Inconstancia y discordia entre los grandes maestres

IMAGE Mientras tanto, el grueso principal del ejército mongol había avanzado sin mucha prisa por la llanura de Buqaia hacia el sur, y acampaba no lejos de las ruinas del templo de Baalbek, la antigua Heliópolis. Todas las tierras en derredor estaban "pacificadas", al menos como para que el il-jan pensara en planificar su entrada en la capital de Siria. La tan deseada pax mongolica no había sido aceptada aún por todos los dignatarios locales, ni era considerada como una situación beneficiosa, si no paradisíaca; pero ninguno de ellos se atrevía a rebelarse abiertamente. Los sanjuanistas del krak des Chevaliers, los templarios de Safita y Tortosa, los mismos asesinos de Masyaf, habían enviado sus saludos y deseos de colaboración, y los emires musulmanes de Siria habían puesto todos ellos rehenes.

Kitbogha, el comandante supremo que había llevado a buen fin esa gigantesca empresa para su amo y señor Hulagu sin haber perdido jamás el norte, podía darse por satisfecho. Dungai, el capitán que poseía toda la confianza de Kitbogha, había traído desde Palmira, localidad apartada y considerada difícil a causa de los revoltosos derviches que la poblaban, una delegación que aceptaba con divertido buen humor, sin remilgos y dejando aparte la intervención interesada del chamán la protección de la pareja real para su legendaria ciudad comercial en medio del desierto. Sorprendentemente, la perspectiva le bastaba al il-jan y llenó de enorme alegría a la dokuz-Jatun. Según ella demostraba los buenos efluvios que emanaban de los "reyes de la paz". Al reflexivo Kitbogha no le pareció oportuno señalar que, hasta la fecha, ni Roç ni Yeza, ni tampoco los dos juntos, estaban en el campamento mongol y a disposición —aunque al parecer Arslán los había encontrado. Tanto más feliz se sintió el robusto comandante supremo cuando llegaron los primeros enviados de su general Sundchak, que retornaba coronado por el éxito en su campaña, y lo informaron de que la "reina Yeza" se encontraba bajo su protección.

Sundchak estaba de mal humor. Informó brevemente de que había cumplido su misión: había destruido la fortaleza de Mard'Hazab y tomado prisionero a El-Kamil, allí refugiado. Tozudamente, el general quería presentar de inmediato al criminal ante el il-jan, para que éste pronunciara la condena. Kitbogha negó a su subordinado una audiencia inmediata con Hulagu. En su lugar quiso saber dónde estaba Yeza. Sundchak reaccionó irritado.

—¡La señora viaja en compañía del Bretón, y éste la tiene bajo su protección, casi a resguardo! —sonó como un gruñido su respuesta a su superior—. ¡Se había autodeclarado soberana de Palmira, reina de esos derviches revoltosos! Os he traído las cabezas de los más destacados.

Quiso hacer una seña a sus gentes para que trajeran los trofeos ensartados en lanzas, pero Kitbogha le prohibió también eso.

—Hace dos días llegó una delegación de Palmira y ha sido bien recibida por el il-jan y la dokuz-Jatun —opuso con frialdad al furioso Sundchak—. No creo que el il-jan se muestre muy contento del regalito que le pensabais hacer. ¡Vuestra actuación arbitraria perturba fuertemente la política de pacificación de Siria!

Sundchak encogió la cabeza calva, enrojecida. Sin embargo tuvo fuerzas para indignarse:

—¿Por qué os repelen unas cuantas cabezas de derviche loco? He traído vivo al emir, para que el il-jan ordene personalmente que lo despellejen, lo descuarticen o lo tuesten a fuego lento, ese bandido que se ha atrevido a…

Un rugido peligroso, parecido al de un volcán a punto de erupción, lo hizo callar.

—¡Exageráis las ansias de venganza de Hulagu! —le espetó su disgusto el comandante supremo—. ¡Os llamarán, Sundchak!

Pero el general no estaba dispuesto a salir derrotado de la tienda.

—Mientras me impidáis el honor de la entrega, Kitbogha —expuso en tono amenazador—, ¡haré con mi prisionero lo que me venga en gana!

Pero el anciano ya no quiso aceptar esa nueva afrenta. Sundchak ordenó a sus gentes que se retiraran al acuartelamiento llevándose las cabezas cortadas y la jaula, justo antes de que llegara la retaguardia con Jazar.

Yeza había insistido a Yves el Bretón en que, no bien llegara, y aun antes de ser inevitablemente presentada ante el il-jan y la dokuz-Jatun, deseaba ver a Kitbogha, aunque sólo fuera por calmar en lo posible la ira del padre por la desobediencia de Baitschu. El momento elegido no podía ser peor, pero el anciano abrió los brazos en cuanto vio a Yeza, y ella corrió a su encuentro como una niña pequeña. Estuvieron largo rato abrazados y, con eso, el fallo de Baitschu ya no fue tema de discusión. Kitbogha aceptó con evidente orgullo el informe de Jazar acerca de la habilidad con que Baitschu sabía desenvolverse en las situaciones más difíciles y, por lo demás, las hazañas del general Sundchak aparecían ahora bajo una luz completamente diferente.

—Su crueldad es desmesurada e innecesaria— afirmó el Bretón, y añadió a modo de advertencia—: Yo no dejaría mucho tiempo en sus manos el destino del emir de Mayyafaraqin, pues el il-jan podría llegar a ver a ese criminal ya sólo en forma de carne picada o cortado en rodajas.

La expresión de Kitbogha se enturbió brevemente. Después le sonrió a Yeza, que acababa de empujar a Baitschu a la presencia de su poderoso padre. Kitbogha se limitó a hacer ver que siempre había sido su expreso deseo que el muchacho hiciera sus primeras experiencias en campaña. Le acarició brevemente la cabeza antes de asestarle un fuerte empujón.

—¡Tú sigue así, muchachito!— fueron las palabras que con doble sentido le soltó al hijo. Luego ordenó que condujeran a Yeza a su tienda, para que se preparase para ser recibida por el il-jan. Y a continuación mandó que salieran todos afuera, pues quería quedarse a solas con el Bretón. Pero no hubo ocasión para que conversaran largo y tendido, porque se presentó el jefe de la centuria que había detenido al sultán de Damasco durante su "huida".

Ofreció de entrada las cabezas de An-Nasir y de su favorita, y quedó a la espera de un elogio por parte de su comandante supremo. Kitbogha vio que había llegado el momento de comunicar a Hulagu que nada se oponía a su entrada triunfal en Damasco.

Pero el Bretón lo retuvo unos instantes.

—Os propongo por las buenas, Kitbogha, que no forméis dos frentes, por un lado Yeza y por el otro vuestros subordinados. Las cabezas de sus amigos, los derviches, que le alegraban el ánimo con el selecto arte poético del famoso Rumi, y la de su amiga de infancia Clarión de Salento, no harán que la princesa se sienta precisamente identificada con los proyectos de los mongoles —a pesar del sarcasmo de sus palabras, el Bretón intentaba ocultar sus emociones, pero añadió aún—: ¡Os lo advierto!

Kitbogha comprendió las reservas del Bretón.

—¡Adelantaremos la presentación de Yeza ante el il-jan y la dokuz-Jatun! —ordenó—. Después ya gozará Hulagu de la visión de los frutos de su campaña…

—¡Siempre que la cruda realidad no represente un golpe excesivo para su delicado estómago! —añadió Yves su comentario rebelde.

Kitbogha elogió al jefe de la centuria y le mandó acudir con sus pruebas sangrientas al acuartelamiento del general Sundchak, hasta que lo llamaran a presencia del il-jan. Después marchó a informar a Hulagu.

