La "virgen de hierro" del patriarca

IMAGE El emir había salido a cabalgar. Se sentía intranquilo. No porque desconfiara de los observadores que había apostado en las montañas de los alrededores, como confiaba en la poderosa guarnición que había reunido en Mard'Hazab, pero sí deseaba convencerse con sus propios ojos de que, en efecto, se estaba acercando un cuerpo expedicionario de castigo. Era como para reírse, además: no se veían trazas de tal cuerpo expedicionario. El-Kamil y las tribus kurdas de los alrededores habían llegado a un acuerdo, y él podía confiar en ellas. Si los mongoles eran realmente tan ingenuos como para penetrar en un país montañoso, de pocos e inciertos caminos y totalmente desconocido para ellos, la mejor defensa consistiría en tenderles una trampa. ¡El disponía de más guerreros para la ocasión de los que podrían acarrear esas estúpidas cabezas de bola! Los pueblos montañeses se sabían unidos en su odio a los invasores de ojos rasgados, y el conocimiento detallado de los profundos valles y los elevados riscos era una ventaja insuperable para las tribus libres. Retirarse ahora a Mayyafaraqin perjudicaría a su fama de cabecilla indiscutible de la resistencia. Tenía que aguantar en Mard'Hazab, ¡pese a todas las advertencias contrarias que pudiera dirigirle esa princesa que se consideraba tan inteligente!

¡Una mujer no es un guerrero! Yeza era supersticiosa, él se había dado cuenta por la discusión sobre los miles de dyinn que se ocultaban en cada nudo de aquel gigantesco kilim. Si lo que deseaban los mongoles era hacerse con la maldita alfombra, él sería capaz de depositarla delante de la tienda de su il-jan, ¡y que fueran felices! El-Kamil prosiguió su cabalgada de inspección.

En el castillo de Mard'Hazab, El-Aziz aprovechó que a su maestro de baños, un eunuco, le hubieran permitido entrar en el harén, severamente vigilado, para ponerse a disposición de la princesa. Por su mediación hizo saber a Yeza que él estaba allí para liberarla. Se sintió feliz de que la respuesta no expresase una rotunda negativa, sino más bien una prudente espera. La princesa deseaba saber antes cuál era el plan de su liberador. El eunuco le comunicó que Yeza no estaba dispuesta a meterse en una aventura irresponsable, y que sólo se decidiría a huir si se trataba de asumir un riesgo perfectamente calculable.

Mientras tanto, El-Aziz había examinado la sospechosa alfombra. Se sintió descorazonado cuando vio el tamaño gigantesco de la pieza, pues nunca podría sacarla en secreto del fuerte, ni siquiera enrollada. Pero después se le ocurrió la idea genial de utilizar el kilim como envoltorio, ¡en sacar a la princesa como contenido invisible del grueso rollo! Inmediatamente envió al eunuco con esa propuesta a Yeza, pero recibió una áspera negativa. La princesa no deseaba por nada del mundo volver a tener contacto con esa alfombra ¡y mucho menos verse aprisionada e indefensa dentro de esa masa de tejido! El-Aziz descartó de momento el asunto. Le pasó el recado de que ya se le ocurriría una solución aceptable y que la princesa podía confiar en su inventiva tanto como en su lealtad. Instó al eunuco a que en su regreso al harén tranquilizara y consolara a la princesa con esta perspectiva.

