El precio de una cabeza

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Nuestro pequeño grupo viajero llevaba ya varios días en camino, aunque el emir, al que nadie discutía que nos guiaba, seguía sin dar una explicación clara de la dirección que debíamos tomar. Eramos los mismos que habían decidido en Jerusalén iniciar la búsqueda de la pareja real, pero sentíamos que el Halcón Rojo tampoco disponía de una idea muy clara acerca del mejor método para conseguir nuestro objetivo. Por decirlo bien a las claras, y aunque nadie le dirigía por eso un reproche, estábamos dando vueltas por el desierto. Yo sospechaba que en lugar de dirigirnos hacia el noreste estábamos moviéndonos al sur de las colinas de Damasco. De todos modos, el descontento se mantenía dentro de ciertos límites: llevábamos agua y provisiones en abundancia. Al fin y al cabo, ninguno de nosotros conocía la solución, ni sabía dónde buscar el camino que nos ofreciera al menos la esperanza de una salida. Y si alguien se hubiese atrevido a decir algo, los demás se habrían opuesto. Lo único en que estábamos de acuerdo, y ello después de que el Halcón Rojo nos lo impusiera, era que ese viaje tan dificultoso habría que hacerlo a lomos de camello. No podríamos haber hecho otra cosa, y sólo Alí, ese hijo de sultán, había objetado que él estaba acostumbrado a montar caballos. Una mirada fulminante del Halcón Rojo lo hizo callar, y ni siquiera Madulain pronunció una palabra en su apoyo. La princesa de los saratz, esposa del emir, en otras ocasiones solía ser más bien condescendiente ante los caprichos del guapo joven. La verdad sea dicha, la composición tan diversa de nuestro grupo no contribuía a acelerar la marcha.

Joshua el carpintero y David el templario manco parecían haber aceptado esa marcha por el desierto únicamente para jugar cada noche una partida de "Ser", que llevaban consigo en una bolsa. Apenas el sol tocaba el horizonte, ambos se lamentaban y aseguraban sentirse completamente agotados, buscaban un lugar adecuado para descansar, extendían de inmediato una manta y empezaban a formar una pirámide con las varillitas de colores. Habiendo perdido a Jalal el sufí, cuarto jugador, habían convencido a Madulain de que participara. A ella pronto le gustó el inteligente juego, y llegó a sorprendernos, gracias a su rapidez y habilidad y al atrevimiento de sus combinaciones.

Yo mismo no podía negarme a participar, dada nuestra antigua amistad. Siempre quise averiguar quién fue en realidad el que introdujo ese juego en nuestros círculos, cuestión que cada cual interpreta a su manera. Joshua, el cabalista, suele referirse a unos descubrimientos antiguos en la zona del Templo que indicarían que, en la época de la ocupación romana, los símbolos eran utilizados por los judíos para transmitirse noticias secretas. David, a su vez, no niega ni la antigüedad ni el lugar histórico de los hallazgos, pero afirma por su parte que los signos grabados en su día en astas animales transmitían señales descubiertas por los templarios en sus primeras excavaciones debajo de las caballerizas de Salomón, o sea de la actual mezquita Al-Aqsa. Para no parecer ignorante, suelo defender con ahínco complaciente la tesis, no más demostrable, de que el origen de los signos se sitúa en el país de los dos grandes ríos, puesto que se trataría de símbolos astrológicos, y allí es donde se inició el arte de su interpretación. Sea como fuere, esa pasión por el juego no convenía a un rápido avance, como lo pretendía el Halcón Rojo, que habría preferido, de nuestro grupo tan heterogéneo, un comportamiento más disciplinado. Su propia mujer era la primera en defraudar sus esperanzas. Con un gesto atrevido sustrajo al distraído Joshua el valioso caput draconis, llamado también "sumo sacerdote", y con ello ganó y puso fin a la partida.

Siempre he sido poco humilde en mis aspiraciones; pero después no tengo valor suficiente ni soy lo bastante consecuente en la práctica, cuando hay que transformarlas en realidad. Siempre he anhelado verme agraciado con propiedades terrenales en abundancia, y al final he cosechado más de una época de hambruna; he deseado el poder, el espíritu soberano de mi adorado Júpiter, he soñado con la brillantez de la ciencia y con riquezas sin fin… ¿y qué ha llegado a ser William de Roebruk, si quiere ser sincero consigo mismo? Cualquier mendigo ha tenido mejor destino.

El juego del "Ser" es inclemente, siempre que uno no se resista a su interpretación. Esa capacidad de adivinar nuestro ser más íntimo, hasta la esencia íntima del mundo en que vivimos, es lo que despierta la pasión por ese juego. A cada uno de nosotros le asesta bofetadas a mansalva y, sin embargo, ¡volvemos a ofrecer de inmediato la mejilla!

Para suerte nuestra había al principio suficientes oasis entre las dunas, de modo que disponíamos de más de un buen pretexto para imponer un descanso. El Halcón Rojo parecía más y más disgustado por esto, pero cuando le mandábamos a su esposa para ver qué estrategia proponía, no sabía qué decir. Descubrir por allí a la pareja real estaba resultando cada vez más como buscar la famosa aguja en el pajar, sólo que en este caso la hierba seca y olorosa había sido sustituida por montañas de arena, y las dunas se extendían ante nuestros ojos como una sábana infinita y uniforme. Visto así, nuestros jugadores ni siquiera carecían de razón cuando afirmaban que moviéndonos sin ton ni son tampoco mejoraban las perspectivas de toparnos con los buscados. Lo mismo daba sentarse y confiar simplemente en que pasaran por allí por casualidad. Aguardar que esto sucediera a la sombra de las palmeras y con agua fresca del pozo también tenía sus ventajas. De modo que nada se oponía a iniciar una partida nueva.

Joshua, nuestro carpintero, intentó sacar suerte de la desgracia. No nos ocultaba sus intenciones cuando nos mostró, desde el principio y contrariamente a toda costumbre, la cauda draconis, la cola del dragón, y fue recogiendo uno después de otro todos los símbolos de la humillación, el incendio, el puterío, y el Asesino del principio solar del fuego, y del lado oculto de la luna fue recogiendo el Esclavo, el Enfermo y el Ahogado. Coronó su colección con el raro Monstruo marino, aunque Madulain le quitó el Envenenador mercurial y David agarró rápidamente el Espía, aunque un templario, con rectitud innata, habría hecho mejor prescindiendo de los símbolos airosos de la espiritualidad, poetas y artistas en general. Me pareció extraña esa tendencia repentina a hacerse con lo más bajo del comportamiento humano, y la consideré peligrosa, y decidí oponerme a dicho "descenso", intentando reunir en torno al "Dragón sentado" todos los elementos en su forma pura y positiva, lo que no me resultó difícil, pues ninguno de mis compañeros de juego parecía dispuesto a impedírmelo. ¡Por otra parte, la falta de oposición no significa que aumente el placer del juego!

El sol ya estaba en su ocaso cuando apareció en aquel desierto una caravana que claramente se dirigía hacia nuestro oasis. El Halcón Rojo nos ordenó enseguida que llenáramos todos los recipientes con agua del pozo, antes de que aquellas personas y animales se abalanzaran sobre el precioso líquido. Tuvimos que interrumpir el juego, pero todos comprendimos que había que tomar esa precaución, Alí inclusive. Hasta nos agolpamos un poco, conforme se acercaban los forasteros, pues la primera impresión, desde lejos, no despertaba precisamente confianza.

