La frágil suerte de Palmira

IMAGE La antiquísima ciudad comercial de Palmira, situada en medio del desierto septentrional de Siria, se le presentó a Yeza como un conjunto bizarro de templos en ruinas y columnatas que atestiguaban su antigua riqueza y un pasado lujoso. Alrededor de esa zona intocada, de belleza decadente y de poder perdido, se extendía el verdadero oasis, que seguía siendo un punto de cruce para las más importantes vías de tránsito de las caravanas, y un mercado animado. En el centro, respetuosamente conservado, se cobijaban los derviches en dos santuarios que se mantenían más o menos en pie, dedicados uno al dios Baal y otro a la diosa Alilat, esta última, la belicosa patrona de la sabiduría y del comercio. Al lado mismo se encontraba el "palacio" de la venerada reina Zenobia, que en su día se había atrevido a oponer resistencia a los romanos, con lo que había provocado la destrucción de Palmira pero que le sirvió para conquistar y asegurarse para siempre un lugar en el corazón de los beduinos.

Jalal, un sufí reconocido y apreciado por todos, no había tenido dificultades para convencer a los derviches de que Yeza representaba la feliz reencarnación de la gran Zenobia que venía a redimir su pobreza, pues al fin y al cabo la amenaza que representaban los bárbaros provenientes del lejano país de los mongoles podía compararse a la opresión ejercida por los odiados romanos, todavía recordada por el pueblo. Una vez tuvo de su lado a la alta jerarquía religiosa del lugar, la chispa saltó irremediablemente a los beduinos, y desencandenó un verdadero incendio de entusiasmo, pues a través de las caravanas que habían ido pasando y los derviches en su constante deambular, ya había llegado a Palmira la fama adquirida por la "pareja real", destinada a instaurar un "reinado de la paz". En cualquier caso, Yeza fue aclamada ya en las afueras de la ciudad por una multitud entusiasta, y una delegación solemne de derviches que representaban a los ojos del pueblo la autoridad religiosa, contrariamente a su propio entender, condujo a "la reina" al palacio de Zenobia. La ausencia de su real esposo, ausencia de la que se culpaba desde luego a los mongoles, quedaba cordialmente excusada. Muchos de los beduinos que fueron a saludarla aseguraron a Yeza que sentían mucho lo sucedido a Roç. Para aumentar aún la confusión, las plañideras se aprestaron a llorar la pérdida del ausente, de modo que los gritos agudos del entusiasmo se mezclaron con los lamentos del duelo, hasta que ya nadie entendía qué estaba sucediendo. Los niños mostraban un enorme deseo de tocar a la "reina", y a ser posible de llevarse algo de ella, un trozo de su ropa… ¡o de su propia piel!

Jalal al-Sufí se vio obligado a exigir enérgicamente a los derviches que protegieran a Yeza de todo contacto con el pueblo alborotado. Gracias al escudo formado por sus cuerpos entrenados en el éxtasis, Rhaban, que parecía espantado, consiguió salvar a la "reina" y ponerla a toda prisa a resguardo en el palacio.

¿¡Palacio!? Yeza estaba asombrada. Esos muros decaídos debían de haber servido durante años para guardar cabras y ovejas: el suelo de mosaico de las estancias estaba cubierto de sus excrementos secos, y, cacareando y aleteando, las gallinas escapaban por las aberturas de las ventanas e innumerables golondrinas anidaban entre las vigas. Y allí donde no llegaba la luz colgaban los murciélagos, que bisbiseaban su disconformidad con el revuelo ocasionado.

Yeza carecía de preconceptos en cuanto a su vida como reina y no se mostró disgustada sino más bien divertida. El anciano Rhaban adoptó de inmediato el papel de mayordomo y procuró ser útil. Bajo su mando, mientras la multitud que había delante se dispersaba, unos cuantos criados se pusieron a barrer y limpiar el edificio. Yeza se dirigió al jardín asilvestrado, donde estaban sujetos sus dos caballos y el camello. Jalal al-Sufí había hecho colgar una hamaca entre dos árboles que daban sombra y procuraba alegrar aún más su ánimo, obsequiándola con las ocurrencias deliciosas de su adorado maestro Rumi.

—"Dicen que es de noche, pero yo nada sé de noche o día. Lo único que yo quiero conocer es el rostro del Ser único que llena las esferas celestiales con su luz."

El pequeño sufí se sentaba a los pies de Yeza.

—"O, noche, tú estás tan oscura porque no lo conoces —cantaba con voz suave y dulce—. O día, ve y aprende de Él lo que es la claridad…" —y Jalal al-Sufí enmudecía y reflexionaba sobre las palabras que acababa de pronunciar.

Dos muchachas jóvenes abanicaban a la reina para transformar el aire cálido del desierto en una brisa refrescante. Mientras se balanceaba lentamente, Yeza consiguió dormirse tan profundamente como hacía tiempo que no lo conseguía.

IMAGE En los establos del palacio del Principado de Antioquía hacía tres días que acampaban tanto los caballeros de Occitania como los otros diez hombres que Bohemundo había puesto a disposición de Roç, más los cinco jinetes del rey armenio, además de los escuderos de todos ellos. Sólo a uno se lo echaba en falta: Roç. Cansados de esperar, los hombres de su séquito se habían ido a sentar en la nave destinada al servicio, justo al lado de las cocinas, y se hacían servir bebidas por las criadas. Se hablaba de que el Trencavel había decidido realizar él solo una salida de reconocimiento, para determinar en qué dirección debía marchar si no quería ir al encuentro directo de los mongoles. Los tres occitanos se mantenían apartados, también porque no querían soportar la mofa que iba naciendo en torno al comportamiento de su amo y señor. Lo que los demás suponían gracias a sus mujeres ellos lo sabían de seguro. Desde la marcha del príncipe soberano, Roç compartía el lecho con la princesa Sibila, que se hacía servir en su camerino por Alais la comida y bastante vino fresco. Se trataba de breves interrupciones en su sorprendente afán de disfrute, como relataba una Alais ruborizada, pues muchas veces la señora Sibila ni siquiera esperaba a que su servidora de confianza retirara los restos de unos alimentos consumidos con premura. Berenice, la primera dama de honor de la corte, no tenía asignado el servicio en el interior del camerino, pero lo que oía en la antesala, a través de la puerta y la pared, y relataba a los amigos con sarcasmo y sin ocultar su desaprobación excitaba y divertía a los oyentes.