Justamente acababan de llegar ante el il-jan el joven príncipe Bohemundo de Antioquía y su suegro Hethum, rey de Armenia, acompañados de un numeroso séquito y con valiosos regalos que ocupaban toda la atención del il-jan, de modo que el anciano Kitbogha no halló un oído atento. Por su parte, el ofendido general Sundchak había procurado con mucha habilidad que el mayordomo primero de Hulagu se enterara de su trofeo y exigiera por propia iniciativa que le trajeran al insolente El-Kamil —sobre todo y entre otras cosas para mostrar a los finos señores de Antioquía qué le sucedía a quien no fuera adicto a la voluntad del soberano mongol. Al mayordomo primero también le habría gustado presentar al infeliz Lulu, el atabeg de Mosul. Pero éste, dado que una gigantesca alfombra de Tabriz, el regalo anunciado con tanta fanfarria, nunca había llegado, había muerto salvajemente torturado en la cárcel pocos días antes. De modo que el mayordomo primero ordenó que la jaula que desde entonces permanecía vacía ante la tienda principal fuera trasladada al acuartelamiento del general Sundchak para que éste mandara meter dentro al emir de Mayyafaraqin y lo llevara ante el il-jan. Esta orden ya había sido dada cuando Kitbogha pudo al fin presentarse ante Hulagu.

Yves el Bretón se había dirigido a la tienda de la princesa para recogerla y acompañarla a la recepción. Encontró a Yeza deshecha en lágrimas. Tardó un tiempo en saber el porqué: el frailuno Yves no tenía experiencia con las mujeres, y menos con una mujer que llora. Finalmente se enteró, por lo que le narró Yeza entre violentos sollozos, de que las jóvenes muchachitas mongoles que le habían sido enviadas como doncellas habían salido de repente de la tienda, reuniéndose alegres afuera. Ella las había seguido, cuando vio que trasladaban como en solemne procesión religiosa una jaula donde se acurrucaba, cual animal salvaje, El-Kamil, con barba asilvestrada y mirándola a ella con ojos ardientes. Intentó desviar los ojos, porque le resultaba difícil soportar el cuadro, cuando vio unas cabezas cortadas ensartadas en lanzas, que reconoció como las de los derviches que en el jardín de Zenobia habían sido sus queridos invitados. Pero lo que más le llamó la atención fue el rostro de una cabeza de largos cabellos. Se sintió paralizada: la jaula pasaba lentamente por delante cuando la cabeza de mujer clavada en la lanza se giró hacia ella y pudo ver el rostro pálido de su bella amiga Clarión. Quiso gritar, pero no consiguió articular un sonido. Volvió a la tienda, golpeó a las muchachas y las ahuyentó, y desde entonces seguía llorando sin que nada pudiera consolarla…

A Yves le habría gustado abrazar a la desesperada joven, pero tampoco él sabía cómo consolarla. Se encontraba indefenso ante Yeza, sacudida por interminables y renovados sollozos. Proponerle, en ese estado, que se presentara ante el il-jan era absurdo. Y en caso de que consiguiera convencerla, lo más probable sería que Yeza intentara sacarle los ojos a Hulagu. De modo que optó por dejarla sola.

En esto se presentó el animoso Baitschu. El Bretón le ordenó que montara guardia ante la tienda y no dejara entrar a nadie a presencia de la princesa. Por sorprendente que pareciera, el muchacho comprendió sin más la terrible situación de Yeza y prometió al señor Yves que no se movería de allí ni permitiría a nadie pisar el umbral de la yurta.

Perseguido por las imágenes que le había descrito Yeza, el Bretón se dirigió a la lujosa tienda de Hulagu. Estaba dispuesto a soportar el enfado del soberano, pero tenía que explicarle que los mongoles estaban a punto de echar a perder su relación con los reyes de la paz, ¡y eso definitivamente!

IMAGE Arslán, el chamán, se había detenido, inmóvil, entre las rocas abruptas de la cordillera que en la parte occidental ponía límite al desierto. Su figura parecía fundirse con la piedra, el oso descansaba a sus pies. Muy por debajo, al pie de las rocas, se veía una patrulla de mongoles que miraban fijamente hacia un jinete solo que se acercaba del desierto y se dirigía hacia ellos. Su estandarte mostraba desde lo alto el emblema del imperio y les infundía mucho respeto, por lo que descabalgaron y se inclinaron ante el mensajero oficial. El iltschi pasó rápidamente revista a sus caballos, escogió el que le pareció mejor, saludó con un gesto de cabeza al jefe de la patrulla, que de nuevo se inclinaba, y volvió a partir en dirección al oeste, hacia donde se ponía el sol bañado en rojo.

También Arslán estuvo un tiempo mirando al jinete que se alejaba. Un iltschi procedente del lejano Karakorum, la sede del insigne gran jan, pocas veces significaba buenas nuevas. Y Arslán sintió muy dentro de sí que éste traía noticias de una gran desgracia…

IMAGE El castellum regis, el castillo de los "reyes de Jerusalén", junto a la sede del gobierno en Acre, nunca había sido una residencia brillante. La sencillez de sus formas recordaba que se trataba de una solución provisional, dictada por la emergencia, pues ya el nombre de "Reino de Jerusalén" reivindicaba permanentemente cuál era su verdadera capital. Y esa capital hacía ya casi cien años que los cristianos la habían perdido a manos del gran Saladino. Tampoco les quedaba ya rey alguno: la reina Plaisance gobernaba desde Chipre lo que restaba del antiguo reino. En Acre mismo la representaba el baile, cuya tarea principal consistía en apaciguar las peleas permanentes entre las repúblicas marítimas de Génova, Venecia y Pisa, y en impedir que las dos órdenes militares más importantes se hicieran la guerra mutuamente. De ahí que el señor Godofredo de Sargines, siempre tan esforzado, hubiese tenido que emplear toda su oratoria para que los dos grandes maestres, los señores Thomas de Bérard por los templarios y Hugo de Revel por los sanjuanistas, consintieran en tener un encuentro con él en el castillo, lugar neutro, por decirlo así. Para que ese encuentro no se viese dificultado por la presencia de testigos innecesarios, había pedido su asistencia sólo a uno de los barones del reino, el más importante por supuesto, Felipe de Montfort, señor de Tiro. Por contra, no había invitado a nadie del alto clero. Al fin y al cabo se trataba de tomar decisiones políticas de cierta importancia, y las cuestiones de la fe no habrían hecho sino dificultar la búsqueda de una solución.

Así pues, los cuatro hombres encanecidos estaban por fin sentados solos en el despacho del baile. Habían dejado a sus séquitos y sus guardias en la sala anterior, la del trono, con el mandato de no dejarse provocar y no pelearse, aun si había más de una cuenta pendiente entre las dos órdenes militares.

—Deberíamos hallar una línea de actuación común —resumió el señor Godofredo sus deseos—. Al fin y al cabo, hemos llamado a los mongoles para que nos ayudaran a derrotar al islam.

Ni uno de los que lo escuchaban torció el gesto, pues lo que acababa de afirmar el baile era hasta cierto punto cierto; en cualquier caso se les había pedido una ayuda, aunque, al haber comprobado las consecuencias, pudieran estar hasta las narices y arrepentidos de haberla concedido.

—Si ahora no les presentamos un plan comprensible para una actuación conjunta, dejarán de mirarnos como aliados y exigirán nuestra sumisión…

—¡El señor Bohemundo de Antioquía, por si acaso, ya se ha adelantado! —constató el señor de Tiro con audible amargura.

—Así es como se le despierta el apetito al il-jan —confirmó Hugo de Revel—. Deberíamos demostrar iniciativa y fortaleza, ocupar cuanto antes la ciudad de Damasco, que carece de soberano. Así volverán a tomarnos en serio.

