja fuerte y sacó un paquete atado y de aspecto poco atractivo. Lo puso ante mí con ademán casi ceremonioso, lo depositó sobre el pupitre y soltó los cordeles, lacrados en varios puntos.

—La venerable maestre Marie de Saint-Clair os orde… os ruega que leáis estos escritos enseguida y con mucha atención —dijo mi custodio con una sonrisa que pretendía animarme.

No estaba claro si me convenía devolverle la sonrisa, pero mi curiosidad venció sobre la desconfianza inicial que me embargaba frente a cuanto procediera de la grande maîtresse, de modo que asentí brevemente y me dirigí al pupitre. El amable anciano se retiró sin ruido. Sólo me di cuenta de ello cuando oí que, con un crujido, la llave giraba por fuera en el cerrojo de la pesada puerta. Pero para entonces ya había apartado la cubierta del paquete de hojas y reconocí de inmediato el sello de la hermandad secreta que coronaba las primeras líneas: ¡sine dubio! ¡Tenía ante mí una copia, o tal vez el original mismo, del "gran proyecto"! Tanto si lo quería como si no, estaba sumergiéndome en la magia del manifiesto hereje:

EL sello de la alianza secreta ofrece múltiples volutas, la punta de lanza de la fe surge del cáliz del lirio, el trigón rompe el círculo y flota sobre las aguas. ¡Aquel que debe saber sabe quién le habla!

EL que busca la verdad hace bien en profundizar en la palabra de Dios, tal como está escrita en la Biblia. No hará bien en confiar en los padres de la Iglesia. No buscaban, como él, sino que interpretaban las Escrituras, y las entendieron según su propio entender y en su propio provecho y utilidad.

PERO el que busca la verdad también puede pedir a Dios que le conceda una visión del gran libro de la historia. Dios no escribe con la tinta de los escribientes sino con la vida de los seres humanos y de los pueblos.

CUANDO a Dios le pareció bien liberar al pueblo de Israel de su destino de pueblo elegido, liberarlo de esa carga aplastante bajo la cual no le quedaban fuerzas para hacer participar a otros pueblos del Dios Único; cuando Él vio que las almas de los hijos de Israel se endurecieron como el cuero bajo el sol y se resquebrajaban, envió a sus profetas para que dieran testimonio de la grandeza de Su reino.

EL primero en aparecer fue Juan Bautista. Su llamada fue un clamor en el desierto, porque el pueblo permanecía obstinado y sus oídos estaban sordos.

DESPUeS siguió Jesús, de la casa de David, que entregó su vida. Pero sus discípulos dieron la vuelta en sus bocas al mensaje de amor y falsearon el legado de su sacrificio. Fueron incapaces de comprender el misterio de la Transubstanciación y el de la Resurrección.

Y finalmente apareció Mahoma, que mostró a los pueblos confundidos el camino más sencillo, sin culpa ni perdón, el camino recto hacia el Paraíso por medio de una vida devota y justa sobre la Tierra.

AL igual que Dios castiga a Israel desde la huida de Egipto, también se muestra disgustado con los musulmanes desde la hégira, la salida de La Meca.

DESDE entonces la herencia de Mahoma está desgarrada entre aquellos que obedecen ciegos sólo a la sunna, el mensaje, y aquellos que atienden sordos a la shía, la línea de la sangre. Sólo Dios sabe cuál es el camino correcto. Los musulmanes no lo saben.

PERO el Señor enmudece de ira cuando mira el monstruo que los sucesores de Cristo han puesto en el mundo. Se han nombrado a sí mismos por su propia gracia, y han creado una Iglesia que se autopropaga y se recrea a sí misma. Aún le sirve para castigar a los demás: a los judíos manteniéndolos dispersos en el mundo; al islam manteniéndolo dividido, de modo que ambas partes están expuestas a los golpes que el monstruo reparte con la cola, mientras sus tentáculos ahogan, atrapan y roban.

PERO el rastro sangriento que el animal arrastra tras de sí como una cola es al mismo tiempo la promesa de que Dios nuestro Señor no olvida los crímenes cometidos. Sólo Dios sabe cuándo llegará el día del Juicio, ¡pero llegará! Pues las atrocidades de los sucesores de Cristo claman al cielo.

LO primero que hicieron fue negar la corporeidad de Jesús el Nazareno. En su soberbia y su locura llegaron a declararlo hijo de Dios, hicieron de él un segundo Dios. Y no les bastó con esto: elevaron también a su madre a la categoría de Virgen divina que reniega de su maternidad, llenando así de numerosos altares secundarios el templo que acababan de limpiar y que debía estar dedicado al Dios Único.

DESPUES buscaron el favor de los romanos, pues en la capital de éstos, el caput mundi, es donde debía anidar el monstruo y extender sus brazos, atraer a todos los humanos y estrangular a aquellos que no le adoraran.

ESTA amenaza iba dirigida también a aquellos que habían seguido las recomendaciones del Maestro: "Salid al mundo", y enseñaban su palabra a todo el que tuviera oídos para oírla. Pues habían sido doce los discípulos enviados al mundo.

SAULO no era uno de ellos ni tampoco en Damasco se convirtió en apóstol, sino en Pablo, en Pablo el estratega. Pablo tomó la decisión tan importante en favor de la Roma de los Césares, no en favor de Bagdad, cuna de la humanidad, no en favor de Alejandría, baluarte de su espiritualidad, y menos aun en favor de la Jerusalén de los antepasados. A él le debemos el monstruo, no al buen pescador Pedro. Pablo llevó al animal hacia el lugar donde pudo prosperar.

PARA congraciarse con Roma, las cabezas de la Iglesia procuraron que el mundo olvidara que había sido Roma la que, en aplicación estricta de su código militar, había crucificado a Jesús el Nazareno, rey de los judíos. Atribuyeron a los judíos, su propio pueblo, el crimen de haber crucificado al Mesías. Así lo convirtieron en un Dios mártir, en Dios mismo, y el animal expulsó el primer vaho venenoso de sus fauces, un vaho que desde entonces flota sobre el mundo estremecido, el odio a los hijos de Israel y a los hijos de sus hijos. Nada une tanto a un rebaño como un enemigo común.

EL animal se había apoderado del mensaje del Crucificado y lo había hecho suyo, al igual que su cuerpo y, según creía, también su sangre. Nada enfurecía al animal de Roma tanto como saber que la línea de sangre de la casa de David no había acabado, que su semilla se había propagado. Dado que Jesús era ahora un Dios, su familia, a menos que también fuese declarada divina, era enemiga del monstruo. De modo que convirtieron a su esposa en puta, y equipararon a sus hijos, Bar-Rabí y los demás, a bandidos. El que se había podido salvar de la justicia crucificadora de los romanos era silenciado.

SUERTE parecida corrieron las comunidades de los demás apóstoles. Apenas el animal hubo salido de las catacumbas y se hubo apoderado del trono de la Iglesia oficial romana, se inició la persecución feroz de aquellos que se apartaban de la "verdadera fe". Primero los tacharon de "sectarios", después los acusaron de herejes y los pusieron en la picota. El que no aceptaba la reclamación de la Ecclesia católica, así se llamaba ahora el monstruo, de ser la única en poseer la llave del reino de los cielos acababa condenado. Amontonaron paja y madera bajo la picota y el animal, que se había apoderado del imperio, ya no sólo escupía veneno, sino fuego. Se encendieron las primeras hogueras.

¿Y el resto del mundo? Los seguidores del profeta Mahoma, a quien Dios había enviado después de Jesús —y Dios sabía lo que se hacía—, fueron tachados de "infieles". Si se mostraban dóciles y besaban la Cruz, podían ser bautizados. Si no se dejaban convencer y no se convertían, mejor era matarlos sin más.