Pero esto sólo duró cierto tiempo, tras el cual los occitanos empezaron a preocuparse seriamente. Roç no podría deshacerse tan pronto de la insaciable Sibila, por mucho que lo deseara, de modo que les correspondía a ellos "liberar" al Trencavel para que al fin cumpliera con su obligación y marchara con ellos en busca de Yeza. La que más sufría con la dedicación de Roç a los asuntos amorosos era Berenice, la compañera alta y bastante reservada de Terèz de Foix. Según ella, ¡la pareja real no debía estar separada! Aislado, cada uno de esa pareja no era sino un mortal cualquiera, ni mejor ni peor que uno de ellos mismos —sin incluirse a sí misma, segura como estaba de que la naturaleza la desfavorecía injustamente. ¡El aura de un destino especial y único sólo les correspondía a Roç y Yeza en cuanto pareja! Berenice no conocía a Yeza, por lo que tampoco deseaba pensar mal de ella. Pero sí despreciaba con toda su alma a la licenciosa y pecaminosa princesa Sibila, de la que sospechaba además que se aprovechaba también de su Terèz, según le diera el capricho. Pero, sobre todo, en el pecho de la flaca Berenice, tras sus magras costillas, latía un corazón lleno de admiración y ardor por el noble Trencavel. No obstante, ella misma no se daba cuenta de sus verdaderos sentimientos, tal vez muy profundamente arraigados, como tampoco lo hacían Terèz y su hermano menor, Pons de Tarascón, para no hablar de Guy de Muret. En último término, lo que ahora tenía más importancia para todos ellos era el aventuroso viaje que se habían propuesto, con una meta incierta y la posibilidad recién descubierta de emprender una vida heroica como los primeros defensores de Roç y Yeza. Eran perspectivas hasta entonces insospechadas. Querían iniciar esa aventura cuanto antes.

En el camerino de la princesa se abría, oculto tras el revestimiento de la pared, un tobogán de cobre que transcurría por entre los muros del palacio hasta llegar a las caballerizas. No había sido Sibila la instigadora de semejante montaje, pero sí quien lo había descubierto y mostrado orgullosa a su doncella. Los tres occitanos idearon un plan basado en la existencia de esa vía de escape. La tarea más difícil recaía sobre Berenice, pues no había que pensar en la aprensiva Alais para estos menesteres. Era capaz de echarse a llorar o de traicionarse de algún otro modo. Así pues, prefirieron no decirle nada. En el vestidor estaban las ropas y la armadura del Trencavel. ¡Había que sacar todo eso de allí! La encargada de hacerlo fue Berenice. Sólo un Roç desnudo era capaz de provocar el pánico de la princesa, y éso era lo que querían conseguir sus amigos…

Hacia el atardecer, los tres occitanos abandonaron el palacio sin llamar la atención. A medianoche regresaron, se presentaron con antorchas encendidas delante del portal, gritaron "¡Traición!" y "¡Los mongoles están al llegar!". En el patio del palacio organizaron un tumulto indescriptible, hasta que todos los caballeros despertaron (en sus camas o en las de cualquier criada), gritaron a sus escuderos y peones pidiendo sus caballos y sus armas, mientras los occitanos, perfectamente distribuidos por el patio, desembuchaban los rumores más disparatados acerca de que el rey Hethum había enviado unos mensajeros para advertir al Trencavel de que los mongoles estaban a punto de llegar para hacerse con su persona.

Reforzaban estas insinuaciones con otras más concretas, en el sentido de que "el príncipe Bohemundo exigía que sin tardar su esposa Sibila lo acompañara al campamento de los mongoles". Alais, temblorosa, no tardó en comunicar estas nuevas a la soberana.

—¡Alguien os ha traicionado! —lloriqueaba Berenice en la antesala—. ¡Vuestro esposo exige la cabeza del Trencavel!

Golpeó con los puños la puerta del dormitorio, y Alais rompió a llorar de inmediato cuando Roç, desnudo, abrió un poquito esa misma puerta y preguntó a la doncella por sus ropas. La señora Sibila apenas se atrevía a asomar la cabeza por la ventana para ver qué sucedía en el patio, donde se encendían cada vez más antorchas, se oía el chasquido y el tintineo de las armas y el resoplar de los caballos.

Berenice escapó de la antesala al grito de:

—¡Salvaos, Trencavel!

La señora Sibila envolvió a su amante en una sábana y lo empujó hacia la abertura del tobogán secreto. Abajo lo esperaban los tres conjurados, que lo vistieron a oscuras y a toda prisa. Roç estaba demasiado conmocionado para preguntar de dónde salían de repente su ropa y su armadura. Lo hicieron subir a su caballo y salieron con él al patio. Se abrió el portal de salida y, encabezados por el Trencavel, el grupo de caballeros abandonó de estampida el castillo, barrió las calles nocturnas, cabalgó por la garganta profunda del salvaje riachuelo Onoplikes, que por allí salía de la ciudad y dejaba Antioquía por el "Portal de Hierro" en la muralla, una puerta que en realidad estaba ahí para impedir que el enemigo penetrara en la ciudad a través de esa misma garganta. No había otro modo de mostrar mejor a los caballeros de Antioquía cuán grande era el peligro, pues esa puerta de pesadas rejas de hierro sólo se abría en momentos de máximo peligro, cuando había que emprender una salida arriesgada.