En el salet al fursan, la amplia sala de la fortaleza, el emir y su huésped, sentados ante la larga mesa, cenaban solos. El-Aziz había pedido a Yeza que en los próximos días simulara algún malestar, para que El-Kamil, acostumbrado a su presencia velada, no se extrañara al ver su puesto en la mesa vacío. Eso les daría una cierta ventaja a la hora de la huida. La princesa había estado de acuerdo, informó el eunuco, aunque había exigido que el perfecto cocinero le preparara a ella la misma comida y se la hiciera servir en el harén. Esta variante, con la que el emir se mostró de acuerdo, le dio nuevas ideas a El-Aziz, que ya empezaba a dudar de su capacidad de tener buenas ocurrencias. En primer lugar volvió a llevar la conversación al precioso kilim, y encontró un oído atento del emir. Si el señor primo, El-Aziz, quisiera ocuparse de llevarles esa maldita alfombra a los mongoles, él, El-Kamil, no tendría problemas en deshacerse de esta joya del arte de tejer. El-Aziz puso una objeción del todo justificada: para el transporte necesitaría bastantes más hombres capacitados —a más de los camellos de carga— de los que disponía en su séquito, totalmente insuficiente e inexperto en tales lides. El emir atendió a sus argumentos y tuvo una ocurrencia feliz: mañana mismo haría un trato con un grupo de nómadas que disponían de suficientes camellos y experiencia en el transporte de semejante carga. Al emir, por el contrario, le atraía la idea de quedarse con los empleados del primo, con el maestro del baño y con el cocinero perfecto, para que la dama de su corazón, allá en el harén, no tuviera que prescindir de las maravillosas artes de tan hábiles individuos. No hizo falta que el emir le guiñara el ojo a su primo para que El-Aziz comprendiera que debía renunciar a esos dos artistas, a quienes estaría entregando como mínimo a un futuro incierto. Sellaron el pacto con un apretón de manos y un beso fraternal. En vista del malestar que padecía su prisionera, el emir renunció a visitarla en sus habitaciones, pues tenía previsto salir muy temprano para ocuparse personalmente de la caravana necesaria, y pensaba combinar esa tarea con otra salida de inspección. Pretendía estar de vuelta a última hora de la tarde, acompañado de los referidos nómadas, de la tribu de los selyúcidas. El-Aziz insistió en que partiría de madrugada un día después, por lo que aquella gente tendría que sacar el kilim la misma noche del día siguiente y preparar la carga de los camellos. El-Kamil estaba de acuerdo, lo único que deseaba era deshacerse cuanto antes de la alfombra. En todo caso, si era verdad que traía desgracia, Alá no lo quisiera, ya no sería él quien la padecería, ma qadara allah, sino su torpe primo, que seguía albergando la esperanza de ocupar el trono de Damasco, mientras que él, una vez liberado de los peligrosos dyinn, podría dedicarse sin más preocupaciones a disfrutar de su princesa.

A la tarde siguiente, mucho antes de la hora habitual de la cena y del esperado regreso del emir, El-Aziz hizo venir al cocinero y al eunuco. Este último, el maestro del baño, era un hombretón fuerte y musculoso y se lo consideraba también un maestro en el rubro de venenos. Su amo le exigió un anestésico potente, cuyo efecto durara hasta la mañana siguiente. El cocinero había de introducirlo en la cena que le sirviera a la princesa. Una vez conseguido el efecto, deberían enrollar a Yeza en el kilim y atar la alfombra firmemente, preparándola para ser recogida por los encargados de la caravana. Pero debían prestar mucha atención a que la víctima no sufriera daño alguno y, sobre todo, que pudiera respirar. Él mismo se encargaría de impedir que, en esa fase crítica de la operación, el emir subiera a la azotea para asistir al enrollamiento de la alfombra, y también de evitar que éste, recién vuelto de su salida de inspección y organización, sintiera ganas esa misma noche de ver a la dueña de su corazón. Los dos criados no las tenían todas consigo en cuanto a lo que haría el emir con ellos al día siguiente, al darse cuenta de que faltaba la princesa…

Lo primero que ordenó el delgado cocinero a sus ayudantes fue que consiguieran una serie de cestas vacías y varias cañas taladradas en toda su longitud, como larguísimas flautas, y que trasladaran todo ello a la azotea. Se dieron a su tarea.