—¡Pues a mí me resulta difícil tomaros en serio a vos, señor de Revel! —le espetó el gran maestre del Temple—. ¡Damasco! ¡Jajá! Nada más meter una lanza en ese nido de avispas tendremos muy pronto el trasero lleno de aguijones, pues acudirán de todo el mundo musulmán, ¡empezando por los mamelucos!

—No obstante, habría que pensarlo —observó Felipe de Montfort, caviloso—. Se podrían equilibrar un poco las fuerzas: por un lado los terribles mongoles, por el otro los molestos egipcios, y nosotros, en Damasco, seríamos el fiel de la balanza.

—¿Sabéis, señor Felipe, lo que le pasa a quien saca la lengua por debajo de la visera en plena batalla?

El templario se atrevió a reír también del señor de Tiro.

—¡Señores! —intentó Godofredo de Sargines calmar la discordia en ciernes—. Los mongoles están cerca de Baalbek, tienen Damasco al alcance de la mano, en bandeja de plata. El il-jan tomaría muy a mal…

—… que nos atreviéramos a escupirle en la sopa —gruñó Felipe con gesto desdeñoso.

—O sea, que nos toca esperar hasta que nos pidan que asistamos al banquete —se quiso mofar el de Bérard.

—¡Buenos son los templarios para esperar! —demostró entonces Hugo de Revel, que tampoco le faltaban ganas de pelear—. Nunca esperan a que les caiga un hueso, y siempre consiguen los mejores filetes del reino para ellos.

—¿Acaso la orden de los hospitalarios se vería capaz de pagar las deudas de Julián de Beaufort? —devolvió el gran maestre del Temple el golpe—. Hacía tiempo que debíamos haber cobrado Sidón como prenda, y en realidad también nos corresponde Beaufort, aunque el señor no es cumplidor de su palabra y no nos lo quiere entregar…

—¡Es un bandolero y salteador de caminos! —no ocultó su desprecio Felipe de Montfort—. Esa clase de gente no nos sirve de honra…

—Queréis decir que ni siquiera nos sirven para quedar bien ante los taimados mongoles —se mofó el señor Thomas—. Deberíamos tener claro qué es lo que queremos conseguir y con quién debemos colaborar, aunque hayamos tenido pequeñas divergencias hasta ahora.

Su mirada buscaba la aprobación del baile.

—¡Sin duda alguna podemos confiar en el Sultanato de El Cairo! En cambio, los mongoles…

Su contrincante de la orden hospitalaria lo interrumpió con una expresión burlona.

—En cambio, los mongoles no querrán otorgar a los templarios un trato especialmente favorable cuando se enteren de vuestro pacto secreto con el sultán de los mamelucos.

El rostro de Thomas de Bérard no era capaz de ocultar su disgusto.

—¡Señores! —rogaba Godofredo de Sargines, mientras Felipe de Montfort se incorporaba, furioso, de un salto.

—¡Veo que no llegaremos a una postura común frente a los mongoles, aunque mañana mismo los tengamos frente a Acre y a Tiro! —exclamó, furioso—. Dejemos pues que Damasco caiga en sus manos y que cada uno piense sólo en sí mismo… —se inclinó ante el desesperado baile—, ¡hasta que le toque a él caer aplastado! Yo esperaré los acontecimientos en Tiro. Allí siempre tendréis a vuestra disposición una nave, baile, ¡por si os vierais obligado a buscar refugio en Chipre, con vuestra reina!

Abandonó la estancia con la espalda erguida y atravesó la sala del trono haciendo tintinear las espuelas.

Godofredo de Sargines intentó un último esfuerzo.

—¿Estáis de acuerdo en solicitar la opinión del gran maestre Hanno von Sangershausen, de la orden de los caballeros teutónicos?

—Esa orden es tan importante —se mofó el templario —que no suele tener opinión porque le falta gente para respaldarla.

—Yo, en cambio, confío en la sagacidad del venerable gran maestre —se apresuró el sanjuanista a disfrazar su malestar, y envió un gesto de asentimiento al baile. Thomas de Bérard salió a reunirse con su séquito.

IMAGE Kitbogha, comandante supremo del ejército mongol, ligeramente encorvado y muy pensativo se acercaba a la lujosa tienda de su amo y señor, el il-jan Hulagu. La jaula rodeada de cabezas cortadas había sido retirada; Kitbogha había dispuesto que así fuera, no habiendo podido evitar que los trofeos, como adorno sangriento de la jaula con el prisionero El-Kamil, fueran presentados al il-jan. La consecuencia de todo ello había sido que Hulagu, arrastrado por la crueldad de su general Sundchak, quiso dejar en manos del carnicero de Palmira la aplicación de un castigo desalentador y vengativo en la persona del emir. Kitbogha movía preocupado su cráneo huesudo, sin ser consciente de ello; después enderezó su robusto cuerpo, los guardias saludaron y el anciano cruzó el umbral de la tienda del soberano.

El comandante supremo presentó al il-jan el respeto debido, se inclinó ante la dokuz-Jatun, de la que sabía que, como cristiana, ante la crudeza con que actuaban algunos guerreros padecía tanto como padecía él, y saludó a los demás presentes de alcurnia, como el joven y débil príncipe de Antioquía y el taimado rey de los armenios. Comprobó con satisfacción que también estaba presente el embajador permanente del rey de Francia, Yves el Bretón, aunque en segunda fila. Esperaban a la princesa Yeza, y en torno a ella, y naturalmente también en torno a Roç, ausente, giraban las conversaciones, sobre todo por parte de la Jatun. Ésta quiso saber de inmediato si Kitbogha conocía el estado de ánimo de la princesa, si se había tranquilizado y si por fin pensaba presentarse.

Kitbogha se encogió de hombros.

—La propia muerte puede que proporcione tranquilidad —fue su respuesta—. ¡La de unos amigos asesinados no aportará tan pronto paz a su alma sensible y angustiada!

Hulagu reaccionó con un gesto de disgusto.

—¡De los reyes se espera que muestren fortaleza y sepan aceptar las pérdidas! —comentó irritado.

El rey armenio asintió con la cabeza, para mostrar al il-jan que estaba de acuerdo con él, lo cual disgustó a Kitbogha.

—¡Mostrarse demasiado sensible en un momento inoportuno es como tener un primer diente podrido! —aseguró Hethum, el viejo zorro, queriendo instruir a los demás con su sabiduría—. Cuando se te cae la primera piedra preciosa de la corona…

—Tal vez eso valga para un rey como sois vos —interrumpió el anciano la perorata del armenio—. Pero Roç y Yeza tienen prometido un "reinado de la paz", y sabe Dios que éste debería regirse por otros principios…

—Nadie se lo va a regalar —recogió Hethum con habilidad el guante, antes de que Hulagu pudiera interpretar el reproche como una rebeldía de su comandante supremo—. Para ganarse el poder, y más aún para conservarlo, siempre se precisará la violencia…

—¡No! Vergüenza deberías sentir —lo interrumpió en un lamento la voz de la dokuz-Jatun, que casi siempre tendía a hacerse chillona cuando se emocionaba—. ¡Se trata del poder del amor, del amor cristiano por el prójimo!

Ella podía permitirse dirigir una mirada retadora a su esposo, pero éste se contentó con enviarle un gesto de cansancio, pues esa discusión le sonaba a viejo.

—Habríais hecho mejor —se dirigió el il-jan con visible desagrado al príncipe de Antioquía —en traer con vos a ese Roç Trencavel, que podría hacer entrar en razones a la joven dama, como ha de hacer un hombre con su mujer.