Con la misma rapidez con que se habían asustado todos los habitantes del palacio, cayeron de nuevo en un pacífico silencio y se fueron a dormir. La señora Sibila estuvo atisbando un tiempo por la ventana para ver si acudían los mongoles, ordenó después a la sollozante Alais que la dejara sola y regresó a su lecho revuelto. No acababa de comprender lo sucedido, pero se sentía demasiado cansada para romperse mucho la cabeza. Por la mañana le pediría cuentas a Berenice. Agotada, la princesa soberana estiró sus miembros y cayó en un merecido sueño…

IMAGE —"La luna se eleva —recitaba una voz cálida en el jardín nocturno del beit al malikah —y nosotros nos elevamos y flotamos con ella."

De las ramas colgaban lamparillas de aceite e inundaban los arbustos que rodeaban la "casa de la reina" con luz mágica

—"Al que nada posee nada le impide elevarse por los cielos."

Yeza había introducido la costumbre de reunirse en su jardín encantado, bajo las palmeras murmuradoras, y cualquiera de los derviches que tuviera ganas de acudir podía hacerlo.

—"El derviche que gira y gira, pregunta: ¿Por qué los hombres sabios siempre son tan terriblemente cuerdos?"

Yeza estaba sentada en un banco en medio de sus huéspedes. Al principio había sido Jalal al-Sufí quien los traía consigo, pero poco a poco empezaron a acudir por propia iniciativa a reunirse con su "reina".

—"Y esos sabios preguntan: ¿Por qué los derviches que bailan están todos tan locos?"

Todos reían; Yeza batió palmas para premiar al que cantaba. La reina siempre repartía vino entre sus invitados, y qué podía cudrar mejor con una noche poética que los versos de Rumi. Yeza sonrió agradecida a Jalal, y el malicioso derviche se atrevió a criticarla en su postura de mecenazgo.

—Yo os enseñé, reina mía, a estimar a Rumi, y suyas son también las siguientes palabras.

Se levantó y se inclinó ante Yeza.

—"Un derviche que regala generosamente las enseñanzas secretas y todo lo que posee, con la misma facilidad con que respira, no necesita de vuestra limosna…"

Yeza no sabía si Jalal se estaba befando de ella, pero decidió tomarlo a la ligera.

—"… ¡ese derviche vive de la misericordia de más alta mano!"

Y como la reina reía y ordenaba repartir más vino a todos, otro derviche más joven saltó al centro de la ronda y empezó a saltar y girar locamente mientras cantaba con voz chirriante.

—"El derviche baila, baila como los dedos de luz resplandeciente del sol atraviesan las hojas…."

Giraba tan deprisa que amenazaba derrumbarse, pero no se detuvo.

—"… baila desde el amanecer hasta la noche…"

Pasó por delante de Yeza y le arrebató el vaso.

—"¡Dicen que esto es obra del diablo!"

Al intentar llevarse el recipiente a los labios, derramó la mayor parte del vino.

—"Pues sí, el diablo que baila con nosotros está pleno de dulzura —al fin consiguió tomar un trago y parte del vino le mojó el pecho— ¡y de placer también! ¡Él mismo es quien baila sumido en el éxtasis!"

Se presentó ante Yeza para devolverle el vaso, pero ella levantó la jarra y llenó el recipiente hasta hacerlo rebosar.

Así pasaban la noche, y cuando la reina se retiraba la fiesta no acababa, pues también así lo había dispuesto Yeza. De modo que los derviches bebían y recitaban, cantaban y bailaban en el jardín de la reina hasta que se apagaban las lamparillas y amanecía.

Yeza aprovechaba los días para salir a primera hora a cabalgar en compañía de su maestro de armas Rhaban, no sólo para mover sobre el terreno a los dos caballos y al camello sino también para no perder ella misma la habilidad en el uso de las armas. Combatía con Rhaban con toda clase de espadas, floretes y sables finamente cincelados, desde la pesada cimitarra hasta otras armas más ligeras, como los puñales que el anciano encontrara en Palmira y sus alrededores. Yeza pronto reunió una colección notable, casi todas ellas piezas que mostraban valiosos trabajos de incrustación: los beduinos, apenas hubieron observado las habilidades combativas de su reina, aportaban al palacio auténticas joyas de las herrerías de Damasco. Yeza también se ejercitaba en el arte del tiro con arco, como lo había aprendido de los mongoles, en el que pronto alcanzó verdadera maestría. Pero nada asombró más a su maestro de armas que su habilidad en el lanzamiento sorpresivo del puñal que siempre llevaba consigo, oculto en la nuca, bajo su cabellera rubia. No lo olvidaba jamás. Los beduinos, que al principio habían mirado con cierto pavor esas actividades de su reina, seguían entretanto cada uno de sus ejercicios con orgullosa curiosidad y creciente entusiasmo. El lugar que Yeza y su maestro elegían para entrenarse no estaba demasiado lejos para que al poco tiempo no se presentaran los primeros de sus apasionados seguidores, que se acurrucaban a su alrededor sobre el suelo y acompañaban cada uno de sus golpes o lanzamientos o tiros con un murmullo de aprobación, mientras cada avance del viejo Rhaban iba seguido de abiertas muestras de desconfianza y siseos de descontento. Así se fueron reuniendo cada vez más observadores, como si el lugar de la actividad de Yeza circulara a toda velocidad entre sus adeptos, que querían ver cómo disparaba con los ojos cerrados sus flechas sobre el blanco o lanzaba, para gran regocijo de todos, su puñal y lo clavaba en el tronco de una palmera justo al lado del cuello de su maestro. Yeza llegó a ser a los ojos de los beduinos más que una reencarnación de la inolvidable Zenobia, que en su día había llevado Palmira a la grandeza; su reina era para ellos como una Alilat descendida del cielo, la diosa defensora de la sabiduría y del comercio. Y como los derviches no los contradecían, algunos de los más jóvenes empezaron a limpiar en secreto el templo ruinoso de la diosa y a ejercitarse ellos mismos en el uso de las armas, como veían que hacía Yeza. Tal vez la reina llegara a necesitar algún día de una guardia de palacio o los acompañara a una guerra. Querían estar preparados.