El-Aziz esperó en la salet al fursan el regreso del emir. Había pedido que sirvieran el asado frío y diferentes ensaladas, y permaneció sentado ante la mesa puesta hasta que poco después de medianoche llegó por fin El-Kamil con los componentes de la caravana. Se presentó el primer ayudante de cocina para explicar la secuencia de platos preparados y comunicar de paso que la princesa había solicitado una comida ligera, porque se sentía mal del estómago. El hábil ayudante inventó algún gesto que simulaba una diarrea y unos vómitos, de modo que al emir no le quedaron ganas de entregarse a la visión de semejante malestar, probablemente desagradable y hasta maloliente. Además, le aseguraron que el padre de todos los cocineros se ocuparía en persona de la preparación de los platos adecuados, y que el maestro del baño haría lo suyo para que la enferma pudiera sumirse pronto en un sueño reparador. Este comunicado era la señal acordada con El-Aziz para hacerle saber que todo ocurría como estaba convenido, y que la alfombra enrollada estaba lista para ser recogida. Acabada la cena con el emir, salió con éste al patio del castillo, donde esperaban ya los porteadores. También acompañó a El-Kamil a la azotea, a la que éste hizo subir a la gente, pues El-Aziz quería asegurarse de que no fallara nada en el último minuto, por ejemplo que al emir, preocupado por el bienestar de la enferma, le diera por bajar al harén para cerciorarse de que dormía. Casi le falló la respiración cuando El-Kamil expresó en voz alta su sorpresa por el grosor del rollo, asegurando que no recordaba que la alfombra fuera tan enorme. El-Aziz supo aludir con gran presencia de ánimo a los buenos espíritus que habitan en cualquier alfombra, y que suelen enfurruñarse e hincharse cuando se forma un rollo con ella, cosa que no les agrada. El emir recordó asustado los dyinn malignos de los que no había hablado a su primo y prefirió no seguir con el asunto. El-Aziz, en cambio, se sintió envalentonado, y cuando los porteadores cargaron el rollo sobre los hombros y se quejaron del peso inesperado del kilim, añadió con toda perfidia que esos pequeños espíritus se ponen muy pesados en señal de protesta, pues preferían que la alfombra se quedara donde estaba. Entonces el emir animó con vocablos ásperos a los porteadores a que cumplieran de una vez con su deber. Se sintió contentísimo cuando el abultado rollo hubo sido bajado por las escaleras y fue depositado sobre las bandas que repartían su peso entre las gibas de los pacientes camellos. El-Kamil instó a su primo a que partiera de inmediato, aunque todavía no había comenzado a salir el sol. El-Aziz lo abrazó y aceptó la sugerencia de darse prisa. Poco después se abría la puerta de la fortaleza y la caravana desaparecía en la oscuridad. El-Kamil se dejó caer, agotado, en su lecho.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Al final de mi involuntario viaje me esperaría, lo daba por seguro, una nueva tarea de cronista, pues mi severo protector, el secretarius, se habría ocupado de que así fuera —si bien su persona, y sobre todo su posición dentro de la hermandad secreta, no gustaba a todos los miembros de la jerarquía superior de la orden de los templarios, como me lo demostró la intervención ruda y casi burlona del desconocido comandante, con su voz que parecía un graznido, a quien debía el cambio de mi escolta. Seguramente era asunto de la archiconocida arrogancia de los templarios, pues Lorenzo de Orta no era, como tampoco lo era yo, sino un simple franciscano.

Yo no veía razones para suponer, sobre todo después de oír sus palabras de despedida, que al alcanzar la meta de mi transporte como prisionero se ocuparía de mí la famosa gran maestre de la hermandad, la misteriosa grande maîtresse en persona. ¡Ni siquiera sabía si debía desearlo! Y si así fuera, ¿qué iba esa alta personalidad a exigirme a mí, pobre minorita, aparte de aplicación y estricto cumplimiento del deber? Esos pensamientos me tuvieron ocupado mientras se balanceaba la estrecha caja en que me transportaban. Por un pequeño agujero practicado en la caja del palanquín, por encima enrejado, veía los gruesos traseros de los caballos que utilizaban los miembros de mi escolta, sin que se les ocurriera ni una vez girar sus cabezotas en mi dirección. Así avanzábamos por montañas y valles, de un castillo al próximo. Yo veía sus espaldas, las lanzas que empuñaban, las espadas colgadas de los laterales de sus sillas de montar, ¡pero nunca veía sus rostros! Las bocas de sus yelmos avanzaban hacia delante como morros de perro, y las ranuras practicadas ni siquiera permitían ver sus ojos. Todos llevaban unas capas de color rojo carmín sobre los hombros, y encima de esas capas se veía la gran cruz negra de la iglesia del Santo Sepulcro, que representa, si lo recuerdo bien, el escudo del "Reino de Jerusalén". Inmediatamente me acordé de Roç y Yeza, cuya representación se me figuró que ostentaba yo, allí metido en una caja oscura, víctima de un destino determinado pero desconocido para mí, transportado por un poder secreto que también disponía el camino que ellos tendrían que recorrer.

¿Con qué objetivo? Cerré los ojos: tanto me daba reconocer el paisaje que recorríamos puesto que no podía influir en lo que me estaba sucediendo. Así debía de parecerles la imagen de la vida a "mis niños", como, tozudo, solía llamar yo para mis adentros a la pareja real. Una vida atada a una cuerda larga, más o menos adornada y embellecida pero irrompible como una pesada cadena de hierro, indisolublemente unida a una idea que otros, nunca ellos mismos, denominaban el "gran proyecto".

La incertidumbre acerca de la meta de mi viaje tuvo un final provisional cuando llegamos al anochecer a un siniestro castillo y mi escolta, cada vez más sospechosa, entró en el patio de la fortaleza. En esta ocasión no me metieron, como otras veces, en alguna mazmorra del sótano, sino en un aireado cuarto de la torre cuyos ventanales daban a las pendientes escarpadas de la montaña; desde allí creí ver a lo lejos el mar. Esto me animó a preguntar al negro que me acompañaba —primer rostro humano después de tanto tiempo— dónde nos encontrábamos. El muchacho puso los ojos en blanco y me sonrió. Después me respondió, atento:

—Por si os sirve de algo, William de Roebruk, ¡sabed que este castillo es conocido como el krak de Mauclerc!