Hulagu padecía del estómago y no pudo evitar que se le escapara una flatulencia, lo que aumentó su malhumor.

—Entonces tendríamos al fin reunida a la pareja real —respondió en lugar del yerno el rey Hethum, que ahora también se mostraba disgustado y no podía evitar un tono sarcástico, aunque podía permitirse expresar abiertamente su opinión—. ¡Pero en lugar de tener que luchar con un personaje de carácter difícil, tendríais dos a quienes convencer!

—Yo creo firmemente —aprovechó el anciano Kitbogha el silencio que se instauró momentáneamente —que sólo del amor armonioso que se profesa mutuamente la pareja real puede nacer la fuerza que aporte a este mundo… —ahí el guerrero perdió el hilo.

—¡… el regalo de la paz! —quiso ayudarlo Bohemundo—. ¡Una fuerza de la que el mundo está muy necesitado, si quiere disfrutar de paz y felicidad! —y el anciano carraspeó: no estaba acostumbrado a formular tan altisonantes palabras—. De ahí que tengamos que hacer un gran esfuerzo por poner fin a la separación de la pareja real.

El il-jan había atendido con una sonrisa agridulce al sermón de su comandante supremo. Kitbogha estaba envejeciendo.

—¡Pues a ver si traéis pronto a ese Roç Trencavel a nuestra presencia! —le ordenó Hulagu sin dejar lugar a dudas—. Si el futuro rey ha abandonado la ciudad de Antioquía, como nos asegura el señor Bohemundo, no puede estar demasiado lejos de aquí. ¡De modo que no os costará mucho encontrarlo y, por su propio bien, traerlo, aunque sea detenido!

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

El Halcón Rojo, su esposa Madulain y yo éramos huéspedes de la orden de los caballeros teutónicos, en Acre. Mis relaciones amistosas con la orden provenían del antiguo comendador Von Starkenberg, pero también el hijo del anterior gran visir egipcio era muy bien visto allí y conocido bajo el nombre de "Constancio de Selinonte". Al fin y al cabo, había sido armado caballero aún por el emperador germano Federico. De modo que ahí estábamos, el Halcón Rojo y yo, encima del tejado plano de la fortaleza, que semejaba un bloque poderoso insertado en el segundo anillo defensivo de la ciudad militarizada. El fortín guardaba sobre todo la puerta que da al puente, el lugar crítico donde la muralla exterior de la ciudad sobresale hacia el mar y protege el puerto y el arsenal allí situado. Los bastiones de las dos torres situadas en las esquinas, que sobrepasaban en cuanto a anchura y altura toda la parte cercana de la muralla, estaban equipadas con pesadas catapultas siempre listas para disparar, aunque en ese momento sólo se veía a dos solitarios caballeros que cumplían el servicio de guardia, con sus largos mantos blancos con grandes cruces negras estampadas. Nuestra mirada no se dirigía hacia la muralla ni hacia el mar. Nos orientábamos hacia la ciudad para observar la llegada de la extraña visita que estaba por recibir nuestro anfitrión, el gran maestre Hanno von Sangershausen. El baile del reino, respetable y respetuoso amigo suyo, el señor Godofredo de Sargines, había enviado un mensajero a caballo, comunicándole que iría a verlo en forzada compañía de los grandes maestres del Temple y de los sanjuanistas, peleados entre ellos, con la vaga esperanza de que el talante pacificador del señor Hanno consiguiera, si no convertir en amigos a los dos gallos peleones, al menos que se comprometieran a seguir una línea común de acción. El avance imparable del gigantesco ejército mongol sobre Damasco exigía del gobierno del Reino una toma de posición clara entre la neutralidad estricta o las dos posibles alianzas, sea con el il-jan Hulagu, como esperaban los mongoles, sea con el sultán de El Cairo, el antiguo enemigo secular, pero perfectamente conocido como tal. El señor Hanno nos había dado a leer ese escrito, por lo cual nos encontrábamos ahora entre las almenas del lado del castillo germano que mira hacia Acre, curiosos por ver cómo se presentarían los visitantes anunciados, y en qué orden. El hecho de que los grandes maestres de las otras dos órdenes militares, siempre tan fieramente orgullosos y prepotentes, estuvieran dispuestos a celebrar un encuentro y un coloquio en la casa de los caballeros teutónicos se debía también, entre otras razones, a que en ese momento no podían tener ambiciones sobre las posesiones de Ultramar, ya que las perspectivas eran igual a cero, es decir, que no había posible competencia entre ellos. En cambio la orden de caballeros teutónicos hacía tiempo que concentraba sus esfuerzos en el Báltico, allá lejos, en el norte, donde habían llegado a crear un estado propio. Tanto los templarios como los sanjuanistas los envidiaban mucho por esta razón, aunque jamás lo habrían confesado.

El primero en llegar, y no esperábamos otra cosa, fue el señor Godofredo de Sargines. El señor baile era de carácter reservado y renunciaba por tanto a toda pompa, tanto más a un vistoso séquito, de modo que sólo unos guardias personales lo acompañaron al patio interior, donde los mandó esperar y subió solo por la ancha escalera hacia el refectorio.

—¿Queréis apostar conmigo, William —me retó divertido el Halcón Rojo—, sobre quién será el último en presentarse?

No tuve que pensarlo mucho: tenía claro que serían los templarios bajo su gran maestre Thomas de Bérard, pero el príncipe Constancio opuso su interpretación propia de la situación:

—¡Precisamente porque los sanjuanistas saben que los templarios quieren hacerse con ese pequeño triunfo, procurarán ser ellos quienes hagan esperar a los demás!

—Yo sigo pensando que lo harán mis favoritos —acepté el juego—. Pero me gustaría saber cuál es la apuesta.

El Halcón Rojo se echó a reír.

—Mi esposa Madulain acaba de entrar en el bazar —y echó una mirada verificadora sobre la plaza delantera de la fortaleza—. Os propongo, William, que paguéis la cuenta que ella me presente, o bien, si pierdo, os pagaré yo el doble.

A mí me gustó la propuesta, pues aun en el caso de perder tendría el gusto de haber servido a una dama que apreciaba sobremanera. Además, estaba completamente seguro de que ganaría.

—¡Mirad quién llega ahí! —había descubierto a un pequeño grupo de gente a caballo que se estaban acercando—. ¡Pobre hermano de san Francisco, habéis perdido la apuesta!

En efecto, eran templarios, y acompañaban un palanquín que venía a hombros de turcopoles al servicio de la orden. Se veían claramente las cruces rojas con puntas en forma de garras, en esta ocasión sobre pecheras negras; pero yo aún no me daba por vencido, tanto más cuanto que el palanquín, tapado con paños negros carentes de todo escudo o adorno, despertaba en mí recuerdos muy diferentes.

—Lo único que vale es la presencia de Thomas de Bérard —rechacé su optimismo prematuro—, ¡y debe manifestarse pisando el patio interior!

Mientras, los templarios negros habían depositado el palanquín a bastante distancia de la entrada vigilada de la casa, y no parecía que los caballeros tuvieran la menor intención de entrar con sus caballos en el patio. El Halcón Rojo observó perplejo su comportamiento; en cambio, yo sentí que un temblor, un susto sacudía mi cuerpo: del palanquín no salió el personaje venerable que yo había sospechado ocupaba esa oscura caja, aunque confieso que también esa perspectiva me daba que pensar, ¡sino Lorenzo de Orta!