Yo estaba intranquilo, en realidad tenía que mear, pero aún más me sentía confuso, me parecía oír pasos en la escalera que daba a mi puerta, y un ruido extraño, como si alguien rascara la cerradura. Retuve el aliento, agucé el oído. ¡Nada! ¿Sería sólo el viento que soplaba en el corredor del castillo? Algo rumoreaba en el interior del armario abierto, cuyo espacio revestido de hierro seguramente penetraba muy hondo en la obra del muro. Seguro que ratones, o pájaros que bisbiseaban en sueños. Me reproché la cobardía y seguí leyendo.

LOS pueblos que habitan el Occidente, tanto como el Oriente, han tenido que enterarse en el curso de los últimos años de que allá lejos, en el este, aún viven unas multitudes inmensas para cuyos soberanos nosotros, los que nos agrupamos en torno al mare nostrum con nuestro caput mundi, solamente representamos "el resto del mundo". ¿Qué hemos de hacer con ellos, si miramos la situación con nuestros ojos? ¿Y cómo procederán ellos respecto de nosotros?

EL animal se había asentado sobre una roca en descomposición: el imperio romano sucumbió.

ROMA oriental, Bizancio, que gracias a su situación entre Oriente y Occidente al principio era la parte más poderosa del imperio, no tuvo dificultades para mantener separados los poderes espiritual y terrenal, sin dejar de unirlos en el mismo espacio. Se interpretaba a sí misma como barrera contra los pueblos del sol naciente y al propio tiempo como mediadora.

EL monstruo, en cambio, estaba asentado en Roma occidental. Conforme se hundía el imperio, el poder pasó primero a manos de diferentes reyes guerreros bárbaros, después a las del "Sacro Imperio Romano", firmemente sujeto en manos germánicas.

PERO la Iglesia, que desde un principio intentaba tener éxito en la Tierra, de ninguna manera estaba dispuesta a renunciar a su primado de poder. Los "papas", como se denominaban los sumos sacerdotes del monstruo, se coronaban con la tiara, la triple corona, y mostraban sin recato las riquezas acumuladas: se veían como sucesores auténticos de los Césares. Estos vicarii Christi, representantes del hijo de Dios, exigían obediencia y llamaron a los príncipes para que los veneraran en su trono. El patriarca de Bizancio tanto como el emperador germano tenían que inclinarse ante el monstruo. Así fue como Roma provocó el cisma y la pelea por la investidura: ¿Quién nombra a quién? ¿El Papa al patriarca? ¿El emperador al pontifex maximus? O bien…

Un ligero crujido en la puerta me arrancó del ensimismamiento, inducido por lo que acababa de leer, aunque me pareciera monstruoso y veraz al mismo tiempo. El custodio de cabello blanco entró en mi celda portando una valiosa jarra de cristal pulido dentro de un trenzado de mimbre y junto a una copa de plata. Hizo a un lado los pergaminos del "gran proyecto" y colocó sobre el pupitre lo que acababa de aportar.

—Os lo envía su eminencia, el gran prior, junto con sus mejores deseos.

El anciano se me acercó más y bajó la voz.

—Mi bondadoso señor es de la opinión de que vos, William de Roebruk, no debéis prestar excesiva atención al tratado que su distinguida hermana os ha mandado leer, sino que debéis relajaros tomando de vez en cuando un buen trago de su bodega, para liberar el cerebro de esas frases difícilmente digeribles y, en todo caso, altamente conspiradoras.

El delicado custodio me mostró una sonrisa que, por sí, también invitaba a la conspiración, mientras llenaba la copa con el contenido de tan valiosa jarra.

—¿Es decir, Carlos de Gisors es hermano de la grande maîtresse… ?

—Es su hermano carnal, y su hermano menor también —me confirmó el hombre con toda franqueza—, y eso explica a su vez los diferentes puntos de vista que sostienen ambos.

No comprendí en un principio cómo me afectaba esta información ni, sobre todo, qué consecuencias podría tener para mí.

Pero me enteraría enseguida.

—El gran prior os recomienda aguzar el oído —debo de haber mirado al anciano con bastante incomprensión, porque me condujo como a un niño pequeño hacia el armario abierto en la pared—. A través de este agujero podréis enteraros muy pronto de cada palabra que se pronuncie aquí al lado, en la biblioteca…

Me esforcé de inmediato por demostrar que había comprendido.

—¿Y la conversación que debo espiar será confidencial, por así decir, inter familiam?

—No se trata de espiar, William —me corrigió el custodio—, sino de tomar acta de lo que escuchéis, con el fin de incorporarlo a vuestra pobre crónica —y señaló sonriente, pero con determinación, los pergaminos preparados.

—¿O sea que debo tomar nota de cuanto se diga?

Hice un último intento por escapar a esta nueva forma de esclavitud, que me pareció más inclemente que la anterior.

—¡Hace tiempo que tenéis ese encargo, sin que hasta la fecha lo hayáis cumplimentado debidamente en detalle, ni en lo esencial siquiera! —el anciano se mostraba ahora severo conmigo—. ¡Esta vez tendréis que trabajar! No abandonaréis esta estancia…

No había dicho "vivo", pero yo tenía claro que el señor de Gisors no sentiría escrúpulos si le fallaba, si me negaba a cumplir. Mi custodio empujó el pupitre hasta dejarlo justo delante del armario abierto, puso la jarra en el suelo y extendió ante mí unas hojas de pergamino vacías.

—Así podréis oírlo todo muy bien —me aseguró en confianza—, pero no debéis meter la mano en la abertura: eso podría acabar muy pronto con vuestra actividad, ¡y también con vuestro bienestar!

Con esta amenaza a cuestas me dejó solo en el "archivo". Lo primero que hice fue echar mano de la copa llena. Comprobé que el vino era bueno, hasta excelente si se trataba de la última colación de un condenado. Mientras oía de nuevo el cerrojo de la gran puerta de roble, vacié con fruición la copa, siempre con el oído atento. Pero no pude oír nada, aparte del suave siseo del aire que me llegaba desde las tripas del muro, el bisbiseo de los roedores invisibles y la queja lejana de un búho. De modo que volví a ensimismarme en mi lectura.

DESDE el hundimiento del imperio romano y la invasión de los pueblos bárbaros procedentes del norte y del lejano Oriente, había cambiado el rostro del orbis mundi. Colonia, Londres, París ya no eran guarniciones adelantadas en la selva celta y germánica, sino centros de regiones poderosas. Carolus Magnus aún había gobernado como un césar sobre el mundo occidental las tierras del sol poniente. Después se formaron reinos independientes, pero por encima de todos estaba, instituido por la gracia de Dios, ¡el "césar", el emperador!

EN Occidente, en la península ibérica, y en el sur de Italia, que pertenecía a Bizancio, hubo que aceptar la irrupción de las fuerzas jóvenes del islam. En cambio el imperio se extendía cada vez más hacia el este, sometía a los reyes de Bohemia, Polonia y Hungría a vasallaje, se establecían misiones en el norte, y las marcas fronterizas se convirtieron en ducados.

AL rey de Francia le habría gustado hacer como los alemanes, pero le quedaba poco espacio y no poseía la autoridad de la corona imperial.

EL rico suroeste, la Tolosa occitana y el Languedoc, no se sometían ni a él ni a Roma. Gnosis y Mani se habían aposentado allí como el rocío sobre una tierra fructífera, y le sang réal, la sangre real de la casa de David, se había transformado en "San Gral", en el Santo Grial.

SEGUN la leyenda, es allí donde los hijos de Jesús tomaron tierra y los judíos que vivían en la diáspora hallaron su hogar. Su sangre se había mezclado con la de los reyes celtas, con la misma sangre de los reyes godos. La casa occitana, los merovingios, los Trencavel, toda la nobleza del país procede de aquéllos.