Por las tardes Yeza solía descansar, y recibir después en su palacio, cuando el sol comenzaba a bajar, a toda clase de peticionarios y delegaciones, para arreglar pleitos e impartir justicia. Pero sobre todo tenía que aceptar los regalos que le traían y que no siempre eran de un extraordinario valor, sino sencillas pruebas de la adoración que por ella sentían los pobladores. Los beduinos amaban a su reina, y se habrían dejado despedazar por ella.

Pocas veces se sentaba sola a la mesa; casi siempre tenía algún huésped, ella misma invitaba a las personas que la interesaban a que compartieran la comida, y jamás tuvo que preocuparse de que su mesa estuviera bien servida. Los propios invitados ponían todo su empeño en aportar ricos manjares, lo mejor de que disponían, de modo que la reina era anfítriona y huésped al mismo tiempo.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Puesto que sólo éramos tres —yo, el Halcón Rojo y David el templario—, pudimos avanzar con bastante rapidez, aunque quien siempre imponía retrasos era mi pobre persona, pues mi miserable trasero no estaba acostumbrado a cabalgar por cordilleras y desiertos de piedras. Dejamos el castillo de Beaufort a la izquierda, sin acercarnos demasiado, pues su amo, el señor Julián de Sidon, era considerado un auténtico bandolero, y subimos a lo largo del Litani para girar después, allí donde nace la fuente que luego forma el río Jordán, muy hacia el este, en dirección a Damasco. Allí el Halcón Rojo había quedado en encontrarse con su esposa Madulain y con Alí, el hijo del sultán. Yo estaba muy feliz, al igual que mi amigo manco David, al saber que allí nos esperaría también Joshua el carpintero, pero lo que más ansiaba era dejar la silla de montar para refrescar y cuidar con el mayor esmero las partes más castigadas de mi cuerpo, desde la cara interior de mis muslos hasta la parte baja de la espalda. Soñaba con unas manos suaves que me aplicaran pomadas y polvos calmantes. Tal vez debía haber aguantado más tiempo en el krak de Mauclerc, y me habría ahorrado tan horribles tormentos. Pero el Halcón Rojo y el templario no me habían dejado elección. ¡Posiblemente me consideraran como el imán cuya simple presencia atraería sin falta a la pareja real, daba igual dónde se encontrara! Yo sabía que sería más fácil encontrar el clavo perdido de una herradura en las arenas del desierto, pues de momento sólo veíamos piedras y cardos secos.

Finalmente, alcanzamos la famosa ciudad del sultanato, y gracias a las relaciones del Halcón Rojo nos dejaron cruzar sin más la puerta de entrada. De todos modos, nuestro cabecilla le había exigido antes a David que se despojara de su querida clamys blanca con la cruz roja de los templarios. Nos explicó que en general los cristianos y los caballeros de sus órdenes militares eran bienvenidos en Damasco, que era una ciudad abierta, pero que convenía no insistir demasiado en mostrar símbolo tan provocador.

No desperdicié una mirada en la vida colorida que nos rodeó apenas cruzamos la muralla, ni en los preciosos edificios y los deliciosos bocados que en todas partes se ofrecían. El emir nos llevó directamente a través de la ciudad, por delante del palacio del sultán y de la gran mezquita Al-Omayyad, hasta la ciudadela que se eleva en el último rincón del noroeste de las fortificaciones, sobre una roca escarpada. Con mis últimas fuerzas y pronunciando juramentos sagrados de que nunca más volvería a aceptar un viaje plagado de tan indecibles y penosas fatigas, ascendí por el declive empinado que lleva al portal de entrada y me dejé caer, mudo y cargado de reproches, en la paja del establo que nos asignaron para albergar nuestros animales.

El Halcón Rojo mantenía amistad con el comandante de la ciudadela, por lo cual había enviado un recado a su esposa y a sus acompañantes de que volvieran a reunirse allí. Gracias a estas buenas relaciones conseguí que me acostaran sobre una camilla y me trasladaran al hamam, aunque no fueron huríes de delicados dedos las que se ocuparon de mi persona, sino un robusto maestro de baños que se dio a vapulear el resto de mi cuerpo, a aplicarme golpeteos y chorros de agua fría con una furia tal que al final no sabía qué parte de mi cuerpo me dolía en especial. ¡Haris al hamam! También así puede curarse uno.

Mis amigos me visitaban donde yacía, en la estancia de reposo, envuelto en suaves paños y a la espera de mi curación completa. Se burlaron cruelmente de mí; la única que se esforzó en consolarme fue Madulain, por lo cual el joven Alí, que asistía con gesto contrariado a sus demostraciones de cariño —lo único que hizo la mujer fue secarme las gotas de sudor de la frente—, me arrojaba miradas de desconfianza. Joshua el carpintero y David el templario parecían interesados solamente en que se restaurara mi capacidad para ocupar de nuevo una silla de montar, y así seguir formando parte de la partida: ¡el "juego del Ser"! Casi lo tenía olvidado.

IMAGE El bazar de Damasco era un laberinto oscuro en el que sólo de cuando en cuando caía de arriba un rayo de luz, principalmente en los puntos de cruce de las innumerables callejuelas. En esas ocasiones se aprecia más el bullicio de la multitud, como el que produce un caminante cuando mete el bastón en un hormiguero. Por lo demás, las callejas como tubos y las arcadas, las grutas y las bóvedas atravesaban todo el vientre de la gran ciudad, sumidas siempre en un claroscuro que ocultaba a los ojos del extranjero los secretos de su rumoreo. Sólo los entendidos sabían exactamente por dónde transcurrían las fronteras invisibles que separaban los barrios de los diferentes artesanos y qué reglas cumplir para moverse por allí.