Yo no deseaba de ningún modo encontrarme con el enjuto anciano que me había alejado de mi torre-escritorio en el Montjoie no solamente sin su permiso, sino contraviniendo sus órdenes estrictas. No podía culparme de haber caído después en manos del patriarca, en el krak de Mauclerc, pues aquello había sido más bien obra de la resistencia que hallaban sus actuaciones como secretario de cierta hermandad secreta dentro de la orden de los templarios, una resistencia que él seguramente menospreciaba. Lo único que yo tenía que reprocharme era el haberme comportado de manera bastante insensata frente a aquel tribunal de la Inquisición, ¡y faltó un pelo para que lo pagara con la vida! No es que ahora sintiera vergüenza o mala conciencia, pero su presencia aquí, la utilización del sospechoso palanquín negro, me demostraba de manera atemorizante que ese poder secreto no quería consentir que un pequeño minorita le tomara el pelo. No expresé en voz alta mi aprensión, y me quedé reflexionando sobre cómo hallar una salida a la situación, cómo escapar del alcance del señor Lorenzo de Orta.

Mi príncipe de Selinonte malinterpretó mi repentino retraimiento.

—Creo, mi querido William, que puedo adivinar las refinadas intenciones del templario.

Señaló a los caballeros que seguían en lo alto de sus monturas detenidos ante el portal, mientras los criados retiraban el palanquín.

—Si llegan ahora los sanjuanistas de Hugo de Revel o envían a algún espía, tendrán que creer que el señor Thomas ya ha entrado, y que la guardia de honor que le acompañaba está esperando su regreso.

—Pues creo que tenéis razón, mi príncipe —le repliqué con la expresión máxima de sentimiento de que me vi capaz—. ¡Espero que vuestra querida esposa se refrene ante las ofertas atractivas del bazar!

En ese instante vi que de una bocacalle que acababa en la plaza delante del castillo salía un grupo de sanjuanistas. Éstos mostraban sin timidez el poder y la riqueza de su orden. La impresión fastuosa se vio reforzada con la presencia llamativa de gran número de clérigos que daban a la comitiva casi el carácter de una romería.

—¡Jacobo Pantaleón! —se me escapó, y aunque me había llevado un susto, me repuse enseguida—. Creo que esto no le gustará nada al señor baile.

—¿Tan poco como le gusta el vino agriado de misa de monseñor? —el Halcón Rojo no otorgaba el mismo peso que yo a la nueva situación, más bien la registraba divertido, pero al menos compartía mi profunda aversión por el señor eclesiástico—. Esa asistencia tan imprevista como indeseable del patriarca de Jerusalén podría causar un disgusto, ¡y no sólo al baile Godofredo de Sargines!

—Tal como conozco el temperamento del gran maestre del Temple —me excitaba yo innecesariamente—, ¡podría suceder que diera de inmediato media vuelta y se marchara!

—En ese caso habríais perdido la apuesta, William —se mofó Constancio—, pero yo creo que apretará los dientes y se aguantará, aunque sólo sea para no dejar campo libre a Hugo de Revel, del mismo modo que el anfitrión pondrá al mal tiempo buena cara, aunque Hanno von Sangershausen preferiría mostrarle la salida a ese inculto advenedizo de Jacobo Pantaleón.

—Sólo a Hugo de Revel se le podía ocurrir traer consigo a ese patriarca, a ese zapatero remendón de Troyes al que todo el mundo odia —quise insistir, haciendo gala de mis conocimientos—, ¡se le nota al gran maestre que ha sido elegido no hace mucho y que es un inexperto en las intrigas propias de Ultramar!

—También puede haber sido puro cálculo —me advirtió mi amigo—. Enseguida lo veremos. Ahora deberíamos ir al refectorio, para asistir a la ceremoniosa entrada de los nobles caballeros sanjuanistas, seguidos por un clero que no se lava y arrastra los pies…

Los últimos que mi compañero acababa de mencionar estaban desapareciendo del patio interior y subían ya las amplias escaleras de mármol, con el señor Hugo de Revel a la cabeza, cuando se presentó al fin delante del castillo el señor Thomas de Bérard, acompañado de unos pocos caballeros cuya tarea principal parecía ser la de mantener en alto el "Beauséant", el estandarte de la orden. Los templarios de negro apostados delante del portal saludaron a su gran maestre con una breve inclinación de la cabeza. El señor Thomas estaba a punto de pisar el edificio cuando se desprendió de las sombras de las arcadas la figura de un hombre que se le acercó cojeando apresuradamente. Vestía la ropa propia de un sargento de los templarios y me asombró ver que el gran maestre, por lo común tan arrogante, se detuvo para esperar a ese cojo de poco rango.

—¡Es Naimán! —siseó el Halcón Rojo, y el desprecio asomaba a su rostro—. ¡El peor de los agentes secretos del sultán de El Cairo!

También yo reconocí a ese personaje fanfarrón y no tenía precisamente buenos recuerdos de él.

—Será mejor que nos acerquemos —aconsejó mi compañero—. ¡Al señor Thomas no le agrada que alguien llegue después de él!

Yo habría preferido esperar un poco más antes de entrar en el refectorio, dado que allí me encontraría con Lorenzo de Orta y, sobre todo, con el patriarca, que no me quería nada bien, pero el Halcón Rojo no tuvo piedad de mis debilidades.

IMAGE Baitschu pudo acceder a la tienda del soberano sólo habiendo mencionado ante los guardias quién era su poderoso padre.

—¡La princesa se niega a presentarse! —comunicó a Kitbogha antes de que éste le diese permiso para hablar. Lo dijo en voz alta, porque le habían prohibido susurrar en presencia del il-jan, así que se enteraron todos. Baitschu aprovechó hábilmente la discusión desencadenada por sus palabras para acercarse a Yves sin llamar la atención.

—¡Yeza os ruega que la vayáis a ver! —le comunicó al Bretón en voz baja.

Yves miró a su alrededor, la dokuz-Jatun afirmaba enfadada que a la princesa no se le podía consentir tanto capricho. Nadie se daría cuenta si salía sigilosamente de la tienda. No obstante, alguien sí se dio cuenta, y ése fue Kitbogha, siempre atento, pero hizo como si no hubiese visto nada.

—¿Sabéis, Bretón, lo que ha visto Baitschu?

Yeza hablaba con completa tranquilidad, pero Yves la conocía demasiado como para no percatarse de que estaba emocionada y conmocionada. La miró, esperando que prosiguiera. Yeza no esperaba de él que mostrara sentimientos, sino que actuara.

—Ya durante el transporte —le informó la princesa con frialdad—, Sundchak hizo pasar hambre al emir de Mayyafaraqin, hasta el punto de que éste intentó comer su calzado de cuero. Después trajeron un tonel de aceite hirviendo, y con una maniobra rápida le cortaron una pierna por debajo de la rodilla…

—¿Y Baitschu dice haberlo visto con sus propios ojos? —preguntó el Bretón incrédulo—. ¿Tal vez se lo contaron en el campamento? A los muchachos les gusta presumir de historias de horror…

Yeza prosiguió como si estuviera en trance, como si ella misma hubiese asistido al espectáculo de tortura.

—Metieron el muñón brevemente y a la fuerza en el aceite hirviendo hasta que la herida acabó quemada. El hombre debe de haber gritado tanto que hasta a Baitschu, acostumbrado a muchas cosas, le pareció demasiado.

Yeza hizo una pausa para verificar la reacción del Bretón. Yves no demostró emoción alguna.

—Después le dieron al emir la pantorilla cortada y frita en aceite. Baitschu no supo decir si El-Kamil la había mordido, porque tuvo que salir corriendo y vomitar…

—De momento, la víctima no habrá sentido más hambre —dijo Yves calmoso—. Esos dolores son tan terribles que casi siempre la víctima se desmaya. Pero me alegra saber que el muchacho vomitó. Sería muy lamentable que se tragara esas imágenes…

—Puede que tengáis razón, Bretón, a mí se me retorcía el estómago cuando me lo contaron, pero a Baitschu no pareció importarle ya.