Aquí surgió el concepto de "noble", de la preferencia otorgada por Dios a una sangre determinada. Su país, esa isla de los bienaventurados cerrada durante siglos sobre sí misma, con su propio idioma, la langue d'oc, un país que tiene leyes propias, las leys d'amor, y su religión propia, que tiene al paraíso por cercano y donde el Papa no existe, regaló a Occidente la poesía del amor y los trovadores. Primero cae sobre esas tierras la codicia de la corona francesa y la desconfianza de Roma, cuando a comienzos del segundo milenio después del nacimiento de Cristo se pone nuevamente en marcha Occidente, de una manera nefasta, autodestructiva.

ROMA ya no era el centro de Occidente; la península apenina se había convertido en un apéndice. La Lombardía, en su día núcleo del imperio, estaba intentando sacudirse ese dominio de encima. El Patrimonium Petri, como el animal denominaba su territorio, se había convertido en un estado, en el estado de la Iglesia. Un puñado de aventureros normandos había arrebatado a los moros el sur floreciente, aunque salvaje, del país, el antiguo "reino de las Dos Sicilias".

LOS papas habían quedado al margen de la historia, que se desplazaba crecientemente hacia el norte, el oeste y el este, y sólo pocas veces recibían la visita de algún poderoso… con frecuencia eran visitas desagradables.

EL monstruo no lo pudo soportar. Roma provocó el cisma oficial sin que nada la obligara a ello. Bizancio se negó definitivamente a reconocer la supremacía del Papa.

MAS o menos diez años después se produce un combate de consecuencias importantes en el norte de Europa. Los normandos cruzan el canal y conquistan el reino de Inglaterra, con lo cual las fuerzas que quedan en suelo francés se desequilibran y se dedican a sus propios asuntos, sin tener para nada en cuenta al Papa ni al emperador.

AMBOS poderes agudizan de manera insoportable sus controversias. Hay un cambio constante de papas, antipapas, reyes y contrarreyes, el emperador queda excomulgado, el sucesor de san Pedro tiene que huir a Francia, al exilio. Tanto los príncipes terrenales como los espirituales se aprovechan como pueden de esta falta de liderazgo, se enriquecen, se rebelan, se conjuran, el caos se extiende.

EN esta situación de emergencia, el papa Urbano II llama en el concilio de Clermont a una cruzada: ¡Deus lo volt!

Tendí mi oído hacia la abertura oscura sin oír nada, ni un sonido. ¿No habría podido celebrarse el encuentro entre los dos hermanos? ¿Habría exigido la grande maîtresse que no hubiera testigo ni cronista? Al fin y al cabo, ella sabía dónde me encontraba, y seguramente sabía también dónde se guardaban los pergaminos relacionados con el "gran proyecto". Volví a llenar la copa. Aunque me acosaban nuevamente las ganas de orinar, tomé un buen trago.

SOLO Dios sabe si realmente Él quiso la cruzada; lo que es cierto es que se trata de un flagelo para la humanidad, y si Él lo quiere así, así sucede. El monstruo fue quien puso caprichosamente a rodar ese alud de sangre y lágrimas, de odio, codicia y ceguera. El animal seguramente había contado con que algún día la multitud enfurecida lo podría descuartizar, matar y quemar en la hoguera, pero lo que no podía soportar era la idea de ser dejado de lado y olvidado.

LA cruzada no fue otra cosa que una demostración obstinada del papado de su deseo de situarse a la cabeza de todo Occidente, de empujar a los príncipes a dar ese paso. Fueron los segundones y tercerones de las familias, quienes no tenían esperanza de heredar, los que tomaron la Cruz y se situaron a la cabeza de la cruzada. Los seguía un ejército de pobres, de bandidos huidos de la justicia, de peones sin perspectivas, de aprovechados, carne de horca, bandoleros, cuatreros, salteadores de caminos y demás ralea, a los que se añadieron las mujeres, prostitutas o iluminadas, amantes o engañadas. Y después también los monjes y los sacerdotes, perdidos para la fe o ardientes defensores de las reformas, fanáticos, y aquellos que se esperaban nuevas fuentes de ingresos. De estas gentes se componían las riadas que atravesaron Europa.

LOS precedieron violentos pogromos; la siembra envenenada del animal prendió, matar a los judíos era una buena ocasión para probar lo que más tarde ocurriría a los infieles. El monstruo había prometido el perdón absoluto de todas las culpas a quienes tomaran la Cruz por conciencia cristiana. A los que se sintieron movidos por causas terrenales les atraía la idea de ganar increíbles riquezas, más allá de ver perdonados todos sus pecados. ¡Y los codiciosos eran mayoría!

MUCHOS soñaban también con un Edén que desde la expulsión del Paraíso había quedado deshabitado, de palacios abandonados en los cuales había arcones de tesoros, abiertos y llenos de oro y joyas. El animal les permitía soñar. Muchos creían que los "infieles" los estaban esperando como niños, humildemente arrodillados en las playas, oteando con ansiedad el horizonte para ver llegar a los cruzados, deseosos e impacientes de ser bautizados al fin. Otros muchos no pensaban nada y se sorprendieron tanto más cuando se encontraron con unas estructuras feudales construidas a lo largo de los siglos, con una civilización y una ciencia superiores a las nuestras.

AQUELLOS a quienes el veneno distribuido por el animal no había cegado, ensordecido e insensibilizado, sintieron la experiencia de Tierra Santa como un golpe en pleno rostro. También el animal se sintió gravemente amenazado: de Oriente no llegaban sólo perfumes y aceites etéreos que inundaban los poros de Occidente, no solamente el arte del amor, del baile, de la música, del canto, de la poesía, sino sobre todo del espíritu, el espíritu de la filosofía, del libre pensamiento. Espíritus que ya no abandonaron a Occidente, por mucho que el animal resoplara y escupiera fuego. Sentía que ese viento de Oriente algún día ahuyentaría su propio aliento venenoso, y que éste sería incapaz de sobrevivir en el aire puro de la razón.

LA primera cruzada terminó con la gloriosa conquista de Jerusalén. Los conquistadores se bañaron durante tres días en la sangre de los musulmanes asesinados, de los judíos estrangulados, de los cristianos descuartizados de la ciudad. Después proclamaron el "reino eterno" y repartieron entre los nobles dirigentes de la cruzada el país, los castillos y las ciudades. Los pobres que los habían acompañado, cuando no habían muerto de hambre, sed, calor y frío, en las batallas o como esclavos, se quedaron como lo que eran: ¡pordioseros!

TUVIERON que pasar tres generaciones hasta que el mundo islámico se rehiciera del horror, hasta que se uniera en un solo puño. Tuvo que aparecer un Saladino que reuniera todo el poder, desde Siria hasta El Cairo. Pronto acabó con el poder de los cristianos. Éstos perdieron Jerusalén en la batalla de los Cuernos de Hattin. No fue lo mismo que cuando la conquistaron, ¡muy al contrario! Saladino no derramó la sangre de los vencidos. ¿Los avergonzó? Imposible. No conocían la vergüenza.

PERO sobrevivieron. Y la corte del Reino de Jerusalén reside ahora en Acre.

¡Al fin pude oír unas voces! Eran las que habían sido avisadas, la de Marie de Saint-Clair, la gran maestre de aquella hermandad secreta cuyo nombre no debo pronunciar, ¡sobre todo no escribir!, y de quien era al parecer su contrincante en la orden de los templarios, su hermano de sangre Carlos de Gisors, el gran prior. Al fin habían pisado la biblioteca. Para cuando esto sucediera yo ya me había hecho una composición de lugar, con el fin de poder acortar los nombres de ambos sin que mi proceder pareciera despectivo, decidiéndome finalmente por grande maîtresse para la noble señora y gran prior para el poderoso señor. Pero las voces se alejaron, después de que la voz carrasposa del dueño de la casa dijera que tomarían juntos la comida del mediodía. Me sentí defraudado, pero luego oí claramente cómo mi custodio me hablaba desde la biblioteca.