—¡Son tuareg! —le siseó el Halcón Rojo a su esposa—. ¡Los peores bandidos del desierto!

En consecuencia, ella se cubrió la frente hasta abajo con su hiyab y bajó la cabeza, para no provocar apetencias innecesarias. Enseguida Alí echó mano de su arma, pero el emir lo frenó con gesto enérgico, pues tampoco se trataba de provocar a los que llegaban. Además, venían en número tan superior al nuestro que no habría tenido sentido defenderse, aparte de que esa defensa sólo habrían podido ejercerla el Halcón Rojo y puede que Alí, pues nosotros, el triste resto del grupo, ni siquiera sabíamos manejar una cimitarra, arma que de todos modos ninguno de nosotros poseía. El emir se incorporó y se enfrentó con una sonrisa al cabecilla, un hombre grueso con unos aros enormes en las orejas. Este a su vez le obsequió una ancha sonrisa, y después de intercambiar los saludos habituales le gritó:

—¡Puesto que vuestras gentes han sido tan amables de sacar el agua del pozo para nosotros, lo que conviene ahora es que esa bella mujer —y señaló con un dedo carnoso a Madulain— nos la ofrezca en señal de bienvenida!

No se trataba de una propuesta, sino de una invitación contundente; no acceder habría sido un error descomunal, pues las leyes del desierto —el ofrecimiento y la aceptación de una bebida— establecen una norma absoluta de hospitalidad que no puede transgredirse. ¡Si es que esos bandidos respetaban tales normas!

Con un gesto el Halcón Rojo ordenó a Madulain que diera de beber al séquito del cabecilla el agua contenida en nuestros pellejos y botas. Este proceso, que todos seguíamos en tensión, transcurrió sin incidentes; al contrario, esos hombres salvajes nos lo agradecieron inclinándose cada uno ante la valentía de la descendiente de los saratz.

Mientras tanto, el gordo había apartado al Halcón Rojo y le había mostrado el género que su caravana arrastraba por el desierto.

—Tenemos ahí un bellísimo kilim, un poco grande de tamaño, pero que serviría de adorno extraordinario en cualquier mezquita importante, de Alepo a Damasco ¡o hasta en El Cairo! —el hombre chasqueaba sus gruesos labios—. ¡Os lo cederíamos a buen precio!

No se trataba de una oferta, sino de la expresión apenas disfrazada de su voluntad de hacerse con el contenido de nuestras bolsas.

Así lo comprendió el Halcón Rojo.

—Siempre he sentido el ardiente deseo de donar a la gran mezquita Al-Omayyad de Damasco una pieza de valor permanente, para ganar la paz para mi alma —inició su perorata mientras la sonrisa ancha del cabecilla de los recién llegados se extendía hasta los pendientes de sus orejas—, pero mis compañeros y yo no hemos salido para visitar un bazar, sino para indagar el destino de ciertas personas que se han perdido en el desierto entre los ríos Éufrates y Tigris, de modo que tampoco llevo conmigo suficiente dinero para responder a vuestro generoso ofrecimiento, ¡y me siento muy avergonzado de ello!

La sonrisa del gordo se encogió hasta caber debajo de su gruesa nariz.

—Pues que todos reúnan lo que llevan —propuso rápidamente, demostrando no solamente su pesar, sino una rápida capacidad de adaptación—. ¡Así demostrarán a Alá la estima que le tienen!

Como todos habíamos escuchado el diálogo, sin más echamos mano a nuestros bolsillos para sacar los monederos, y vaciamos su contenido en el pañuelo que el gordo nos tendía, de uno en uno. El resultado no fue como para entusiasmarse, pero al parecer el kilim —que por otra parte ni siquiera habíamos visto— había sido robado, o bien los bandidos tenían otras razones para deshacerse de él cuanto antes. El gordo estuvo cavilando un instante acerca de si nuestra colecta representaba un contravalor aceptable para objeto tan monstruoso y raro como nos había descrito. Seguro que valía mucho más, y es de suponer que le pesó deshacerse de pieza tan singular a cambio de lo que no era más que una limosna.

—Por cierto, se me acaba de ocurrir que puedo ofreceros algo más, bi qudrat allah —se dirigió el hombre de nuevo al Halcón Rojo—, que ha caído en nuestras manos porque así lo dispuso Alá. Lo desenterramos de la arena a orillas del Éufrates…

Hizo una señal a sus gentes y acercaron a rastras a una persona con las manos atadas. Se trataba de un joven de mirada desvariada, daba pena mirarlo. Como a un animal salvaje, los bandidos le habían metido una rama en la boca, de modo que respiraba con dificultad, apenas jadeaba. Uno de los bandidos le dio una patada en las corvas para que se arrodillara ante nosotros, al mismo tiempo la mísera figura humana elevaba implorando sus manos atadas con una cuerda, la cuerda de la que sus nobles salvadores probablemente lo habían arrastrado.

—Ese joven afirma ser El-Aziz, hijo único del sultán de Damasco —nos hizo saber el gordo sin mostrar conmiseración alguna—, y también os lo podría ceder, en vista de los pocos medios que lleváis para vuestro viaje.

Sus palabras revelaban a las claras que nos dirigía un reproche.

—¡Podéis elegir! —añadió después, como queriendo aparecer flexible, aunque teníamos claro que quien decidía era él.

Yo miraba conmovido al joven de estado lastimoso. Aunque no fuera hijo de un sultán, en mi corazón surgió la compasión cristiana, en cuyos principios me habían educado, y no me cabía duda alguna de qué debía decidir el minorita William de Roebruk. Pero yo era el único inclinado por ese ser doliente, un ser humano al fin y al cabo. Joshua el carpintero y David el templario pensaban de manera muy diferente y no dudaron en expresarlo.

El cabalista declaró con voz clara e insistente:

—Por lo que vale nuestro dinero, prefiero al menos una bella alfombra, sumamente útil cuando nos sentemos a practicar nuestro bonito juego del "Ser"…

—En cambio un esclavo huido —le ayudó el templario —ni siquiera nos serviría como cuarto hombre en el juego, y lo único que hará será beberse el agua preciosa que llevemos con nosotros.

Madulain se limitó a sacudir su bella cabeza y Alí miraba fijamente al supuesto pretendiente al trono de Damasco con una extraña mezcla de desconfianza y avidez, pero en cualquier caso sin asomo de lástima.

Nuestro emir, primus inter pares, repasó mentalmente el resultado de la votación.

—Mis compañeros —comunicó al desilusionado cabecilla —han decidido que prefieren el kilim…

Y el carpintero mostró su curiosidad e insistió:

—¡Un kilim que deberíamos ver finalmente! Podríais extenderlo ante nosotros.