Después, el amable portador enturbantado me dejó solo hasta la hora en que me trajo la cena y agua para refrescarme. Para entregarme todo esto utilizó una trampilla que había en el muro. Detrás colgaba de una cuerda un recipiente de madera que el mozo inclinó levemente para echarme por un orificio el apreciado líquido en un cuenco de cobre. Ya estaba yo a punto de acostarme, pues me sentía agotado del viaje, cuando el joven volvió a presentarse. Esta vez portaba un candelabro de siete velas que introdujo en mi estancia, iluminándola claramente. Mi visitante no dio explicación alguna: sacó un paquete envuelto en un sencillo trozo de cuero, abrió la atadura y extrajo un montón de pergaminos vacíos que depositó con aire solemne sobre el pupitre que había en la habitación.

—¡Estas hojas sirven para que apuntéis ahora mismo vuestras valiosas impresiones! —me espetó, me hizo una cumplida reverencia y abandonó la estancia. Yo me acerqué al pupitre, aunque sin muchas ganas de ponerme a escribir, y coloqué en su sitio el candelabro cuando oí que cerraba la puerta con un pesado cerrojo, el giro de la llave y el ruido opaco con que ésta encajaba en el cierre, y tan sólo a continuación los pasos del negro que se alejaban. Deduje de todo ello que tan severas medidas no servirían probablemente tanto para proporcionar más seguridad a mi persona como para proteger el manuscrito que yo debía redactar. Pero antes de iniciar esa tarea que marcaría mi futuro, me convenía despojarme de la sudada ropa de viaje, lavarme y sobre todo pensar con toda tranquilidad en cómo iniciar el escrito. De modo que me arrojé de momento, tal como estaba, de espaldas sobre el lecho…

IMAGE El emir durmió intranquilo el resto de la noche. En sus sueños, en los que le correspondía el papel de perseguido, de perdedor y de fracasado, hiciera lo que hiciera para escapar de las amenazas, las trampas y los agujeros hondos como pozos, se veía acosado. Cuando lo despertaron los rayos ardientes del sol de la mañana, le llamó la atención el silencio que reinaba en Mard'Hazab; además, el cocinero no le había traído a la cama el desayuno —frutas heladas y un té de menta amargo—, y cuando se levantó y se dirigió, algo aturdido todavía, a la bañera empotrada de mármol, se dio cuenta de que el maestro del baño ni siquiera la había llenado de agua. Un mal presentimiento cayó sobre su ánimo y lo hizo abalanzarse hacia el harén. ¡Ni un guardián, ni una criada! El amplio lecho bajo el baldaquín, donde su amada solía esperarlo, estaba vacío, y ni siquiera se veían allí las sábanas de tela adamascada, ni los cojines de seda: la princesa había sido secuestrada, ¡El-Aziz se la había robado!

Regresó, perdida la razón, hacia la azotea donde había descansado la alfombra, y arrojó miradas enloquecidas hacia el paisaje arisco, con la loca esperanza de atisbar un rastro de los huidos. ¡Nada! El sol iluminaba, inclemente, las pendientes escarpadas y las hendiduras rocosas. El emir bajó como un demente por las escaleras, gritó a sus guardias reclamando su caballo. Cuando llegó al patio de la fortaleza aparecieron sus primeros hombres, no muchos, por cierto, sólo los más fieles. Sacaron el caballo del establo y lo rodearon con gesto interrogador.

—¡Todos los hombres a sus caballos! —les gritó, y los interpelados se dispersaron.

—¿Por qué sois tan pocos? —le gritó al viejo capitán de su guardia personal.

Éste bajó la cabeza encanecida y murmuró:

—Nos han abandonado, la mayoría se han ido con la caravana.

El-Kamil reunió a los hombres a caballo que le quedaban, hizo que abrieran las puertas y salió de estampida, bajando como una exhalación por la pendiente. Los fugitivos no podían estar lejos, la rapidez con que avanzaba la caravana dependía del transporte de la alfombra. En el próximo valle alcanzaría al traidor. El emir, furioso, acortó camino, cruzó el lecho seco de un río y una garganta muy profunda. El pequeño grupo cabalgaba a ritmo arriesgado en la dirección supuesta. A la cabeza, el emir, que ya veía con sus ojos teñidos de sangre las cabezas cortadas de El-Aziz y de sus ayudantes…

El-Aziz echó una mirada al valle mientras respiraba pesadamente. El hijo del sultán siempre había tenido claro que la pequeñísima ventaja en el tiempo nunca habría bastado para alejarse lo suficiente de Mard'Hazab y su emir, y que éste, tras descubrir el engaño, estaría ciego de furia por alcanzarles. De modo que convenció a los hombres que llevaban la caravana, mediante lisonjas y la promesa de un premio, de que abandonaran el cómodo lecho del río y se expusieran a un esfuerzo adicional, extremo en cuanto a su dificultad tanto para las personas como para los animales, pues requería entrar en la pared rocosa que tenían enfrente. Al fin y al cabo, tampoco podía revelarles a los guías de la caravana, que habían sido contratados por El-Kamil, las intenciones que tenía respecto de la alfombra ni hablarles del contenido de ésta. Finalmente alcanzaron la cima de la pared y quedaron a salvo de ser descubiertos por cualquier posible perseguidor.