—Los señores han llegado a la conclusión común de que vos, William de Roebruk, deberíais haber leído primero todo el escrito que tenéis delante, antes de ser capaz, desde vuestro buen entendimiento y presuponiendo vuestra rapidez de percepción, de anotar con todo su sentido una disputa acerca del concepto y de sus consecuencias…

—¡Tengo hambre! —fue la única respuesta que se me ocurrió—. Un pollo asado es lo que necesito, de lo contrario se me caerá la pluma de la mano antes de anotar la primera línea…

Ese carcelero mío que se encontraba al otro lado del muro no lo pensó dos veces.

—¡Si prometéis no dejar manchas de grasa en los pergaminos, tendréis allí dentro de un cuarto de hora lo que habéis pedido!

Me habría gustado decirle también que tenía ganas de orinar, pero no lo hice.

HAN pasado cien años desde el comienzo de las cruzadas. Bajo el sol ardiente de Oriente, todos han buscado y encontrado su sitio a la sombra, tanto los cristianos como los musulmanes: han aprendido a convivir. Pero he aquí que el animal se pone a parir y da a luz a un monstruo, un purpurado como el mundo no ha visto otro: Inocencio III.

LOS instintos no habían abandonado al animal. Sospechaba que se avecinaba un gran peligro: en algún lugar Dios estaba afilando un hierro capaz de abrirle la garganta.

ESE hierro eran los Hohenstaufen, los reyes hereditarios de Alemania, que desde Barbarroja heredaban también el título de emperadores. El hijo de esa estirpe casó con la última princesa normanda, heredera del reino de las Dos Sicilias.

LO que el animal siempre había temido se materializó: la unión del sur con el imperio: unio regnis ad imperium, ¡y el Patrimonio de san Pedro quedaba cogido en medio, en un abrazo mortal!

A la pareja imperial le nace un hijo en Jesi: Federico II. El nuevo pontifex maximus, que había iniciado su mandato reclamando el gobierno universal para el papado, adopta al joven Hohenstaufen: el animal intenta abrazar a Federico con sus tentáculos, inocularle el veneno de la sumisión.

CON Inocencio sobre el trono de san Pedro, el monstruo ha adquirido una cabeza de peligrosidad inusitada. No da golpes a diestra y siniestra, sino que ataca en secreto, intenta asestar punzadas mortales, y todo Occidente se estremece bajo el terror.

CON astucia diabólica llama a la próxima cruzada que, con ayuda de Venecia, deseosa de expandir su poder comercial, irá dirigida contra Bizancio, la Constantinopla cismática. El patriarca de Roma oriental, que tanto tiempo ha venido molestando al papado, tiene que huir. Así se destruye la barrera de Occidente contra el este, pero eso preocupa poco a quien, pletórico de odio, cabalga la bestia.

CON mucha maldad procede Inocencio después a asestar un golpe a los herejes, los cátaros de Occitania. Su herejía, que intenta oponer al lujo de la Iglesia romana oficial la humildad de sus propios sacerdotes, a las amenazas de los dominicos la certidumbre esperanzada del Paraíso, a la venalidad y la corrupción de la Iglesia católica la voluntad de sacrificio de los "puros", todo esto siempre ha sido objeto de odio por parte del animal. Había llegado la hora de la venganza.

A la Francia de los Capetos le prometió el animal tierras y títulos del rico suroeste, y las ansias de poder de los reyes de París hicieron el resto. Así se desencadenó la "cruzada contra el Grial", la guerra contra los albigenses. Si el monstruo no se había ganado su nombre ya con anterioridad, ahora demostró merecerlo con una certeza absolutamente innegable, pues ninguna otra bestia en la Tierra se le iguala.

LAS ciudades ardieron gracias al aliento de fuego del animal. Católicos, cátaros, judíos… "¡quemadlos a todos!" clamaba Roma. "¡El día del Juicio Final, el Señor sabrá escoger a los suyos!" El monstruo asoló el Languedoc, arrasó Tolosa y Carcasona, estranguló a Béziers y Termés, torturaba con las garras de la Inquisición, destrozó la cultura de la adorable Occitania y destruyó a los habitantes y su lengua.

CUANDO el animal se hubo saciado con la sangre de los inocentes, volvió a centrar su atención en su ahijado: Federico…

¡Y llegó el pollo! Yo estaba tan sumergido en el escenario bizarro de mis propios años de juventud que no me había dado cuenta de cómo se había abierto la pesada puerta, tan sólo oí que se cerraba con su ruido característico y que la volvían a bloquear con llave. ¡Me habían metido en la celda el plato con el pollo, además de un trozo de pan, como si fuese un preso de la justicia! Los cocineros no debían de estar demasiado atentos a su labor, pues el ave estaba casi toda achicharrada. En mi celda no había mesa ni silla, así que me acurruqué en el suelo, justo al lado de las tres patas de mi pupitre, desgarré la carne seca del pollo asado, me fui metiendo trozos en la boca hambrienta, mastiqué a fondo y con fuerza y después me enjuagué el gaznate con el vino tinto, de cuyo precioso líquido utilicé un poco para limpiarme los dedos grasientos antes de volver a ponerme de pie.

TRAS la temprana muerte de sus padres, el niño Federico había subido al trono a edad muy temprana. Al joven emperador le habían envenenado tanto el cerebro que no era capaz de ver en los cátaros más que a unos viles herejes a los que había de exterminar. Pero tenía una idea muy clara de su posición como emperador, y procuró deshacerse del peligroso abrazo de su tutor.

INOCENCIO murió víctima de una apoplejía. Pero al monstruo le creció de inmediato una nueva cabeza: Gregorio IX. Bajo su mandato se inició una inclemente persecución de los Hohenstaufen. Al papa actual, Inocencio IV, se le hace la boca agua cuando jura que exterminará a Federico y su "nido de víboras". La medida está colmada, y en cualquier momento se le quebrará la paciencia al emperador. Entonces reunirá todas sus fuerzas y decapitará a ese animal horrible, lo arrojará a una hoguera gigantesca, encendida en el mismísimo Castel Sant'Angelo, hasta que los muros se desgarren de tanto calor, ¡y esparcirá sus cenizas para que se las lleve el viento!

En la biblioteca regresaban las voces, audiblemente animadas tras lo que habría sido una comida opulenta. Tomo rápidamente un último trago y sumerjo la pluma en el tintero preparado.

Gran prior: —Jerusalén está perdida para siempre. Aunque la recuperáramos, no podríamos retener esa plaza. Ya no basta una cruzada: habría que traer a unos ejércitos numerosísimos para ocupar Tierra Santa, para que fueran capaces de defender lo conquistado.

Grande maîtresse: —Ciento cincuenta años de crueldades e injusticias, de amenazas y odio han creado tanta amargura en ambas partes que ya no cabe pensar en una paz, en una reconciliación.

Gran prior: —Todo esto me llena de profunda tristeza y preocupación.

Grande maîtresse: —¡Os creo, Carlos de Gisors! Pero para alguien como yo, para quien el Mediterráneo no es el mare nostrum de los romanos, sino la mediaterra, es decir, un nexo de unión en lugar de una zanja de separación entre los países de Occidente y de Oriente, ha llegado el momento de oponerse con responsabilidad a esta evolución tan vergonzosa…

Gran prior: —¿Y eso es lo que queréis conseguir, estimada hermana, con la creación de una nueva línea de sangre dinástica?

Grande maîtresse: —No me veo capaz de ver la mano de Dios en una monarquía electiva. El soberano ungido es elegido por el poder divino, ¡es instituido! Además ¿qué quiere decir "nueva"? No lo sería… ¡sabe Dios que no! Al menos yo no conozco otra más antigua, otra que pudiese reclamar más el derecho al trono…

Gran prior: —Pero en ninguna parte aparece esa dinastía reconocida que tanto necesita vuestro imperio mediterráneo, no se ve… —y con evidente ironía en la voz añadió— ¡no se ve ni siquiera la raíz o el bulbo a partir del cual pudiera crecer y desarrollarse!