El gordo mandó alejar el bulto humano y dio orden de que desenrollaran la alfombra. Era en efecto una pieza preciosa del arte oriental. El kilim aparecía subdividido en un sinnúmero de campos cuadrangulares cubiertos de símbolos misteriosos y de seres fabulosos de la mitología. No pude centrar mucho mi atención en su significado oculto, que enseguida me había llamado la atención, pues, como niños, Joshua y David se pusieron a saltar sobre los ornamentos tejidos en ardiente colorido, y vaciaron en el centro de su superficie la bolsa con las varillitas del juego del "Ser". Fue mi inteligente princesa de los saratz la que no perdió la compostura ante el impresionante espectáculo y se dirigió al gordo, a punto de ordenar a su gente que se dispusiera a partir, y lo interpeló sin más:

—¿Y cómo os habéis imaginado que transportaremos esta gigantesca alfombra si no nos cedéis los camellos y sus arrieros?

El gordo cabecilla se permitió una sonrisa insolente.

—Pues yo os imaginaba llevándola sobre vuestros delicados hombros…

Madulain lo miró con frialdad.

—¿Es así como se trata a unos amigos con los que se ha compartido bebida?

Al gordo le impresionó la valentía de la mujer y algo había en ella que lo movió a no enemistarse.

—Os cederé los animales y los hombres necesarios por tres días, los que hacen falta para llegar a Damasco. Allí, ante de las puertas de la ciudad, me los devolveréis…

—¡Ah! —intervino el joven Alí—. ¿Queréis entregar al hijo del sultán…?

—Si ese miserable hijo de puta dice la verdad —el gordo interrumpió con insolencia—, el padre nos dará por él su peso en oro. ¡Pero si ha dicho una mentira, aún podemos darle una paliza y venderlo en el mercado de esclavos!

Dedicó a su botín un puntapié que pretendía animarlo.

—¡En Damasco se consiguen los mejores precios, aunque sea por una basura!

El gordo, que al parecer no pertenecía a la misma tribu que ellos, ordenó a los adustos arrieros que permanecieran con nosotros, y aunque no entendí las instrucciones que les daba en su lengua, pude observar que asentían. No obstante, su expresión me inspiraba poca confianza, y decidí estar muy atento. Los tuareg, a su vez, liberados de la pesada carga, se alejaron velozmente con sus caballos. Los compañeros nos llamaban, impacientes, a mí y a Madulain, para que jugáramos al "Ser". Para mi sorpresa, Alí se acercó también y, sentado sobre la alfombra, exigió que lo dejaran participar. Por su parte, Madulain no parecía querer renunciar a su puesto, y ya se había sentado con las piernas entrecruzadas junto a la pirámide de varillitas. Así es que renuncié a mi derecho de jugador habitual. Me atraía más la idea de observar a los demás y al mismo tiempo estudiar el kilim, que en mi imaginación establecía una extraña unión entre juego y jugadores, una relación que no acababa de revelárseme del todo. También sentía curiosidad por ver cómo se desenvolvía Alí, que no podía conocer el "Ser" más que por haber actuado de mirón, aunque nunca me había llamado la atención su curiosidad. Por otra parte, yo no sentía simpatía especial por el hijo del sultán, al que consideraba astuto y taimado, pero me sorprendió la rapidez con que parecía haberlo comprendido. Lo que ya no me extrañó fue cómo se desenvolvía en el juego. No prestaba atención a los seres propios de las fábulas: se echaba encima de todos los dragones, y tres veces recogió al "Volador". Se emparentaba este proceder, como tuve que confesarme, con la volubilidad de Mercurio, el traidor, al igual que la alevosía de Marte como asesino y la caída del soberano Júpiter en las bajezas de la esclavitud. Comprendí muy bien que se trataba de un enfermo del alma cuando se hizo con el signo aéreo de la locura e intentó pescar la melancolía en el mar de las emociones, sobreestimándose. Poco después Alí demostró a sus compañeros hasta qué punto había progresado la destrucción de su mente. Cayó en sus manos el hijo espiritual del Sumo Sacerdote y del Hermafrodita, elevado a Cardenal, es decir, una criatura del Dragón, por lo que se incorporó de un salto y rompió a gritar:

—¡Victoria! ¡Victoria! ¡Soy el más grande!

Miró triunfante a su alrededor, mientras sus compañeros hundían desconcertados sus rostros sobre el juego. Sólo Madulain resistió su mirada trastornada y se le rió a la cara.

—¡Que nadie se atreva a dudar de mi superioridad!

Pero se atrevían. Joshua el carpintero se erigió en portavoz de los demás, sorprendidos y apenados. Después de mirarlo brevemente a los ojos dijo, severo:

—Vuestro juego, joven señor, no se ajusta a las reglas. ¡Es una composición confusa y no tiene validez!

Alí lo miró sin comprender; después asestó un puntapié al resto de la pirámide e hizo volar las varillitas.

—¡Yo no juego con estafadores y tramposos! —farfulló con voz cargada de odio, y salió corriendo a través del kilim, hasta perderse en la oscuridad naciente.

Me resultó muy claro que Alí había provocado ese incidente para abandonar el campo de juego con cara de ofendido. Pero ¿con qué intenciones? También me llamó la atención el hecho de que el ambiente, casi siempre alegre e ingenioso, hubiera cambiado tanto con las partidas jugadas sobre el kilim. Los participantes reaccionaban con irritación, mostraban tendencia a cierta malicia e intolerancia. ¿O me lo imaginaba yo? En cualquier caso, ya no tenía ganas, y cuando los compañeros me invitaron a ocupar el cuarto puesto, ahora libre, me hice el ofendido. Al ver que me negaba, y como ya irrumpía la noche, los demás jugadores, disgustados, desbarataron la nueva pirámide, guardaron las varillitas en la bolsa y abandonaron el kilim sin dirigirme una palabra más. Me miraban como un aguafiestas. Todo el mundo se fue a dormir. Yo seguí observando la alfombra y a los arrieros que nos habían sido cedidos y que al día siguiente seguirían transportándola en dirección a Damasco. Tuve la ocurrencia de que su jefe podría haberles ordenado que de noche nos sustrajeran la alfombra que nos había vendido. Pronto descarté mi desconfianza, sobre todo porque no tenía una sospecha concreta y los hombres se habían acostado pacíficamente junto a sus animales para descansar. Pero, no obstante, me quedé mirando fijamente ese objeto de nuestros afanes por el cual habíamos despreciado a un pobre ser humano. Intenté rezar. De repente me asaltó el temor de que alguien pudiera robar las hojas de mi "crónica". Eché mano de mi bolsa de peregrino, pero comprobé que en ella estaban los pergaminos, completos.

