Cauda draconis
El viaje de la princesa

IMAGE El extenso campamento del ejército mongol llevaba días asentado en el mismo emplazamiento. Kitbogha, el comandante supremo, proponía cada día, en ocasión de la reunión de los mandos, que asaltaran de una vez Damasco, la capital de Siria, renunciando a la inútil espera, y antes de que a los mamelucos de El Cairo se les ocurriera adelantarse a ellos. Las noticias que enviaban los espías avanzados eran contradictorias, si bien una cosa parecía cierta: An-Nasir, el sultán, había abandonado la ciudad para dirigirse hacia el sur. Esto podía ser una señal de que los egipcios ya estaban haciendo de las suyas. Pero el il-jan exigía que antes de hacer avanzar al ejército sobre la ciudad aparentemente indefensa, lo que significaba asalto, ocupación y sobre todo mantenimiento de la plaza, había que tener las espaldas cubiertas, es decir, que no se podían consentir nidos de resistencia que pudieran poner en peligro las vías de abastecimiento y la comunicación con el il-janato. Como, por ejemplo, esa extraña ciudad llamada Palmira, en medio del desierto, un nudo de comunicaciones para importantes rutas de caravanas. Hasta la fecha no había llegado ninguna delegación de esa ciudad de templos a dar señales de sumisión. Y Hulagu añadió en tono irascible que él ni siquiera sabía quién mandaba allí.

—¡Los derviches! —gruñó Kitbogha, reprendido—. ¡Derviches que aúllan y bailan, y beduinos rebeldes!

—Pues arreglad eso primero! —fue la escueta respuesta que puso término a la audiencia matinal que se le concedía al comandante.

—Capitán Dungai, vos sois de las personas —le dijo Kitbogha en tono de confianza a uno de sus más fieles subordinados —que deben recordar todavía a la pareja real. ¿Seríais capaz de reconocer a Roç Trencavel y a la princesa Yeza?

El viejo guerrero no lo pensó un instante.

—¡Bajo cualquier disfraz, entre miles los reconocería! —declaró mientras una sonrisa espontánea iluminaba su rostro arrugado—. Me sentiría feliz de verlos una vez más… Los he echado en falta… —añadió con un suspiro, para rectificar enseguida—: … ¡todos los echamos en falta!

Kitbogha asintió.

—Os doy una centuria. El encargo oficial dice que llevéis sin tardanza a los dos príncipes selyúcidas al río Éufrates y los hagáis cruzar al otro lado. Están peleando día y noche y hasta agrediéndose, al punto de ser un peligro para los demás.

Kitbogha no ocultaba su malestar, que lo llevaba a reñir a su capitán.

—Entiendo —dijo éste, y demostró que comprendía la situación—. Lo que tienen que hacer es regresar a su país de origen y hacer feliz a su viejo padre.

—Parece que el viejo sultán de los selyúcidas está muriéndose —le informó Kitbogha—, por lo que tendrán una ocasión magnífica para pelearse por la sucesión —añadió con un gruñido—. ¡Lo que yo quiero es perderlos de vista!

Aquí el comandante supremo recuperó de inmediato el hilo de su pensamiento inicial.

—Tomaréis el camino por el oasis de Palmira y os enteraréis de cuál de esos derviches es el que allí manda. Si conseguís convencer a ese hombre de que haría bien en acompañaros y someterse de buen grado y personalmente al il-jan, sería perfecto. Pero ninguna violencia, nada de acciones de guerra, ¿me habéis entendido?

El capitán se quedó pensativo y respondió:

—¡Entendido! Pero ¿qué hay de la pareja real?

Kitbogha se quedó satisfecho al constatar que había elegido al hombre adecuado. Intentó situarse en el lugar de su subordinado.

—Mantened los ojos abiertos. Si no están en Mard'Hazab, en manos de nuestro apreciado Sundchak, y si los encontráis en libertad, como deseo, decidles cuánto los echamos en falta. Debéis poneros a su disposición para traerlos aquí en condiciones de seguridad…

Se quedó un instante reflexionando, pero no se le ocurrió nada más concreto.

—Pero no debéis forzarles de ningún modo. Dependerá de vuestro talento, capitán, que acepten vuestro ofrecimiento.

Los dos viejos guerreros permanecieron un instante en silencio. Después Kitbogha prosiguió, aunque seguía dudoso:

—No estoy nada seguro de que los pequeños reyes sigan estimándonos…

IMAGE La fama de El-Aziz había quedado rebajada a ojos de los nómadas, un menosprecio que no podría lavarse ni siquiera con sangre. Ser abofeteado en el rostro por una mujer era impensable, aun en teoría, y a la vez Yeza adquirió como por un hechizo poderoso la posición de una reina sacerdotisa, muy por encima de la costumbre y del honor del así castigado, y asimismo por encima de los testigos del suceso, profundamente conmovidos. El-Aziz, en cambio, quedó reducido de hijo de sultán a perseguido por las leyes del desierto. Nadie se dirigía ya a él, y el mismo acomodaticio maestro del baño y su compañero, el padre de todos los cocineros, evitaban hablarle; se dirigían con gran devoción en cambio a la "venerable princesa". Por su parte, Yeza había adivinado la colaboración de ambos individuos en la conjura y les mostraba su desprecio. Solía cabalgar sola en cabeza de la caravana, y no admitía a nadie a su lado. El hecho de que tuviera detrás a los camellos de los nómadas portando el kilim no le interesaba. El-Aziz podía llevárselo, si se empeñaba, a los mongoles, para recuperar así la benevolencia del il-jan. Pero si por ella fuera, podía haberlo dejado en el desierto o regalárselo al próximo jinete que encontrara por el camino. Para ella ya no existía la alfombra, al igual que no existía su desgraciado "liberador", que cabalgaba detrás como un proscrito.

Así alcanzaron el río Tigris y encontraron a un barquero que, sin embargo, se negó a cargar la pesada alfombra enrollada, porque aseguraba que su balsa se iría a pique o se quebraría, aun sin que a la vez subieran los camellos. Pero ni los nómadas ni, mucho menos, Yeza tuvieron ocasión de intentar convencer al preocupado barquero, pues desde atrás avanzó de repente El-Aziz, sacó la cimitarra de su vaina y asaltó al barquero como un león, aunque en lugar de sus dientes le puso el filo de la espada en la garganta. Los nómadas parecían desinteresados; ya manaba la sangre del cuello del pobre hombre, porque el hijo del sultán, humillado, no dominaba su mano en ese instante en que se desencadenaba una furia largo tiempo reprimida, le temblaba la mano y el filo penetraba cada vez más en la piel tensa de la víctima.

—¡Hijo de puta —le gritó con voz estrangulada, aunque a quien quería impresionar era a Yeza, que, sin embargo, le daba abiertamente la espalda—, ibn al ahira! Nadie me impedirá enviarte al infierno, a menos que ahora mismo…

—¡Yo lo impediré! —dijo Yeza con voz claramente audible, sin darse la vuelta—. Déjalo en paz…

—¡Tú, tú eres…! —balbuceó El-Aziz, que no se atrevía a insultarla con la palabra "puta", porque su espíritu confundido daba vueltas y vueltas en torno a su hombría herida y buscaba febrilmente alguna expresión que reinstaurara su dominio sobre esa maldita mujer.

—Bésame los pies —le siseó—, porque si no… —y presionó el filo de su espada contra la herida ya abierta, de la que salía la sangre a borbotones.

—Ven aquí y coge lo que buscas —dijo Yeza con una amabilidad sumisa y se volvió lentamente hacia él. Aún hizo más, dobló la rodilla y bajó humildemente la vista. El-Aziz no soltó a su víctima, pero apartó la cimitarra de su cuello y se acercó a Yeza, blandiendo el arma ensangrentada, mientras arrastraba por los cabellos al maltratado barquero. Para que su triunfo fuese visible ante todo el mundo se desembarazó de una de sus sandalias y le tendió a Yeza el pie sucio de arena y barro, mientras levantaba al mismo tiempo su espada amenazadora. Los nómadas permanecían en silencio.

—¡Límpiame el pie con la lengua, mujer! —resopló El-Aziz, exhibiendo una expresión que él creía atemorizadora y exigente de respeto. No prestó atención al gesto de Yeza, que se llevó lentamente una mano hacia la nuca, cubierta por su rubia cabellera, puesto que extendía la otra mano humildemente hacia el pie y se inclinaba sobre éste. Después todo sucedió con la rapidez del rayo. Los dedos esbeltos de la joven cogieron el dedo pequeño del pie del hombre como si fueran las pinzas de un cangrejo, lo llevaron sobre su rodilla doblada, mientras brillaba ya su puñal y, con mayor rapidez de lo que podían apreciar los nómadas, que tenían la vista fija en ella, pasó el filo de su navaja por el dorso de la mano que sostenía la cimitarra. El-Aziz dejó caer la espada con un grito y se abalanzó hacia adelante, por encima de Yeza, que permanecía agachada. Cuando el hombre intentó incorporarse, ella ya estaba encima de él, le pisaba la mano y sostenía la cimitarra de manera que a nadie podía caberle duda alguna de que sabía manejarla y que no dudaría en demostrarlo. El-Aziz quedó tirado donde y como estaba, con el rostro medio hundido en el barro de la orilla.

