La partida inexorable del sultán de Damasco

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

En el oasis, las sombras de las tres endebles palmeras se alargaban bajo la luz del sol tardío. Roç y sus fieles compañeros permanecían acurrucados en torno a la poza. Entre ellos ya no figuraba yo, por lo que el Halcón Rojo, su esposa Madulain y yo acampamos aparte. Entre nosotros se extendía intranquilizador el kilim con sus extraños dibujos, sus ornamentos y líneas fundidos en símbolos desconocidos. La alfombra ocultaba un secreto, sólo que nadie de nosotros sabía en qué consistía. Ni siquiera Joshua, el experto cabalista, era capaz de descifrar las estructuras entretejidas, aun aproximadamente. Estaba acuclillado al borde de la oscura superficie del kilim, en el que yo veía máscaras de ojos ardientes, como de diablos recién salidos del infierno y deseosos de volver con alguna presa. No me habría extrañado que el kilim se convirtiera en un lago de pez ardiente, allí, en medio del desierto.

David, el templario manco, sentado frente a Joshua, se alzó y se me acercó a paso lento, a través del kilim. Quería probablemente convencerme de que volviéramos a jugar. Yo lo sentía por ellos dos, pero no quería ofender al Halcón Rojo, estando ahora a su disposición. Empecé a hablar yo mismo, apenas tuve a David cerca.

—Os propongo —dije, señalando a los caballeros de Antioquía, agrupados aún en torno a su bandera a cierta distancia —que hagamos una visita a los señores que han venido con el Trencavel. Me gustaría saber por qué se mantienen tan alejados, como si no fuéramos dignos de su compañía…

Para gran sorpresa mía, David me comunicó que justamente iba a proponerme lo mismo, pues debía de haber alguna razón profunda para tanta animadversión.

—¿Tal vez los haya desilusionado el comportamiento del Trencavel —me aventuré a opinar —y no quieran seguir con él?

David sacudió la cabeza en señal de desacuerdo, y nos encaminamos hacia ellos. Pero antes de alcanzar el grupo, tres o cuatro caballeros vinieron a nuestro encuentro.

—Conozco a uno de ellos —me dio a entender David en voz baja—, y ahora comprendo esa reserva… es ese que camina a la izquierda…

Con disimulo me fijé en la persona indicada. Caminaba como un zorro al acecho.

—Guy de Muret tiene buenas razones para evitar un encuentro con nosotros, ¡tanto contigo como conmigo!

Entonces comprendí.

—¿El del krak de Mauclerc? —pregunté, tal vez en voz demasiado alta, pues el zorro fijó en mí su mirada penetrante. Eso me indignó.

—¡Se las tendrá que ver conmigo! —susurré a mi acompañante, pero él ya no me quiso contestar. Nos habíamos acercado tanto unos a otros que tocaba emitir una primera palabra de saludo.

—¡Bienvenidos, amigos del Trencavel! —dijo David.

Sus palabras rompieron el hielo, pero me vi enseguida frente a Guy de Muret, que había cambiado su hábito de dominico por una coraza de caballero.

—William de Roebruk —se dirigió a mí, con falsa cortesía—, ¡apartémonos un poco! —sin esperar mi acuerdo me apartó y nos adentramos unos pasos en el desierto—. ¿Tú crees que soy un inquisidor —empezó sin más rodeos— y que quiero quitarte la vida? —me sujetó por la manga y me obligó a mirarlo a los ojos—. ¡No! —me espetó después—. Es verdad que te estuve interrogando a fondo, como me habían encomendado, ¡pero siempre rehusé darte muerte, ahogarte vilmente!

Aunque muchas preguntas me quemaban la lengua, mantuve silencio cerrado.

—Jacobo Pantaleón me riñó y me llamó perro desdentado cuando me opuse a su voluntad y te saqué del pozo que, según él, debía ser tu fría tumba. ¡Me lo tienes que creer!

Yo evitaba mirarlo a la cara y me limité a murmurar:

—¡Es posible! —convencido de que era verdad.

Guy de Muret parecía desesperado. En todo caso denotaba una mezcla muy hábil de contrición y heroísmo patético.

—Te lo demostraré, os lo demostraré a todos —exclamó—, ¡soy tan leal como tú a Roç Trencavel, y estoy dispuesto a dar mi vida por la pareja real!

Yo no estaba muy convencido de esa mutación que lo habría convertido de Saulo en Paulo, pero ¿qué hacer? Le respondí con sequedad:

—Por lo menos, a partir de ahora, cuando me falte alguna página de la crónica que estoy escribiendo, sabré dónde buscarla.

Guy aceptó mi sarcasmo y lo aprovechó en su favor.

—¡Vigilaré tu sueño como un arcángel, William, y vigilaré la crónica como un dragón que escupe fuego!

Sus palabras me hicieron reír.

—¡Mientras a nadie se le ocurra cambiar el uno por el otro!

Le di unos golpecitos en el hombro, con la misma falsedad de ánimo que presuponía en el propio Guy de Muret.

—¡El futuro lo demostrará!

El disco solar se tiñó de rojo y fuego al hundirse en el horizonte del desierto. Regresamos junto a los demás y vi que David, el templario manco, ya había hecho amistad con ellos. Con bastante satisfacción comprobé que, gracias a mi glorioso pasado como "protector" de los hijos del Grial, me conocían todos. Pons, el descendiente gordezuelo de los vizcondes de Tarascón, el más joven de los presentes, que con orgullo atribuía el nombre de "los tres occitanos" a sí mismo y a sus compañeros, conocía la suerte corrida por Roç Trencavel y Yeza Esclarmunda y su misterioso destino, por haberlo oído en su patria común. El cabecilla indiscutible era Terèz de Foix, no solamente el más alto y vistoso de los tres sino, sin duda alguna, el espada más poderoso. Se suponía que era hijo bastardo del noble conde de Foix. Él y Pons habían vuelto a acoger en su grupo a su amigo de infancia, Guy de Muret, cuando éste abandonó el camino equivocado de canis domini y regresó con sus viejos compañeros.

—Este cuarto caballero que veis aquí es William de Roebruk —comentó todavía el gordo Pons, para regocijo de los demás—, ¡y es un falso monje!

El gordo se tomó su tiempo, mientras mis ojos iban de uno a otro y acabaron fijándose en una figura alta y esbelta, junto a Terèz de Foix. Su rostro era delgado y atrevido, e igualaba en belleza y gracia al caballero, que apenas la aventajaba en unos dedos de estatura.

—¡Es mi hermanita Berenice, condesa de Foix, que a caballo y en combate es todo un hombre!

Pons estaba tan orgulloso de ella como lo estaba el esposo de la condesa, Terèz. Una vistosa pareja, hube de confesarme lleno de envidia, mientras Berenice retiraba su yelmo y sacudía su melena oscura y abundante.

—Ya podéis mirar, hermano William —se mofaba mi reciente amigo Guy de Muret, buscando mi aprobación—. ¡Supongo que hace tiempo que no veis a una mujer, ni la habéis tenido tan cerca, de modo que ya podéis recrear la vista, aunque sea yegua bastante magra!

Me dio rabia su familiaridad, con la que intentaba estropearme el gusto con que me había imaginado encontrarme entre los finos muslos de esa mujer, y en efecto lo consiguió, pues de repente su trasero esbelto y juvenil me pareció más propio de un muchacho, por lo que dejó de gustarme tanto, y murmuré:

—¡Id al diablo, Guy de Muret!

Como si Berenice se hubiese dado perfecta cuenta de esa disputa secreta, me concedió una sonrisa tímida y encantadora. A continuación nos exigió:

—¡Vayamos todos juntos a ofrecer a Roç Trencavel nuestra adhesión más leal, asegurándole que le seguiremos siempre y con una lealtad que nunca será puesta en duda!