Grande maîtresse: —¡Todavía no! —y Marie de Saint-Clair tuvo que esperar un poco para calmar su emoción. Después recuperó el habla—: Señor, ¡te pido me ilumines para saber qué elementos de Occidente deben añadirse al crisol de fundición, de qué venas debe proceder el jugo vital, qué gotas de sangre son indispensables para obtener la mezcla divina! Señor, ¡déjame ser partícipe del lapis ex coelis para que pueda realizar la gran obra!

—¡Se necesitará más bien un penis excillis para conseguirlo! —la mofa no tuvo efecto. El gran prior hizo una pausa cortés antes de dar a entender que cedía—: La base seguramente podría darse entre los descendientes de la casa de David…

Pero la grande maîtresse se dio cuenta de que se trataba de una falsa amabilidad, y consideró que no estaba necesitada de ella.

—… en la estirpe casi extinguida de los Trencavel. El derecho de esa casa es innegable y me llena de orgullo… Su sangre circula a ambos lados de los Pirineos, y representa a toda Occitania.

Su hermano se echó a reír y prescindió de todo eufemismo.

—¿Y eso os basta? ¡Qué pasa con la nobleza de Francia! ¿No fue el gran Bernardo, el de la casa Châtillon-Montbard, quien consiguió que la orden del Temple recibiera su misión y la cumpliera? —su voz se parecía más y más a un carraspeo, conforme crecía su excitación—. ¡Una estirpe que también hay que tener en cuenta es la de los guardianes normandos del roble de Gisors! —su afán de mofarse era ahora innegable—. Esto incluiría también a la Inglaterra de los Plantagenêt, Anjou y Aquitania. En cuanto a Alemania, sólo hay que pensar en la rama de los Hohenstaufen…

—Justamente el deseo de éstos de unirse a le sang réal es lo que salta a la vista, por poca perspicacia que se tenga —interrumpió su hermana con afán—. ¡Ellos disponen de la fuerza vital que la casa occitana ha perdido! Stupor mundi! Federico no ha podido ver su triunfo, pero su semilla fructificará en los futuros soberanos.

Carlos de Gisors soltó un suspiro audible:

—No quiero suponer que deseáis dar ventaja a la herejía. En cualquier caso, la terra sancta es la más inadecuada para que prospere la delicada planta de vuestras fantasías dinásticas. ¡Demasiado seca, demasiado caliente! A mí, en cambio, me preocupa el destino de los templarios. También a esta poderosa orden, a la que he dedicado mi vida entera, algún día le será difícil poder seguir existiendo en el lugar histórico de su gloriosa fundación, y entonces tendrá que perecer con las banderas al viento, o bien…

—¿O bien habrá que crear un estado propio de la orden en las tierras seguras de Francia? —se mofó la grande maîtresse—. Puede que a mí me tachéis de ser una loca fantasiosa, ¡pero lo que pretendéis vos es alta traición! Alta traición a la corona de Francia, a cuya nobleza siguen perteneciendo los Gisors, como casi todos los caballeros del Temple, por cierto. Y el territorio que habéis elegido tan apresuradamente ya no es la Occitania libre, sino que forma parte de las tierras pertenecientes a la corona francesa, ¡a la familia de los Capetos que gobiernan en París! Para llegar a eso, los templarios tendrían que haber tomado partido por los sometidos cincuenta años atrás… ¡ahora es demasiado tarde! Yo odio a los usurpadores, a esos asesinos de Dagoberto, al menos tanto como vos, pero soy realista y por eso proyecto, o sueño, como queráis decirle, con este país ¡que aún me ofrece posibilidades!

—No deja de ser un sueño, Marie… —graznó el gran prior, y su voz sonaba resignada—. Necesitáis el apoyo poderoso de nuestra orden, y esa sangre que queréis sacar de un crisol secreto como si fueseis una alquimista, por no decir una vieja bruja, ¡esa sangre es sangre europea en su totalidad!

La grande maîtresse no se dio por vencida.

—Hoy sólo puedo hablar en nombre de Occidente. Su sangre, la de su nobleza más selecta, está a salvo, se ha mezclado con la idea de una soberanía imperial instituida por Dios. Nuestra misión es ahora conseguir una unión con la descendencia del profeta Mahoma, con la shía. De ahí nuestro pacto con los "asesinos" de la estirpe de Ismael, los guardianes de la otra sangre. Así es como se cerrará el círculo, a través de la mutua procedencia ariana, a través del gran Zoroastro, de las enseñanzas de Mani: una unión dinástica entre los descendientes de ambos profetas, que una el califato y el imperio en este mundo y forme en espíritu la máxima sublimatio, la del Santo Grial.

Su discurso no mereció siquiera una ironía, únicamente una suave burla.

—Queda por crear ese imperio, el de la conciliación de Oriente y Occidente, el reino de los reyes de la paz. ¿Dónde os imagináis el centro de ese imperio?

Grande maîtresse: —El nombre de Roma ha quedado manchado para siempre. ¿Palermo? ¿Lo aceptaría el mundo árabe? Sí lo haría, si ofrecemos al islam un retorno a Sicilia en igualdad de condiciones. Pero esto no podrá ser mientras gobierne el animal, tanto da que esté en Roma como en el exilio francés. Ya hemos visto que, de situar el centro en Jerusalén, los príncipes de Occidente se sentirían poco implicados.

Gran prior: —A menos que se empeñaran con todo su poder y su dinero, y por encima de todo con entusiasmo, en la instauración de una divina Hierosolyma de la paz. ¡Y nosotros, magistri templi Salomonis, los primeros!

Grande maîtresse: —¿Y eso no contribuiría a la represión de los pueblos árabes, de la fe islámica? También el Califato de Bagdad y el Sultanato de El Cairo tendrían que reconocer la supremacía de dicho reino, en lugar de pelearse por sus tierras, y Damasco tendría que renunciar a su sueño de la Gran Siria, y sentirse orgullosa de permanecer a la sombra de los Santos Lugares.

Gran prior: —¡Eso es difícilmente imaginable!

Grande maîtresse: —Tampoco es imaginable que los cristianos se avengan ahora a tolerar la existencia de otras religiones cuando llevan generaciones enteras sin hacerlo. Ni siquiera los musulmanes estarían dispuestos ahora a creer en un cambio así. De modo que hemos de despedirnos de Jerusalén.

Gran prior: —¿Tal vez las que tendrían que cambiar serían las religiones?

Grande maîtresse: —¡Lo primero que habrá que excluir de cualquier comunidad futura es el monstruo!

Gran prior: —Pero también el islam tiene rasgos de intolerancia.

Grande maîtresse: —Únicamente la Iglesia del Amor del Santo Grial se ofrece como institución capaz de amparar a las demás. Hay que volver a los orígenes: Jesús el Nazareno, el Paracleto, un profeta como Mahoma: esto sería aceptable también para el islam. La sangre dinástica de ambos existe, aunque oculta.

Con estas palabras la grande maîtresse parecía querer dar por terminado el coloquio; en cualquier caso ya no llegó respuesta alguna por parte de su interlocutor, el gran prior Carlos de Gisors, y para mí ese hecho era muy explícito. ¿El Santo Grial? Ambos personajes habrían abandonado la biblioteca. Yo había pasado los últimos minutos levantando una pierna tras otra, porque la presión que ejercía mi vejiga se había vuelto casi insoportable. ¡Tenía que orinar! ¿Pero dónde? La jarra seguía albergando bastante vino y me daba lástima tirarlo o estropearlo: pensaba tomármelo y disfrutar de él con toda la tranquilidad del mundo. Sólo quedaba el armario: ¡era cuestión de buena puntería!