—Esos críos mongoles beben sangre con la leche materna —reflexionaba Yves en voz alta—, al fin y al cabo su bebida preferida, el kumiz, no es otra cosa. ¡Pero el il-jan os está esperando!

Yeza no parecía sorprendida y miró a su interlocutor directamente a los ojos.

—Quiero que pongáis fin a los sufrimientos de El-Kamil.

El hombre resistió su mirada.

—En el momento en que os presentéis ante Hulagu y la dokuz-Jatun, estad segura de que el emir ya no estará vivo.

Yeza asintió, y se separaron sin intercambiar una palabra más.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

En la gran sala del castillo de Acre, pensada para acoger en su día a gran número de caballeros teutónicos, los convocados se perdían bajo las pesadas vigas de roble del techo artesonado, y entre los altos ventanales que daban al patio interior. Hanno von Sangershausen, el gran maestre, que desde su sede en Marienburg no acudía a Tierra Santa si no era del todo indispensable, no parecía muy contento de tener que asistir a las lamentables broncas entre templarios y sanjuanistas. Le parecían inútiles y superfluas, al igual que la guerra comercial tanto tiempo latente entre las repúblicas marítimas de Génova y Venecia que podía recrudecerse en cualquier momento. Todo ello contribuía a debilitar la situación precaria del "Reino de Jerusalén". Había hecho sentar a sus huéspedes a lo largo de la mesa del refectorio y asistido con cierto desdén a las riñas por el orden de los asientos. De modo que los dos gran maestres, Hugo de Revel por los hospitalarios y Thomas de Bérard por los templarios, quedaron uno frente al otro. Godofredo de Sargines, el baile de la reina, se había situado a la cabecera de la mesa, junto al propio señor Hanno, pues no tenía la menor intención de presidir la reunión. El patriarca, en cambio, firmemente convencido de que a él le correspondía tal honor, se había situado en el otro extremo, y parecía enfadado. Entre los diferentes grupos quedaba espacio libre, pues los grandes maestres no dejaron que los hombres de sus séquitos se sentaran junto a ellos: los mantuvieron de pie, a sus espaldas. Así, pude ver al "sargento templario" Naimán inclinado junto a la oreja de Thomas de Bérard, mientras Lorenzo de Orta se había retirado hacia una de las paredes de la estancia, aunque sólo fuera para no ser adjudicado a ninguna de las partes en litigio. Cuando el Halcón Rojo y yo pisamos la sala, el patriarca hizo como si yo fuera aire, pero el señor Hanno procedió a presentarnos en alta voz.

—El príncipe Constancio de Selinonte, caballero del emperador, que dado su noble origen es un excelente conocedor de Oriente, especialmente de Ultramar, y está muy familiarizado con la política de la corte en El Cairo.

Ni una mano se movió para saludarlo con agrado; más bien parecía que un frío silencio se apoderaba de los presentes, que de todos modos ya se miraban con inquina.

El gran maestre me señaló a mí.

—Éste es William de Roebruk, ordinis fratrum minorum, que a punto estuvo de ser nombrado patriarca en la lejana Karakorum y que, por tanto, conoce como nadie los propósitos y los planes de los mongoles.

Esa mención innecesaria de mi feliz misión ante el gran jan y de mi carrera malograda dentro de la Iglesia oficial nestoriana de los mongoles no pudo no provocar el enfado de Jacobo Pantaleón, el patriarca latino de Jerusalén. Pero su ira tomó otra dirección de la esperada.

—¿Se trata pues de ese franciscano renegado —empezó a desembuchar como si me viese allí por primera vez en su vida —que se autoproclama protector de esa pareja real usurpadora y hereje que los mongoles nos quieren obligar a…?

No pudo proseguir su discurso cargado de odio porque precisamente los sanjuanistas, que eran quienes le habían facilitado su presencia, dieron muestras de estar a punto de estallar en un revuelo indignado que lo hizo enmudecer. Los templarios, de los que en realidad yo había esperado que se indignaran, permanecieron sumidos en un silencio helado.

El señor Hugo de Revel pidió la palabra.

—Ya que aquí se ha iniciado un comentario, que agradezco —y se inclinó en dirección del acallado patriarca—, acerca del posible papel de la pareja real, me gustaría que se pensara en la posible influencia suavizadora y moderadora que ésta podría ejercer sobre los mongoles y su futura política.

Mientras hablaba, miraba a los ojos de quien tenía enfrente, y aunque no con mucha firmeza, sí con aire interrogador.

¡Vestigia terrent! —fue la respuesta poco condescendiente del templario—. Por cierto, el intento de entronizar a Roç Trencavel y a Yeza Esclarmunda en Jerusalén ya desembocó, en su día, en un desastre total…

Naimán, que se agachaba tras él, se sintió obligado a asistirlo:

—¡Son marionetas del il-jan!

Todos los asistentes lo oyeron, pero sólo el señor Thomas hacía como si la observación del agente no le interesara.

—En el fondo —se dirigió diplomáticamente a una de las presidencias, donde se sentaban el gran maestre teutónico y el baile—, se trata de saber si el reino cristiano de Jerusalén, que en la relación de fuerzas de Oriente tiene un peso relativamente pequeño, debe relacionarse con los mongoles, sea para moderarlos y suavizarlos, sea para todo lo contrario… —concedió un tiempo a los interpelados para que pudieran seguir el hilo de sus pensamientos—. La realidad es que ya sabemos que nuestro entorno natural, el mundo del islam en su conjunto, no tolerará jamás la presencia de otro poder tan arrollador.

El señor Hugo le mostró una sonrisa fría.

—A un luchador por la fe, a un verdadero guerrero de Cristo, no le corresponde hablar así. Si consideráis que las enseñanzas erróneas del profeta Mahoma representan un hecho "natural", yo diría que vuestra orden del Temple no tiene nada que hacer aquí en Tierra Santa, que está en el sitio equivocado, como se equivoca en su defensa a medias, en último término engañosa, de la pareja real.

Ahí quedó dicho todo lo que el indignado Jacobo Pantaleón habría querido decir, de modo que ya sólo tuvo la posibilidad de visualizarlo mediante una salida dramática, ocasión que el patriarca aprovechó de inmediato.

—¡Todos sois servidores de Satanás! —rugió su voz, abarcando la entera longitud de la mesa—. ¡Herejes, chamanes, infieles! —se levantó de un salto y recogió sus vestiduras—, ¡habláis con lenguas del diablo, como si esos seres que llamáis "reales" fuesen personas hechas a la imagen de Dios, miembros bautizados de la Iglesia única y salvadora, la de Cristo y del Papa!

Agitó por encima de las cabezas de los allí reunidos su báculo coronado por la cruz.

—¡Salvad vuestras almas! —exclamó, y, con sus sacerdotes, salió de estampida de la sala.

Inmediatamente por la reunión cundió el alivio.

—¡No sé si hacía falta tanto drama! —ironizó el señor Hanno, mirándolos a uno por uno.

—¡No he sido yo quien ha invitado al zapatero remendón de Troyes! —se defendió el baile, que estaba al lado del señor Hanno.

—¡A veces es útil oír a alguien que no hace distinciones para que se aclare de qué pie calza cada uno y qué camino quiere recorrer!

Después de soltar tan inteligente observación, el gran maestre de los sanjuanistas sonreía satisfecho, mientras el templario callaba.

—¡Oigamos pues al experto caminante entre dos mundos, al hermano William de Roebruk! —expresó el señor Hanno su afán conciliador, deseoso de llevar a buen término el coloquio. Acepté con mucho gusto la invitación.