Parecía dirigirme la invitación especialmente a mí, y no me quedó más remedio que contradecir con palabras amargas a la esbelta Palas Atenea que tenía delante.

—No contéis conmigo —dije como sin darle mucha importancia—, ¡mañana mismo os abandonaré por algún tiempo!

IMAGE No era el calor incipiente de la primavera lo que tenía anonadados a los habitantes de Damasco, sino el comportamiento indolente de su sultán, que ahogaba en el estupor toda señal de vida en la capital siria. An-Nasir ya no aparecía en público, las puertas de palacio permanecían cerradas. Después se dijo que la ciudadela sería ocupada por tropas auxiliares, que podrían defender la ciudad hasta que llegara ayuda. ¿Ayuda de quién? Alepo había caído, los emires de Shaizar, de Hama y de Homs se habían sometido uno después de otro al ejército de los mongoles, que avanzaba lenta pero imparablemente del norte bajo el mando de su il-jan Hulagu. En los barrios de la ciudad vieja y en el bazar nadie esperaba otra cosa, y las caravanas comerciales que todavía llegaban desde el entorno de la ciudad no hacían más que confirmar unas malas noticias que viajaban con mayor rapidez que ellas. Después surgió el rumor, o bien éste fue sembrado desde el palacio, de que desde el sur avanzaba un gigantesco ejército de egipcios, sólo que nadie lo había visto —salvo que cada vez menos comerciantes se atrevían a llegar desde allí precisamente a Damasco, por no correr la suerte al parecer irremediable de la capital. El comercio en las estrechas callejuelas de los zocos, en otras ocasiones tan animado, languidecía. Cuando finalmente, en medio de la noche, salió el ejército del sultán, todo el mundo supuso que era, como se había anunciado, para reforzar la defensa de la ciudadela: la población esperaba de An-Nasir que compartiera su destino, que permaneciera con ellos, aun si bien protegido tras los altos muros. Pero las tropas cerraron todos los caminos de acceso al palacio hasta llegar a la mezquita, cerraron el bazar y avanzaron después, sin incluir a la ciudadela en su movimiento envolvente, hasta el bab as-Saghir, la puerta más importante en la muralla que envolvía la ciudad y de ahí… ¡seguir hacia el sur! Esta maniobra preocupó mucho a los habitantes de la ciudad, que habían esperado que las defensas no se movieran, para no provocar la ira de los mongoles. Sobre todo, no entendían qué sentido tenía defender la muralla sur de la ciudad, cuando se esperaba el ataque desde el norte. Después dijeron que se había visto al elefante del sultán rodeado por la guardia personal de An-Nasir. Eso parecía indicar que se avecinaba un acontecimiento bélico. ¿Estaría acercándose, en efecto, un ejército de mamelucos para defender la ciudad amenazada? Los habitantes de Damasco durmieron mal esa noche, o no durmieron nada. No les parecía aconsejable abandonar sus casas.

En situaciones así, la guardia de palacio y los soldados en general solían tratar rudamente a la población, y ahora parecían muy irritables. Las noticias sobre el emplazamiento de los contingentes eran muy contradictorias, alguien afirmaba que se había producido un motín, pero nadie sabía decir por qué ni de quién contra quién. En cualquier caso, grupos de soldados cruzaban la ciudad vieja de un lado para otro los que vivían cerca de las murallas afirmaban haber oído ruido de armas, informaban de que había habido tumultos cerca del bab as-Saghir, de que se habían producido saqueos, y también de que muchos combatientes habían depuesto las armas. Cuando amaneció, los comerciantes del bazar fueron los primeros que se atrevieron a salir. Delante de sus tiendas y sus banquetas se amontonaban piezas de armadura, cascos, corazas, lanzas y picas, y hasta algunas cimitarras valiosas, las armas tan afiladas y tan caras que habían dado fama a Damasco y que los soldados habían abandonado. Bajo las arcadas y de las vigas que cubrían algunos pasadizos se veían ahorcados con cuerdas delgadas… ¿desertores?, ¿amotinados? Ya no había soldados, reinaba un silencio desconcertante. Se oyeron voces que aseguraban que en la puerta as-Saghir había aparecido el elefante sin nadie que lo custodiara, que el sultán había abandonado la ciudad en compañía de algunos fieles seguidores y que, de toda la corte, sólo lo había seguido su favorita y algunos de sus guardias personales negros, oriundos del Sudán. La guardia de palacio y aquella parte de la tropa que no había desertado, como por ejemplo los mercenarios selyúcidas, se habrían hecho fuertes en la ciudadela. Nadie sabía decir si An-Nasir había decidido huir o estaba dispuesto a luchar junto a los egipcios contra los mongoles. El hecho de que hubiera dejado atrás al elefante, a lomos del cual el sultán acostumbraba a dirigirse a la batalla, contradecía esta suposición. Tampoco era una respuesta clara el que se hubiese llevado consigo a la favorita, pues esa dama, a la que se consideraba hija del emperador de los germanos, solía decidir ella misma adónde iba, y el sultán siempre la dejaba hacer lo que quería. En cualquier caso, informaron algunos pastores, el pequeño grupo de la corte se habría dirigido a primera hora de la mañana hacia el sur, hacia el desierto.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

La noche sobrevino con rapidez y cubrió la poza sin nombre en el desierto junto a la cual nos encontrábamos desde hacía ya tres días. El término "nos" no era del todo correcto a la hora de calificar la extraña situación, pues en medio de ese oasis acampaban Roç y sus occitanos, con los que había salido de Antioquía con el refuerzo de diez caballeros que le había cedido Bohemundo, el príncipe soberano de ese país, y otros cinco que le había cedido el rey de Armenia, además de mozos y escuderos. También estaban allí mis amigos de Jerusalén, Joshua el carpintero y David el templario, que habían renunciado a considerarme su amigo desde que me había juntado con el Halcón Rojo y su esposa Madulain. Con ese gesto, según ellos, me situaba voluntaria y egoístamente contra sus intereses. Esto lo expresaba físicamente la distancia que nos separaba, pero por mi parte indicaba sobre todo una protesta por el comportamiento inaceptable de Roç. Nos consideraban pues como tres "renegados", y desde su punto de vista era como si nos hubiésemos marchado al anochecer. El hecho de que aún estuviésemos allí, ante sus ojos, se debía a mi insistencia de que no nos aventurásemos en plena noche. ¡Es decir, que estábamos como si no estuviéramos!

¡La culpa la tenía el monstruoso kilim! Extendido entre nosotros, contribuía más a la separación que una fosa profunda con torres y murallas.

Pero la alfombra no era la única razón de nuestra discordia. Su aparición, su adquisición cruel, mezquina y en último término cobarde, había revelado claramente que nuestras motivaciones no carecían de egoísmo, indiferencia y otros defectos de carácter tal vez aún peores.

Y no me excluyo de tales consideraciones. Mi comportamiento anterior a la sorprendente aparición del Trencavel no había sido en modo alguno elogiable, y el hecho de haberme decidido a enfrentarme abiertamente a él se basaba más bien en la ofensa sufrida que en el sentido recto por mi parte de lo que era justo e injusto. ¡Yo estaba resentido!

En cualquier caso, no tanto como para que no pudiera volverme atrás, y un mínimo gesto de reconciliación habría bastado para consolarme. De ahí que hubiera extendido mi manta al borde mismo del kilim, de modo que mi persona quedaba bien a la vista y cualquiera pudiera llamarme.

No sucedió nada, nadie volvió a fijarse en mí.