El barquero, que había sido arrojado a tierra, fue el primero en reponerse.

—¡Sois vos, princesa, la que manda aquí! —jadeó.

La mirada de Yeza abarcó la balsa y después la caravana, que estaba a la espera con el kilim.

—Que os venden esa herida de la garganta —dijo, enviándole una señal al maestro del baño.

—¡Después me llevaréis al otro lado! —decidió—. Y a continuación llevaréis a los demás, tal como ellos quieran. ¡Al final trasladaréis la alfombra!

Arrojó la cimitarra con un gesto de desprecio a los pies de El-Aziz y se dirigió, sin mirar ni una vez atrás, a la balsa, que se balanceaba sobre las aguas de la orilla.

El deseo secreto de Yeza era que el peso de la alfombra la hundiera finalmente bajo las aguas y la pieza desapareciera en el Tigris para no ser vista nunca más. Pero la cuenta no le salió como la tenía calculada. Mientras permanecía esperando en la otra orilla, tuvo que observar que los nómadas ayudaron a empujar la balsa con el kilim cargado encima y emplearon todas sus fuerzas, hasta cruzar el río fangoso y alcanzar la orilla.

La joven sentía que su ira aumentaba a la vista del oscuro monstruo que partía el oleaje y se acercaba, imparable, hasta que la balsa finalmente se aposentó en el barro a sus pies. Tanto se había empapado de agua la alfombra enrollada, que la fuerza de todos los hombres juntos no bastaba para volverla a cargar sobre los camellos. Hubo que extender el kilim para que se secara.

Yeza tuvo que esperar varios días. Los nómadas, por un lado, no estaban dispuestos a renunciar al cumplimiento del encargo que habían aceptado. Por el otro, tampoco querían permitir que la princesa se encaminara sola y sin protección hacia el desierto que los esperaba. Para ellos la joven era un ser sobrenatural al que se sometieron, adorándola como a una diosa guerrera; pero todo dependía del lento proceso de secado de la alfombra. Trazaron una línea invisible en torno a la tienda de la joven, una línea que sólo podían traspasar con la debida devoción el maestro del baño y el padre de todos los cocineros. Yeza soportaba la situación con los dientes apretados. Estaba deseando que Roç volviera con ella…

En cambio ya no tuvo que soportar la cercanía de El-Aziz. El hijo del sultán se vio obligado a mantenerse apartado como un leproso.

IMAGE La centuria mongol, bajo el mando del experimentado capitán Dungai, elegido por Kitbogha para esta misión, marchaba bien por la antigua vía comercial hacia el este, en dirección a Palmira. Los dos príncipes selyúcidas, a los que debían escoltar hasta la frontera del sultanato, cabalgaban a la cabeza de los guerreros, como si fuesen ellos los que mandaban y conducían el comando. Alp-Kilidsch y el jovencito Kaikaus avanzaban rodeados por sus propias gentes, no muchos pero todos guerreros deseosos de emprender una pelea. Únicamente Rhaban, su viejo maestro de esgrima, intentaba apaciguarlos para que, conforme se alejaban del campamento de los mongoles, donde habían estado tanto tiempo presos como rehenes, no se produjeran incidentes con la centuria, que los seguía obediente. Pero cuanta más libertad les prometía la estepa, tanto más indisciplinados se volvían los príncipes. Ya habían empezado a organizar carreras salvajes y, a la vez, a luchar entre ellos mientras galopaban como locos, haciendo saltar chispas. Sus gentes, que los seguían con entusiasmo, los animaban. El maestro de esgrima tenía que aplicar todo su esfuerzo para calmar a los dos gallos peleones.

En cuanto a estatura, Kaikaus y su hermano mayor parecían gemelos, y lo que el primogénito adelantaba al otro en experiencia y astucia lo compensaba el menor con sus indómitas ansias de luchar, unas ansias que solían transformarse rápidamente en excitación irascible. A veces se distanciaban tanto de la centuria que el capitán temía perderlos de vista. A éste no le habría ido mal desentenderse de ellos, pero la orden de su comandante supremo era tajante y ya de por sí bastante complicada, tanto más que había que escudriñar también la situación reinante en Palmira, esa extraña ciudad de los derviches situada en pleno desierto y que, si era posible, había que convencer de que, mediante un acto simbólico de sumisión, se declarara abierta a los mongoles. Considerando el comportamiento rebelde que estaban mostrando ante sus propias narices los selyúcidas, Dungai estaba convencido de que su misión encontraría grandes dificultades. Los dos príncipes díscolos empezaron a simular ataques contra las caravanas comerciales con que se cruzaban, y su séquito los apoyaba jubiloso cuando alguno de los animales de carga se separaba asustado del grueso y huía hacia el desierto de piedras —adonde los encargados de la caravana tenían que irlo a buscar para devolverlo al grupo. También los pastores y sus rebaños eran asaltados por los jinetes salvajes y temían por la vida de sus animales, que huían enloquecidos. El capitán Dungai ponía todo su empeño en hacer avanzar a sus hombres para acortar la distancia que lo separaba de aquéllos. Así avanzaba la cabalgata hacia Palmira, levantando una gran polvareda…

Sibila, princesa soberana de Antioquía, había rendido visita a su hermana menor Juana, casada con el señor Julián de Sidón y Beaufort. No había una razón especial para ello, ni existía un amor especial entre las hermanas, hijas ambas de Hethum, rey de Armenia. El motivo real era sólo que Sibila, que con sus veintitantos años ya no era una jovencita, se aburría terriblemente al lado de su esposo Bohemundo, considerablemente más joven que ella. De modo que aprovechaba cualquier excusa para salir de viaje: así podía elegir como acompañantes a los caballeros más atrevidos del Principado y tener alguna aventura con ellos. Entre los nobles señores del sur de Francia llegó a figurar muy pronto Guy de Muret, el dominico que en un principio se ofreció a Sibila como confesor pero que al poco tiempo pasó a manifestar inclinaciones más abiertamente terrenales. Un día, de regreso de un peregrinaje prolongado hacia el sur, afirmó que el venerable patriarca de Jerusalén en persona le había concedido la dispensa para cambiar la cruz por la espada. Guy de Muret se reunió con sus compatriotas de Occitania, se sometió a ejercicios con las armas, empezó a perseguir con galanterías, sin mostrar vergüenza alguna, a la camarera Alais y descuidó del todo sus funciones espirituales. A Sibila todo esto no le parecía mal, mientras se respetaran las formas. ¡Para qué necesitaba ella un confesor! No iba a decirle que sus ojos ardientes de pasión insatisfecha se habían fijado precisamente en un occitano.

—¡Esa Sibila armenia tiene fuego en el trasero! —le confesó a su vez Guy de Muret, el belicoso dominico, al grueso Pons de Tarascón, cuando vieron que el tercero de su grupo, Terèz de Foix, el más vistoso y más alto de los tres, se introducía en la tienda de la princesa.

—Esa dama siempre está dispuesta a que la sirvan por delante —resopló el compañero Pons con envidia, puesto que a él la susodicha nunca le había solicitado servicio de ningún tipo. El esbelto dominico con carita de zorro tampoco podía hacer más que deleitarse con su fantasía, pues Alais, con la que le habría gustado vivir en concubinato secreto, viajaba con su señora como dama de compañía y camarera, de modo que tampoco él podía acercarse a la dama sin más para ofrecerle sus prestaciones, por mucho que le apeteciera. La simple mención habría provocado en la dulce y virtuosa Alais una malísima impresión. Por otra parte, tampoco la princesa Sibila había pensado jamás en pedir la asistencia de esos dos caballeros, pues con lo que le ofrecía Terèz le bastaba y le sobraba. Con toda intención había dejado en Antioquía a la esposa de éste, Berenice, que por categoría era su primera dama, para que el señor de Foix no se viese distraído o impedido de alguna manera en el cumplimiento.

El pequeño grupo viajero se trasladaba por vías de caravana poco utilizadas hacia el norte, dando un amplio rodeo en torno a Damasco: querían evitar un encuentro con los mongoles. La princesa no estaba segura de que su esposo, ese hombre aburrido y obstinado, hubiera prometido ya sumisión al il-jan, según le había recomendado fervientemente antes de partir. Se decía que los mongoles estaban a punto de entrar por las puertas de la capital de Siria, por lo que Sibila había acordado con su favorito que seguirían en la dirección elegida, prácticamente a campo traviesa, hasta encontrarse con la famosa vía comercial de Palmira. En ese momento estarían bastante a espaldas de esos latosos mongoles y podrían avanzar sin ser molestados hacia la costa, pasando por Homs, y regresar así a Antioquía. Se rumoreaba que el Antelíbano ya rebosaba de jinetes piernicortos sobre caballitos estropajosos. En Beaufort le habían desaconsejado el camino por mar, sustancialmente más corto, porque en esa época las costas estaban infestadas de piratas y los puertos no se ocupaban mucho del problema: todos observaban atemorizados el avance de los mongoles, que, por otra parte, sabe Dios que carecían de todo poder en los mares.