Por encima del kilim vacío parecían elevarse, como surgiendo de sus dibujos, extraños seres incorpóreos, como sale un humillo leve de una pequeña e invisible lámpara de aceite. Los vi girar y bailar por encima de su extensa superficie que parecía infinita y, finalmente, me arrastraron a un profundo sueño…

A la mañana siguiente, cuando Joshua me despertó con maneras un tanto rudas, el kilim seguía tal como había quedado la noche anterior, pero los arrieros y sus camellos de carga habían desaparecido. El hecho no me sorprendió ; tampoco me extrañó comprobar que asimismo faltaba Alí…

El Halcón Rojo estaba enfadado con su esposa, que se lamentaba y se preocupaba de la suerte corrida por el ausente, en lugar de ayudarle a encontrar una solución para trasladar la pesada alfombra. Pensé que, por mí, allí podía quedarse, aunque sería una lástima, un ejemplar precioso y probablemente único… El templario y el cabalista, que la tarde anterior otra vez se habían peleado y estaban irritados, insistían en quedarse junto al kilim hasta que se encontrara una solución que no se veía de dónde saldría —¿de Dios?— y consideraban que nuestra estancia involuntaria en el desierto les permitía unas cuantas rondas más de "Ser"…

Yo debía de ser el único que todavía pensaba en el verdadero motivo de nuestra partida de Jerusalén, el único que recordaba cómo nos habíamos conjurado ceremoniosamente para salir en busca de Roç y Yeza, la pareja real…

IMAGE Una mirada a través de las rendijas de las contraventanas de madera le confirmó los temores al joven Baitschu, unos temores que, durante la noche, ya lo habían asaltado más que a los adultos que lo acompañaban. El palacio de Zenobia era asediado, por todos lados estaba rodeado de beduinos decididos a ocuparlo. Todavía no se atrevían a asaltar el edificio, pero algunos valientes se acercaban a saltos, cada vez más cercanos y atrevidos. Se acurrucaban tras los arbustos como si temieran ser vistos. Pero ya se oían sus primeros gritos furiosos.

—¡Liberad a nuestra reina! —gritaban—. ¡Liberad a nuestra reina!

En el patio no solamente se agolpaban las monturas de los encerrados, a lo largo de las paredes permanecían los criados, mudos y atemorizados. En el centro del patio interior se enfrentaban Yves y Yeza. Algo apartado, se veía el rostro severo y petrificado de Rhaban. A su lado éste tenía a Baitschu, que observaba todo con ojos desorbitados. El maestro de armas estaba muy disgustado. Albergaba un único deseo: el de liberar a Yeza de su forzada situación. Los primeros beduinos debían de haber llegado ya al portal. Sus golpes resonaban en el patio e irritaban a los que estaban reunidos.

—"¡Toca con tus nudillos en la puerta! —resonó de repente la voz de Jalal, que hasta entonces había permanecido con la servidumbre como si no le concerniera lo que pasaba—. ¡Pide entrada y Él te la abrirá!"

Yeza se tuvo que reír, pero fue la única.

—"¡Desaparece! —recitaba el sufí—. Y Él te hará brillar como el sol."

—¡Decidle que nos deje en paz! —se dirigió Yves a Yeza, que disfrutaba de lo absurdo de la situación—. ¡Si no, lo callaré yo!

El Bretón, plantado frente a Yeza como un arcángel con la armadura puesta, estaba dispuesto a combatir. Todavía no había bajado la visera de su yelmo, pero apoyaba ambas manos en la empuñadura de su pesada y ancha espada mandoble.

—¡Haríais mejor en mandarlo afuera para que negocie con los beduinos, y que os dejen marchar en libertad, Bretón! —respondió la joven con descaro, y consiguió que el derviche alzara ambas manos, rechazando la propuesta y cayendo en el silencio.

La mirada del Bretón se oscureció y quedó fija en Yeza.

—No comprendéis lo que os advertí. ¡Saldréis de Palmira conmigo!

De nuevo se oían golpes contra el portal de madera.

—¿Y cómo me vais a obligar, Bretón? —también Yeza tenía los ojos fijos en el Bretón—. ¿Me amenazaréis con el filo de vuestra espada?

—¡No será necesario! —respondió Yves, sin hacer caso del tono irónico de la joven—. ¡La fuerza de las manos que la sujetan bastará para vencer vuestra resistencia!

El anciano Rhaban no quiso escuchar más.

—¡Ya basta! —gritó, y su cabeza se enrojeció—. Dejad a la reina en paz o mataré…

Y atrajo a Baitschu hacia sí, poniéndole la cimitarra al cuello. Después le gritó a Yeza:

—¡Salid fuera y que os siga el señor Yves!

Éste no se movía, pero sus manos sujetaban furiosas la espada.

—¡Soltad el arma! —le gritó Rhaban—, si no queréis ser el culpable…

Su cimitarra temblaba junto al cuello del asustado muchacho. Después se le cayó de la mano. Con movimiento rapidísimo Yeza le había arrojado su puñal, que le alcanzó exactamente en la carne del antebrazo. Rhaban soltó a Baitschu y cayó de rodillas, golpeándose contra las baldosas del patio. En medio del silencio se volvieron a oír rudos porrazos contra la puerta, pero también el derviche volvió a levantar la voz.

—"Déjate caer —susurraba— ¡y Él te elevará a los cielos!"

Baitschu miraba sorprendido a Yeza, sus ojos brillaban de agradecimiento por haberle salvado la vida, a punto de llorar. El Bretón dio un paso hacia Rhaban, que bajó atemorizado la cabeza. Pero no fue el rayo de la espada justiciera lo que cayó sobre él: Yves se limitó a sacarle el puñal del antebrazo.

—¡Vamonos! —murmuró Yeza en tono seco cuando Yves, sin pronunciar palabra, limpió el puñal y se lo devolvió. Después le propuso al Bretón:

—Me tomaréis como rehén. Y Baitschu nos seguirá con los caballos…

—¿Y dónde pensáis llegar con ese truco? —preguntó Yves, que iba de la admiración encubierta a la más franca desconfianza.

—Ya lo veréis, Bretón.

Yeza volvía a ser la reina. Se acercó al portal y ordenó a los peones que lo abrieran. La horda de beduinos reculó asustada.

—Dejad paso libre —les exigió la joven a los más cercanos—. Y no toquéis a ninguno de los que me sigan… ¡para bien o para mal!

Se refería a Yves el Bretón, situado tras ella y con la espada desenvainada y a punto. Los beduinos se apartaron desilusionados y abandonaron con cabeza gacha la plaza que tenían ocupada delante del palacio de Zenobia.

IMAGE Pasaron muy pocas horas, de hecho ya sucedió al llegar al próximo oasis, y los arrieros de la banda de bandidos ya se habían vuelto a reunir con su gordo cabecilla, que los estaba esperando, dispuesto a partir de inmediato. No se mostró demasiado contento al ver que traían a Alí, aunque éste no tardó en revelar sus intenciones.

—He venido —le explicó con frialdad al gordo— para compraros el esclavo.

El grueso cabecilla olió enseguida el negocio, aunque se esforzaba por mostrar la misma indiferencia que su huésped. Pero las puntas de su barba temblaban y traicionaban su avaricia.

—¿O sea que estáis convencido de que se trata del hijo del sultán de Damasco?

—¿Y vos no? —le opuso Alí, para sonreír después con malicia—. ¡Preguntadle por el nombre de la favorita de su padre An-Nasir!

El gordo le miró un tanto sorprendido, pero ordenó a su guardián personal, un nubio alto, armado con un sable curvo de hoja especialmente ancha, que fuera a indagar. El hombre llevaba el arma sujeta en el paño que le cruzaba el pecho desnudo. Alí se quedó mirando pensativo la espalda del gigantesco negro, pero la risa taimada del gordo le hizo volver a la realidad.

—Ese hombre con su sable sería capaz de cortar vuestro cuerpo a trozos —le propuso el cabecilla a su visitante, para pasar después sin más a adoptar el tono de un comerciante que negocia en el bazar.

—¿Y cuánto estaríais dispuesto a pagarme? —preguntó con impaciencia.

El gigantesco guardián regresó y le susurró al oído a su señor una sola palabra. El gordo sonrió con alevosía.