El-Aziz no pudo negar a sus gentes, que buscaban ansiosamente un poco de sombra entre los riscos, un breve descanso. El mismo arrojó una última mirada hacia el valle. Justo cuando estaba a punto de apartarse, satisfecho, vio a sus perseguidores, conducidos por el emir, saliendo de entre las rocas que tenía debajo como un enjambre de furiosos avispones que sale del nido…

Sin pensarlo mucho, el grupo se dirigió hacia donde tendría que haberse dirigido la caravana si hubiese seguido el camino que marcaba el sentido común. El-Aziz los siguió sonriente con la mirada. Quiso esperar a que se perdiesen antes de iniciar el descenso con sus hombres y su carga. Pero después vio avanzar a ritmo pausado por el mismo valle a todo un ejército, las lanzas brillaban por encima de los jinetes que se movían en bloques ordenados: una, dos, tres centurias de mongoles se dirigían a su objetivo, la fortaleza de Mard'Hazab. Una curva pronunciada del lecho del río y una roca saliente impidieron que el emir y su poco disciplinada tropa se dieran cuenta de lo que les esperaba, de modo que avanzaban directamente hacia su perdición. Chocarían unos con otros justamente en la curva…

El-Aziz apartó la vista. No podía dejar escapar la ocasión, se había quitado al primo de encima, los mongoles seguirían su marcha para acabar destrozando el castillo vacío de Mard'Hazab y desahogar así su rabia. Nada sabrían de la alfombra, pero buscarían a Yeza. De modo que El-Aziz ordenó a la caravana que iniciara el descenso. En el próximo descanso seguro haría abrir el rollo y rescataría a la princesa de su incómoda situación. Era de esperar que le durara aún el letargo inducido por el veneno, pues, de no ser así, la pobre padecería muchísimo con el calor que haría allí dentro…

El general Sundchak ni siquiera pudo exteriorizar su disgusto cuando se enteró de que ese débil mental que era el sobrino protegido de su comandante supremo se había dejado robar el caballo y las armas. La presencia del Bretón, ese sabelotodo y embajador bastante descarado del rey de Francia, evitó que Jazar sufriera de inmediato un fuerte castigo disciplinario, como habría sido costumbre para cualquier mongol tan descuidado. Y también estaba Baitschu, el hijo, tardío pero hijo al fin, del viejo Kitbogha. El atrevido muchacho defendía a Jazar, no porque éste fuera su primo mayor, sino porque era más inteligente que su pariente, de modo que comprendía que podría utilizarlo como le fuera conveniente. Las anchas espaldas de Jazar le ofrecerían siempre una buena cobertura y, encima, el mozo se sentiría honrado por la supuesta adoración que el jovencito sentía por él. ¡Y Baitschu era un protegido del señor Yves! De modo que la única posibilidad que le quedaba al disgustado Sundchak era la de asestarle un golpe a Jazar, promocionándolo oficialmente. Lo puso al mando de las fuerzas que cubrían los flancos, así como de la media centuria de la retaguardia, y lo envió al desierto, a un valle lateral completamente aislado donde no se encontraría ni con amigos ni con enemigos ni sucedería nada que tuviera importancia para la seguridad de la parte principal del cuerpo expedicionario de castigo, que seguiría avanzando.

Así pudo suceder que El-Aziz, una vez evitado todo peligro para su caravana y que ésta hubiera conseguido descender felizmente al valle, y cuando ya se sentía seguro y lo único que le quedaba era buscar un sitio adecuado para el descanso donde poder desenrollar al fin la alfombra, se viera de repente frente a una tropa de mongoles bajo el mando de Jazar. Casi llegaron a pisarse los unos a los otros, pues también Jazar buscaba para sus gentes y sus caballos —a los que en esta ocasión pensaba vigilar bien— un sitio sombreado bajo las rocas salientes, donde gozar de un merecido descanso. ¡Y justo ahora llegaban esos camellos desde lo alto! Bien: El-Aziz y Jazar se conocían por haber coincidido en la tienda de audiencias del il-jan, aunque ninguno de los dos comprendía del todo lo que hacía allí el otro. El hijo del sultán, sin embargo, superaba al promocionado sobrino en cuanto a inventiva, y esta vez no estaba presente el listo de Baitschu. El-Aziz presentó con todo descaro el salvoconducto con el sello de Hulagu, señaló también el rollo formado por la alfombra y aseguró que estaba dispuesto a llevársela al il-jan, ya que el infeliz atabeg había fracasado en su intento.