Sibila no estaba descontenta con lo que sucedía a su alrededor. El amplio rodeo le daba ocasión de estar mucho tiempo fuera del país y de su palacio y de gozar muchas noches con su amante bajo la luz de las estrellas.

Dungai, el capitán de los mongoles, había conseguido domeñar a los príncipes Alp-Kilidsch y Kaikaus y a su séquito, mediante la estratagema de tener a sus hombres pegados a sus talones, fuera cual fuera el ritmo al que avanzaban. Pero cuando los selyúcidas se dieron cuenta de que se les acercaba un pequeño grupo viajero, ya no hubo forma de detenerlos. ¡Una dama de alcurnia dentro de una caja velada, a lomos de un camello… otra, probablemente su camarera, a su lado y sin velo… ambas vigiladas por tres caballeros occidentales, además de algunos peones… Alp-Kilidsch y su hermano se adelantaron a todo galope, seguidos a duras penas por su séquito. Se encontraron con los tres occitanos, que ya empuñaban las espadas y formaban una barrera protectora delante de los animales de las damas. Los príncipes delegaron a su maestro de esgrima, quien pasó a presentar formalmente a los hijos del sultán de los selyúcidas.

—Mis señores no vienen con ánimo de robo o de ultraje —declaró el hombre con rigidez—, únicamente pretenden salvaguardar el honor de las damas…

Antes de que Terèz, Pons y Guy se hubiesen dado cuenta de con qué se habían encontrado —aparte de que pudieron ver detrás de la avanzadilla a la centuria de los mongoles, que formaban un muro compacto y al parecer no estaban dispuestos a ceder el paso—, el parlamentario prosiguió:

—… pero a mis señores les apetece tener un cruce de armas con vosotros, nobles caballeros de Occidente, ¡hombre a hombre!

El primero en recuperar el habla fue Guy de Muret, que hacía tiempo había cambiado el hábito por una brillante armadura:

—¡Podéis empezar por el más pequeño, que podrá con vos!

Y señaló al gordito Pons, que inmediatamente se puso en guardia, pero Terèz le impidió avanzar por ese camino.

—El primero en luchar seré yo —ordenó, sin encontrar réplica. Kaikaus y Alp-Kilidsch saltaron juntos hacia adelante y blandieron sus cimitarras. Su maestro de esgrima les cortó el camino con gesto decidido.

—¡Dejad que yo le dé una lección a estos extranjeros antes de que os manchéis con la sangre de un infiel!

Y dirigiéndose a Terèz, Guy y Pons al mismo tiempo, les espetó:

—¿Quién de vos se pone a mi disposición para que le imparta una lección?

Lo preguntó sin suficiencia, como si tuviese el éxito del combate asegurado. Los mongoles, curiosos, habían trazado mientras tanto un rectángulo perfectamente ordenado, cuyo último lado abierto acogía al grupo de viajeros con los camellos de las dos damas y a los occitanos, que se habían apostado delante de los animales. Los dos príncipes se reprimían a duras penas al ver que su maestro de esgrima les quería robar al más vistoso de los tres posibles adversarios.

Terèz empuñó la espada, bajó la visera de su yelmo y avanzó su montura, que exhibía un paso de baile. El maestro de esgrima levantó con displicencia su escudo y…

—¡No! —resonó el grito chillón de protesta de la princesa. La señora Sibila había echado a un lado la cortina de su palanquín—. ¡Deteneos!

Su brazo extendido señaló una figura que se acercaba a galope tendido por el desierto. A juzgar por sus armas se trataba de un mongol, pues enarbolaba el sable curvo de la manera en que suele hacerlo ese pueblo de jinetes. En las filas de la centuria empezó a notarse una agitación, pero fue el capitán Dungai el que de repente se arrojó de su caballo y se inclinó en una profunda reverencia.

—¡Nuestro rey! —gritó a sus hombres, —¡ha regresado nuestro joven rey!

Antes de que los demás pudieran seguir su ejemplo, también Pons había reconocido con mayor presteza que sus compañeros al caballero procedente del desierto, y sin haberlo visto nunca antes.

—¡Roç Trencavel! —su voz se quebraba de entusiasmo—. ¡Tiene que ser él! ¡Trencavel, nuestro héroe!

Roç, vestido con la armadura de Jazar y sobre el caballo de éste, entró con un salto tremendo, en el cuadrángulo y se dejó caer, agotado, de la silla. Inmediatamente fue rodeado por los tres occitanos, es decir, sólo se le acercó el entusiasmado Pons, mientras Terèz se mantenía a prudente distancia y Guy de Muret aún luchaba con su conciencia como antiguo hombre de la Iglesia. Al fin y al cabo, se trataba de un encuentro con el Trencavel hereje, a quien el patriarca había deseado tan insistentemente mandar al infierno. Los dos príncipes selyúcidas y su maestro de armas permanecían mudos, nadie se ocupaba de ellos, ni menos deseaba alguien entrar en un duelo. Los mongoles, excitados, acabaron por hacerlos a un lado mientras vitoreaban orgullosos a ese caballero extraño, a su "rey Trencavel". Cuando Alp-Kilidsch y Kaikaus se dieron cuenta de que a nadie le llamaría la atención si ahora se separaban de su escolta, dieron una señal a su maestro de esgrima, totalmente consternado, y se alejaron del lugar. Cabalgaron a través del desierto, presos de una rabia incontenible, y nadie reparó en su desaparición.

En cambio Roç, el gran héroe, que no comprendía en absoluto por qué se le dispensaba tanto honor, recibió todo ese bullicio con una frialdad del todo natural, contento de que le rindieran finalmente el respeto debido a un Trencavel. La única gota amarga fue que la segunda pregunta se refiriera a Yeza. Mientras no estaba presente, la curiosidad de esos hombres se centraba en ella, los corazones de todos volaban a su encuentro. En cambio, él tendría que realizar las hazañas de un Hércules para atraer el mismo cariño, para no hablar de adoración. Los tres occitanos arrancaron a Roç del estrecho abrazo de los mongoles, que no se cansaban de darle palmadas en la espalda, y lo llevaron a la presencia de la princesa soberana, que bajó expresamente de su palanquín para agradecer a su "salvador" y lo abrazó y besó profusamente. Alais, ruborizada y bajando la mirada de sus ojos azules, le ofreció un refresco. El capitán de los mongoles recordó el encargo que Kitbogha le había confiado. Al menos, habiendo dado con el Trencavel, Dungai consideró que había cumplido con la mitad del encargo, el de encontrar a la pareja real. De modo que se inclinó repetidamente ante Roç, y cuando finalmente consiguió despertar la atención de éste, le reveló con voz firme sus propósitos.

—¡El ejército de los mongoles os ruega que os consideréis en su campamento como en vuestra propia casa!

Y cuando observó que sus palabras no gustaban a los occitanos, Dungai levantó aún más la voz:

—¡Aquí me tenéis, dispuesto a conduciros a la presencia del ilustre il-jan Hulagu y su esposa la dokuz-Jatun, que esperan ansionamente abrazar a la pareja real!

Sus últimas palabras se vieron ahogadas por la protesta unánime de los occitanos, acompañada por la voz metálica de la soberana Sibila.

—¡Jamás lo consentiré! —gritaba ésta—. ¡Vos, querido Trencavel, vendréis conmigo a Antioquía! —y añadió, ya más calmada y dispuesta a engatusarlo—: ¡Seréis el primero de mis caballeros y os sentaréis a mi lado!

A los oídos del Trencavel, tales palabras contenían promesas atractivas, y tanto Terèz como Pons y Guy de Muret lo rodeaban ahora, para evitar que los mongoles les arrebataran a su héroe.

El capitán Dungai veía que la situación se le escapaba de las manos y se decidió a proclamar lo que no era más que una media verdad:

—Ya hemos enviado una expedición para rescatar a vuestra princesa Yeza, de modo que la pareja real vuelva a estar reunida en su trono…

¡Yeza! Roç sabía que no iba a ser fácil rescatarla, y, aunque calló, decidió en su fuero interno aceptar la oportunidad que le ofrecían Antioquía y los tres caballeros occitanos. Fuera cual fuera la situación en que se encontrara su "damna", con ayuda de estos nuevos compañeros podría volver a encontrarla, ¡podría liberaría, para no abandonarla jamás!

De modo que despachó al inconsolable Dungai con las siguientes palabras:

—Informad a mi paternal amigo, el comandante supremo, que llegaré a su debido tiempo al campamento de los mongoles, ¡en cuanto allá llegue también la princesa Yeza!