Una vez aliviado, casi feliz y liberado, me dediqué a seguir leyendo lo que quedaba del "gran proyecto", pensando que después de lo que había escuchado encontraría más sentido a lo que me faltaba por leer.

ESTAMOS en el año del Señor de 1244. El pueblo de Israel sigue a la espera de su Mesías, y para el islam han transcurrido 622 años desde la hégira. Los dos, tanto el cristianismo como el islam, siguen padeciendo los zarpazos del animal, ese terrible látigo de Dios. Sufren todos los cristianos que han podido tener acceso al mensaje original de Jesús el Nazareno y que, en secreto, perseguidos y vilipendiados, quieren vivir según ese mensaje. El mundo espera.

EL Uno se transformó en Dos; se dobló en Cuatro, como tres y uno por dos son Ocho, igual que cuatro y cuatro. 1244. Seiscientos veintidós años después del nacimiento del profeta Jesús, el profeta Mahoma abandonó la ciudad santa de La Meca. Desde entonces han pasado nuevamente 622 años. 1244 es el año en que se perdió definitivamente Jerusalén para los cristianos, y también es el de la apoteosis de los "puros" del Montségur, el umbral de una nueva era. Vendrá un nuevo reino, el de los reyes de la paz, el reino del Santo Grial. Su luz irrumpirá desde la oscuridad en la que se oculta. Su reaparición en la Tierra es condición indispensable para el reinado de la pareja divina, los reyes de la paz, los Mediadores.

EL lugar donde han de reinar no debería tener tanta importancia. Claro que el Mediterráneo debería ser un lazo de unión, en lugar de una fosa separadora. Las ciudades son pecaminosas. Lo ideal sería una isla en el mar… lapis ex coelis. ¿Una isla? Chipre quedaría demasiado lejos de Occidente, Creta es demasiado griega, a pesar de sus tradiciones milenarias. ¿Malta? Su situación medianera es incomparable, sus templos son testimonio de que siempre ha contado con la benevolencia de Dios, aunque hace tiempo que la isla rocosa ha perdido su carisma. ¿Un barco? Un barco que navega por el mar, que nadie sabe dónde se encuentra exactamente… ¡un barco sería lo adecuado! La pareja real no debería estar a mano, no debería tener que buscar protección en un puerto, no debería ser presa de cualquier poder terrenal. Una flota real sobre el mar, siempre dispuesta a actuar, alcanzable pero lejana, siempre presente pero inaprehensible… ¡la máxima autoridad, el máximo secreto!

ESCRITO de mi propia mano en un lugar secreto, entregado al amigo por medio de un mensajero en el día en que me enteré de que el Montségur ha caído, pero los niños se han salvado. El "gran proyecto" debe seguir su curso. El Monte Sion será su guardián.

Ya no recuerdo cuánto tiempo estuve reflexionando ante las últimas páginas del escrito. En algún momento me tuve que sentar. Lo que había leído me emocionó, tal vez más aún que en su día, cuando vi por primera vez esa escritura. Era una profecía contenida en muchas líneas, anotada hacía ahora dieciséis años, que mientras tanto se había verificado en muchos sucesos y procesos que me tenían asustado. ¿Quién podría ser el autor? En el mismo año en que se originó el "gran proyecto" ya era un secreto, ¡y por buenas razones, pues podía estar seguro de ser perseguido con ahínco! En mi opinión, esa persona debía ocupar un puesto de secretario, en su significado estricto, tal vez comparable con la posición que actualmente parece ocupar Lorenzo de Orta. Al reflexionar acerca del papel que éste ocupa dentro de la orden secreta, me debe de haber vencido el sueño, aunque en parte también se debería a que, mientras, me había tomado todo el resto de vino que quedaba.

No me desperté hasta que me despabiló el custodio, que seguramente hacía buen rato había entrado en la celda, se situó delante de la caja fuerte y cerró la puerta de hierro blindada con gran ruido de llaves. El escritorio volvía a estar vacío. Yo seguía tumbado en el suelo, aún con mi ropa de viaje sudada, junto a mi pupitre. Y a mi lado se veían unos huesos de pollo chupados y la jarra vacía.

—Os esperan en el refectorio, William de Roebruk —me hizo saber mi guardián, y sacó la llave de la cerradura—. ¡Os acompañaré en cuanto os hayáis adecentado un poco!

Y me señaló una palangana de cobre allí dispuesta, llena de agua fresca en la que flotaban algunos pétalos de rosas. Seguí con gusto sus recomendaciones.

Cuando al fin pude pisar el refectorio, comprendí enseguida que la anciana dama, por lo general tan inaccesible, deseaba hablarme. ¡Al fin! Frente a mí vi en la pared de frente de la majestuosa sala el palanquín negro, una pieza bien trabajada que semejaba un estuche precioso de considerable anchura y de altura adecuada. Las barras de soporte no estaban pensadas para que las sustentaran cuatro criados, sino ocho, y vi a esos criados vestidos con sus camisolas negras, los brazos cruzados sobre el pecho, a derecha e izquierda del habitáculo de la famosa grande maîtresse de la hermandad. Los rostros de los turcopoles iban cubiertos de máscaras de lana que les cubrían la cabeza y los asemejaban a ayudantes de verdugo. Al menos eso me parecieron a mí, que soy de natural asustadizo. Detrás del palanquín, a lo largo de la pared, vi a los caballeros que escoltaban a la grande maîtresse, con su armadura al completo, sólo les faltaban sus temibles lanzas.

—¡Acercaos, William de Roebruk! —me ordenó la voz ronca procedente del interior de la caja. Me acerqué con precaución hasta la cuerda que los criados más cercanos mantenían sujeta para crear un espacio de respeto delante del palanquín.

—Habéis tenido ocasión de leer una vez más el antiguo texto —dijo la voz en tono severo—, ese mismo texto que hace años ya tuvisteis en vuestro poder sin justificación alguna…

Creí caérseme el alma a los pies, tan aterrorizado estaba, aunque la voz cambió de tono y de repente se volvió suave y aterciopelada.

—¿Qué cambios y contradicciones os llaman la atención, si comparáis lo apuntado en aquel entonces con la situación actual?

No había contado con pregunta tan directa; me sentí atropellado, probablemente como castigo por mi curiosidad, imposible de negar, y sólo conseguí murmurar lo que seguro era una incoherencia.

—¿Los mongoles? —susurré—. No se había previsto la intervención de los mongoles… ¿no se podía preverme corregí tímidamente.

—¿Y qué más? —la voz seguía indagando impaciente y ahora sonaba menos condescendiente.

Intenté reflexionar a toda prisa. Después me eché a adivinar, sin saber lo que arriesgaba con mi franqueza:

—Hasta la fecha no se ha producido una unión entre los descendientes de la casa de David y la línea de sangre del profeta Mahoma —lancé mis suposiciones al aire.

—¡Ni ocurrirá! —me hizo saber la voz, ahora con un acusado matiz de enfado—. Pero en lo que se refiere a los descendientes de Gengis jan —me pareció oír un profundo suspiro—, no forman un elemento necesario para dar lugar a una rama nueva, sino que nos sirven solamente como ejecutores de nuestra voluntad.

La desilusión de la anciana dama se evidenciaba por el tono de su voz. Permanecí en silencio, lo juzgué más sabio, pero tampoco me parecía que esos bárbaros procedentes de lejanas estepas fueran quienes tuvieran que determinar el futuro.

—¡William de Roebruk! —me arrancó la voz, nuevamente revestida de autoridad, de mis reflexiones—. Siempre habéis jugado a ser el guardián de Roç y Yeza —sentí una flojera en el estómago—. Aunque no sois más que el ocioso cronista del camino que recorre la pareja real. Nada más, pero también nada menos.

No me dejaba tiempo para pensar en una objeción, ni para expresarla, por cierto.

—Ese camino está entrando en su fase decisiva: ¡ya podéis ajustaras el cinturón de vuestro hábito y demostrar que sois digno de esa responsabilidad y estáis a la altura de vuestra tarea!