Mientras tanto, el núcleo duro de los jugadores, es decir, el cabalista y el templario, habían colocado en el centro de la alfombra un círculo de lámparas de aceite, de modo que la pirámide se encontraba dentro de un ruedo mágico de mechas encendidas que desprendían una luz oscilante y cargada de hollín. Habían atraído a unos nuevos compañeros de juego, del grupo de los occitanos: el gordezuelo Pons, y Guy, el zorro. Terèz y Berenice le hacían compañía al Trencavel de espaldas al kilim, probablemente a petición de Roç. Podía ver sus siluetas contra el resplandor del fuego de acampada, que ya se iba apagando. Los demás caballeros seguramente se habían acostado a dormir.

Habrán sido los dibujos excitantes de la ornamentación de la alfombra de los pecados lo que provocó en mí el deseo de tener a una mujer en mis brazos, o la circunstancia de saber allí cerca los cuerpos entrelazados del Halcón Rojo y la princesa de los saratz, aunque se ocultaran bajo un amplio cobertor. Imaginarse la unión carnal con una mujer que calma sus ansias con otro hombre aporta un placer fácil y barato, ¡pero sirve de muy poco cuando se sueña con los ojos abiertos y sin solución accesible, excepto cierta humedad sobrevenida! De modo que me quedé admirando la esbelta espalda de Berenice y entregándome a toda clase de fantasías. El hecho de verla sentada entre dos hombres, el suyo y el Trencavel, incrementaba grandemente su atractivo y las ganas de acercarme secretamente a ella, pues imaginaba que me acercaba ese trasero porque estaba de acuerdo conmigo, sin que se enteraran los demás. Fue sobre todo la idea de su talle flexible, que formaba después una leve y tensa curvatura en su vientre, ocultando castamente el oscuro triángulo entre dos muslos duros. No podía imaginar que Terèz considerara tan excitante a su esposa, ni qué unía a dos personas tan dispares. ¿Qué tenía que ofrecerle Berenice, más allá de su cuerpo, para que su unión fuese tan poderosa? Sospechaba que ella adoraba en secreto al Trencavel, quien, en cambio, no le correspondía: Berenice difícilmente resistiría la comparación con Yeza. Pensar en el cuerpo de la princesa, cosa que me ocurría a menudo y que en esos momentos me volvía a azotar, era pecaminoso y merecedor de castigo, ¡algo que debía rechazar de plano! ¡Absolutissime! No podía permitir semejante deseo a mi traicionero apéndice. ¡Ni en sueños! Me revolqué sobre la barriga para ahogar tanta lascivia. ¡Cuánto mejor sería practicar el juego del "Ser" y sublimar toda lujuria!

Si Roç Trencavel hubiese jugado, seguro que le habría tocado el signo de Júpiter, el de príncipe y déspota. Pero hasta la fecha se había mostrado del todo indiferente al "Ser".

El gordo Pons de Tarascón, en cambio, se agarraba con entusiasmo a todo lo que en la vida le estaba vedado, a Marte el gran guerrero y a la señora Venus, pero el resultado para él sólo eran las molestias de una vida irregular de soldado y del puterío barato. ¡Y aquí, en el desierto, ni eso!

Guy, el antiguo dominico, contrariamente a lo que yo habría esperado de él, se desenvolvía con bastante valor en los dominios inquebrantables de la pareja clásica de gobernación, el Sol y la Luna. Había elegido, además del Dragón sentado y tranquilo, tanto al Sacerdote de la llama sagrada como a la correspondiente Sacerdotisa de la fuente, ambos signos de la creatividad y del poder de la fantasía. Guy de Muret procedía de manera sorprendentemente tranquila y serena, como para convencerme a mí, que dudaba de su fiabilidad, de lo contrario. Esa seriedad que se esforzaba por darme a entender, sin embargo, no lograba más que aumentar mi desconfianza ante alguien que se había depojado, sin más, de su hábito de monje para vestir una mundana armadura de caballero —aunque en el fondo no trataba de reconciliarse conmigo, habiendo atacado mi crónica, tanto como de demostrar su lealtad a Roç Trencavel y a la pareja real en su conjunto.

La interrupción que se produjo en el juego se habrá originado hacia medianoche. Yo no había conseguido mantenerme despierto, pues si bien oía claramente las voces de los jugadores, no veía sus rasgos ni sus jugadas ¡y a la larga eso cansa!

Desperté sobresaltado, porque un jinete hizo que a mi lado su camello pisara sin miramiento alguno la alfombra. Los jugadores se indignaron, y lo expresaron a viva voz. David el templario se dirigió con aspereza al tardío huésped, invitándolo a alejarse sin tardanza, pero el hombre obligó a su animal a arrodillarse sobre el kilim y descendió sin preocuparse de las protestas. El que regresaba era Alí. Nadie le preguntaba dónde había estado, de manera que entró con obstinación en el círculo de las lamparillas de aceite y exigió volver a jugar de inmediato, como si fuese su derecho innato. Los dos occitanos parecían inseguros, pero el templario manco se opuso.

—Lo primero será presentaros a nuestro señor Roç Trencavel —ordenó con frialdad al intruso—, quien decidirá si os vuelve a admitir en nuestras filas: vuestro Halcón Rojo se ha despedido de nosotros…

—… junto con su esposa Madulain —añadió Joshua el carpintero con voz irritada—, ¡y también nuestro querido William!

Yo sentí un calor de agradecimiento en el pecho, pero Alí respondió con insolencia.

—¡No recuerdo jamás haber tenido que rendir cuentas al emir por lo que hago o dejo de hacer! —chilló con voz estridente, para que el Halcón Rojo se enterara aunque estuviese soñando—. ¡Ni me place la idea de que otro señor me mande!

Roç debía de haber estado atento a la discusión, pues bajo el mando de Terèz de Foix algunos caballeros medio dormidos pisaron la alfombra, hicieron a un lado el camello y, con las espadas desenvainadas, obligaron a Alí no a que los siguiera, sino a que se deshiciera de su cimitarra. Luego Terèz le comunicó en tono de mofa:

—Por hoy, Roç Trencavel desea que no lo molestéis más… —e hizo una señal a Pons para que se levantara de su sitio—; ¡en cambio espera de vos que participéis sin pérdida de tiempo en el juego!

Alí se arrojó sobre la alfombra como un niño obstinado, lo que no impresionó en nada a Terèz.

—¡Es una orden! —le hizo saber, y los caballeros sujetaron a Alí, que se resistía, y lo arrastraron hacia el sitio que había quedado libre entre los jugadores, obligándolo a posar el trasero en la alfombra.

—¡Ahora os toca jugar!

En lugar de ofrecerle un saludo, Guy de Muret, encargado de repartir las piezas, le arrojó las varillitas contadas delante de las rodillas. Alí rechinó los dientes y, pálido de ira, recogió sus piezas: tenía detrás a Terèz y a los demás caballeros que, por su culpa, habían sido arrancados del sueño y a los que les habría gustado proporcionarle un buen castigo.

Joshua el carpintero y David el templario no se inmutaron, ni por la rebeldía ostensible de Alí ni por la actitud amenazante de los caballeros. Siguieron tranquilamente el ritmo del juego, echaban sus piezas y recogían otras, sin mostrar emoción. Sólo el hijo del sultán estaba confuso, reclamaba piezas ya "quemadas" y arrojadas sobre el tapiz, por lo que Joshua tuvo que reprenderlo.

—Sólo un estúpido intenta unir el Monstruo marino, que representa el agua, líquida y fría, con la Materia, ¡tanto si actúa por la propiedad y la abundancia como por la pobreza y el hambre! —aleccionó con una mueca de desagrado a Alí—. ¡El Unicornio, en cambio, se asienta con cuatro patas sobre la tierra, como elemento aristotélico que es!