Los dos grupos se separaron. La centuria mongol reemprendió su marcha hacia Palmira, pues era lo único que le restaba hacer al capitán si no quería presentarse con las manos vacías ante su comandante supremo.

El pequeño grupo de viajeros, en cambio, siguió por la misma vía, pero en dirección opuesta, para alcanzar, pasando por Homs, el Principado al norte de Siria. Roç cabalgaba a un lado del palanquín en el que viajaba la temperamental Sibila. Terèz estaba muy conforme con que la soberana armenia se mostrara más fría con él. En Antioquía lo esperaba su esposa Berenice, que solía sospecharlo enseguida de infidelidad marital y que no estaba dispuesta a dejarla pasar así como así. Además, el encuentro sorprendente con el Trencavel prometía nuevas aventuras. En eso estaba de acuerdo con sus compañeros Guy y Pons. Una vez reencontrados Roç y Yeza, volverían los viejos y buenos tiempos, pues a los occitanos no les cabía la menor duda de que ambos formarían de nuevo una pareja real, y que serían finalmente entronizados.

Roç, por contra, tenía que luchar con una reserva mental considerable, pues no sabía si el nuevo camino sería adecuado… ¿no era acaso una traición a Yeza? Pero su egoísmo ganó la partida. Después de tantas penas y humillaciones, ¿no se merecía un poco de comodidad? ¡No tenía por qué tener mala conciencia! ¿No estaría Yeza disfrutando en ese instante de su separación? Con toda seguridad ella se las vería mejor que él con el destino que les había tocado.

La caravana cargada con la alfombra viajó por el desierto días enteros. Yeza la encabezaba, solitaria, sobre la chepa del camello que los nómadas selyúcidas le habían gustosamente cedido después de que se hubiese impuesto de manera tan impresionante a la debilidad de El-Aziz. El hijo del sultán de Damasco había perdido definitivamente todo aprecio de los selyúcidas, y si lo seguían sólo era por respeto al emir El-Kamil, quien les había acordado ese transporte. Su honor no consentía abandonar el encargo, una vez admitido. Pero tampoco sentían ganas de tener delante al desgraciado El-Aziz durante la larga cabalgada que los esperaba, así que dispusieron que éste formara a la cola de la caravana, flanqueado por su cocinero y el maestro del baño.

Yeza, por su parte, estaba descontenta con la ruta emprendida, pues sabía que acabaría un día ante el trono del il-jan y la dokuz-Jatun, en el campamento militar de los mongoles, donde quiera que se encontrara.

Y era justo a ese lugar, en los brazos protectores de quienes se comportaban como padres suyos, al que no quería regresar. Pero ¿adónde ir? No tenía familia que la esperara. En realidad sólo tenía a Roç, y a éste lo había perdido —posiblemente no quisiera saber más de ella, furioso con su comportamiento. Aunque no lo sintiera justo, estaba dispuesta a cargar con toda la culpa, y hasta pedir perdón a su caballero. Suponía, es claro, que Roç la perdonaría, pero para eso había que encontrarlo. En esta parte inhóspita de Oriente, un hombre como Roç Trencavel, tan emprendedor y luchador, no se detendría mucho tiempo. Le habría atraído la costa, mucho más densamente poblada, donde en cada puerto encontraría combates, aventuras y bellas mujeres. Yeza atribuía al asunto la misma generosidad que se exigía a sí misma, al menos de cuando en cuando.

Pronto alcanzaron el río Éufrates. No vieron a barquero alguno por allí, pero los campesinos que trabajaban sus campos y las fértiles vegas de la orilla les hablaron con buenas palabras de unos vados de paso fácil, más hacia el sur, donde la vía comercial de Palmira cruzaba el Éufrates. De modo que bordearon el río hasta donde éste se ensanchaba y, por tanto, sería menos hondo. A ambos lados se extendían plantaciones de cítricos, grandes higueras de amplio ramaje y altas palmeras datileras, y la otra orilla quedaba por momentos tan lejos que apenas se reconocían personas y animales.

En esta ocasión Yeza exigió ser la última en cruzar el río. No tenía ganas de estar esperando la feliz llegada de esa estúpida alfombra, pero, sobre todo, quería mantener abierta la posibilidad de separarse, según las circunstancias, sin tener muy claro cuáles debían ser éstas, y de abandonar tanto la caravana como de renunciar a la compañía de su "salvador y liberador", El-Aziz. Sospechaba que el joven fanfarrón no tenía otra intención que entregarla cuanto antes a los mongoles. Tal vez el insensato esperaba que, como agradecimiento, el il-jan no solamente le entronizara como sultán en Damasco, sino que le concediera la mano de Yeza, convertida así en su sultana… ¡para morirse de risa!

IMAGE Después de haber dado con un habitante de la región dispuesto a enseñarles el vado y cómo evitar los posibles parajes más profundos, la caravana, es decir, los animales que transportaban la alfombra y sus arrieros, así como los demás acompañantes a camello, fueron los primeros en meterse en las aguas. A los que iban a pie el agua apenas les llegaba a la cadera. El-Aziz y sus dos acompañantes querían seguirlos de inmediato e hicieron señas a Yeza para que se uniera a ellos. Pero la princesa no se dignó siquiera contestarles. Se había detenido con su camello en lo alto de la pendiente, a la sombra de las palmeras, y hacía como si no se diera cuenta de las gesticulaciones animadas ni los gritos de los que iban delante. Más bien tenía la mirada como perdida en la corriente lenta y majestuosa del Éufrates.

La caravana ya había alcanzado el centro del río cuando El-Aziz renunció a requerir la atención de Yeza. Ordenó a sus dos servidores que no se ocuparan de la obstinada mujer. Rápidamente los tres introdujeron sus animales en el agua y siguieron a los nómadas que se habían adelantado. Yeza estuvo observando, sin moverse, cómo los dos grupos se iban alejando hasta alcanzar la orilla opuesta, hasta que ya no pudo reconocer a los diferentes personajes. El paisaje se los había tragado.

Yeza no seguía un plan determinado, ni había tomado decisión alguna. Simplemente esperaba. El-Aziz se impondría a los nómadas y haría regresar a unos cuantos para recogerla, aun a la fuerza. O no. Entonces sería libre, aunque expuesta a todos los riesgos, pues una mujer que viajaba sola…

Pero no contaba seriamente con la primera de las posibilidades: la relación del hijo del sultán con los selyúcidas no daba lugar a ninguna esperanza de que éstos obedecieran a sus caprichos. Estaban para cumplir la obligación que habían contraído, el transporte del valioso kilim. Nunca se había hablado de que el kilim albergara a una princesa, ése era un asunto totalmente privado de El-Aziz, y por nada del mundo iban ellos a intervenir en sus asuntos.

Tanto más se asustó Yeza cuando observó que de la orilla de enfrente se desprendía un grupo numeroso de jinetes a camello y se acercaba a ella por el vado. Reconoció pronto que eran los nómadas, que ahora, sin la carga de la alfombra, volvían rápidamente para alcanzarla. Era inútil querer huir, pues los jinetes la alcanzarían como un guepardo atrapa a una gacela. En cambio, si se quedaba quieta no provocaría ningún enfado, y tal vez evitaría que la sujetaran. Los primeros nómadas alcanzaron la pendiente de la orilla; tenían que haber visto a Yeza, pero no le prestaron ninguna atención. Muy por el contrario, le lanzaban miradas hoscas e indiferentes, como si la joven sentada en un camello para ellos no existiera. Uno tras otro pasaron de largo, sin un saludo, y ninguno giró la cabeza para mirarla. Cuando el último de los selyúcidas tuvo tierra firme bajo los pies de su animal y hubo seguido a sus compañeros, Yeza se encontró de nuevo sola, y bastante confundida por cierto.

¿Qué había sucedido? A sus pies, las aguas amarronadas y verdosas del río fluían lentamente, siguiendo su curso, y ella intentaba mirar la otra orilla. Allí debía de estar la solución del enigma, pero por mucho que se esforzara en traspasar con los párpados encogidos la maleza del talud del otro lado, no veía movimiento alguno. ¿Había comprendido El-Aziz que su ingenuo sueño infantil jamás se cumpliría, y preferido proseguir sin la princesa, renunciar también al kilim, que en ese caso para él carecía de sentido? ¿Se había peleado con los nómadas? ¿Se habían negado éstos a arrastrar la alfombra hasta el campamento de los mongoles? Yeza guió su camello hasta la orilla del río, estuvo yendo y viniendo un tiempo por esa orilla, perfectamente visible para cualquiera, por ver si en el otro lado aparecía alguien, pero en vano. ¡Ese hijo de sultán no podía ser tan estúpido como para creer que podría tenderle una trampa a ella, Yeza! Aunque contara con la ayuda de su cocinero y del eunuco, los tres no bastarían para atrapar a Yeza, ¡jamás! Lo más probable era que los tres héroes se hubiesen largado, y Yeza comprendió que no tenía sentido perder tiempo. De modo que hizo entrar a su camello en las aguas. Más o menos se acordaba de la dirección del vado. Confió en que su animal buscara por su propia intuición el camino sobre los bancos de arena ocultos; al fin y al cabo, no tenía ninguna prisa.