No me quedó más remedio que abrir la boca, aunque pareciera la de una rana que intenta respirar en la superficie de una charca.

—¿Se procederá al fin a su coronación, ocuparán Roç y Yeza el trono prometido?

Sentí los ojos fríos de la poderosa gran maestre de la hermandad secreta sobre mi persona, y se asemejaban a los de un reptil que mira el gordo moscardón asentado sobre la hoja flotante de un nenúfar…

—La pareja puede ser entronizada —llegó la respuesta cargada de pesadumbre y de un cansancio infinito—. Pero sólo hay esperanza si se mezcla su sangre, es decir, si nace un heredero dotado de la fuerza espiritual de Oriente, tal como se encuentra bajo el "techo del mundo", o sea, junto a las cimas más altas de la Tierra. Allí vive en unos monasterios gigantescos y en soledad altiva una raza humana a la que pertenece el futuro…

Yo no me atrevía a respirar.

—… un futuro que sólo puede venir de las tierras del sol naciente, ya no puede proceder de las regiones donde se pone el sol… si no…

La voz profética de la anciana gran maestre se apagaba y casi ya no era audible. De modo que un hijo, una criatura que aún estaba por engendrarse, era la última esperanza. Yo no me atrevía a formular mi conclusión con palabras, a preguntar si había entendido bien. Había comprendido que, aparte de los mongoles, en el lejano Oriente debían de existir otros pueblos, dotados de una cultura de la que en Occidente nada sabíamos, que ni siquiera sospechábamos. ¡Solamente una personalidad tan extraordinaria como la grande maîtresse podía tener ese conocimiento de la amplitud y la diversidad de este mundo de Dios!

Mi silencio elocuente se debía a la carga que esta declaración había depositado sobre mis hombros. Pero una vez más, la venerable maestre me sorprendió con un giro realmente nuevo, pues declaró con una determinación recién recuperada:

—Quiero dictaros la introducción a lo que será vuestro trabajo de aquí en adelante, William de Roebruk.

En esto entró el custodio y me entregó mi bolsa de peregrino, que contenía todos los utensilios de escritura que necesita un cronista. Alisé el pergamino y sumergí la pluma en el frasquito de tinta que solía llevar conmigo. Estaba preparado. Mientras ella me hacía esperar, mis pensamientos un tanto confusos giraban en torno a Roç y Yeza: ¿Sabían lo que les esperaba? ¿Estarían dispuestos a cumplir con el objetivo que les fijaba la hermandad secreta y que, más allá de su propia vida, trasladaba la realización del "gran proyecto" a una criatura que aún estaba por nacer? Desde su punto de vista, esa criatura tenía que ser el testimonio natural de su amor recíproco, la gran felicidad en la vida de dos amantes, y una gracia concedida por Dios. Para la orden, tan calculadora, en cambio, se trataba más bien de una renuncia a la coronación, aceptada por la pareja real, que sin embargo parecía tan inmediata. Con el nacimiento de un hijo, Roç y Yeza habrían cumplido con su misión. ¿Acaso eso no equivalía a una sentencia? A mí me lo pareció. En realidad, yo debía advertirlos…

La voz dura de la anciana me arrancó de mis dudas; ahora me hablaba lenta y claramente, como en trance:

EN la mayor sencillez se expresa el sello de la Nueva Alianza. Ya no es el signo del Crucificado lo que forma el emblema de la orden secreta, sino la rosa de los vientos de este mundo, que surge del símbolo eterno del nacimiento y la muerte, de la superación y de la regresión. Los cuatro elementos de la creación divina atraviesan la oscilación de los círculos, pero el aro de la Alianza los mantiene unidos y forma una unidad eterna entre el fuego y el agua, entre los contrastes de los dos sexos.

¡EL que está destinado a saber, sabrá quién habla!

Apenas sus palabras se habían difundido y había terminado yo de anotar con trazo atrevido el final en el pergamino, tal como estaba acostumbrado a hacerlo, cuando mi custodio me condujo al patio del castillo de Safed. Debo de haberlo mirado con aire interrogador cuando se despidió de mí.

—¡Ahora os corresponde a vos, William de Roebruk, proseguir con la crónica, orientando su sentido según la voluntad de quien habéis escuchado!

IMAGE El misterioso palanquín negro llegó a altas horas de la noche a Damasco, la magnífica capital de Siria. Con el séquito de la grande maîtresse iba también William de Roebruk.

La orden del Temple no disponía, por razones comprensibles, de casa propia en Damasco, pero siempre había favorecido la orden de los cistercienses de la ciudad, de modo que Marie de Saint-Clair halló acogida sin ningún inconveniente en dicha casa. El convento, con la pequeña iglesia anexa dedicada a san Juan y un hospital generosamente dotado, se hallaba inmediatamente detrás de la mezquita, junto a la muralla norte de la ciudad, y no lejos del bab Halap.

A la mañana siguiente, y aunque William, como de costumbre, ya estaba listo para seguir viajando, la anciana dedicó bastante tiempo a recoger información. El franciscano tuvo que esperar en la celda que le habían asignado, hasta que lo mandó llamar.

—Yo misma quiero hablar con Roç Trencavel —le hizo saber la anciana con su voz ronca —antes de que pueda dar el paso en falso que se ve venir.

Como siempre, le hablaba oculta tras la cortina de su palanquín, una actitud que, por cierto, también tenía con todos los demás. Marie de Saint-Clair transmitía habitualmente sus deseos, que eran órdenes, de forma muy escueta y resumida, aunque siempre perfectamente informada de cuanto sucedía a su alrededor.

Llegaron a la gran plaza donde estaba extendida la alfombra justo en el momento en que el Trencavel, subiendo desde la parte oriental por la Decumana, doblaba la esquina acompañado de su pequeño séquito, los occitanos y los caballeros de Antioquía, y donde lo esperaba también el baouab, henchido de orgullo. A la vista inesperada del kilim extendido, Roç a punto estuvo de apartarse furioso, cuando William le cerró el paso y señaló, mudo, el palanquín. El Trencavel sabía muy bien con quién se las tenía que ver. Pese a ello se acercó, con ademanes poco respetuosos. La grande maîtresse lo hizo esperar antes de dirigirle la palabra con su voz ronca e inconfundible.

—No esperéis que os dé la bienvenida, Roç Trencavel —le espetó después, sin más preámbulos—. Decidme, más bien, ¿por quién y en nombre de quién os queréis hacer proclamar malik de Damasco, vos solo y sin más compañía? —había una ligera mofa en su voz de anciana—. ¡El título de rey no tiene aquí tradición dinástica, ni le gusta al pueblo!

Roç se mostró enfadado.

—¿Acaso debería esperar a Yeza?

—¡Pues claro que sí! —le llegó la respuesta seca y cortante, para añadir después en tono de suave comprensión lo siguiente—: Sólo la pareja real junta da pleno sentido al nombramiento. Sólo su dimensión espiritual le permite cumplir con la promesa de un reinado de paz…

—Eso mismo ya lo hemos visto en Jerusalén —se rebeló Roç, esforzándose por no dar a su voz un tono agresivo.

La anciana dama no se lo tomó a mal y apeló al sentido común de Roç:

—Comprendo vuestra impaciencia, Roç Trecavel. Pero la situación de partida ha cambiado con la aparición de los mongoles. No vale la pena discutir ahora si ha cambiado para bien o para mal. Lo que tenemos que hacer es incorporar ese hecho a nuestras reflexiones…

—El il-jan quiere entronizarnos como soberanos —intentó intervenir Roç, pero la grande maîtresse no renunció a seguir en voz alta el hilo de sus pensamientos.

—La cuestión es en qué condiciones, cuándo y, sobre todo, ¿dónde?

Roç ignoró la aparición de David, quien, muy excitado, intentaba hacerle llegar una información, hasta que finalmente el templario pudo transmitirla al fraile.