No le bastó con este argumento, y añadió con sonrisa de satisfacción:

—Mercurio, con sus aspectos negativos, administrador de venenos, ladrón y traidor, puede que os resulte atractivo, ¡pero ni podéis colocarlo en el lecho cálido de Afrodita ni atribuirle la cota de malla de un honrado guerrero! ¡Estáis procediendo con una estupidez rayana en la locura, pero hasta los locos se comportan de manera más inteligente!

Alí se mordió los labios y se negó a aceptar compromiso alguno durante el resto de la partida. Sacaba sin ganas sus piezas de la pirámide, las arrojaba a sus compañeros de juego sin apenas haberlas mirado. Asimismo manifestaba su rabia negándose a participar, cuando los demás pasaron a mezclar de nuevo las varillitas para montar la pirámide. Yo, que los observaba y que en esas aburridas interrupciones solía quedarme dormido, ni me enteré de que se había puesto de pie.

Sólo comprendí que algo estaba sucediendo cuando llegó a mis oídos una agria disputa que se desarrollaba a mis pies.

—He visto muy bien —resoplaba Guy de Muret, dirigiéndose a Alí —que habéis metido la mano en la bolsa de William…

Me hice el dormido, sin dejar de vigilar, con los párpados entrecerrados, mi bolsa de peregrino con los utensilios de escribir y los pergaminos de la crónica. Los dos estaban agachados y acechándose como dos gallos a punto de pelear.

—¡Queríais robar los documentos!

—¡Os equivocáis, y mucho! —se defendió con insolencia el hijo del sultán—. He sentido una necesidad física y me disponía a buscar algo mejor que la arena para limpiarme el trasero!

Así era: Alí tenía los pantalones medio bajados y mostraba al furioso inquisidor su trasero desnudo.

—¡Estáis haciendo el ridículo!

Guy devolvía disgustado los pergaminos a la bolsa.

—¡Que no os pille otra vez en lo mismo! —conminó al sospechoso, y para tranquilizarme depositó la bolsa de peregrino junto a mi cabeza. Yo seguía haciéndome el dormido.

Alí se retiró a la oscuridad como si de verdad tuviera que mover el vientre. En mi opinión se había bajado los pantalones para ocultar los pergaminos cuanto antes sin ser visto. Guy regresó al kilim junto a sus compañeros de juego. En mi fuero interno yo no podía negar que me había rendido un servicio de amistad.

IMAGE Por la noche, los dos jinetes solitarios encontraron refugio entre los beduinos que acampaban a lo largo del camino. Estos miraron a Yeza y a Baitschu con visible desconfianza, pues una mujer joven y rubia del país de los francos que viajaba sola con un muchacho extraño… hasta entonces, los pastores que cuidaban de sus rebaños por esas tierras no habían visto la cara a ningún mongol. Pero los venció la curiosidad y les ofrecieron con la mayor cordialidad entrada en la tienda.

Procedieron enseguida a matar un cabrito para los huéspedes, y cuando el banquete hubo acabado, casi obligaron a los forasteros a acostarse a dormir dentro. Y aunque Yeza protestara, echaron a las demás mujeres y a los niños fuera de la tienda —los hombres dormían de todos modos fuera, junto a sus animales— para que nada molestara en su sueño a los apreciados huéspedes. Baitschu adoptó de lleno su papel de protector, y se acostó enrollado en una manta junto a la abertura de la tienda, mientras Yeza encontró preparado un montón de pieles de oveja que le serviría de lecho. Yeza se durmió enseguida, mientras el muchacho mongol, sintiéndose vigilante, escuchaba con atención las voces extrañas que le llegaban de afuera y registraba excitado y con los ojos muy abiertos las alargadas sombras de los que cruzaban por delante de las hogueras.

Nadie despertó a Yeza por la mañana. Los anfitriones iniciaron sus quehaceres cuidando mucho de no hacer ruido. El sol ya derramaba todo su calor y ascendía brillante por el cielo cuando Baitschu se atrevió a carraspear para despertar a la princesa. Salieron de la tienda. Pero apenas fueron capaces de superar el deslumbramiento exterior cuando se alzó ante ellos la silueta del Bretón. El señor Yves no se dio a los reproches, pero tampoco se mostró reservado.

—Habéis hecho bien, princesa, en abandonar Palmira cuanto antes —dijo en tono tranquilo, y se entretuvo en apretar las correas de su silla de montar, a uno de cuyos lados se veía colgar en su vaina de cuero la gigantesca espada mandoble —y poner distancia entre vos y el general Sundchak.

Yeza veía que en el fondo se iba acercando la centuria de Jazar.

—Es la retaguardia —le explicó Yves.

Yeza hizo una señal a Baitschu para que volviera al lado de su primo mayor y le regaló una leve sonrisa cómplice para endulzarle la brevedad de la separación. El muchacho se sintió confortado y subió, feliz, a su caballo. Yeza hizo lo mismo, se despidió del mayor de los beduinos y siguió al impaciente Bretón.

—Os habríais quedado como una estatua de sal —comunicó de pasada Yves a Yeza, que cabalgaba con la cabeza gacha a su lado—, igual que la mujer de Lot, si hubieseis asistido al desastre de Palmira, donde Sundchak permitió a sus tropas cometer toda clase de desmanes…

Pocas veces había visto Yeza al Bretón tan afectado, hasta el punto de que ella misma se sintió culpable.

—Los cuerpos reventados de las mujeres, los cráneos destrozados de los niños…

La joven calló y el Bretón no fue más explícito. Cabalgaban entre los guerreros de la retaguardia, bajo el mando de Jazar. Junto a éste cabalgaba orgulloso Baitschu, Yves había insistido en ello. El sanguinario general se había limitado a resoplar con desprecio cuando el Bretón se presentó, en compañía de Jazar, en el palacio de la reina, para recoger los caballos que allí habían quedado.

—¿Ha sobrevivido Rhaban a la masacre? —preguntó Yeza, sin ocultar su temor esperanzado.

—No —le respondió Yves—. Pero lo sostuve en mis brazos cuando agonizaba. Pese a sus heridas, quiso impedir a las gentes de Sundchak que sacrificaran vuestro camello… —Yves no pudo evitar proseguir su relato—. La lealtad atrae a la muerte igual que la sangre atrae a las moscas.

El Bretón no se hacía ilusiones, ni las propagaba.

—Tuve que dejar al maestro de armas, que luchaba tenaz contra la muerte, en brazos del sufí, cuando éste vino a despedirse.

Yves se hacía el duro, a pesar de que le costaba mostrarse sereno.

—Jalal me prometió permanecer a su lado.

El sufí había comprendido que el camino de su reina no era el suyo, y ni siquiera se le había ocurrido un verso de Rumi a la vista del desastre que había afectado a sus hermanos de Palmira.

Más que la tristeza, afectaba a Yeza la terrible desolación que debía de haber sufrido el pequeño sufí. Lo peor era pensar que tampoco ella habría sabido consolarlo, pues todas las sensaciones que se agolpaban en su ánimo acababan siempre en reproches a sí misma, que la agredían como dyinn malignos surgidos de la oscuridad.

—Debía haberme presentado al general, voluntariamente y en nombre de los beduinos, y así tal vez…

—No habríais conseguido nada —le cortó Yves la palabra—, ¡excepto que os habrían metido en la misma jaula del emir de Mayyafaraqin!

Yeza se encogió de sorpresa.

—Fue El-Kamil quien animó a los beduinos a resistirse, pero no por vuestra causa, sino para para salvar su propia y miserable vida.