Yeza no había llegado al centro del río cuando salieron de entre los arbustos que tenía enfrente tres o cuatro jinetes que obligaron a sus caballos a entrar en sus aguas barrosas. No se dirigieron hacia el sector por donde se suponía que estaba el vado invisible, sino que trazaron un amplio rodeo, como si no desearan tropezar con la solitaria mujer en un camello. Yeza no les prestó mayor atención, aunque sí la sorprendió que no llevaran mucho equipaje, como suelen llevar los viajeros. En cambio parecían estar todos perfectamente armados. Quiso desentenderse de ellos cuando se dio cuenta de que, a sus espaldas, los jinetes sí buscaban ahora el vado, como si quisieran cortarle una eventual huida hacia atrás. Tampoco parecía que buscaran atravesar el río. Yeza sentía que se iban acercando, de modo que intentó acelerar la marcha de su camello para ganar cuanto antes la orilla: no se sentía tranquila al pensar que unos guerreros podrían atacarla en medio del río viniendo por detrás. Aún estaba reflexionando sobre qué truco emplear para deshacerse de sus perseguidores, cuando en la orilla aparecieron por la izquierda otros tres jinetes que, al parecer, tenían la intención de cortarle el escape a lo largo de la orilla de enfrente, bastante llana. Hostigó con decisión a su camello para que salvara los últimos metros; el agua la salpicó cuando el animal dio un salto para subir a la playa larga y arenosa que, a la larga, dadas las patas anchas del camello, tenía que ofrecerle una ventaja superando en velocidad a los caballos.

Yeza hizo cambiar de rumbo a su montura, cuando se dio cuenta de que sus perseguidores se dirigían desde el río hacia la derecha de la orilla. De modo que siguió en línea recta, sobre las dunas de arena, cuando de pronto su camello pareció espantarse. A Yeza le sucedió lo mismo. Vio ante sí tres cabezas que asomaban de la arena de la pendiente, como extrañas setas: El-Aziz, flanqueado por sus acompañantes, ¡los tres enterrados hasta el cuello en la arena! Yeza sintió un temblor, pero no dudó un instante y obligó al camello a pasar por encima del obstáculo y alcanzar la maleza protectora. Oía a derecha e izquierda cómo se quebraban las ramas, lo cual le revelaba que el lazo se estaba cerrando, que los perseguidores la tenían atrapada y que llevaban a su presa hacia donde querían tenerla, sin mostrarse a sus ojos. El ramaje ocultaba sus rostros, pero Yeza creía oír no tanto sus jadeos como sus risas… ¿estarían mofándose esos desconocidos de ella?

El verde se aclaró pronto y pasó a adoptar la tonalidad de unos campos plantados, que además disponían de amplias empalizadas. ¡En medio de una de esas superficies vio la alfombra extendida! Yeza frenó bruscamente el avance de su animal. Ni un paso más… ¿Había pasado calor, dificultades de todo tipo, privaciones, para verse confrontada ahora a esa visión?

A Yeza se le nubló la vista, no sabía ya si sería capaz de susurrar a su fiel camello que se arrodillara, se hundió en un hoyo cada vez más profundo…

Veía la cabeza de Roç asomando de la arena, ella misma estaba a punto de hundirse en una duna, primero sus pies, después la arena se deslizaba en torno a sus piernas, ya no pudo dar un paso, caía de rodillas, con sus manos intentaba liberar la cabeza de su amado compañero, pero cada vez más montañas de arena caían a chorro sobre ellos, anulaban sus esfuerzos; en su desesperación agarró el cabello rizado de Roç para apartarlo de ese peligro cuando se encontró de repente con la cabeza cortada de su amado entre las manos.

Ahí despertó Yeza.

Hierro golpeaba hierro, los filos de las espadas se rozaban, el parón de una detenía a la otra con un chasquido. Sobre la alfombra había dos hombres jóvenes que combatían, y lo que parecía un juego cruel se había convertido en una lucha a vida o muerte.

Todo lo que había llevado a esa situación había sido obliterado por su profundo desmayo. Yeza no conocía a ninguno de los dos, pero comprendió enseguida: ¡el premio era ella! La habían vuelto a sentar sobre su camello, en el que habían cargado primero algunos sacos y mantas, improvisando una especie de trono elevado para la princesa. Aparte de Yeza, nadie había a ese lado ancho del kilim. A su derecha y a su izquierda se sentaban, en las caras más estrechas y a distancia del borde de la alfombra, los partidarios y amigos de uno y otro combatientes, agachados y siguiendo con atención cada golpe, cada amago, pero al parecer tenían prohibido emitir gritos de júbilo o de terror, por lo que la emoción sólo se reflejaba en sus rostros y sus gestos, que acusaban con un temblor o un encogimiento los golpes certeros, y con una mirada brillante cualquier feliz desvío del arma.

Frente a Yeza se encontraba un único hombre de pie, hombre mayor con la cabeza descubierta y vestido con un burnús oscuro. Era Rhaban, el maestro de armas de los príncipes selyúcidas.

Alp-Kilidsch y Kaikaus tenían que haber elegido al comienzo de su duelo el lado derecho —visto desde el emplazamiento de Yeza— y el izquierdo del kilim, convertido ahora en estera de combate. Así se deducía del comportamiento de sus respectivos partidarios. Mientras, las posiciones se alternaban a cada asalto, a cada brinco, para evitar un golpe en la corva cuando uno se agachaba porque el filo del arma le amenazaba el cuello. Hubo caídas acrobáticas hacia atrás, para avanzar al mismo tiempo la cimitarra en dirección al contrario. Hasta las salidas más atrevidas eran detenidas más bien por un movimiento hábil del cuerpo antes que por sus valiosos sables damascenos para bloquear un golpe. Lo que estaban representando era un ejemplo de la más alta escuela del arte de la esgrima, y el maestro podía haberse sentido orgulloso de sus alumnos si no hubiese sabido —y era el único, aparte de Yeza— que ambos luchadores no estaban buscando dejar simplemente al hermano fuera de combate, sino que cada uno quería atentar contra la vida del otro. Más declaradamente el impulsivo Kaikaus que Alp-Kilidsch, este último el más sereno de los dos. Los golpes eran cada vez más violentos, más inclementes. Los dos hermanos sangraban de varias heridas abiertas por cortes en los brazos, los hombros y el pecho.

Rhaban —el único que sostenía en su mano un sable damasceno desenvainado, mientras el resto del séquito había tenido que dejar sus armas antes de sentarse— se vio forzado a intervenir. De un salto atrevido se plantó entre ambos contendientes.

—No hay vencedor entre vosotros dos, mis príncipes —gruñó el maestro canoso con una tranquilidad sorprendente, mientras con un rápido avance le quitaba la cimitarra de la mano a Kaikaus—. En cambio, ¡pronto podría haber uno que se desangrase a causa de sus heridas!

El esbelto maestro de esgrima le puso por sorpresa a Alp-Kilidsch, que quería aprovechar su intervención para atacar de nuevo al hermano, la punta de su reluciente arma bajo el mentón, al punto que el joven quiso apartarla con la mano y se cortó.

—¡Y queréis contribuir a ello! —resopló Alp-Kilidsch, empujando al maestro con su mano sangrienta—, pero no es asunto vuestro…

—Sólo uno puede ganar el premio —intervino ahora también Kaikaus, quien había vuelto a recoger su cimitarra y amenazaba al hermano—, ¡y no estará contento con su victoria si el perdedor no la paga con su vida!

—Os lo ruego, mis príncipes —se dirigió con su mirada Rhaban, simpre erguido, no tanto a los dos gallos peleones, como a Yeza. Pero ésta no torció la vista; miraba fríamente a esos dos hombres que creían hallarse ante un trofeo de caza. ¡Como si ella fuera una gacela perdida que ha de pertenecer al cazador que la conquista en una pelea! Recordó los espíritus, los demonios ocultos en la alfombra, y su mirada adquirió un aire de crueldad, su sonrisa pasó a ser una simple provocación. Los dos jóvenes se sintieron envalentonados.

—¡Rhaban! —gritó Alp-Kilidsch con voz firme y cortante—, ¡no os entrometáis entre mí y Kaikaus, que aún no ha comprendido quién saldrá derrotado en esta lucha!

El hermano menor se enfureció y adoptó la misma postura belicosa.

—¡Salid de la alfombra, ya no sois nuestro maestro, y recordad que nunca habéis sido nuestro amo!

Rhaban comprendió que Yeza no lo apoyaría, pero no quiso ceder el lugar que ocupaba entre los dos combatientes.