—¡Decidme la cantidad y el nombre de la mujer! —exigió con sonrisa amable—. ¡Si me convencéis, haremos negocio!

Miró con aire interrogador a la cara del supuesto comprador, pero Alí no torció el gesto. El otro añadió:

—¡Si no me convencéis, perdéis la vida y el dinero!

Alí resistió la mirada.

—Clarión —respondió con voz calmosa, y al gordo no le quedó más remedio que asentir—. Pero las treinta piezas de oro que os pagaré no las llevo encima —recuperó Alí la iniciativa—, es decir, si queréis cerrar el trato conmigo, deberéis disponer que alguien me acompañe, por ejemplo ese gigantón musculoso, para que le entregue la suma.

El gordo estuvo reflexionando un rato, por si descubría dónde se escondía algún posible truco. No le gustaba que le engañaran.

—¿Pretendéis llevaros al prisionero? —intentó erigir una barrera protectora de sus afanes.

—¡Me basta con su cabeza! —Alí le miró con frialdad—. A mí solamente me interesa el hamsa, el amuleto que ese joven lleva atado al cuello…

IMAGE Una lluvia de piedras se estrelló contra el muro de la torre solitaria. Era la tumba que Yeza solía escoger cuando quería cavilar en silencio, y donde había tenido también su primer encontronazo con Yves, en Palmira. Le gustaba ese lugar. La serenidad de los sarcófagos de mármol influía en ella, una serenidad de los muertos que se transmitía al pequeño grupo allí refugiado, que se sentía protegido. Tal vez también porque el Bretón se había plantado con las piernas separadas en el umbral y aprovechaba los tablones roídos como escudo para recibir con su espada a quien en un ataque de valor o de locura intentara subir las escaleras. Los escalones estaban cubiertos con los cuerpos de los que habían querido medirse con el indómito guardián. Yeza y Jalal al-Sufí, que los había seguido sin que nadie se lo pidiera, se habían acurrucado en el claroscuro de la cámara mortuoria, con forma de chimenea, y atendían al ruido de las piedras que, por la decisión terminante del Bretón, parecían una mera granizada y a los gritos de los atacantes furiosos que se animaban mutuamente y atacaban sin cesar al hombre que debían matar si querían retener a su amada reina.

Baitschu, muchacho sagaz, había trepado por el interior, a lo largo del paso entre las varias cámaras mortuorias, para observar el exterior desde arriba, por las estrechas rendijas de ventilación. Fue el primero en darse cuenta, antes de que los encerrados comprendieran que los ataques habían amainado, de que el grupo principal de los beduinos se estaba reuniendo junto al templo de Alilat, morada de los derviches. Bastaban para rodear la tumba solitaria con un estrecho círculo de combatientes que ya no intentaban agredir a ciegas al Bretón, sino que le lanzaban piedras bien dirigidas, y alguna que otra flecha. Yves se retiró, pero de modo que pudiese seguir vigilando los últimos escalones. Baitschu avisó excitado de que veía a los mongoles: varias centurias se acercaban, procedentes del este, al centro de Palmira…

El general Sundchak estaba de retirada de la expedición de castigo, una vez conseguido su objetivo. Llevaba preso consigo al emir de Mayyafaraqin, para que el il-jan dispusiera una muerte cruel para quien había osado atentar contra los emisarios de los mongoles. Transportaba a El-Kamil en una estrecha jaula para que todos pudieran comprobar el destino de quienes se rebelaban contra la ley del vencedor. El general no se había visto confrontado al espinoso problema de la pareja real: en la fortaleza asaltada de Mard'Hazab sus gentes no habían encontrado ni a Roç ni a Yeza, de modo que mataron tranquilamente a todos los que allí se habían refugiado, hombres, mujeres, niños. Sundchak había ordenado arrasar el castillo de Mard'Hazab, igualándolo a la roca en la que estaba emplazado. El general parecía profundamente satisfecho de su faena, y lo único que deseaba era regresar al campamento de Hulagu para recibir los elogios del il-jan.

No tenía ninguna gana de litigar con esos beduinos excitados ni con los derviches que los animaban, ni siquiera cuando Jazar, que protegía la retaguardia, se enteró por los derviches de que retenían a Yves el Bretón como rehén, decididos a que no se llevase a su reina, a la que mantenía secuestrada. ¡La reina Yeza, la princesa Yeza tan empeñosamente buscada! ¡Le estaba bien empleado al Bretón! El general no se sintió concernido. Consideraba que ese hombre no tenía por qué meterse en el asunto de la pareja real, que desde su punto de vista no hacía más que perturbar la cuestión clara y diáfana del imperio universal de los mongoles. Todo ese asunto no era otra cosa que una concesión insensata a ese Occidente desordenado, tierras del sol poniente, como ese país del provocador rey de los francos en cuyo nombre decía actuar el señor Yves. ¿Y la princesa Yeza? ¡Sundchak era capaz de evocar a todos los demonios, buenos y malos, para evitar volver a tenérselas con un personaje tan revoltoso! Despachó en tono rudo a Jazar, aunque éste le señaló que Baitschu, el hijo de Kitbogha, también estaba en peligro. No era su culpa, en todo caso era culpa del Bretón, y no era razón para permanecer más tiempo en ese lugar polvoriento en medio del desierto, plagado además de escorpiones.

La jaula en que se acurrucaba El-Kamil llevaba ya un tiempo entre sus vigilantes y la multitud de beduinos que curioseaban. El emir, muy al tanto de lo que le esperaba si llegaba vivo al campamento de los mongoles, vio una última oportunidad en los beduinos de Palmira. Darse simplemente a conocer no habría significado mucho, pero él conocía la historia de Yeza y de Yves, y por eso suponía y declaraba que los mongoles se habían puesto de acuerdo con el Bretón y que habían acudido sólo para apoderarse de su reina. El temor a la muerte dotó a El-Kamil de una gran verbosidad. Se dirigía con preferencia a los derviches, repelidos por la repentina presencia de esos diablos extranjeros, tan ofensivos para el orgullo beduino. Se trataba de "su" reina, ¡nadie iba a robársela! Sundchak era el último capacitado para apaciguar la revuelta que se incubaba, la situación se le escapaba de las manos cuando los beduinos intentaron liberar al emir de su jaula y arrojaron las primeras piedras. El general dio la orden de reprimir al populacho…

Mientras, en la torre de los muertos, el ambiente no era pesaroso, pero reinaba la tensión. Baitschu, desde su puesto de vigía, informaba de que los jinetes mongoles ahuyentaban a los beduinos, que les disparaban y los atacaban con sus sables. A tanta distancia no era capaz de percibir más detalles, ni podía decir qué les sucedía a los derviches, por los que Yeza preguntaba con creciente ansiedad.

—El que no huya será imposible que se salve —observó Yves con laconismo—, pero no huirán.

—¡Aman la vida! —se atrevió Yeza a defenderlos—. ¡Viven esperando unirse al gran Amado!

—"La mayoría de los vivos se acercan pataleando y chillando a la muerte, no así el alma que conoce la existencia del Amado" —se atrevió el derviche Jalal a recitar algunos versos que consideraba ajustados al momento—. "La muerte no es para ellos ni cruel ni dolorosa, pues no es más que un paso hacia el Grande, el Único…"

Jalal arrojó una mirada a Yves, quien no le impidió que prosiguiera.