—O para morir al menos en la batalla —intervino Jazar, que junto a Baitschu se había situado ahora a su lado—. Una muerte preferible a la que ahora le espera, ¡como es preferible un trocito del Paraíso a un mar de llamas del infierno!

Tanto el Bretón como Yeza miraron sorprendidos al robusto mongol, que nunca se había expresado con imágenes tan descriptivas. La misma mirada un tanto burlona hizo comprender a Jazar que había interrumpido la conversación de los otros dos. Así que clavó las espuelas y volvió junto a sus soldados. Baitschu siguió su ejemplo.

—Yo tendría que haber aportado ese sacrificio, aunque sólo fuera por la paz de mi alma… —insistía Yeza en cargar con su parte de culpa.

—Habrá que vivir con ello, algo, por cierto, peor que la peor de las muertes —ironizó el Bretón—. Cumplir con vuestro destino, imponerlo, significará de todos modos causar mucho daño en esta tierra —el señor Yves adoptó, muy probablemente contra su voluntad, un tono aleccionador, como el de un sacerdote que predica, profesión que en su día había escogido—. ¡Vuestro padecimiento pesa, en comparación, lo que un grano de arena en el desierto!

Yeza lo miró con firmeza.

—¡Me bastaría un golpe rápido para poner fin a esta atadura!

Yves sabía que se refería al puñal que siempre llevaba oculto y que sería capaz de sacar y emplear con más rapidez de la que él necesitaría para impedírselo.

—A ello se opone —le opuso, sin perder de vista el rostro de la joven —la idea del "reinado de paz", ¡esa tarea inmensa que debe cumplir la pareja real!

Tanto énfasis sorprendió a Yeza.

—El "gran proyecto" no es ni de lejos una profecía divina —repuso con vehemencia—, sino el propósito ambicioso de unas personas atrevidas… aunque no sé si sabias —se sorprendía ella de la claridad con que veía su propio papel en el proyecto—. Y en cuanto a la profecía, tampoco representa un valor en sí, ¡sobre todo si no se cumple! —aunque Yeza no pensaba tanto en el efecto de sus palabras como en su sentido—. La guerra es lo que responde al modo de ser esencial de los humanos…

Pero si alguien no se daba por vencido fácilmente, ése era el Bretón. Al cumplimiento de la ley y de la justicia, añadía como bien supremo el cumplimiento del deber.

—¡Pero el ser humano siempre ansia la paz! Buscarla y procurarla es su destino, ¡y por eso mismo no debéis ceder ni renunciar a vuestro destino!

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

El Halcón Rojo, su esposa Madulain y mi humilde persona, el minorita William, habíamos dejado el oasis a primera hora de la mañana, antes de que saliera el sol, mientras Roç y sus compañeros dormían. Hasta los incansables jugadores del "Ser" habían renunciado a alguna hora de la noche a proseguir con su obsesión de jugar una nueva ronda, ¡la última, la ultimísima! En cualquier caso, por la mañana el kilim apareció vacío, espléndido con sus colores refrescados por el rocío, y sólo los restos de la pirámide de varillitas se alzaban en su centro como un montoncito de huesos quemados. De modo que nadie había para despedirnos. La verdad es que tampoco habíamos contado con ello, si bien me habría gustado despedirme con un gesto amistoso y de reconciliación.

Según los cálculos del Halcón Rojo, estábamos a la altura de Filipolis, aunque a plena luz del día no veíamos sus ruinas, tal vez debido a la distancia. Decidimos encaminarnos hacia el norte, hacia Damasco, pero cada vez nos adentrábamos más y más en el desierto, porque sin querer nos habíamos desviado del último recorrido de las caravanas. Dado el peligro amenazante de los mongoles, había cada vez menos comerciantes que intentaban llegar a la ciudad, con lo que el viento y la arena borraban rápidamente las pocas huellas de sus camellos. Encontramos además altas dunas que contribuían a que perdiéramos la orientación. Nos guiábamos por el sol, que ardía inclemente sobre nosotros, y esperábamos encontrarnos en algún momento con beduinos, buenos conocedores del desierto, que supieran indicarnos qué dirección tomar. Pero por mucho que penáramos por trepar dunas arriba, o que lucháramos en las hondonadas para no hundirnos ni ser castigados por las ráfagas de arena, seguíamos solos. Finalmente nos topamos con un grupo muy extraño de viajeros que cruzaba el desierto en dirección contraria a la nuestra.

No eran viajeros comunes, se notaba por la numerosa caravana de camellos que los seguía. Todos los animales llevaban cargas pesadas, arcones y cestas, cajas, tinajas y sacos. Tampoco se trataba de comerciantes ricos. Me fascinaron los señores que encabezaban el grupo, un séquito bizarro con trajes preciosos, del todo inadecuados para un viaje de tales características. Divisé, aparte de a unos cuantos hombres armados, a varias mujeres jóvenes que vestían prendas ligeras y cabalgaban camellos, tal vez bailarinas, rodeadas de enanos que correteaban a su alrededor. Algunos criados sostenían con mucha atención un palio sobre una figura de mucho peso, y otros abanicaban a ese robusto gigante. A su lado viajaba una mujer sin velo, protegida del sol con una sombrilla. Debían de habernos visto, pues se detuvieron. Era una invitación para que nos acercáramos. El Halcón Rojo, que veía con mayor claridad que yo, me retuvo cuando quise adelantarme.

—En mi opinión se trata de An-Nasir, el sultán de Damasco —dijo en voz baja a su inteligente esposa—, ¡habrá huido de la ciudad!

—¿El padre de… ? —pregunté, anonadado.

El emir me hizo callar con un gesto.

—William, no nos conviene mencionar el desagradable encuentro con su hijo —me susurró, como si hubiese sido mía la culpa de haber abandonado a su lamentable suerte al desgraciado. No obstante, asentí, de acuerdo, porque el Halcón Rojo había descubierto ahora a otra persona que también conocía yo.

—Aquella imratun kheir muhadyaba que viaja a su lado es Clarión de Salento, su favorita.

—¡No seamos descorteses! —nos instó la inteligente princesa saratz—. Aunque no podamos ofrecerles ayuda útil, seguramente podrán decirnos qué dirección para llegar a Damasco.

Hicimos descender la pendiente a nuestros animales y nos acercamos a ese grupo ostentoso, con su gran riqueza de colorido.

En efecto, era el sultán, y era también Clarión su acompañante. Ella nos reconoció de inmediato y se lo comunicó así a su grueso y gigantesco señor. Los guardianes nos ordenaron desmontar y acercarnos. Por orden de la favorita, los criados nos ofrecieron un refresco: agua de rosas con ligero sabor a menta. Clarión se había deslizado de su animal y nos saludó con gran cordialidad. Para An-Nasir probablemente fuera demasiado penoso desmontar, aunque iba rodeado de varios hombres fuertes dispuestos a ayudarle.

El Halcón Rojo dirigió una mirada interrogadora a su figura maciza, pero era al sultán a quien le correspondía iniciar la conversación.

—He decidido —resopló el gordo desde lo alto de su palanquín, cargado a lomos de dos camellos —acudir a mi hermano en el cargo, el sultán de El Cairo, a pedir ayuda contra los mongoles que se acercan…

El Halcón Rojo no iba a halagar al antes poderoso soberano ni a privarse de un comentario sobre la gravedad de la situación.

—Hace tiempo que deberíais haberlo hecho —inició su perorata, pero Clarión le interrumpió en tono de mofa.

—¿Qué creéis que estamos haciendo, emir, y qué otra cosa hace Su Alteza aquí en el desierto sino buscar ayuda desde el día en que tuvimos que dejar Damasco? —ella misma ofreció una respuesta—. ¿Tal vez penséis que debamos someternos a los mongoles y dar media vuelta y regresar a Damasco? ¿O tal vez fuera más conveniente colaborar con los egipcios y oponernos a los mongoles? ¡Otra vez media vuelta y a marchar en dirección a Askalón, o algún punto de la frontera del sur!