Todas estas explicaciones confundieron a Jazar, que no dejaba de ser un joven comprensivo, por lo que deseó al "paje" convertido en iltschi del gran Hulagu que tuviera un buen viaje y ordenó a su media centuria que volviera a ponerse en marcha para proseguir en su tarea de proteger el flanco del ejército que avanzaba en dirección a Mard'Hazab. Jazar consideraba que todo iba bien, al fin y al cabo también a él, y a despecho de la desgracia sufrida, lo habían promocionado y le habían confiado un mando. Los mongoles desaparecieron en medio una gran polvareda.

El-Aziz escogió el lugar para acampar donde descubrió un manantial en la roca. Hizo depositar la alfombra enrollada sobre una superficie adecuada, previamente despejada de toda clase de piedras y pedruscos. Lentamente fue desenrollada la preciosa pieza procedente de Tabriz. El-Aziz observaba con curiosidad el proceso: al igual que los hombres que guiaban la caravana, tampoco él sabía cómo el cocinero y el maestro del baño habían configurado el hueco interior que había cumplido las veces de refugio, como un capullo del cual la princesa saldría ahora como una mariposa.

Los hombres desenrollaban y desenrollaban, y finalmente salieron a la luz las cestas, que eran seis, formando una hilera, siempre dos con las aberturas confrontadas. Las largas cañas de bambú que atravesaban el trenzado de los recipientes proporcionaban aire al interior de éstos, pues se extendían por toda la anchura del kilim. Metidos en los tres huecos así formados había seres humanos. De una de las primeras cestas en ser abiertas salió el robusto maestro del baño, bastante contento, mientras que al delgado cocinero hubo que sacarlo y sujetarlo cuando lo pusieron tambaleante sobre sus piernas. Los dos saludaron a su sorprendido amo y señor con una sonrisa un tanto insegura.

Pero la atención de El-Aziz se centraba exclusivamente en Yeza. Se incorporó de un salto y se acercó. Así pudo observar cómo funcionaba el ingenio: allí donde descansaba la cabeza de la persona a la que debían suministrar aire, las cañas llevaban muchos agujeritos taladrados, a través de los cuales podía aspirarse el aire que circulaba por las cañas, insertadas unas en otras. No era una forma agradable de respirar, pero con esa posibilidad nadie se asfixiaba. La princesa apareció rodeada de cojines de seda y envuelta en las sábanas adamascadas como una momia, de modo que sólo se le veía la cara. Para gran susto de El-Aziz, esa cara parecía la de una muerta.

El padre de todos los cocineros soltó con manos temblorosas las envolturas, mientras el hábil maestro del baño empezó a suministrar a Yeza una esencia que goteaba desde un frasquito sobre su boca y su nariz. Transcurrieron unos segundos angustiosos. El cocinero seguía temblando y miraba con temor el pálido rostro. De repente Yeza abrió los ojos. El-Aziz, el noble liberador, se sintió aliviado cuando lo vio, un gran peso se le quitaba del corazón. Los hombres sacaron los últimos cojines de seda que habían resguardado a la princesa de golpes o sacudidas y Yeza se sintió alzada en los fuertes brazos del eunuco. Una vez sobre sus propios pies, miró algo sorprendida a su alrededor. Descubrió a El-Aziz, que a su vez la observaba con expresión feliz. Había sacado de su camisa un amuleto que llevaba atado alrededor del cuello y se lo enseñaba a Yeza, a la vez que pronunciaba con orgullo estas palabras:

—Esto os demostrará que soy el hijo y heredero del sultán de…

Tambaleándose aún ligeramente y sin dirigir ni una mirada a la alfombra, Yeza se le acercó, extendió una mano y dio a El-Aziz un golpe en la mejilla que casi le roba el sentido y le echó para atrás. Sin conmoverse, la joven miraba el rostro desfigurado por el dolor y completamente anodadado de su salvador. Acto seguido, Yeza cayó desmayada en brazos del maestro del baño, que se había acercado de un salto.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Me desperté sin haberme lavado y todavía con mis ropas de viaje, no solamente porque el sol me daba en plena cara a través de la ventana, sino también porque oía el crujir de la arena con que mi criado y carcelero frotaba las hojas vacías de pergamino. Las iba amontonando sobre el pupitre que seguía sin haber sido utilizado, mostrando una expresión de reproche, y las sujetaba con una piedra grande como un puño para que se mantuvieran lisas. Las velas del candelabro se habían consumido.