—Los mongoles no tienen por objetivo quedarse en este entorno que los mira con tanta desconfianza, si no con franca enemistad, ¡y eso aunque nosotros, el rey de Francia y el papa de Roma, los hayamos llamado!

Yo seguía disfrutando de esas palabras, aunque habían sido pronunciadas ya mil veces.

—Los mongoles pretenden entronizar como soberanos aquí, en el "resto del mundo", como lo llaman ellos, a la pareja real, y retirarse después a sus tierras de origen, al menos en su mayor parte.

—¡Que se lo crea quien quiera! —se mofó el señor Thomas, pero el señor Hanno acudió en mi ayuda.

—En cualquier caso, podríamos considerarlos como potencia protectora —observó satisfecho, pero al templario no le pareció bien.

—Vosotros, teutónicos, ya tenéis un rincón al que retiraros, si es que esa tierra nórdica puede considerarse un refugio —y su expresión adquirió mayor seriedad—. Nosotros, aquí en Ultramar, en cambio, tenemos que acomodarnos a las circunstancias, unas circunstancias que, para ser realista, he calificado de "naturales"…

Lo interrumpió el señor Hugo de Revel.

—A mí me parece que los que se conforman con esos hechos "naturales" se las dan de inocentes, esos que se limitan a pastar en los prados envenenados que les ceden los seguidores de un falso profeta, en lugar de tender la mano a los mongoles, que ofrecen la suya, ¡un pueblo de naturaleza virgen, en lo que se refiere a la moral y la fe! Uniendo nuestras fuerzas al poder concentrado del il-jan, podríamos barrer a los infieles, ¡al menos desde Asia Menor hasta El Cairo!

El sanjuanista decidió oponerse abiertamente al rival.

—Cuando una orden elige como ídolo al carnero, es señal o bien de estupidez supina, o bien de voluntad de hacer el mal, ¡como demuestra claramente la cabeza de Bafometo!

Si alguien hubiese pensado que el templario iba a sentirse profundamente ofendido, estaba equivocado: su reacción fue más bien de regocijo.

—Sueños vanos —dijo para empezar—. Ignorancia total, que no tiene idea de la verdadera extensión del islam. Puede ser que el imperio de los mongoles sea de mayor extensión territorial, que sea capaz de poner en pie ejércitos más numerosos. Pero lo que los mueve es sólo la ampliación del poder del gran jan. En cambio el islam se nutre de la fuerza de la fe, tal como la enseñó el profeta Mahoma… Este hecho, a la larga, hará que el movimiento del Corán supere la potencia guerrera y las ansias de poder de los descreídos mongoles. ¡Tan cierto como que un corazón pulsante supera en fuerza a una vejiga de cerdo inflada con aire estancado!

El señor Thomas había impresionado a sus oyentes. De momento, al menos, nadie supo contradecirlo.

—¿Lo creéis así?

El gran maestre cedió la palabra al príncipe Constancio de Selinonte, a quien, como musulmán que era, consideró el más facultado para opinar.

—Ciertamente, en lo que se refiere a la fe que mueve tanto a los príncipes como a los guerreros —y El Halcón Rojo se interrumpió y sonrió a los dos gran maestres—. Ésa es también la fuente de la que los cristianos sacaron en su día la fe en la victoria, y de la que hoy sacan la fuerza para su resistencia esforzada: ¡la confianza de poseer la verdadera fe! Defenderla con su cuerpo y su vida es algo a lo que está dispuesto tanto el verdadero musulmán como el cristiano creyente. ¡Este ánimo puede verse ocasionalmente debilitado, pero en principio no cambiará nunca!

El Halcón Rojo se dirigió ahora directamente al templario.

—De todos modos, es un error peligroso derivar del término "entorno natural" la idea de que habrá una tolerancia uniforme. Ya se ha dicho con toda corrección que el cristianismo, tal como se configura en el Reino de Jerusalén, se encuentra en clara minoría, ¡y encima resulta molesto! Hasta la fecha, las divergencias internas de los musulmanes le han asegurado la supervivencia, como la comodidad de los soberanos islámicos, que utilizan los puertos comerciales cristianos de la costa. Pero los creyentes en el profeta sólo tienen que cambiar un poco de opinión, recordad al gran Saladino, y poner rápidamente fin a esa vergüenza que es para ellos soportar la presencia de los cristianos y dedicarse ellos mismos a aprovechar los monopolios. De ahí, señores, que no debáis confiar en el statu quo: los mamelucos aprovecharán sin prisas la primera ocasión que se les ofrezca para arrojar a los cristianos fuera de sus tierras y hacerlos volver allá de donde vinieron.

Esta advertencia explícita del Halcón Rojo enfureció tanto a Naimán que no pudo contenerse, al menos yo pude oír perfectamente cómo exclamaba en medio del murmullo general las palabras Ya muslim al murtad! Ya khain al kadr!, un insulto que significa "¡musulmán renegado!" y "¡Traidor infame!".

Entonces el baile, que hasta ese momento se había mantenido reservado, elevó su voz para amortiguar el cuchicheo general.

—Voy a resumir lo que pensamos —exclamó por encima de los susurros excitados de los demás—, y es que deberíamos abstenernos de meter las manos en Damasco y no dejarnos instigar a enemistarnos con los mongoles… ¡ni permitir que se nos coman!

—Es decir, que debemos meter la cabeza en un pozo —se mofó el gran maestre de los templarios—, ¡y esperar que nadie nos vea el culo!

—¡Es la hora de la pareja real! —hizo oír su voz desde un extremo de la sala el enjuto Lorenzo de Orta. Todos se giraron hacia él—. ¡Roç Trencavel y su Yeza Esclarmunda deben ocupar el trono imaginario de la paz celestial, y conducirnos por el camino que lleva a la reconciliación entre las religiones enemistadas y los mundos que ahora no son capaces de entenderse!

Lo que a mí me pareció una penosa ilusión del anciano encontró no obstante cierto eco entre los demás. Nadie protestó, ¿o no se tomarían en serio sus palabras proféticas? Lorenzo desapareció de inmediato una vez pronunciadas, y los demás aprovecharon la ocasión para abandonar sin más una reunión tan poco provechosa. A toda prisa subí la escalera para observar desde el tejado la marcha de las diferentes delegaciones, pero sobre todo para no volver a encontrarme con Lorenzo de Orta. Cuando estaba a punto de girar la última esquina, me encontré con mi flagelador.

—¡Esta vez no te escapas, William! —me ordenó, sonriendo con malicia. Lo seguí por la caja de escaleras de una entrada de servicio que desembocaba justo al lado de los locales de la guardia. No me dejó dar un paso por la puerta, donde los participantes en las conversaciones se despedían ahora tan cordialmente como si jamás hubiesen intercambiado una palabra de enojo. Alguno que otro me habría dado unos golpecitos de reconocimiento en la espalda. Todo eso lo impidió mi severo vigilante. Me hizo entrar por una puerta lateral y me vi frente al palanquín negro, que seguía escoltado por cuatro templarios también vestidos de negro. No pude ver sus rostros, pues mantenían bajadas las viseras de sus yelmos. Comprendí claramente que esta vez estaba presente la dueña del palanquín en persona: Marie de Saint-Clair, conocida entre los enterados como la grande maîtresse, nombre que de todos modos solía susurrar la gente medio tapándose la boca con la mano. Reconocí de inmediato la voz autoritaria de la anciana señora, que recriminaba a su secretario el no haber intervenido cuando ese agente fanfarrón del sultán había intentado ridiculizar a la pareja real. Lorenzo bajó avergonzado la cabeza cana, y la voz prosiguió con mucha determinación, indicándole que debía advertir al señor Thomas de Bérard que no se dejara ver en público en compañía de ese sicario de El Cairo.