El baouab, el mayordomo primero del palacio del sultán, un hombre ágil que solía esconder tras una extremada amabilidad su marcado sentido del poder, acompañaba a dos huéspedes especiales recién llegados, que acudían al más importante mercado de armas de la ciudad. Éste se celebraba en las enormes naves de una caravanera donde se cargaba y descargaba lo que suministraban innumerables herreros, armeros, marroquineros y curtidores, fabricantes artísticos de corazas, yelmos y escudos, protectores de brazos y piernas y demás piezas de armadura, arcos y flechas y sillas de montar y bridas, todo hecho de sus talleres. La ropa y el porte de los dos señores que trataban con mucha confianza al funcionario de la corte no delataban de dónde procedían ni por encargo de quién buscaban lo que buscaban. Marc de Montbard, comendador de la guarnición de templarios de Sidón, iba acompañado de un viejo conocido, Naimán, el misterioso agente secreto del sultán de los mamelucos de El Cairo. La compra de armas damascenas era una cuestión de confianza, sobre todo cuando no se trataba de los tan flexibles sables curvos sino de espadas largas, de las que cabía exigir una mayor resistencia y dureza. Además, el templario deseaba comprar la mezcla de resinas para unir los maderos más elásticos para fabricar un arco, un secreto cuidadosamente guardado por los fabricantes de arcos. Pero la conversación de esos hombres tan diferentes entre sí giraba en torno a muy otros temas.

—¿Cuánto tiempo quiere consentir el señor An-Nasir —se dirigió el comendador al baouab— que su hijo El-Aziz sea pisoteado por los mongoles como un felpudo?

El templario tocó el brazo al funcionario de la corte, en un gesto que pretendía, de manera un tanto burda, expresar simpatía.

—Es una humillación que carece de sentido, puesto que de todos modos el sultán no quiere rendir tributo a los mongoles.

Se estaba excitando, aunque el baouab no se mostraba muy receptivo. Por lo demás qué iba a decir él; vista su actitud, Marc de Montbard insistió.

—Aún tiene tiempo de llegar a un acuerdo con El Cairo…

Esta mención consiguió que el mayordomo saliera de su reserva y declarara con orgullo:

—¡El-Aziz ya se ha sacudido de encima el oprobio y ha abandonado el campamento de los mongoles con la cabeza bien alta!

Naimán mostró una sonrisa taimada.

—¿Y adónde ha ido? ¡Porque no habrá regresado junto a su padre indeciso! No, ese joven está confuso y aún hará cosas peores que su padre: ¡ha partido nada menos que a liberar a la princesa Yeza!

Esta explicación hizo reír al templario.

—Pues se va a meter en un buen lío —comentó en tono irónico—. ¡Pretender hacer algo que tenga que ver con la princesa significa haber perdido la cabeza!

El baouab permaneció en silencio, sumamente afectado, pero Naimán recogió el hilo del asunto.

—De todas las soluciones que Damasco puede entrever y de las que quiera echar mano para salvarse, la idea de la pareja real, sea cual sea el príncipe finalmente elegido, es con toda seguridad la más abocada al fracaso…

—¡Un reino en manos de esos herejes!

El comendador emitió su juicio como si tocara una trompeta.

—¡Eso es algo que nadie quiere, excepto esos ignorantes mongoles! ¡Ni el patriarca cristiano ni los judíos de Jerusalén! ¡Y mucho menos el islam!

Naimán intervino con una pregunta maliciosa:

—¿Y qué piensan los templarios? Acaso el poder detrás de ese trono en el que se pretende encumbrar a los príncipes Roç y Yeza —se detuvo un instante para mortificar al templario, calculando que el baouab de todos modos no entendía de qué estaban hablando—,¿acaso no es ese mismo poder el que dirige también los destinos de vuestra orden de caballeros…?

Marc de Montbard tuvo que tragar el sapo.

—¡En el momento decisivo, cuando se trate para unos u otros simplemente de sobrevivir, la decisión siempre irá en favor de la orden! —declaró con aire triunfante.

El hombre del sultán de El Cairo se mostraba satisfecho, pero no así el baouab, quien aparecía pensativo.

—Si alguien sólo piensa en salvarse a sí mismo y no tiene objetivos superiores, no conseguirá nada y quedará reducido a polvo.

—¡Ya veremos —le respondió el comendador con obstinación—, quién, llegado el caso, consienta sacrificarse!

Entraron en una tienda silenciosa. El propietario, un anciano de aspecto digno, chilaba valiosa y cabellera blanquísima, observó a los huéspedes con ojos penetrantes mientras se inclinaba ante el baouab.

—¿Qué arma mortal puedo ofrecer hoy a los enemigos de nuestra fe? —preguntó con cortesía rayana en la indiferencia—. Alá sabrá contra quién irá dirigida esa arma.

Los tres caballeros se miraron algo confundidos, y solamente Marc de Montbard y el mayordomo de la corte se sentaron para aceptar el shai nana que les fue ofrecido. Naimán, el agente de los mamelucos, no veía razones para permanecer más tiempo con ellos y abandonó a paso rápido el extenso mercado de armas.

El anciano comentó, dirigiéndose al comendador:

—¡Prefiero teneros a vos de enemigo encarnizado que a ése de amigo!

IMAGE Arriba, en la ciudadela, el Halcón Rojo se dejó convencer por su amigo, el comandante, de tener un encuentro con un "enviado de El Cairo". El emir tenía ya alguna experiencia con los intenos del sultán Qutuz para que él, hijo del famoso e inolvidable gran visir, se dedicara nuevamente a defender la causa de Egipto, es decir, de los mamelucos. Pero la familia del emir nunca había servido a esos advenedizos, por lo que él estaba más bien dispuesto a tender su mano a la dinastía desplazada de los ayubíes, descendientes del gran Saladino, que a ese Qutuz que de momento ocupaba el trono de El Cairo. Por lo demás, su esposa Madulain odiaba tanto a los mamelucos que debía ocultarle ese encuentro, por lo que el Halcón Rojo la envió con Alí a los zocos de la ciudad, para que comprara cualquier capricho que le apeteciera.