—"¡El que quiera escapar de la muerte tendrá que morir una y otra vez! ¡Eso sí me parece cruel y doloroso!"

—Eso suena más bien a ajusticiamiento, cuando a uno lo arrastran hacia el patíbulo —opinó Yeza con tono despreocupado—. Yo, por mi parte, estoy acostumbrada a la idea de la muerte. La vida de la pareja real —añadió, ya más pensativa— nunca ha permitido otra cosa.

Yves había cerrado la puerta maciza hasta dejar apenas una rendija abierta. Pero ya nadie intentaba acercarse a la torre. Baitschu confirmaba que los asediantes se habían retirado, dejando atrás a sus muertos, de los que estaba sembrada la escalera. La mayoría había corrido en ayuda de sus compañeros, algunos habían huido.

—¡Los jinetes mongoles dominan el campo de batalla! —proclamó el muchacho desde arriba, y en su voz había orgullo.

Yeza señaló que, en verdad, podrían salir ahora de la torre e ir en busca de sus caballos, aún seguramente en el patio del palacio de Zenobia.

Pero Yves arrugó la frente.

—¿Cuánto tiempo hace que no convivís con los mongoles, Isabel Esclarmunda du Mont y Sion? —preguntó a Yeza, y él mismo dio la respuesta—. La pareja real tiene ahora en campo propio más enemigos que seguidores —declaró con aire grave y preocupado—. Sundchak ni por asomo es vuestro amigo —el Bretón no deseaba que Baitschu se enterara y bajó la voz hasta un susurro—. Si nos descubre aquí, hará que os maten sin más, y a mí.

Se hizo silencio.

—Tal vez no le falte la razón —dijo Yeza en voz baja—. No hago más que traer desgracia para los demás…

Jalal rechazó con vehemencia ese pensamiento.

—Nadie tiene el poder de influir en el destino divino: ¡kulu sheien min iradatu allah! —y el derviche pareció de repente muy relajado—. Ni siquiera yo, que os he traído a Palmira, me siento culpable del destino de sus habitantes, ni son culpables los mongoles… ¡todo sucede según la voluntad de Alá!

En medio del silencio que siguió resonó la exclamación de Baitschu:

—¡Ya llegan, nuestros jinetes vienen hacia aquí! —y su voz rebosaba entusiasmo al ver moverse las centurias.

—¡No grites! —reprendió Yves al celoso observador. Este enmudeció, asustado.

—¡Se acercan! —susurró después, emocionado.

Yeza deseaba tirar de los pies al insensato muchacho, obligarlo a bajar o al menos taparle la boca con la mano, pues Baitschu daba saltos entre los sarcófagos superiores.

—¡Es Jazar! —exclamó jubiloso—. ¡Jazar es quien dirige a los jinetes!

Sólo entonces se dio cuenta de que nadie compartía su alegría. Yves se mantenía a la sombra, pero espiaba por la rendija. Sin girarse y en un tono que no toleraba objeción, se dirigió a Yeza.

—Saldré solo —ordenó con voz ronca—. ¡No os moveréis hasta que os venga a buscar!

Empujó la pesada puerta y salió de la torre, espada en mano. Jazar fue a su encuentro.

—"¡Aún he liberado a cada prisionero! —declamaba en voz baja el derviche, y su alivio era audible—. ¡He logrado separar los dientes del dragón!"

Jalal le sonrió a Yeza, para insuflarle ánimo.

—"Siembro de rosas hasta el camino espinoso del amor!"

IMAGE Alí, hijo del último sultán —destronado y asesinado— de los mamelucos de El Cairo, cabalgaba detrás del guardián negro del gordo cabecilla de los bandidos. El amuleto que llevaba al cuello le quemaba el pecho, como si esa moneda de latón fuese hierro candente. El gordo jefe de los tuareg le había colgado del cuello, con afecto casi paternal y con sus propias manos, la cinta de cuero de la que pendía el hamsa.

—Si no pagáis —murmuró mientras lo hacía, y sus manos carnosas le palpaban la garganta— ¡este cuero se os volverá estrecho! —y retorció la cinta con sus dedos hasta casi estrangular a Alí.

Después lo soltó.

Alí se tocaba el cuello, como si le faltara el aire para respirar. No podía descuidarse.

Cuando estuvo a suficiente distancia del oasis donde los tuareg esperarían el retorno del gigantesco nubio, Alí hizo que se detuviera y desmontase. El negro sostenía indeciso en una mano el saco con la cabeza cortada. Aún goteaba en la arena la sangre oscura. Con la otra mano sujetaba irritado la poderosa cimitarra. Alí le ordenó dar diez pasos hacia adelante, después siete hacia un lado, tres hacia atrás y dos más hacia el otro lado. El gigante daba pasos en las dunas, visiblemente confundido.

Después Alí le ordenó que cavara, más hacia la derecha, un poco más hacia delante, no, hacia la izquierda. El hombre clavó refunfuñando su cimitarra en la arena y empezó a cavar un agujero con las manos. El agujero se hizo más y más profundo, sus manazas eran como palas, pero el oro no aparecía. El gigante presentía que el otro se estaba divirtiendo a su costa, resoplaba disgustado y miró con aire interrogador a Alí, que seguía sobre su camello a distancia segura.

—¡Ahora echaréis el saco adentro y volveréis a cerrar el agujero! —ordenó al negro, que mostró su indignación al oír tamaña insolencia.

—¿Y el oro? —ladró al ver confirmada su desconfianza. Ya estaba calculando si de un salto lograría derribar al insolente de su animal, cuando vio las primeras monedas de oro que caían sobre la arena. Tuvo que fijarse adónde iban a parar, buscó a la derecha, recogió una a la izquierda. Alí había tirado de su cinturón, oculto bajo la amplia chilaba, y le arrojaba las piezas de oro contadas, como limosnas, más cada vez y más deprisa; algunas caían en el pozo, la arena que caía las empezaba a cubrir, se deslizaban debajo del saco ensangrentado…

Cuando el gigante, desesperado y ciego de furia y humillación, intentó mirar a su mortificador para arrojarse sobre él y estrangularlo con sus propias manos, el camello y su jinete ya estaban lejos, a distancia inalcanzable… ¡y él no había recogido aún las treinta monedas, ni mucho menos, que insistiría en recibir su amo! Alí se iba alejando de su campo de visión…