—¡Tanto da lo que intente conseguir con eso, más que del buen nombre de la orden, es asunto de su propia dignidad de caballero!

El anciano Lorenzo me dio pena viendo que lo reñían como un niño, y además en mi presencia.

—¡William de Roebruk se quedará conmigo! —fue su disposición siguiente, sin que nadie me pidiera mi parecer—. ¡Me ayudará a resolver una cuestión que ahora me parece de la máxima urgencia!

Con estas palabras quedaba despedido el secretario, mientras que a mí ni siquiera se me había concedido el favor de despedirme de mis amigos, el Halcón Rojo y Madulain. Así, tampoco pude disfrutar de la apuesta ganada. En cambio, ya me podía imaginar, por simple que fuese mi entendimiento, que seguiría encargado de la difícil tarea de reunir a Roç y Yeza.

Sólo que la anciana dama no parecía ser consciente, según me dije en mi fuero interno, de que los dos jóvenes ya no eran niños y estaban dispuestos a elegir ellos mismos con toda libertad sus propios caminos. De todos modos, tampoco yo podía sospechar lo que me esperaba cuando volví a abandonar la ciudad de Acre trotando detrás del palanquín, sobre un caballo al que me ayudaron a subir unos turcopoles. Al parecer, mi vida seguiría siendo inseparable de la de la pareja real. ¡Lo que, por otra parte, también era un consuelo!

IMAGE El viejo Kitbogha tenía el rostro resplandeciente cuando vio a Yeza pisando la tienda del il-jan. Bohemundo de Antioquía y Hethum, rey de Armenia, se miraron con gesto significativo, como si la aparición de la princesa fuese mérito suyo. Yeza se inclinó ante los soberanos.

—Si hubieseis puesto sólo una parte del esfuerzo —se dirigió ella a su manera reflexiva y con cierto aire de superioridad al mismísimo il-jan —que habéis puesto en aseguraros de mi persona en impedir que Roç se metiera en aventuras innecesarias, ahora podríamos…

Yeza se detuvo al ver que por el fondo de la tienda entraba Yves. Buscó la mirada del Bretón y perdió el hilo.

Hulagu, que siempre había tenido debilidad por la princesa, no se había sentido atacado y quiso ayudarla.

—Entraremos juntos en Damasco… —estaba completamente seguro de que ésta era la única preocupación de la princesa, la entrada común de la pareja real al lado de su ilustre protector—, ¡y si Roç Trencavel hasta entonces no ha comparecido, deberíais aceptar en su lugar el júbilo de vuestro futuro pueblo!

Creía haberla hecho feliz con esas palabras, pero Yeza sacudió con energía su rubia melena: había recibido entretanto un breve gesto de confirmación del Bretón.

—No se trata de eso —intentó colocar su protesta—. La pareja real sólo puede y quiere traer la paz, si vos…

Kitbogha cortó rápidamente la queja de Yeza viendo que el rostro de Hulagu adquiría una expresión sombría.

—La princesa sabe muy bien qué misión se espera de la pareja real —dijo en voz tan alta que sus palabras se perdieron y la joven enmudeció—. Ella no duda del poder del sublime gran jan, y de que los mongoles acabarán por establecer un gobierno glorioso de paz en el mundo…

—¡Ya sé, Kitbogha… —reaccionó Yeza a su vez, disgustada —que la pareja real os parece una especie de par de caballos para arrastrar un carro mongol lujosamente adornado con una yurta magnífica encima! —la joven estaba haciendo un gran esfuerzo por dominar la ira que la embargaba—. Si vuestro proyecto llegara a cuajar, sería a cambio de atarnos a nosotros las manos bajo las ricas vestiduras —y aquí Yeza intentó mantenerse en un tono liviano, pero no lo consiguió—. Nos opondremos con todas nuestras fuerzas, ¡pero mucho peor es lo que pase a nuestras espaldas en la yurta cerrada, las barbaridades que allí puedan cometerse!

Yeza dirigía ahora su acusación al il-jan, que la observaba espantado.

—¡Después de la destrucción de Alamut ya os dimos la espalda, pues significó la masacre inútil de unos seres humanos y una cultura! ¿Creéis que hemos cambiado de parecer? —sus ojos verdes se centraban en Hulagu—. ¡La pareja real no va a respaldar semejantes crímenes!

A la entrada de la tienda se produjo un tumulto que, para ulterior disgusto de Yeza, atrajo la atención de todos. Sundchak, furioso, resoplando de ira, hacía a un lado a los guardias y exigía ser recibido por el il-jan. Kitbogha comprendió que a Hulagu le venía bien la interrupción de una situación tan desagradable, y no se opuso al proceder tan poco conveniente de su general.

—¡Traición! —gritaba éste aun antes de haber forzado su robusto cuerpo a una profunda reverencia—. ¡Ese falso franco… —y su dedo señaló al Bretón mientras se le enrojecía la cabeza —se ofreció para irle cortando al prisionero que habéis condenado, con sus propias manos, miembro tras miembro! —escupía las palabras a trozos, como espantado de lo que él mismo decía—. Aseguró sentir la necesidad de contribuir a que un enemigo del pueblo mongol sufriera merecido castigo.

Sundchak respiraba como un besugo arrojado a la playa por una ola.

—Mi gente aceptó gustosa el ofrecimiento ¿y qué imagináis que hizo ese animal con su gigantesca espada?

El general tenía la vista fija en Yves, mientras se le hinchaban las venas del cuello. El Bretón le devolvía la mirada con aire retador.

—¡Le asestó un golpe tremendo y no le cortó al emir sólo el brazo, sino también la cabeza!

La única conmovida fue la dokuz-Jatun, mientras Yeza se inclinaba con ademán gracioso ante Sundchak, fuera de sí.

—Os agradezco, general, la descripción detallada de lo que sucede en vuestros dominios, es decir, oculto a los ojos de los demás.

Sundchak clavó en ella la mirada, que más que la de un toro furioso parecía ahora la de un buey aturdido.

—¡Esta descripción subraya, aún más de lo que podrían hacerlo mis pobres palabras, las reservas mentales de la pareja real!

Se produjo un revuelo a la entrada de la tienda del il-jan y se oyeron gritos sordos.

—¡Un iltschi!

Los ojos de Yeza se dirigieron, como los de todos, hacia la entrada: un mensajero oficial de la lejana Karakorum, sudado y cubierto de polvo, pocas veces era augurio de buenas noticias. Los guardias se apresuraron a abrirle camino para que se acercase al il-jan. Un iltschi siempre tenía acceso libre y podía exigir cualquier tipo de ayuda, fuera cual fuera el lugar del imperio mongol donde se encontrara. El hombre llevaba ropa de cuero y su estandarte sobresalía por encima de la cabeza. Se presentó ante Hulagu, sacó un escrito de su bolsa de mensajero y lo entregó. El il-jan repasó el documento, dudó acerca de la conveniencia de dar a conocer su contenido y acabó entregándolo a Kitbogha. Éste arrojó una breve mirada a la misiva y su rostro arrugado se oscureció. En la tienda se hizo el silencio.

—El gran jan ha muerto —proclamó Kitbogha con voz pausada. Todos abandonaron la estancia en silencio y con la cabeza agachada. No era simplemente la noticia de la muerte del soberano en la lejana Karakorum lo que tanto los afectaba, sino que los dirigentes del ejército mongol, y todo el que conociera las costumbres de los mongoles, sabían que esa noticia dejaba en suspenso toda la campaña. Nada sería ya como antes.