Cuando el comandante le presentó al "embajador" enviado, que ya había llegado a la ciudadela, la desilusión del emir fue muy grande, pues conocía a Naimán como uno de los agentes menos fiables y más despreciables del sultán egipcio. Era tanta su indignación que quiso abandonar la estancia sin un saludo, aunque finalmente se impuso su buena educación: tampoco deseaba ofender a su anfitrión. Asimismo, Naimán se había dado cuenta de que el emir no lo consideraba precisamente un amigo, si bien el hecho de que le mostraran un desdén declarado formaba parte de su oficio.

Apenas se vieron solos, inició la conversación con estas palabras:

—Me sigue pareciendo lamentable, Fassr ed-Din, que no seáis un fiel seguidor de mi señor, el sultán, pero mientras no me demuestren lo contrario seguiré considerándoos un egipcio leal a su país…

—No tengo la intención —le respondió en tono desabrido el Halcón Rojo— ni veo la necesidad de explicaros mis sentimientos.

Naimán se tragó el desafío y decidió buscar el acuerdo.

—Sea como sea, para el hijo del famoso Fajr ed-Din, que pagó con su vida la defensa de su patria contra los infieles, no puede haber razón alguna para entenderse con los mongoles, que son nuestros enemigos declarados.

El emir enfrentó abiertamente el rostro taimado del agente.

—¡Razón puede no haber, pero motivos sí! —le espetó con contundencia—. Los mongoles apoyan el plan —casi se le escapa el término "el gran proyecto"— de entronizar a la pareja real en este país e instaurar el reinado de la paz. Y yo apoyo esa causa, tanto si le gusta al sultán Qutuz como si no le gusta.

Naimán movía la cabeza e intentó mostrarse comprensivo.

—El il-jan no favorece ese propósito por sentir un amor desinteresado por Roç Trencavel y la princesa Yeza, sino que los ve como unas marionetas útiles. ¡El poder que piensa establecer partirá de los mongoles, y el afán de conquista de los mongoles no se detendrá en las fronteras de Egipto!

El Halcón Rojo pasó al ataque frontal.

—La pequeñez de vuestro espíritu, Naimán, sólo es capaz de menospreciar la misión y los poderes de Roç y Yeza. La idea de establecer una corona que una a los pueblos no procede de los mongoles, y el mismo gran jan, allá en la lejana Karakorum, ha sido elegido simplemente para forzar su entronización.

El Halcón Rojo se dejó llevar por su entusiasmo y reveló más de lo que en un principio quería dejar entrever.

—¡Roç y Yeza están respaldados por otro poder muy superior!

Naimán sonrió, pues no quería que el otro se diera cuenta de que conocía lo que representaban tanto la "hermandad secreta" como la misteriosa grande maîtresse. De ahí que se limitara a decir:

—Y vos sobreestimáis las posibilidades de cualquier soberano extranjero en un país que sigue las enseñanzas del profeta. Ni siquiera el poder conjunto de todos los ejércitos de cruzados de Occidente ha sido capaz de sostener aquí, a la larga, el "Reino de Jerusalén". ¿Por qué les iba a salir bien el proyecto de reinado a vuestros protegidos?

—Ahora habláis como si el gigantesco ejército de los mongoles no existiera —se mofó el Halcón Rojo—, pero está ahí, y su poder de combate es algo que no podréis negar así como así.

Naimán no se dio por vencido.

—Nosotros, el pueblo sirio o el de los egipcios, nos encontramos en nuestro propio terreno, y no a miles de millas de nuestro país, en el extranjero. De ahí que me permita no tomar demasiado en serio a los mongoles.

—Ya os harán cambiar de opinión —resopló el emir, contrariado al observar la cerrazón del agente, que le oponía con tenacidad y bastante hábilmente sus razonamientos—. En lo que se refiere a Roç y Yeza, yo soy uno de los que se han propuesto cuidar de ellos, y no renunciaré a tan alto honor.

El agente lo premió con una profunda reverencia.

—No seré yo quien os niegue mis respetos, Fassr ed-Din, ¡pero debéis procurar no hundiros con ellos!

Y abandonó la estancia caminando de espaldas, aunque no por temor a que le dieran una patada furiosa sino porque estaba convencido de haber impresionado a ese idealista llamado Halcón Rojo. En cualquier caso, se despidió convencido de ello. Algún día conseguiría atraer al emir a su lado, tal vez enfrentarlo a la pareja real. Naimán no perdía la esperanza.

El Halcón Rojo, en cambio, estaba poco satisfecho de sí mismo. Jamás debía haber aceptado una discusión con ese hombre despreciable. ¡Madulain tenía toda la razón!

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Como la ciudadela nos ofrecía pocas distracciones, bajamos los tres, David el templario, Joshua el carpintero y yo, el franciscano, a los zocos de la ciudad. Pero en lugar de admirar los edificios, escogimos uno de los locales donde servían té, en la plaza más animada del bazar. Nos sentamos allí a aspirar la boquilla de la shisha y a dedicar comentarios más o menos mordaces a la gente que pasaba por allí, ya fueran simples paseantes u hombres apresurados. Debíamos habernos llevado la bolsa con las varillitas, pues no hay lugar más apto para el juego del "Ser" que una mashrab shai en la ciudad vieja de Damasco. Nadie había pensado en ello, y ahora nos lo reprochábamos mutuamente pasando rápidamente a palabras mayores, de modo que acabamos abiertamente reñidos. Pero las razones profundas de ese ambiente de irritación creado por mis compañeros residían en el carácter indeciso de nuestro viaje, en la indeterminación de su objetivo. Yo tenía mi "crónica" y podía aferrarme a ella, pero a ellos el Halcón Rojo simplemente los había arrastrado, sacándome a mí mismo de mi tranquilo encierro, todo para ir en busca de la pareja real, algo así como los pastores o, mejor dicho, los tres reyes magos de Oriente que habían salido en su día en busca del niño Jesús. Pero a éstos por lo menos les señalaba el camino una estrella, y nosotros poco sabíamos, aparte de la dirección en que debíamos caminar, y eso es como no saber nada cuando se está en el desierto al norte y sobre todo al este de Damasco y que parece no tener fin, y, en realidad, ¡hay desierto hasta por el sur! En alguna parte de ese mar de arena pedregosa podrían estar Roç y Yeza, ¿y precisamente nosotros, viajeros inexpertos por esas tierras, íbamos a encontrarlos?