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Estábamos condenados a permanecer junto a una poza en el desierto —difícilmente habría podido calificarse de oasis un agujero rodeado de tres flacas palmeras—, sentados sobre el dichoso kilim, y entreteníamos el tiempo jugando al "Ser". ¡Cuando pienso con qué entusiasmo y ganas de alcanzar nuestro objetivo habíamos partido de Jerusalén, con la idea fija, única y exclusiva de buscar a la pareja real, a Roç y Yeza…, y ahora ahí estábamos sentados, debilitado el ánimo tanto como nuestro noble propósito, sobre ese monstruo de alfombra con que nos habían cargado los tuareg! En el fondo, esos bandidos bereberes no nos habían dado elección, pero como ya era nuestra propiedad, tampoco nos obligaba nadie a comportarnos como esclavos del kilim, que admito que sea muy precioso. Podríamos haber considerado que el precio pagado era simplemente justo, por haber salvado la vida, haber dejado la alfombra en el desierto para disfrute de futuros visitantes del oasis y habernos marchado libres de toda carga, dejándolo atrás. Pero ¡parecía cosa del demonio! En todo caso Joshua, nuestro cabalista, y David el templario habían caído en una especie de pasión del juego desde que el kilim les servía para posar el trasero encima. ¡Estaban dispuestos a amenazar de muerte al primero que se atreviera a sustraerles la alfombra o a echarlos de ese campo de juego! El mismo Halcón Rojo parecía aceptar el enajenamiento de su esposa: la princesa de los saratz formaba parte del tronco fijo de jugadores indispensables, y él no se atrevía a pronunciar una palabra sobre eso. Nada le importaba el kilim, y sin embargo el emir parecía paralizado, como si un veneno latente hubiese atacado su noble sangre en el momento en que fuimos propietarios de la alfombra, o mejor dicho, al revés: ¡el kilim nos poseía, como un dyinn maligno! Y como para el "Ser" se necesitan cuatro personas, y Alí había desaparecido la última noche, los demás, reunidos en torno a la pirámide de varillitas, me solicitaban con ademanes obscenos que los acompañara, tan deseosos estaban de empezar la partida. David el templario ya había iniciado el reparto. Una vez revisadas las doce varillitas que me correspondieron, vi que tenía la posibilidad de combinar los "principios elementales" con las "inclinaciones esenciales". Tras las turbulencias de los últimos tiempos, y en vista de la creciente irritación de mis compañeros, me atraía celebrar una partida armoniosa. Dado que Madulain, atragantada aún con su disgusto por el comportamiento de Alí, y Joshua, más indignado con los reproches del joven de lo que estaba dispuesto a demostrar, se hacían mutuamente la guerra en los fondos traicioneros del Agua y de la Luna, pude adelantar mis intenciones pacíficas casi sin ser molestado. David no parecía querer impedirlas. Mi amigo manco, al parecer, se debatía entre Aer, el aire, y Hermes, el de las muchas caras, para inclinarse por la espiritualidad. Yo observaba con mucha atención su estrategia, él era el único con quien tendría que contender por los seres fabulosos que deseaba atrapar. El templario aún parecía vacilar entre ocultismo e inspiración, entre el veneno de la Serpiente y el contraveneno del Médico. Esta alternancia constante le causaría dificultades si no aparecía el lapis ex coelis, el "Ser supremo", para salvarlo de manera milagrosa de las garras de la Salamandra de fuego y del ave Fénix.

—¡Ya vienen otra vez a molestarnos! —exclamó Joshua el carpintero, y arrojó con expresión de disgusto sus varillitas sobre la alfombra. Yo me giré lentamente hacia atrás, procurando que Madulain no pudiera desviar su mirada para espiar mi mano, algo que la princesa de los saratz siempre estaba dispuesta a hacer.

Se veía que eran unos caballeros procedentes de los estados de la costa, los de los cruzados, quienes se atrevían a avanzar hasta nosotros, o que se habían perdido por allí. Reconocí las banderas de Antioquía y del rey de Armenia. Cuando se cercioraron de que éramos pocos y no representábamos peligro alguno, se acercaron en formación suelta y bastante despreocupados.

El Halcón Rojo se había puesto de pie, aunque fue su esposa Madulain la que de repente se incorporó de un salto y lanzó un grito salvaje. En su entusiasmo derribó la pirámide y con la exclamación:

—¡Roç Trencavel! —indicó al emir quién encabezaba el grupo de caballeros.

En efecto, era Roç, y debía de haberme reconocido, pero desvió ostensiblmente la mirada, casi con desprecio, cuando nos vio sentados sobre la alfombra. Roç desmontó y se acercó al Halcón Rojo con naturalidad indiferente, como si no le importara nuestro entusiasmo. Cada uno de los allí reunidos conocía lo suficiente al Trencavel como para que tuviera que recordar nuestras caras; pero Roç se empeñó en ignorar a quienes habíamos visto interrumpido nuestro juego. Saludó a Madulain con los habituales besos en las mejillas, y también intercambió un saludo frío con el emir.

Pero ¿no había sido el Halcón Rojo, como lo fui hasta cierto punto también yo, una de las figuras más importantes que en su día ejercieron de cuidadores y salvadores de los "hijos del Grial", desde el Montségur y, de hecho, sin interrupción hasta la fecha?

¡No podía comprender el comportamiento tan extraño de Roç! A nosotros, que nos habíamos quedado sin cuarto jugador y sin poder proseguir la partida, nos dedicó poco más que una mirada malhumorada, poco estimulante. No obstante nos pusimos de pie y nos acercamos para saludarlo. Confieso que no me sentí bien tratado, me parecía merecer mayor atención. Al fin y al cabo, aunque yo era mayor, me unía a Roç Trencavel una íntima amistad, ¡y desde que él era niño! Me abrazó, dijo:

—Ah, William —como para expresar algo así como "me alegro de volverte a ver". Me sentó como una ducha fría.

Mis compañeros no lo pasaron mejor, aunque claro, ellos nunca habían tenido una relación tan estrecha con Roç como de la que podía presumir yo. Los caballeros armenios, que eran cinco, se mostraron amables, mejor dicho rodearon con mucho interés a la única mujer que hallaron en nuestra compañía, Madulain, y aunque su esposo parecía poco dispuesto a aceptarlo, la princesa de los saratz adoptó de inmediato, con dignidad y gran cordialidad, el papel de dama y anfitriona. Que el grupo, mucho mayor, de caballeros de Antioquía se hubiera detenido a cierta distancia me pareció raro, como si se alzara una barrera entre ellos y nosotros. Al fin y al cabo, mal que bien, Roç Trencavel nos estaba saludando, él, que los había conducido hasta allí. Pero era como si no quisieran tener nada que ver con nosotros. Primero se habían acercado a buen trote, pero de repente los delanteros detuvieron sus cabalgaduras, nos volvieron la espalda y se agruparon apretujados en torno a su bandera. Es verdad que a los de Antioquía se les conoce por su engreimiento, ¡pero su comportamiento me pareció hasta ofensivo!

Al parecer eso no preocupaba a nadie salvo a mí. Los ojos y los oídos de todos atendían únicamente al emir y al Trencavel. La presencia misma del kilim, visible desde lejos y cuyos colores ardientes llamaban la atención, no parecía ser objeto de la conversación entre Roç y el Halcón Rojo. El tono de sus palabras delató muy pronto una irritación profunda, y se tornó agresivo. Se trataba de la búsqueda de Yeza. Para el emir era lógico que después de este reencuentro feliz e inesperado ambos unirían sus esfuerzos y los encaminarían al objetivo común de volver a elevar a Roç y Yeza a su pedestal glorioso de pareja real. ¡Con esa intención nos habíamos puesto en camino! En boca del Halcón Rojo, estas palabras sonaban a reproche, y posiblemente ésa fuera su intención.

Roç argumentó que nadie tenía derecho a entrometerse en sus vidas. En lo que se refería a Yeza, también ésta decidiría libremente qué camino deseaba emprender, y Roç esperaba que ella estuviera en condiciones de tomar esa decisión. Una palabra desdeñosa dio paso a otra y el emir llamó a su esposa a su lado.