—Aún no se me ha ocurrido nada —murmuré como para disculparme, e intenté levantarme del lecho—. El principio es siempre lo más difícil. Además… ¡tengo hambre!

Me pareció que, más que defenderme, me convenía pasar al ataque.

El negro me miró con bastante tranquilidad y señaló el tintero lleno, junto a las plumas recién afiladas. Después me sonrió y me informó sin perder la sempiterna amabilidad de su expresión:

—¡Un cronista que no escribe tiene más derecho que nadie a un desayuno abundante!

Se dirigió a la puerta y me hizo señas con un dedo, como quien llama a un gato hambriento para ofrecerle un platito de leche.

—¡Es la costumbre en Mauclerc cuando hay que tratar con gandules y obstinados! —añadió al ver mi sonrisa sorprendida—. A ellos les espera el cielo, situado en este caso en la cocina, y la bodega, que se encuentra debajo.

Lo seguí, bastante confundido, a través de la caja de escaleras vacía del torreón, donde se encontraba mi habitación.

Apenas llegamos a la planta baja, mi acompañante de cabeza rizada se presentó, a la vez que se daba golpes satisfechos en el pecho.

—Soy Firuz —dijo justo cuando estuvimos frente a una puerta que se abrió—, y soy responsable de vuestro bienestar personal, ¡tanto si escribís como si no lo hacéis!

Mi criado personal me condujo hasta el sótano y me hizo pasar por delante de la cocina, hacia un cuartito donde vi una mesa desnuda y una banqueta de madera. Una vez allí, me explicó con su habitual aire de alegre determinación:

—Aquí es donde tendréis que comer en el futuro, William de Roebruk. Por cada página escrita habrá un cuenco de comida, y cada cinco páginas ¡un vaso de vino!

Abrió la puerta que daba a la cocina y por allí se acercó una muchacha rechoncha, de pecho ondulante y trasero redondo que, sin más dilación, me puso delante un plato humeante de judías con tocino.

—¡Es un anticipo! —sonrió el negro, y se retiró, dando paso a la muchacha. Aún estaba yo rascando el fondo del plato con la cuchara para recoger los últimos restos de comida tan sabrosa cuando la graciosa joven volvió a presentarse en la puerta, llevando en ambas manos una olla pesada. Me sonrió con picaro descaro y volvió a llenarme el plato con un cucharón, con el que se esforzaba por ofrendarme las mejores piezas de magro. Después se sentó a mi lado en la banqueta y acercó su muslo al mío, al tiempo que metía su rostro encendido entre el mío y el plato. Pude ver que sudaba copiosamente.

—Me llano Gundolyn —me sopló al oído, acercándose tanto que temí que fuera a morderme y arrancarme el lóbulo de la oreja—. ¡Yo te traeré tanta comida como te apetezca, William!

Este ofrecimiento inesperado me dejó aturdido, con lo que se me escapó un pedo, lo que a su vez hizo reír muchísimo a Gundolyn.

—Y cuando quieras vino, ¿me acompañas al sótano?

Dicho y hecho, me apresuré a bajar detrás de ella por la empinada escalera que conducía al sótano, donde primero me llegó un olor a podredumbre y moho y después, junto a las barricas, un aroma de membrillos, nueces y néctar de uva madurada al sol de lo más agradable. Gundolyn llenó una jarra que había traído consigo y me la tendió; yo estaba detrás, y ella no se dio la vuelta; yo levanté ansioso esa jarra con una mano hacia mis labios; ella dejó que con la otra le levantara la falda; mi pito tieso buscaba la entrada. La sabia muchacha se inclinó hacia delante, sobre la barrica; pero cuando ya estaba yo a punto de disfrutar de un placer largo tiempo extrañado, me llegó desde arriba, de la puerta de entrada al sótano, la voz excitada del negro.

—¡Tenemos huéspedes de alcurnia, Gundolyn! —exclamó Firuz—. ¡Deja todo y sube enseguida!

La criada, consciente de sus obligaciones, despachó sin prisas pero también sin clemencia al ansioso fraile mendicante, cubrió con las faldas el blanco trasero y subió a toda prisa las escaleras. Yo la seguí apesadumbrado, aunque me dio tiempo de rellenar la jarra que ya había vaciado, mejor dicho, que en su mayor parte había derramado. Después me acurruqué en el cuartucho que sería a partir de entonces mi comedor. El negro cruzó corriendo y me comunicó al pasar

—¡El patriarca está de paso! —y desapareció.