Justo en ese momento vimos a Madulain, que pasaba en compañía del joven Alí delante de los puestos de los plateros y que al parecer se esforzaba en convencer a este último de que aceptara una joya. Yo creo que entre los tres que observábamos la escena no había uno que no estuviera convencido de que esa bella mujer de rasgos de gata salvaje, quizás no en el rostro sino en los gestos, aceptaba de cuando en cuando al hijo del sultán como amante, o lo estaba educando para serlo. Alí parecía inseguro en su papel, Madulain lo superaba y él intentaba imponérsele, negándose a aceptar lo ofrecido y adoptando el papel de hombre fuerte. Mientras disfrutábamos divertidos del espectáculo, veíamos cómo ella le probaba una pulsera tras otra, a veces a modo de juego y con mano ligera, como era su estilo, otras queriendo convencerlo con una cariñosa seducción. Al parecer él no se negaba a aceptar un regalo, pero no lo quería reconocer. Alí padecía ante el arrojo con que Madulain intentaba dominar la escena, y creo que se habría hundido de vergüenza si nos hubiese sabido testigos de su "derrota" cuando al fin ella consiguió imponerle el anillo que desde un principio había escogido. David y yo sonreímos divertidos, tal vez con un poco de envidia no confesa por no ocupar el lugar del joven muchacho. Sólo Joshua se refugió en una postura moralizante, preguntándonos en tono seco e indignado si nos parecía bien ese comportamiento adúltero. ¡Nos reímos mucho de él!

De vuelta en la ciudadela me di cuenta, al llegar a mi refugio, de que alguien había revuelto mis pertenencias. Mis pergaminos, que cuidaba con tanto esmero, seguían en la bolsa de peregrino, y no faltaba ninguno, como comprobé de inmediato. Pero estaban desordenados, como si alguien los hubiese hojeado y devuelto después apresuradamente a su sitio. Desde la última agresión que sufrieran la crónica y su autor, me había acostumbrado a llevar las hojas escritas sobre mi cuerpo, mientras fuera posible o hasta que fuera posible esconderlas en lugar seguro. Lo único que hacía entonces era anotar mediante una clave secreta dónde se ocultaban esos tesoros, para que esta crónica no tardara cien años en salir a la luz del día. En consecuencia, he procedido a buscar también en la ciudadela un escondite adecuado en el que esconderé todo lo que llevo escrito desde mi salida del krak de Mauclerc. Será pues tarea de mis superiores, quienes me confiaron el encargo, reunir pieza por pieza esta crónica y configurar así una gran obra. Creo que actúo con responsabilidad y me enorgullezco de mi proceder.

Mañana por la mañana abandonamos Damasco.

IMAGE La paz, la belleza del lugar y la armonía de los encuentros entre las personas sembraron de dudas el ánimo de Yeza, que se llegó a preguntar en alguna ocasión, siempre en secreto, si su vida en Palmira no sería nada más que un sueño. En realidad, para que su felicidad fuera completa sólo le faltaba tener a Roç a su lado. Cuando sentía esa intranquilidad íntima salía a veces a cabalgar en su camello, a la hora del ocaso, y recorría el oasis sin objetivo fijo. Sin ser molestada por nadie, observaba las extrañas torres mortuorias entre las dunas. Esas torres recordaban a Yeza la existencia de castillos de refugio, aunque se trataba de tumbas familiares, mausoleos cuidadosamente adornados en su interior. No le infundían miedo, irradiaban una serenidad natural. La gente vivía en compañía de sus muertos. Al mismo tiempo le recordaban a cada cual el carácter efímero de la propia existencia, algo que Yeza era capaz de experimentar cada vez que veía la belleza de cuanto la rodeaba. Consideraba que su suerte en ese mundo era envidiable.

De modo que Yeza no se sorprendió especialmente cuando encontró, junto a una de sus torres preferidas, a dos jinetes que habían descabalgado, como si la hubiesen estado esperando.

—¡Yves el Bretón! —saludó la joven tranquilamente al caballero tristón de la gigantesca espada. Había comprendido que algún día tenía que producirse ese encuentro con el mundo exterior—. Figuráis entre esas personas que a uno lo acompañan desde la cuna hasta el último suspiro.

Yves sonrió algo confundido y empujó adelante al joven que lo acompañaba.

—Éste es Baitschu, hijo menor de vuestro viejo admirador, Kitbogha. Por cierto, Baitschu se ha escapado de la tienda de su padre.

Baitschu sonrió a Yeza, que lo miraba desde lo alto de su camello. El muchacho no parecía sentirse culpable, pero sí muy curioso por saber quién era la joven. Se aventuró a decir:

—Y vos sois nuestra princesa, la que se nos perdió, algo que tiene no menos apenado a mi padre. ¡Todos los mongoles os buscan!

Yeza se dirigió al Bretón, quien no parecía estar muy de acuerdo con la franqueza del jovencito.

—El señor Yves siempre encuentra a quien busca —dijo en tono ligeramente irónico—, ¡aunque tuviera que bajar al mismísimo infierno!

Después lo pensó mejor y adoptó un aire conciliador a la vez que altivo.