—¡Dejad el arma y apartaos! —Alp-Kilidsch tenía la mirada de nuevo clavada en el hermano, que por una vez estaba de acuerdo.

—¡Es una orden, Rhaban! —le hizo saber a su maestro—. ¡Habréis de obedecer!

El maestro de armas arrojó su arma sobre la alfombra, se inclinó con aire inexpresivo ante los dos príncipes y también ante Yeza, y abandonó el kilim caminando hacia atrás. Se sentó donde antes había estado actuando de árbitro y se quedó mirando fijamente a Yeza, como si sus dos alumnos fuesen de vidrio.

Sin soltar una palabra más, Alp-Kilidsch se inclinó y alejó el sable del maestro como si fuese un palo que estorba y que les había quedado entre los pies. El arma resbaló sobre el kilim y fue a quedar a los pies de Yeza. Ésta no se movió, ni siquiera al observar que los dos príncipes selyúcidas volvían a atacarse como animales salvajes. Lo que estaba sucediendo sobre la alfombra no la afectaba, eso quedaba para los dyinn. En cambio, la situación, tan desagradable, sí llevó a Yeza, contra su propia y poderosa voluntad, a compadecerse del desgraciado maestro de esgrima. Partiendo de la lástima que le inspiraba, empezó a tenerle confianza a ese hombre condenado a la impotencia. La pena que se reflejaba en sus ojos, la espalda encorvada, le revelaban hasta qué punto el maestro sufría viendo cómo los hermanos aprovechaban, para matarse uno al otro, todo lo que él les había enseñado desde que eran infantes. Claro que podría haber intervenido con más fuerza, sobreponerse a su condición de criado y súbdito y evitar, dada su superioridad con el arma, que sucediera lo peor, al menos esta vez. Pero la humillación, el rechazo que tanto Alp-Kilidsch como Kaikaus le habían deparado hacían que se retuviera. Era como si Rhaban hubiese quedado paralizado, y Yeza, que también habría podido intentar aplacar a los dos excitados y demostrar sus dotes como reina de la paz, sabía que era el kilim lo que imponía la victoria del mal.

Y así fue. Una vez que los príncipes se hubieron desembarzado de la protección y con ello de la vigilancia de su maestro, olvidaron también las reglas de una lucha caballeresca. El filo del arma de Alp-Kilidsch marcó al retroceder un fino hilo rojo a través de la garganta de Kaikaus del que brotó pulsante la sangre de la arteria alcanzada. Instintivamente Kaikaus se dejó caer hacia delante, como buscando los brazos de su hermano, cuyo próximo golpe pasó por encima de su cabeza, y Kaikaus cayó de rodillas. Alp-Kilidsch tropezó con él y una sorpresa inmensa se reflejó en su mirada cuando el filo de la cimitarra del hermano se le clavó en el vientre. Kaikaus mantenía el arma firmemente sujeta hasta que la propia pérdida de sangre le hizo sentirse sin fuerzas y cayó inconsciente. Mientras se desangraban, los hermanos parecieron abrazarse por última vez, hasta que la muerte los dejó tumbados sobre el kilim, la cabeza de uno junto a los pies del otro.

IMAGE La "sala de los normandos" en el castillo de los soberanos de Antioquía era una estancia austera, sin adornos. Se veían a ambos lados, debajo de los altos ventanales, largas mesas de roble y bancos fijos de piedra, pero, aparte de esto, los únicos asientos móviles eran unos taburetes sin respaldo en torno al trono de mármol.

En dos de esos taburetes estaban sentados en conversación amistosa el joven soberano y su suegro, el rey de Armenia. Le habría resultado muy desagradable a Bohemundo ocupar un sitio más elevado estando frente a frente con Hethum, considerablemente mayor que él.

El séquito del rey y los cortesanos formaban grupos repartidos por toda la gran sala. Ahora mismo acababa de salir de la estancia Sibila, la esposa de Bohemundo e hija de Hethum, junto con sus damas, después de haber proclamado su disgusto por el hecho de que su "liberador", el noble caballero Roç Trencavel, no hubiese sido debidamente recibido en la corte ni se le hubiese agradecido su generosa intervención en favor de la soberana. Al parecer, la dama pensaba que la culpa recaía del todo en su señor padre, al tiempo que reprochaba a Bohemundo que no fuese capaz de ponerse decididamente del lado de ella —como siempre, por otra parte.

—¿De quién la ha salvado o liberado? —se mofaba el rey Hethum a espaldas de su disgustada hija—. ¡Por su relato, bastante confuso, de ese supuesto acto heroico, no me veo capaz de deducir que los mongoles hubiesen manifestado una actitud enemistosa!

—Yo quiero a Roç Trencavel como a un hermano —se insolentó Bohemundo contra el viejo intrigante, que no ocultaba su desconfianza ante la aparición del joven Roç en Antioquía, ni su rechazo a la pareja real.

—¡Es un aventurero cualquiera! —resopló con una mueca despectiva—. ¡En el mejor de los casos, representa una figura de ajedrez en una partida poco transparente!

Paternalmente, el rey Hethum depositó su mano anillada sobre la rodilla de Bohemundo.

—¡Vuestro Principado es una pieza atractiva para ese Trencavel, atractiva como la miel para un oso joven! —quiso aleccionar al yerno—. En Jerusalén, ese alfil declarado "rey" ha fracasado en sus ambiciones. En Acre los barones no quieren tener un soberano impuesto por el il-jan, de modo que ya sólo le queda la dulce y preciosa Antioquía.

Hethum se enredaba más y más en sus suposiciones.

—¡En vuestro lugar, yo no me alejaría ni un paso del Principado y de la ciudad mientras Roç Trencavel esté entre sus muros!

Bohemundo soltó la risa.

—¿No sois vos, Hethum, quien intenta desde hace días convencerme de que me acerque, junto a vos y cuanto antes, al campamento de los mongoles para rendir pleitesía a Hulagu?

El joven príncipe se levantó de un salto.

—Yo prefiero quedarme aquí, junto a mi amigo y hermano de sangre Roç Trencavel, a quien iré a ver de inmediato para agradecerle la caballerosidad con que ha ayudado a mi amada esposa…

El armenio, un hombre experto en la intriga, comprendió que sus esfuerzos iban desencaminados.

—Conozco a mi hija —dijo con una risa maliciosa—, y sé que ella encontrará la manera de darle las gracias a ese héroe.

Pero lo dijo ya con voz suave, tras haber sembrado la semilla de la duda; parecía estar de talante amable y amistoso, como si jamás pudiese albergar un mal pensamiento acerca de nadie, y aun menos insinuar la sospecha de una infidelidad de la señora Sibila.

—¡Tal vez no sea tan mala idea que el Trencavel se quede para proteger a vuestra esposa y cuidar de vuestro hijito mientras vos emprendéis conmigo ese viaje tan largo hasta el campamento del il-jan!

Bohemundo arrojó a su suegro una mirada sorprendida al darse cuenta del brusco cambio en su actitud, y después abandonó a paso ligero la "sala de los normandos".

El príncipe Bohemundo había señalado como albergue a los tres occitanos las dos torres de defensa a derecha e izquierda de la puerta de San Jorge, no porque los considerara unos guardianes especialmente dotados sino para facilitarles la salida más rápida por la puerta hacia el puerto de San Simeón. Si se les ocurría alguna tontería, sería mejor que no fuera en el centro de la ciudad, donde podría enfurecerse el clero, con el patriarca a la cabeza. Inmediatamente después de regresar del viaje en el que había acompañado a su esposa Sibila, Bohemundo se había visto confrontado con el hecho de que ahora el propio Guy de Muret, hasta entonces confesor de la princesa Sibila, había pasado a formar grupo con sus paisanos. Aunque eso tampoco le extrañó, pues desde hacía tiempo sospechaba del dominico, quien solía mostrar una visible preferencia por la joven Alais, la doncella de pechos blandos de su esposa, una pieza que le habría gustado cobrar al propio príncipe. Había perdido la ocasión, y el patriarca estaría fuera de sí. Lo escandaloso no era tanto el hábito del que se había despojado Guy de Muret, ni el cuerpo que había debajo, sino la circunstancia de que Alais era musulmana, una moslemah que no había abjurado del profeta Mahoma. ¡O sea que se trataba de actos inmorales entre un antiguo fraile y una siria infiel! Bohemundo habría preferido perder de vista a esa pandilla de francos, tan ligeros de cascos como herejes. Envidiaba a esos hombres del suroeste de Francia las libertades que se tomaban, que procuraran vivir como reyes en la corte de Antioquía y aprovecharan a fondo la generosa hospitalidad del soberano.

Pero todo esto cambió de golpe con la reaparición del Trencavel. De repente, los caballeros occitanos sentían la obligación de ser leales a la pareja real y, sobre todo, el deseo de rendir tributo a la dama, la princesa Yeza, quien les provocaba un grado tal de entusiasmo que Roç empezó a sentir las punzadas de los celos.