—Nada se nos ha perdido aquí —dijo con entonación de amargura—. Habría preferido no haber tropezado nunca más con Roç Trencavel.

Madulain intentó mediar, extendió la mano para acercar a Roç a su lado y al lado del Halcón Rojo, pero el Trencavel le dio la espalda y se apartó. A mí se me hacía muy cuesta arriba comprender cómo rechazaba así el afecto de sus antiguos amigos, y cuando el emir, seguido de una apenada Madulain, se fue acercando a su propia cabalgadura, hice un esfuerzo y me planté con valentía ante el insolente.

—Espero, Roç —dije con voz ciertamente afectada—, que no sea ésta la última vez que nos veamos —sentía un nudo en la garganta—. Si se produjera otra ocasión, preferiría que fuera en un ambiente más acorde con la afectuosa amistad que siempre he sentido por ti y por Yeza, y que mantendré hasta el fin de mis días.

Al final asomaron las lágrimas a mis ojos y rodeé sollozante su cuello con mis brazos. El me dejó llorar, después se desprendió de mi abrazo y le gritó con voz triste al Halcón Rojo, que se había detenido al darse cuenta de mi proceder.

—¡Yo también habría deseado otro recibimiento, y en cambio he encontrado a mis amigos entregados al juego y molestos por mi llegada!

Ciertamente sus palabras iban dirigidas más bien a Joshua y a David, no a Madulain, pero también yo podía darme por aludido. Sin embargo, el emir no parecía dispuesto a ceder, por mucho que su esposa le insistiera en que volviera a dirigirse a Roç. Lo único que hizo fue mirarlo largamente y en silencio antes de apartarse definitivamente.

El Trencavel, en cambio, parecía más y más excitado y dispuesto ahora a dar más explicaciones.

—Con mucho gusto volveré a reunirme con Yeza —se dirigió a mí—, ¡pero no con ayuda de unas gentes que al parecer se encuentran como en casa sobre esa alfombra!

Me habría gustado enterarme de por qué lo había enfurecido tanto nuestra inocente pasión por el juego, aunque ahora él le echaba las culpas al kilim que nos servía de cómodo asiento. Yo no deseaba perder la compañía del emir, que ya había montado en su camello. Es verdad que yo había escogido el camino emprendido, mas ahora no sabía si ceder y quedarme o cambiar de bando. Como mínimo deseaba despedirme de mis compañeros de Jerusalén y explicarles mi decisión, aunque sabía que les iba a saber a "deserción". De modo que corrí al encuentro del Halcón Rojo, justo cuando también lo alcanzaba su esposa.

—No es que pretenda haceros cambiar de opinión —le rogué—, pero ya que el sol está en su ocaso, ¿por qué no aplazar la salida hasta mañana?

Albergaba pocas esperanzas de convencerlo, pero fue Madulain quien hizo suya mi propuesta y acudió en mi auxilio. Juntos pudimos convencer al Halcón Rojo de que acampáramos en otro extremo del oasis, separados de Roç y de su tropa por el kilim, ese kilim que desde que surgieron las divergencias reposaba abandonado sobre la arena y que, en la oscuridad, parecía un tigre de mil colores a punto de dar el salto, ¡si es que era concebible una bestia así! Los rayos dorados de poniente atravesaban las hojas de los arbustos y dibujaban figuras constantemente renovadas sobre el fondo oscuro de la alfombra inquietante. El grupo de caballeros de Antioquía reposaba a cierta distancia del borde del oasis. Ni uno de ellos se presentó a saludarnos.

IMAGE Apenas Yves el Bretón se hubo alejado, junto a Jazar, se instaló cierto alivio en la torre de los huesos. Baitschu se había acercado a la puerta y estaba al acecho. La mayor parte de la tropa mongol había desaparecido de su campo de visión: acompañaba a Jazar, su cabecilla, y al Bretón, quien, aunque no había solicitado su protección, fue lo bastante inteligente para aceptarla. Antes de que Yeza pudiese retener al muchacho, éste se había escapado y se acercaba a los hombres de su primo, que aún no habían montado en sus caballos. La mayoría lo conocían y sabían que era el hijo de su comandante supremo, Kitbogha. De modo que no pudieron negarle dos de sus caballos. Apreciaban al despabilado muchacho y aceptaban que se les riñera por ello. De modo que le cedieron lo que buscaba y Baitschu regresó orgulloso a la torre con los dos animales.

Yeza lo esperaba con temor y cierta emoción. No le faltaba razón al muchacho. Ella tenía que aprovechar la ocasión y liberarse de la presencia del Bretón, y si no ahora, ¿cuándo? De modo que fue sonriente a su encuentro, cosa que Baitschu recibió como un premio por su actuación, pues había temido tener que convencer a la adorada princesa de que convenía huir. El hecho de que ahora Yeza lo aceptara con naturalidad como acompañante, y hasta como protector, lo conmovió. Acabó mirando un tanto avergonzado a Jalal, que había seguido a Yeza al exterior de la torre.

El sufí había comprendido que era la hora de despedirse de un sueño, el sueño del retorno de la gran reina Zenobia, de la instauración de un reinado de amor espiritual y de poesía, ¡una época de felicidad plena para los derviches de Palmira! Todo había quedado en un sueño; ni siquiera se le ocurría un verso adecuado de Rumi para describir acertadamente la situación. Antes de que Yeza pudiese darse vuelta y mirarlo, el sufí volvió a la oscuridad del interior de la torre. No quería hacerle difícil la despedida a ella, y a él ya le asomaban las lágrimas.

De modo que Yeza se alejó, con Baitschu a su lado, por los palmerales del oasis. Sólo cuando ya no se veía Palmira entre los troncos esbeltos, se atrevió el muchacho a dirigir a la dama de su corazón la pregunta:

—¿Adónde queréis que os lleve?

Yeza concedió a su joven caballero una sonrisa melancólica.

—Acabamos de dejar atrás el paraíso, sobre todo si pienso en cómo suele proceder vuestro general Sundchak.

Su voz tenía un dejo de amargura, pero no miró atrás, donde se veían columnas de humo ascender sobre las palmeras. Baitschu sí había echado más de una mirada atrás, pero porque temía que los persiguieran.

—¿De modo que no queréis regresar con los mongoles? —no se atrevía a mirar a la joven a la cara—. Sabéis que os tienen mucho afecto —añadió, y sonaba como una declaración de amor.

—Sí quiero —dijo Yeza, que tomaba en serio al muchacho y sus sentimientos—, pero antes quiero reunirme con Roç Trencavel.

No deseaba herirlo, sólo dejar las cosas claras.

—Y para encontrarlo tendré que buscar.

Baitschu demostró ser todo un hombre.

—¿Os ama? —consiguió preguntar con voz estrangulada, y Yeza tuvo que reír.

—No tanto como yo a él —intentó explicar su relación con Roç, y no era nada sencillo—, pero formamos una pareja.

Baitschu enderezó la espalda.

—Entonces os ayudaré a encontrarlo y seré caballero defensor de los dos.

Siguiendo una ocurrencia espontánea, Yeza se inclinó fuera de la silla de montar, tomó la cabeza del muchacho entre ambas manos y le estampó al sorprendido Baitschu un beso en la boca. Después clavó la espuelas a su caballo y siguieron galopando por un camino que no sabían adónde los llevaría.