—¡Me preocupa la desaparición de Joshua! —susurró a William—. Quería ir en busca de Alí para seguir con su juego del "Ser", pero el mismo Alí asegura no haber visto al carpintero.

William tampoco sabía qué responder y esbozó un gesto apaciguador: la grande maîtresse proseguía ahora su discurso, y esto le interesaba mucho más.

—Damasco no debe afamarse como sinónimo de un gobierno espiritual, ¡no haría sino reducir peligrosamente la amplitud que queremos otorgar al significado universal del reinado de la paz, lo convertiría en algo pequeño y miserable! Debería…

—Olvidáis, ilustre señora —se atrevió Roç a interrumpirla—, que serán los mongoles quienes lo decidan.

La grande maîtresse, tras su cortina negra, se vio obligada a tragar saliva, tuvo que toser un poco.

—Nuestra tarea es guiar por la vía correcta las ideas infantiles de esos bárbaros indolentes. ¡Nadie espera que desarrollen ideas propias! Nosotros tenemos que utilizarlos para realizar nuestra visión de los acontecimientos.

—¿Y qué significa eso para Yeza y para mí? —se irritó Roç, que ya no parecía dispuesto a someterse a una conversación sobre conceptos tan nebulosos.

—Buscad la unión —le lanzó la anciana—. Si no queréis ir al encuentro del il-jan, esperadle aquí y someteos a sus decisiones, sobre las cuales intentaremos influir —se dio cuenta de las pocas ganas de seguir sus consejos que tenía Roç—. Resistid la tentación, Trencavel, de haceros vos solo proclamar malik de Damasco, título que carece de todo poder y que no haría más que dañar la imagen de la pareja real. Rechazad esa dignidad que os quiere asignar una corte corrompida, explicad claramente a la gente que no pensáis oponeros a los mongoles, ¡los únicos que tienen el poder necesario para entronizaros a vos, Roç, y a Yeza, para convertiros en soberanos!

La grande maîtresse se limitó a hacerle esta recomendación inequívoca e hizo señal a su escolta, golpeando con su bastón el interior de la caja, para que levantaran el palanquín. Sin dirigirle una palabra más a Roç —algún consuelo, alguna promesa que lo animara, cosas que le habrían parecido apropiadas incluso a William, testigo mudo de la conversación—, desapareció ante la vista un tanto perdida de los que se habían reunido en torno al Trencavel.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Roç debió de sentir algo parecido a lo que sintió este cronista.

—¿La habéis oído pronunciar, William, aunque sea una sola frase referida a lo que quiere hacer por nosotros? ¡Nos habla de un reinado universal de la paz en un mundo que sólo reconoce el derecho del más fuerte, que sólo obedece al poder duro y puro! —mas para gran sorpresa mía, la irritación de Roç se mantenía dentro de ciertos límites; más bien, por lo que me gruñó a mí, estaba un poco disgustado, o al menos desilusionado, como si yo fuese el representante responsable que la grande maîtresse había dejado atrás para que se ocupara de la puesta en marcha del "gran proyecto"—: No quiero seguir siendo tutelado, ¡ni tampoco me apetece ser rey por la gracia del il-jan! —asentí, profundamente convencido, lo que pareció apaciguarlo—. ¡Y estoy seguro de que Yeza piensa lo mismo!

Se dirigió al baouab, que había estado todo ese tiempo vigilando los trabajos en la alfombra, sin preocuparse mínimamente del espectáculo ofrecido por la vieja dama en su palanquín. En esto volvieron a acercarse los tres occitanos y Berenice, que durante la conversación se habían mantenido discretamente en un segundo plano.

—He decidido —comunicó entonces el Trencavel al baouab —que mi entrada oficial en Damasco se desarrolle de forma digna, como lo desea el pueblo.

El funcionario supremo de la corte no había esperado seguramente otra cosa, ni se había enterado de la aversión que sentía Roç por la incorporación del kilim a los festejos. Con gesto de mandamás señaló al Trencavel las tribunas y los cerramientos que sus gentes estaban montando con diligencia.

—Hemos previsto para ese momento festivo en que lleguéis a la plaza, frente a la gran mezquita, un precioso castillo de fuego.

Roç no quería conocer tantos detalles.

—Decidme nada más por dónde he de llegar y adónde he de dirigirme.

Y se apartó con gesto abrupto del escenario de la gran plaza; el baouab se vio obligado a correr tras él.

—Roç debería descansar —opinó Berenice, preocupada—. En el palacio ya hemos preparado todo.

La enérgica mujer encaminó a su esposo Terèz y a su hermanito Pons a que siguieran al Trencavel. Yo pude atrapar a Guy de Muret por la manga y retenerlo un instante.

—Cuando se trata del bienestar de Roç Trencavel —murmuró éste sin conmoverse—, la pájara se convierte en clueca…

Yo no tenía interés en defender a Berenice: al parecer Guy prefería otro tipo de mujer. El propio Pons me había confesado que la muchacha Alais, a la que aquél perseguía con sus amores, era delicada y dulce como un confite sirio, pero me dio rabia dejarlo sin la debida respuesta.

—¡Bajo una piel áspera se oculta con frecuencia un fruto muy dulce! —le hice saber mis preferencias—. Hasta la amazona más batalladora resulta ser, una vez desechados el arco y el peto, una hembra deseosa de amor.

—Pero, mientras, ha sacrificado un pecho al arte de la guerra —me opuso el antiguo fraile dominico, insistiendo en sus prejuicios—. ¡Son unas marimachos, les es fácil ser leales!

—Y vos, Guy de Muret —le respondí con malicia—, ¿qué tal lleváis lo de la lealtad? —de repente renació mi antigua desconfianza—. Y no me refiero a los asuntos de mujeres, sino a esa devoción inquebrantable…

Habría deseado añadir "a la causa del Trencavel", pero Guy reaccionó con violencia inesperada.

—¡No le debo lealtad a mujer alguna! —me gruñó a la cara—. Y en lo que respecta a mí mismo, ¡puedo ser tan desleal como me dé la gana!

Y salió disparado detrás de los demás.

Me quedé solo con David, el templario manco, que había buscado inútilmente a su compañero de juego Joshua y que, azuzado por ello, había dado vueltas por toda la ciudad. Así me enteré de que la entrada triunfal de la comitiva sería por la puerta oriental, el bab Sharki, que seguiría por la vía Decumana en toda su longitud, luego efectuaría una curva suave hacia el centro de la gran plaza, delante del palacio, donde estábamos ahora, con la mezquita al fondo. A partir de aquí el baouab había hecho montar unas potentes barreras de madera maciza para retener al pueblo, aunque también había hecho erigir unas tribunas de honor para las fuerzas públicas y la gente pudiente de la ciudad. De modo que Roç y su séquito acabarían sin falta ante el trono elevado que ponía fin al recorrido, adornado con guirnaldas y banderines. Allí se alzaba un trono doble, para subrayar la ausencia de la reina, única concesión, me pareció, del baouab a los reparos de la grande maîtresse, reparos que él no podía conocer. Por lo demás, el hábil constructor había hecho todo cuanto estaba en abierta contradicción con las intenciones de la anciana dama. O bien el baouab disponía del talento para adelantarse, diligente, a los deseos de su nuevo amo, o el diablo le había sugerido la manera de organizar la recepción. ¡No había escape en este camino al trono! No era mi intención convencer a Roç de no recorrerlo —aparte de que nunca me habría hecho caso, y la grande maîtresse tampoco había considerado oportuno recomendarme nada al respecto.

Consolé a David, le aseguré de que Joshua probablemente habría encontrado amigos en la ciudad con los que pasar el rato y que seguramente volvería a presentarse a la hora de los festejos. Después me dirigí también yo a palacio, aunque no estaba seguro de ser bien visto y recibido allí.