Así, Terèz insistía ante su distinguido contertulio:

—… ¿y no existe ningún asidero que nos permita suponer hacia dónde se ha dirigido la egregia princesa?

—¡Saldremos de inmediato a rescatarla! —reafirmó Pons la buena disposición de sus amigos. Estaban sentados en el cuarto superior de la torre, y a través de las ventanas su mirada caía sobre la poderosa ciudad que guardaba su bienestar rodeándose de fuertes murallas y torres, como una orgullosa gallina clueca que cuida de sus preciosos polluelos.

Las preguntas que le hacían a Roç le resultaban desgradables; no le gustaba nada hablar del kilim, del castillo de Mard'Hazab y de su siniestro emir, pues el papel que le habían obligado a representar le resultaba demasiado vergonzoso. Se dio a la reflexión, adoptando un aire más bien de rechazo.

—Allí donde estaba, ya no estará. Mi dama tiene suficientes arrestos como para llegar adonde ella quiera ir… ¿tal vez esté ya camino de Antioquía?

Roç estiraba las piernas, desperezándose, pero sus nuevos amigos no deseaban de ninguna manera permanecer a la espera de los acontecimientos.

—¡Cabalguemos pues a su encuentro! —proclamó Pons sus ansias de emprender una salida.

Terèz intentaba resumir la situación.

—Si partimos del supuesto de que la princesa no buscará refugio entre los mongoles…

Pero como no disponía de más información, no le quedaba más remedio que callarse y quedarse pensativo.

—Podríamos pedir consejo a nuestras mujeres —aventuró Pons, pero nadie hizo caso de la propuesta. De todos modos, el que la formulaba era viudo.

Berenice y Alais prestaban sus servicios a la princesa Sibila. Guy de Muret había acompañado por la mañana a la esposa de su amigo Terèz de Foix al palacio. Habían acordado que, cada día, uno de ellos acudiría a la corte para ponerse a disposición del príncipe Bohemundo y asegurarse así su benevolencia.

En esto vieron que al pie de la torre se detenían unos jinetes, y un vistazo los convenció de que era el príncipe soberano quien los sorprendía con su visita. Terèz y Pons se incorporaron de un salto; Roç lo hizo con gestos más pausados, pero con el tiempo justo para poder abrazar a Bohemundo, que subía la escalera a toda prisa. El abrazo fue prolongado, un proceder que planteaba más interrogantes que respuestas. Finalmente, el soberano se desprendió de los brazos de Roç, preguntando:

—¿Y Yeza?

Roç tuvo que tragarse el disgusto y responder.

—¡Si vos, querido hermano, podéis prescindir de la presencia de estos tres caballeros, emprenderé con ellos la búsqueda de mi querida damna!

Y su figura se enderezó tanto como su ánimo.

Al joven soberano no le cabía duda alguna:

—Os cedo otros diez caballeros, Roç Trencavel, con sus caballos y sus escuderos, para que vuestro deseo, el de todos nosotros, se vea coronado por el éxito —y Bohemundo parecía más emocionado con su propio gesto generoso que el agraciado con el ofrecimiento—. ¡Ya me gustaría que mis obligaciones me dejaran libertad para acudir con vos a tan noble campaña de rescate!

Y para ocultar que se le habían humedecido los ojos, Bohemundo abrazó nuevamente al Trencavel. Después se deshizo de él, dio media vuelta y bajó pesadamente las escaleras.

Roç se quedó mirándole las espaldas y soltó un murmullo reconroso:

—¡Qué bonito poder disponer a voluntad de tantos medios! Se diría que el noble príncipe nos quiere perder de vista cuanto antes.

Terèz y Pons oyeron con cierto embarazo las palabras un tanto desagradecidas de Roç y prefirieron quedarse mirando por la ventana, aunque presentían que el Trencavel tenía algo de razón, y también ellos se sintieron expulsados.

Poco después se presentó Guy de Muret e informó a Roç de más detalles:

—El rey de Armenia añade otros cinco jinetes al grupo que os acompañará, pero exige a cambio que abandonéis Antioquía mañana por la mañana.

Y mientras Roç todavía se tragaba su disgusto, el zorro prosiguió sin inmutarse, aunque guiñándole un ojo:

—La princesa Sibila os hace saber que su padre tiene mucha prisa, pero que por la noche os espera en sus habitaciones…

Roç intentó evitar las miradas ahora divertidas de los occitanos. Guy acabó con su recado.

—El príncipe Bohemundo nos pide a todos que comparezcamos dentro de una hora en el patio del castillo, para despedirse de nosotros, ¡pero sobre todo de ti, Roç Trencavel! El rey Hethum quiere mostrar a los mongoles, cuya delegación acaba de llegar, que Antioquía se dará la mayor prisa por mostrar su sumisión, tal como se le exige.

Roç escuchó el mensaje y se dio cuenta de que a partir de ese momento tenía que demostrar sus aptitudes de mando. Por mucho que ansiara abrazar a la cálida Sibila armenia, era el momento de mostrar que tenía carne de héroe, como se esperaba de él.

—Demasiadas cosas a la vez —suspiró, para ordenar después en tono áspero a sus hombres—: ¡Recoged vuestros trastos! ¡Y preparaos para salir al encuentro de la gran aventura!

IMAGE Yeza había cambiado su camello por un caballo. La muerte de los dos príncipes le había proporcionado la ocasión de elegir entre sus dos nobles corceles. Nadie le había impedido hacerse con uno de los animales. Para los selyúcidas que habían acompañado a los dos hijos del sultán hasta el amargo final, Yeza era la única heredera autorizada, casi la viuda de ambos. El viejo maestro de esgrima Rhaban fue el primero en ofrecerse para servirla, apenas Alp-Kilidsch y Kaikaus hubieron recibido sepultura a manos de sus fieles. Nadie propuso un regreso a las orillas del Éufrates, como si todo lo que había sucedido allí perteneciera definitivamente al pasado. Sobre todo el kilim manchado de sangre, que nadie quería volver a tocar. Simplemente lo dejaron allí tirado. A Yeza, que encabezaba la pequeña tropa, le pareció bien. Si por ella fuera, tampoco habría vuelto a hablar jamás de las tres cabezas que asomaban de las arenas de la orilla, pero el maestro de esgrima, que cabalgaba a su lado un poco retirado hacia atrás, creía deber una explicación a su nueva ama y señora. Yeza lo dejó hablar, sin demostrar un interés especial, y Rhaban le presentó un breve informe. Los nómadas de la tribu de los selyúcidas, cuyos animales habían transportado la alfombra, en cuanto se vieron frente a los príncipes reconocieron a Alp-Kilidsch y Kaikaus como hijos de su sultán. Al interrogar con cierta rudeza a El-Aziz, tras haberle maniatado, se enteraron rápidamente de que el hijo del sultán de Damasco no aspiraba tanto a hacerse con el kilim como con la "princesa" a la que esperaba, y que se había quedado al otro lado del Éufrates. Como El-Aziz se negó cobardemente a un duelo con uno de los príncipes por la dama, una palabra les había llevado a otra y los hijos del sultán dispensaron a los selyúcidas de su promesa de lealtad, de modo que éstos no movieron un dedo cuando el séquito se hizo con el cobarde. Obligaron a sus dos acompañantes, probablemente su cocinero particular y el eunuco, a enterrar a su amo vivo en la arena, dejando que sólo la cabeza asomara…

—… antes de cortarles el cuello a ellos mismos —acabó el maestro de esgrima su relato, sin conmoverse—, para que le sirvieran de acompañantes durante su viaje penoso hasta la muerte, que no tardará en atraparle.

Yeza tembló de horror, pero se dijo que nada la haría regresar junto al kilim. Rhaban respetó su silencio, aunque en algún momento hubo de plantearle la pregunta acerca del objetivo que pensaba alcanzar. Ese mismo pensamiento le pasaba a Yeza por la mente. Quería volver a reunirse con Roç. El único dato al que podía aferrarse era Antioquía, a menos que a él se le hubiera ocurrido regresar con los mongoles. En Antioquía tenían ambos un amigo común, el joven príncipe soberano Bohemundo, con quien en su día habían jurado ser hermanos de sangre.

Poco después estas preguntas dejaron de tener sentido. Ya se acercaban a la ciudad oasis de Palmira cuando un grupo desordenado de jinetes a camello vino a su encuentro, blandiendo sables y enarbolando enseñas. Eran beduinos, y no venían con malas intenciones. Al revés: de repente retuvieron a sus animales y de su centro se separó un solo hombre de baja estatura que se dirigió a Yeza moviendo agitadamente ambas manos.

—"¡O, mi gran y único amor!"

¡Era Jalal al-Sufí, el derviche loco! ¿Cuánto tiempo hacía que no se habían visto?

—"¡He estado pensando permanentemente en ti, y eso es lo que me mantenía alejado!"

¿Cuánto tiempo hacía que no regalaba a Yeza los versos siempre bien dispuestos del gran Jalaluddin Rumi?