Clarión hablaba en tono divertido, como para negar la circunstancia tan amarga del sultán, por lo que el Halcón Rojo acabó dirigiéndose en tono severo al propio soberano:

—¿Cómo os imagináis, noble An-Nasir, que reaccionarán los mongoles a vuestro gesto de debilidad?

—¿Cómo que debilidad? —resopló el hipopótamo—. ¡Voy a ofrecer una alianza a El Cairo!

—¿Creéis en serio que el sultán de los mamelucos se pondrá de inmediato en marcha para salvar vuestro trono? —y como An-Nasir no decía nada y se limitaba a seguir resoplando, el emir prosiguió—: Si El Cairo se decide a afrontar esta guerra, que probablemente sea irremediable, y si la gana, entonces el precio será toda Siria…

—¿Y si la pierde? —preguntó Clarión con voz insolente.

—¡Para perder, preferirán no empezarla! —respondió el emir—. Enviarán en campaña a su mejor comandante, Baibars, el Arquero!

—¿Y cuál será el comportamiento de los barones del Reino?

Al parecer Clarión seguía albergando esperanzas en cuanto a la supervivencia política de su amo y señor.

—Encogerán el cuello y esperarán a que pase la tormenta —quise contribuir a la conversación, puesto que me conocía bien a esas almas de mercaderes, desde Acre hasta Tiro.

El emir se hizo de nuevo con el hilo de la discusión.

—En último término, ninguno de los dos, tanto el Sultanato de Damasco como el Reino de Jerusalén, tiene importancia decisiva para el desarrollo de la contienda…

El hipopótamo tragaba saliva con dificultad.

—¡Ahora mismo regresaré a mi capital! —proclamó respirando pesadamente—. Me pondré a la cabeza…

Clarión preguntó en un tono que denotaba una total ausencia de respeto:

—¿A la cabeza de qué…?

Al emir no le gustaba cómo Clarión trataba al coloso, de modo que se dirigió al sultán, ignorando a la mujer:

—Solamente podréis salvar vuestro trono si os dirigís enseguida y a marchas forzadas al encuentro de los mongoles, ¡antes de que ocupen Damasco en vuestra ausencia!

—¡No se atreverán! —se enfureció An-Nasir—. ¡Yo sigo teniendo la posibilidad de tender mi mano a los egipcios…!

Pero volvía a sentirse inseguro.

—Podéis acompañarnos —propuso entonces Madulain, que si bien se había mantenido discretamente en segundo plano no había perdido nada de la conversación—, estamos camino de la capital…

El sultán sudaba, su mano buscaba la de su favorita, como un niño pequeño.

—Clarión, ¿qué debo hacer? —preguntó en tono de lamento.

—Ya lo habéis oído, mi amo y señor —intentó convencerlo ella con toda la dulzura de que disponía. Pero a An-Nasir le costaba decidirse.

—Adelantaos, emir —le pidió al Halcón Rojo—, ¡y que la ciudad se prepare para recibirme!

No había tiempo que perder. Madulain abrazó y besó a Clarión y volvimos a montar en nuestros animales. El baouab, o sea el mayordomo primero, un hombrecillo delgadísimo, nos indicó gustoso la dirección adecuada y dejamos atrás, en medio del desierto, a aquel grupo tan grotesco.

Después de cabalgar un tiempo en actitud pensativa, el emir dijo:

—¡No me gusta cómo esa dama madura se divierte a costa del sultán!

Sus palabras iban dirigidas a la princesa de los saratz, pero fui yo quien le respondí, pues me sentía conmovido.

—¡No debéis subestimar el cariño y hasta el amor que siente Clarión de Salento por su coloso!

El encuentro me había dejado un gusto amargo, hasta trágico.

—¡Si sucediera lo peor, ella será la única que permanecerá fiel a An-Nasir!

Mis dos compañeros de viaje callaron. ¿Estarían pensando en la relación que los unía a ellos dos?

—Por desgracia, ella no tiene suficiente influencia sobre él como para empujarlo a tomar una decisión… —consideró finalmente Madulain.

—No le quedará más remedio que decidirse —le respondió su esposo con voz amable—. Los mamelucos lo asesinarían, más bien antes que después.

—¿Y los mongoles? —en realidad yo no había querido exponer mis pensamientos, pero me decidí—. Probablemente también ellos querrán acabar con él, ¡y lo harán enseguida!

Finalmente, encontramos la ruta de las caravanas y pudimos proseguir nuestro viaje a Damasco.

IMAGE Las hordas de Sundchak habían abandonado Palmira, dejando detrás un amplio corredor de matanzas arbitrarias y destrucción insensata que atravesaba la ciudad. En los escalones de los templos en ruinas se veían los cuerpos de varios derviches, algunos con las cabezas cortadas.

Ante la puerta del palacio de la reina estaba acurrucado Jalal al-Sufí con la mirada fija al frente. Sobre sus rodillas reposaba la cabeza de Rhaban, moribundo. El viejo maestro de armas estaba plenamente consciente y con los ojos abiertos, mientras sentía cómo la vida se le escapaba lentamente del cuerpo.

Un jinete solitario llegaba en ese momento del desierto, a galope tendido, inclinado sobre el cuello de su caballo, al que espoleaba sin piedad. No echó una mirada sobre el rastro de muerte y destrucción cuando se disponía a cruzar, sin detenerse, la plaza abierta entre el palacio de Zenobia y los dos templos. De lejos se veía sobresalir por encima de su nuca y su casco de cuero de ala ancha un estandarte sujeto a la protección de un hombro.

—¡Un iltschi! —jadeó Rhaban—. ¡Un mensajero mongol…!

El sufí levantó con parsimonia los ojos, pero la figura del jinete que volaba ante su mirada vacía no pareció impresionarlo.

—Nadie debe interponerse en su camino, nadie puede levantarle la mano… —el maestro de armas soltó un suspiro de alivio—. Es intocable…

Jalal miró las espaldas del mensajero, que desapareció en el desierto dejando una estela de arena. Cómo atosiga a su caballo, pensó el sufí, atormentado por la necedad de este mundo. ¡Como si lo llevara un diablo sentado en su nuca! Cuando dirigió la mirada a Rhaban, comprobó que entre sus brazos sostenía a un muerto.

IMAGE Cuando la caravana del sultán modificó por tercera vez en pocos días la dirección de su marcha, el séquito se negó a seguir obedeciéndolo. An-Nasir acababa de decidir justamente que sí quería regresar a Damasco. Su camarero mayor, el ouasir al-khazna, no veía sentido a esa orden, pues la ciudad se había rebelado contra su soberano y, de todos modos, pronto estaría en poder de los mongoles. Él estaba a favor de dirigirse sin demora a Egipto. En su propósito lo apoyaba el eunuco mayor del harén. El kabir at-tawashi tenía que soportar las lamentaciones de las mujeres, temerosas sobre todo de una violación en masa a manos de los conquistadores. Esto le haría perder a él su puesto y su alto rango dentro de la corte. En cambio, si conseguía llevar el harén sin percances hasta El Cairo, estaba seguro de encontrar nuevo amo para sus chicas, aunque por supuesto ya no se llamaría An-Nasir Yusuf. El hecho de que la señora Clarión defendiera una postura de lealtad al sultán no hacía más que reforzar la resistencia de los demás. La independencia de la favorita siempre había sido causa de disgusto para los componentes de la camarilla de la corte. Y como el ouasir al-khazna era el encargado de vigilar a toda la servidumbre, también a los guardias personales, y no había otra gente armada a mano, el sultán, indignado y con dificultades para respirar, no tuvo más remedio que dejar marchar a los renegados. Con ellos se fueron los cocineros y los enanos, los músicos y los criados robustos. Todo el colorido grupo se dirigió sin pérdida de tiempo hacia el sur, pues en las cimas de algunas dunas no demasiado lejanas se veían aparecer ya las primeras avanzadillas mongoles. Éstas ni siquiera intentaban ocultarse, observaban al grupo en descomposición como observa un cuervo a su presa. Debía de parecerles algo así como cuando, sacudido por el pánico, un capón cebado pierde todas sus plumas de colores.