—Aunque, por otra parte, Palmira más parece un paraíso, y por eso mismo no creo que una persona tan imperiosa y deseosa de establecer la ley y el orden como nuestro Bretón se halle bien aquí.

Una mirada atenta dirigida a Yves le probó que no le parecía divertida su manera de enjuiciar la situación, pero ella quería que las cosas quedaran claras.

—Podéis hacer, señores míos, como si no me hubierais visto, ni arriba en el luminoso cielo —y señaló la puesta de sol que se encendía hacia el oeste —ni en el reino oscuro de los muertos, que tan pacíficamente aquí descansan.

La joven cerró con cuidado la piedra que daba entrada a la tumba.

—Ahora os pido que me sigáis, para brindaros la debida hospitalidad en mi hogar.

Yeza hizo dar la vuelta a su camello y regresó al palacio de Zenobia, sin mirar atrás a ver si la seguían. Ordenó que les prepararan unas habitaciones y después les rogó que se sentaran a la mesa para una colación a la que también asistieron Jalal y algunos de sus derviches amigos. El ágape transcurrió casi en silencio. Los sensibles derviches dedujeron muy pronto que la llegada de esos dos huéspedes preocupaba a su reina. Apenas fueron retiradas las viandas, cuando ya sólo les escanciaban vino, Jalal al-Sufí inició con precaución la cita de una poesía de Jalaluddin Rumi, tan estimado por Yeza. Sucedía, sin embargo, que las palabras y su contenido iban dirigidos contra el adusto Bretón, como si hubiese habido algún acuerdo al respecto.

—"Te atreves a afirmar que eres conocedor de cualquier arte, que sabes de todas las ciencias, cuando ni siquiera eres capaz de escuchar lo que dice tu propio corazón…"

La reina esbozó una fina sonrisa, el señor Yves parecía atento al texto, pero su expresión daba a entender que no se sentía aludido por esos versos. No por eso el pequeño derviche cejaba en su empeño.

—"Mientras no seas capaz de entender estas sencillas palabras, ¿cómo pretendes figurar entre los guardianes del misterio, entre los que viajan por el camino que es la meta?"

Yeza aplaudió estas palabras, y también el joven Baitschu batió palmas, por poco que hubiera entendido. Sí consideraba que la reina estaba magnífica. El Bretón seguía impávido. Ciertamente trataba de no parecer demasiado sombrío, pero de todos modos se asemejaba a un hombre a quien la vida sólo ha dado motivos de tristeza. La reina Yeza hizo iluminar el jardín, y los comensales pasaron a ocupar asientos bajo las palmeras. Los vasos estaban llenos, de cuando en cuando el señor Yves se mojaba los labios, para mostrarse cortés; después pidió agua para su protegido Baitschu. Otro de los derviches se animó entonces a saltar al ruedo.

—"Si pretendes encontrar una perla, ¡no debes buscarla en un charco! ¡Los buscadores de perlas se sumergen en la profundidad del océano!"

Mientras el joven derviche se detenía para verificar el efecto de sus palabras, dichas con voz rasposa, otro se hizo cargo de proseguir el recital.

—"¿Y quién hallará la perla? Todo el que vuelve a salir de las aguas de la vida y sigue teniendo sed."

Fue éste quien recogió el mayor aplauso, y aunque no obtuvo una sonrisa de parte del Bretón, daba la impresión de que, con el ceño fruncido, lo había escuchado. Viendo esta reacción, Yeza le regaló una sonrisa a Baitschu, que conversaba en voz baja con Rhaban, sentado a su lado.

—¿Es la princesa la perla que hay en el mar?

—Más aún —le respondió el anciano maestro de armas—, ¡es el agua de la vida y a la vez es quien se sumerge!

En esto se incorporó el Bretón, se inclinó primero en dirección a los sorprendidos derviches y después ante la reina.

—"¡No debéis pensar! —inició su recital sorprendentemente seguro de lo que decía—. ¡No os perdáis en el tejido de vuestros razonamientos. Vuestro pensamiento semeja un velo corrido ante el rostro de la luna…"

Los que conocían los versos del gran Rumi, y Jalal al —Sufí el primero, tuvieron que confesarse que Yves dominaba la lírica del gran poeta palabra por palabra.

—"Esa luna es vuestro corazón…"

El joven derviche se quedó sin habla al comprender esa realidad.

—"… ¡y esos razonamientos cubren como un manto vuestro corazón!"

Los demás derviches estaban pendientes de los labios del recitador.

—"¡Así pues, dejad de pensar! ¡Dejad caer vuestras razones en las extensas aguas!"

No hubo aplausos atronadores. Y fue mejor así, pues el señor Yves se plantó ante la reina, pero lo que dijo a continuación iba dirigido a todos. Su voz adquirió un tono grave.

—Me llevaré a Yeza —pero se corrigió—: me llevaré a Isabel, princesa Esclarmunda de Mont y Sion —la interpelada no se atrevía a respirar—, que no solamente es vuestra reina sino la reina de todos.

El silencio era total, hasta los grillos habían cesado su cante.

—Me llevaré a la princesa de Palmira…

El resto de sus palabras se hundió en un tumulto desencadenado por los derviches.

Yeza se había incorporado de un salto.

—¡No sabéis si yo lo quiero, Bretón! —protestó, mirándolo fríamente.

Yves inclinó la cabeza, tomó a Baitschu de la mano y murmuró:

—¿Permitís que me retire? —y se alejó a sus habitaciones.

Yeza ordenó que de nuevo sirvieran vino a los excitados derviches, pero el ambiente se había estropeado, el ánimo festivo había desaparecido. Poco a poco los huéspedes fueron abandonando el jardín de la reina.

—¡Es como para matar a ese insolente! —resopló Rhaban.

—¡Mejor que no lo intentéis! —dijo Yeza, y despidió al indignado maestro de armas. Sentía necesidad de estar sola. Y, realmente, estaba sola.