—"¡Ante mis ojos tengo siempre la imagen de tu rostro, hasta tal punto me ha cegado!"

El pequeño derviche, a quien la edad no parecía importunar, saltaba emocionado ante los cascos del caballo de la joven; el animal reculó, relinchó y levantó las patas delanteras. Pero no impresionó a Jalal al-Sufí.

—"El que ama se satura de gozo y de placer. ¡Es libre y se siente arrebatado! ¡Baila poseído por loca pasión y entregado a un salvaje delirio!"

A Yeza le costó refrenar semejante cascada de embriaguez poética; saltó del caballo y abrazó al pequeño hombre. ¡Al fin volvía a ver un rostro conocido y tener cerca a una persona en quien confiar! Señaló con aire interrogador al grupo de beduinos que el derviche tenía detrás y que parecía ostentar un aire festivo. Jalal al-Sufí la informó con palabras aceleradas.

Una tropa mongol, una centuria completa, se había presentado en Palmira, exigiendo no solamente sumisión y vasallaje, sino también unos rehenes que debían seguirlos al campamento del il-jan. Esto había excitado no sólo el malestar de los derviches, que representaban en la rica ciudad oasis el poder espiritual y terrenal, sino que había ofendido el orgullo de las tribus de beduinos libres que vivían a su alrededor como nómadas, celebraban allí sus mercados y hacían de guías para las caravanas.

Pero antes de que hubiera una revuelta se había presentado, como surgido de la nada, una figura extraña acompañada de un oso, un chamán. Había conseguido tranquilizar los ánimos exaltados, los mongoles lo aceptaron como embajador y marcharon satisfechos con el chamán y una embajada cargada de valiosos presentes. Pero, antes de partir, el hombre sabio, que decía llamarse Arslán, le había dado a él, Jalal, una valiosa indicación: le había asegurado que Palmira era el lugar elegido por los buenos espíritus para el reencuentro de la pareja real…

—¿Cómo? —lo interrumpió Yeza excitada—. ¿Roç Trencavel en Palmira?

El derviche parecía avergonzado y suspiró:

—¡Así debía haber sido! Pero el capitán de los mongoles tuvo que confesar que no había podido retener a Roç…

Yeza no ocultó su desilusión.

—Cuando estaban a pocas millas de Palmira, el Trencavel había preferido dirigirse con sus antiguos amigos a Antioquía…

—¡Ya me lo imaginaba! —resopló Yeza, disgustada. Una vez más, el poder de los dyinn maléficos había conseguido frustrar sus deseos.

—¡De todos modos, así nos enteramos de que vos, Yeza, os estabais acercando, procedente del río Éufrates!

El derviche la miraba con expresión ilusionada.

Nada respondió la interpelada. De pronto se sintió inmensamente cansada. ¿Habrían sido inútiles tantas luchas? ¿Por qué había tenido Roç que imponer de nuevo su tozudez?

—"Presos de nuestras ideas, que pesan como el granito…

¿La comprendía el derviche? ¿Estaría ironizando a su costa?

—"… tropezamos con las más leves futilidades…"

A Yeza le pareció enfrentarse a una pared de blandos almohadones.

—"… Que sea lo que tenga que ser. ¡Así sea!"

A medias se enteró de la propuesta de Jalal de entrar todos juntos en Palmira. El propio pequeño derviche no se tomaba muy en serio la invitación, que ofreció cantada, por lo que tampoco consideró importante la posible reacción de Yeza. Rebosaba de felicidad. Tanto la alta jerarquía religiosa como sus hermanos derviches y los beduinos se sentirían felices… Y mientras cantaba sus propuestas saltaba como un pajarillo de rama en rama, sin preocuparse gran cosa de los sentimientos de Yeza.

—"…Y cuando estemos ebrios de ese gran amor, el único… —declamaba jubiloso— ¡que venga lo que tenga que venir! ¡Así sea!"

Agotada, Yeza volvió a montar su caballo. Probablemente era su destino mostrar buena estampa, sacando fuerzas de flaqueza. Llamó al maestro de esgrima y a los selyúcidas a su lado. Dejó a estos últimos en libertad para regresar a su país en el lejano Turquestán, sin encontrar su oposición. El viejo Rhaban, en cambio, le pidió insistentemente que lo dejara seguir a su servicio. Quería serle fiel a ella, pues desde la muerte de los príncipes ya no contaba con otro amo a quien ser útil. Yeza se mostró de acuerdo y dio la señal para seguir avanzando sobre Palmira.

IMAGE En el patio del castillo de los normandos en Antioquía se había reunido un poderoso contingente de nobles y caballeros del Principado. Una buena parte acompañaría a Bohemundo, pues su suegro ponía mucho empeño en que no se presentara ante los mongoles y su il-jan como un pedigüeño sino como un aliado de alto rango. Los demás habían acudido para ofrecer su adhesión al soberano, aunque muchos tomaban a mal que éste, que no había doblado la rodilla siquiera ante el emperador de Bizancio, fuera ahora a rendir tributo y homenaje a ese bárbaro oriundo del lejano Oriente. Pero, posiblemente, no hubiera nada que hacer. Aquellos que habían visto pasar el ejército mongol después de la conquista de Alepo intentaban acallar a los renuentes.

Roç se esforzó por acercarse al príncipe y su lujoso entorno, pues casi nadie lo conocía —aunque la mayoría sí había oído hablar de la "pareja real". Se asustó no poco cuando oyó al rey Hethum divulgar su feliz ocurrencia de lo bonito que sería que Roç Trencavel los siguiera, pues causaría una excelente impresión entre los mongoles. Roç intercambió una mirada desesperada con Bohemundo, de modo que éste prescindió de ahondar en la idea de su suegro, una idea que era todo menos que espontánea. A ello se añadía una reflexión del joven soberano que no carecía de egoísmo: ¿no quedaría disminuida su presencia ante Hulagu si se presentaba lado a lado con Roç, lo que significaría que sería el famoso Trencavel quien atrajera la mayor atención del il-jan?

—No tenemos derecho —objetó no sin hipocresía —a extender a nuestros amigos una invitación que nos fue cursada a nosotros…

Roç aceptó esta solución con el ánimo agradecido. Se despidió a toda prisa y volvió junto a sus hombres. El ojo avizor de Hethum no perdió el detalle de que al menos los tres occitanos esperaban ya listos para partir: iban armados y sus caballos cargados con sus pertenencias. Envió una señal a Guy de Muret para que se acercara y le propuso con falsa amabilidad hacer la primera parte del camino juntos. Inmediatamente intervino Terèz de Foix, a quien el armenio no le gustaba nada, objetando, en primer lugar, que querían marchar hacia el este para ver si encontraban a la princesa Yeza, y, en segundo lugar, que su esposa Berenice esperaba pasar esa última noche con él, y que le asistía todo el derecho del mundo. Cierto que a Hethum no le convencieron estos argumentos, no podía entender qué ataba a ese caballero bastante vistoso a esa cabra delgada —así veía el señor Hethum a la dama de honor de la corte de su hija, una mujer que ciertamente era un tanto huesuda, de aspecto un tanto varonil. ¡Una amazona rubia! Ni siquiera tenía un culo que mereciera ese nombre, y su pecho era tan plano que habría podido vestir tranquilamente y sin apreturas una coraza de varón. Fuera como fuere, otros hombres ocuparon el lugar de Terèz. El rey perdió de vista también al Trencavel.

Como le había prometido a su esposo, la princesa soberana Sibila se asomaba a la ventana de su dormitorio, que daba al patio, para decirle adiós con un pañuelo, mientras él salía a caballo por el portal. Vio a los caballeros subirse a sus monturas y vio también cómo se abrían de par en par las pesadas alas de la gran puerta. Sibila se apoyó en el alféizar y sacó el pañuelito. Su esposo levantó la vista hacia ella y la saludó lleno de orgullo. Los primeros caballeros pasaron por delante de su soberano, la señora Sibila agitaba el pañuelo… entonces sintió que una robusta mano de hombre le levantaba la ropa por detrás y, ansiosa, se agarraba a la carne de sus muslos…

—Saludad —le ordenó Roç, que era quien estaba detrás—, ¡seguid saludando!

Sibila se inclinó mucho hacia afuera y agitaba feliz su pañuelito.

—¡Mirad cómo os saluda vuestra fiel esposa! —le dijo el rey Hethum a su yerno, recomendándole que echara de nuevo una mirada hacia la ventana.

—Le duele mucho tener que echarme en falta durante tanto tiempo —aseguró Bohemundo con el pecho henchido de orgullo, mientras estiraba las piernas en los estribos y saludaba a su vez, gesticulando con entusiasmo. Sibila debía de haberlo visto, pues extendió ambos brazos como si deseara abrazarle por última vez. Bohemundo volvió a dirigir la mirada al frente, y el palacio con sus ventanas desapareció de su campo de visión.