La caravana con el equipaje y sus arrieros quedó con el amo y enviaron al escuálido baouab como portavoz al sultán para que le expusiera, con el debido respeto pero con la indispensable urgencia, que ellos sí estaban dispuestos a regresar a Damasco, ¡pero sin más dilaciones! Desde que vieron a las avanzadillas mongoles fueron presos del terror. Al mayordomo le temblaba todo el cuerpo cuando expuso a su señor An-Nasir el ultimátum de los arrieros, un gesto que pocos días atrás le habría costado la vida. Sólo que ahora no quedaba nadie dispuesto a cortarle la cabeza al insolente. Clarión fue comprensiva, hizo a un lado al baouab e intentó calmar y tranquilizar al voluminoso sultán, que también temblaba, pero de rabia.

—¡Es preferible ser virrey sometido al il-jan en vuestra propia ciudad que sultán en el exilio ayubí, sin súbditos ni amigos en el extranjero!

An-Nasir era prisionero de su palanquín desde que sus musculosos criados lo habían abandonado. No es que, sin rubor, su favorita se aprovechara de la situación, pero sí le expuso claramente cuál sería su destino.

—¡Hasta la fecha, los mamelucos han dado muerte a cada miembro de vuestra familia que ha caído en sus manos!

—¡Chusma de soldados, hijos de la gran puta! —rezongaba el sultán—. Yo soy un descendiente directo del gran Saladino… —aquí un nuevo ahogo lo hizo cambiar otra vez de opinión, confuso como estaba—. Los mongoles tienen que garantizarme… —jadeaba, intentando recobrar el aliento —que al menos El-Aziz, mi único y bienamado hijo, pueda ser mi heredero…

—A cambio os tendréis que someter… —insistió nuevamente Clarión en tono amable pero inclemente.

El baouab carraspeó.

—Alteza, la caravana no quiere esperar más. Si lo deseáis, venerable An-Nasir Yusuf, podéis seguirnos.

Se inclinó ante el palanquín y frente a la favorita. Poco después, la larga hilera de camellos se puso en movimiento camino al norte, para desaparecer entre las dunas. Junto al mayordomo marcharon también los últimos y más viejos criados.

Aparte de la mujer, la única a la que realmente había amado, al sultán sólo le quedó su bufón, un pequeño negro. Vagaron algunas horas por el desierto, pues nadie había para guiar a los animales con el palanquín. Clarión había hecho subir al negrito a la parte posterior de su silla de montar; a cambio él le sostenía la sombrilla. Cuando se alargaron las sombras los alcanzó la centuria, avisada por la avanzadilla. Los mongoles no lo pensaron mucho y cortaron con toda crueldad los tendones de los camellos que portaban el palanquín, de modo que el coloso cayó a tierra. El capitán de la tropa se acercó, le preguntó si era realmente An-Nasir y lo atravesó con su espada.

Clarión, que había conseguido desmontar, se arrojó sobre el cuerpo macizo hasta que dos o tres picas la clavaron sobre su amado señor. El negrito intentó huir por las dunas. Los arqueros organizaron un concurso de disparos y no pararon hasta que el pequeño, asaetado como un erizo, rodó por la pendiente suavemente ondulada.

IMAGE El lugar, con sus tres flacas palmeras de dátiles en medio de un desierto pedregoso, seguía siendo el mismo donde acamparon Roç y su séquito. Sólo el ánimo de los acampados se había hundido más que esa poza de la que sacaban a diario el precioso líquido para ellos y los animales. Los alimentos, en cambio, hacía tiempo que escaseaban: lo que habían comprado a los beduinos ya lo habían consumido, de modo que el Trencavel tuvo que formar un grupo de aprovisionamiento. Mandó a los cinco armenios, y todos esperaban que regresaran al menos con algún botín y no aprovecharan la oportunidad para esfumarse.

Roç había tenido que anunciar claramente que, en cualquier caso, ellos partirían a la mañana siguiente, para que no fuera puesto en duda su derecho a mandar, para el que se apoyaba en sus occitanos y del que los caballeros de Antioquía estaban a punto de renegar. El sol ardía, ya hacia su ocaso, y los armenios seguían sin regresar. Todos tenían claro que habría que sacrificar el kilim, y todos lo sentían como un alivio —menos los adictos al juego del "Ser". Joshua y David, Guy de Muret y también Alí, que se había dejado tragar por las partidas, seguían sentados en la alfombra, ahora de un colorido menos luminoso a causa de la arena que aportaba la brisa del desierto y que anidaba entre los hilos de su tejido. El kilim empezaba a perderse en la arena, y sus afanosos usuarios, para no distraerse del juego, nada hacían por impedirlo.

Oscurecía rápidamente. David, el templario manco, y su amigo Joshua el carpintero ya colocaban las lamparillas de aceite, mientras Guy de Muret, con precisión y cuidado, formaba la pirámide para una nueva ronda. Alí contemplaba pensativo los preparativos, en los que no se sentía obligado a participar. Sabía que los demás lo necesitaban, y procuraba no verse a sí mismo simplemente como "el cuarto hombre", más bien intentaba convencerse de que los demás ansiaban que participara y disfrutar de su compañía. Conforme se hundía la bola de fuego en el horizonte, se alzaba un ligero viento y se anunciaba otra noche fresca. El templario y el cabalista tuvieron algunas dificultades en conseguir que todas las lamparillas ardieran. Todos ocuparon sus puestos acostumbrados y Guy inició el reparto de las varillitas.

Joshua el carpintero superaba a los demás en la correcta apreciación de lo que el destino ponía en sus manos; cavilaba en cómo hacerse con las varillitas que le faltaban para conseguir una combinación ganadora; se tomaba su tiempo. Su amigo David procedía de manera parecida, sólo que partía de una situación más prometedora: sólo tenía que calcular qué arrojar sobre la alfombra para que lo recogiera el cabalista y conseguir que éste a su vez se deshiciera de las piezas que él precisaba para lo que concebía como una estrategia brillante. Guy de Muret no prestaba demasiada atención al juego, más bien estaba preocupado por el próximo futuro de la tropa congregada en torno al Trencavel. ¡Estaban a punto de llegar a Damasco! De modo que, en lo relacionado con el juego, estaba a merced de la encarnizada lucha por el poder entre el templario y el carpintero. Pronto se dio cuenta de que para él sólo quedaban los tristes restos.

Alí quiso poner fin a la partida antes de que los demás hubieran empezado a jugar de verdad: para sorpresa de todos, exigió ser proclamado ganador, a lo que respondieron Guy con una risa y el carpintero con enfado, mientras que David consideraba que tenía el mejor resultado y por tanto la victoria debía ser suya; entonces se presentó Pons y exigió, por encargo del Trencavel, que el templario y el cabalista acudieran a presencia de Roç, que les quería hablar. Los dos jugadores, a quienes ni el calor más inclemente ni una tormenta de arena ni un frío polar les habrían hecho abandonar la partida, se desembarazaron de sus mantas y obedecieron. Alí se quedó con su exigencia extravagante y Guy de Muret, que también se había quedado, seguía muerto de risa y se negaba a perder un instante en considerarlo ganador. Inició una charla con el gordo Pons acerca de una estrella fugaz que acababa de cruzar como un rayo claro el cielo negriazul. Para Alí, todo se reducía a una intriga maliciosa de Roç, que aún no se había dignado dirigirle la palabra: si tenía que comunicarle algo, enviaba a uno de sus hombres, uno de los occitanos. Por éstos habría que empezar… Otra estrella luminosa cruzó el oscuro firmamento y se apagó…

—¡Podéis formular un deseo, pero en silencio! —propuso Pons al hijo del fracasado sultán de los mamelucos, que seguía mascando su rabia. Y Guy añadió con sorna:

—¡Si lo decís en voz alta no se cumplirá, como vuestra gloriosa victoria!

Alí se mordió los labios, pero no quiso dejarse provocar.

—No tengo por qué desear algo —se esforzó por expresar con mucha tranquilidad—. No tengo más que alargar la mano para apresarlo… —y echó mano del amuleto que guardaba debajo de la camisola, atado a una cinta de cuero, para mostrarlo con visible orgullo a los otros dos—. ¡A mí me espera un reino!

Pons miró con amable indiferencia la mano de plata.

—Eso ya lo sabemos —respondió Guy en tono seco—. También nosotros servimos a la pareja real para alcanzar un reino.

Y el occitano, complacido, se dedicó a mirar el cielo.

—¡Pero mi reino es de este mundo! —decidió Alí prescindir de su disgusto y mostrarse más persuasivo—. Si pudiera contar con vuestra ayuda…

Al ver que el interés de sus compañeros no se centraba en él, volvió a ocultar el hamsa en su escote.

Regresaron los armenios habiendo rescatado del desierto al magro mayordomo del sultán de Damasco acompañado de su séquito de criados y una enorme caravana con todo el equipamiento de una corte al completo. Aseguraron que dentro de poco todos se presentarían provistos de abundantes alimentos. Los armenios, muy orgullosos de su botín, recibieron grandes elogios del Trencavel. Luego interrogó al baouab, que lo informó de cómo habían escapado a duras penas de una muerte cruel a manos de los terribles mongoles: habían logrado huir a toda prisa, algo que, por desgracia, no había conseguido su venerable señor An-Nasir. Así fue cómo Roç se enteró de que la favorita había permanecido fiel a su amo y señor en su última hora. El Trencavel escondió la emoción que le causó conocer el final de Clarión, su vieja amiga. Roç despidió al agotado mayordomo junto con los criados que habían escapado, y se dirigió al templario y al cabalista.

—No me gusta —les hizo saber —que hayáis inducido a adoptar vuestro vicio, no puedo darle otro nombre a vuestra pasión por el juego, a mis occitanos.

Ambos bajaron avergonzados la cabeza.

—Yo necesito a esos hombres experimentados; vosotros, en cambio, apenas me servís para nada.

El Trencavel sentía lástima de sus viejos compañeros de camino, pero necesitaba mostrarse duro.

—Si lo preferís, os regalo el kilim y os dejo atrás mañana mismo…

Su mirada cayó sobre Alí, quien, como si allí mandase él, había invitado a los damascenos "salvados" a reunirse con él sobre la alfombra. Roç frunció el ceño.

Alí, a quien entretanto también Guy había abandonado, sólo disponía de Pons como oyente. Intentaba ganar para su causa al baouab y sus gentes, asegurándoles que deseaba entrar en Damasco en compañía de ellos. El mayordomo se sintió muy halagado, sobre todo después de haber sido recibido tan fríamente por el Trencavel. A punto de ofrecer su servicios al joven señor, llegó la voz disgustada de Roç: Alí debía abandonar de inmediato la alfombra, y Terèz añadió con la misma condescendencia y sonoridad las siguientes palabras:

—¿Lo habéis oído bien, Alí? Es una orden del Trencavel. A partir de ahora, nadie se sienta en el kilim.

El rostro de Alí quedó petrificado de rabia y de vergüenza, como una máscara.

—¿Quién es la persona —le preguntó el baouab, experto en intrigas, en tono de provocación —que se atreve a hablaros en ese tono?

—Es Roç Trencavel, el esposo de la gran Yeza Esclarmunda —intervino Pons con manifiesto orgullo, sin que nadie se lo hubiera pedido—. Son la gloriosa pareja real.

Esto impresionó aún más al hábil mayordomo que el ofrecimiento de Alí. Éste había callado con toda intención su origen mameluco para, rodeado de un halo de misterio, quedar mejor ante los damascenos. El baouab insinuó una leve reverencia, hizo una seña a su séquito y todos abandonaron la alfombra. Alí, que recordaba bien los procedimientos contundentes de los hombres de Antioquía, permaneció en silencio, con los labios apretados.

Al fin, como estaba previsto, llegó la caravana. Roç ordenó que se repartiera agua fresca entre los arrieros y los camellos, para lo cual resultaron muy útiles el escuálido mayordomo y sus criados. Pensó que, con Damasco a la vista, tal vez no fuese malo disponer de gente conocedora del lugar. Joshua el carpintero y David el templario se habían retirado del escenario principal para inspeccionar con atención la vistosa caravana. Joshua le habló después casi con timidez a su viejo amigo de esta nueva situación. Roç se mostró reticente.

—Si seguís fiel a vuestro generoso ofrecimiento, noble Trencavel —le propuso después David con voz firme—, esos camellos tan numerosos serían perfectamente capaces de transportar también el kilim…

—A cambio os prometeríamos —se sumó el carpintero con candor —que llegados felizmente a Damasco ya no os importunaríamos con nuestra presencia…

—Pero si yo os aprecia muchísimo —lo interrumpió Roç emocionado—, y también Yeza estaría contenta si…

—En lo que a mí se refiere —declaró con espontaneidad el templario—, gustosamente cederé a la gran mezquita la parte del kilim que me corresponde, si con ello puedo seguir cabalgando a vuestro lado, Trencavel.

El cabalista no quiso ser menos:

—¿Qué iba a hacer yo con media alfombra —se lamentó el viejo truhán con ironía—, tanto si la cortamos a lo largo o a lo ancho como si le aplicamos el corte áureo? Antes de ponerme a solucionar la cuadratura del círculo como problema matemático geométrico, prefiero ir con vosotros ¡y jugar en el suelo!

Roç les pasó a cada uno un brazo sobre los hombros, dándoles a entender que se había restablecido su antiguo vínculo de amistad.

Los damascenos habían vuelto a designar portavoz al viejo y magro baouab, y expusieron con cierta solemnidad una oferta atractiva para el Trencavel: puesto que el país y la ciudad se encontraban sin soberano, sería deseable que Roç, como parte masculina de la famosa pareja real, se hiciera cargo del gobierno en Damasco, tanto más cuanto que mantenía buenas relaciones con los mongoles. Roç pidió que le concedieran un plazo para pensarlo, lo que tardaran en llegar a la capital. Dispuso el inicio de la marcha para el día siguiente.

¿"Rey de Damasco"? Roç pensó en Yeza, si aceptaría ese ofrecimiento.

En realidad, ella tendría que estar contenta… Y si no lo estuviera, sería una prueba de lo poco que le importaba su suerte. Además, él no tenía ganas de compartir siempre con ella las ambiciones de poder y sobre todo la fama.

El Trencavel no sospechaba que había otro hombre tras cuya frente lisa se ocultaba ya una idea muy firme acerca de cómo conseguir ese mismo título. Alí estaba dispuesto a luchar con todos los medios disponibles por el dominio de Damasco.