Vi después a Gundolyn con una bandeja cargada de carne asada, longanizas, jamón reluciente y aceitosas olivas, ¡todos esos manjares que jamás me serían servidos a mí! También ella me quiso decir algo al pasar

—¡Su eminencia espera a otro huésped con el que ha quedado en encontrarse aquí!

Yo iba bebiendo vino tinto de mi jarra de barro y me sentí tranquilizado. Ahora al menos sabía dónde podía volver a llenarla. Vi pasar a toda prisa al negro, cargado con una preciosa jarra de cristal. El color luminoso y purpúreo del contenido despertó en mí la sospecha de que ese vino procedía de una barrica especial, guardada durante años y años como un tesoro, y que se servía para complacer a huéspedes de categoría, como el "patriarca de Jerusalén".

En Tierra Santa todo el mundo estaba al tanto de que Jacobo Pantaleón, el actual representante de la Iglesia católica, era un antiguo zapatero de Troyes. A mí me habían hablado de él y me habían asegurado que su presencia y comportamiento era como el de un zapato basto y mal cosido.

Mi confidente del cabello rizado me comunicó, al pasar nuevamente, que el patriarca estaba charlando confidencialmente con Guy de Muret, el dominico confesor de la soberana de Antioquía.

O sea, un renegado, probablemente un antiguo hereje, procedente de Occitania, que se habría arrepentido —esto fue lo que me pasó por la mente, que, por cierto, ya empezaba a tener algo espesa. ¡Son los peores!

—¿Y de qué hablan? —pregunté, más bien para mostrarme interesado y digno de seguir siendo informado, pues en el fondo no tenía la menor curiosidad por saber de qué hablaban los dos clérigos.

—¡Están echando pestes de una pareja real! —me hizo saber Gundolyn, que se había enterado de mi pregunta y me creía ávido de saber más—. ¡También están hablando mal de ti! —se echó a reír la criada.

Y Firuz añadió, sonriente:

—¡Aún más interesados parecen en la crónica que estás escribiendo con tanta diligencia! ¡Tendrías que oírles hablar de ti, William de Roebruk! —me animó en son de mofa, mientras intercambiaba una mirada divertida con la muchacha de la cocina.

—¿Y si lo metemos en la cuba? —preguntó Gundolyn mientras reprimía las risas, y me miró como sopesando mis fuerzas, cuando antes no había dudado de mi contundencia—. ¡No creo que aguante su peso!

Los dos me hicieron señas para que volviera a seguirles a la bodega, y esta vez pasamos por delante de las barricas hasta llegar a una especie de pozo abierto en la roca y que tan profundamente parecía seguir hacia abajo como transcurría también hacia arriba, formando un canal oscuro en el que pude meter la cabeza. Oí, lejanas, las voces de los dos clérigos que conversaban, y a media altura se veía un poco de luz. Entonces vi una cuba de madera colgada de una gruesa cuerda y comprendí que se trataba de un recipiente para subir agua a las estancias superiores, como llegaba también hasta mi habitación en la torre. ¡Una poza que en épocas de asedio suministraba agua potable a los refugiados en el torreón! Encima de la cuba se veía una reja de hierro en forma de cubierta acampanada, que la cerraba por arriba.

—Subid —me invitó el negro—, pero agarraos bien a la cuerda.

Así pues, me metí en la cuba de madera, en la que sólo podía estar de pie y que se balanceó violentamente de lado a lado. El negro cerró la cubierta enrejada y me pareció quedar como un pájaro metido en una jaula. Tuve que encoger la cabeza para no chocar contra la reja.

—¡No es muy cómodo! —se divertía Gundolyn, y me pellizcó con fuerza en el trasero. Yo no me podía defender y al poco tiempo vi que ambos tiraban de la cuerda para hacerme subir por el canal oscuro. Pasé por delante de la cocina y pude observar que encima del fuego crepitaban dos peces en una sartén. Aún despedían un olor agradable, pero pronto quedarían chamuscados si la animosa criada no se daba prisa. A mí me pesó imaginarme que se los comería Jacobo Pantaleón o su huésped, el dominico. Después mi cuba se detuvo delante de un panel de madera, y desde detrás de éste me llegaba ahora palabra por palabra la conversación que esos dos individuos sostenían, como si estuviese sentado con ellos a la mesa.

—¡… Ya sabía yo que podría confiar en un canis domini tan excelente como vos, Guy de Muret! —resonó con jovialidad la voz un tanto beoda del mayor de los dos, y que atribuí sin más al patriarca—, y de la misma manera que habéis podido traerme a ese infeliz cronista, ayudaréis ahora a la santa Iglesia y conseguiréis que nos cante de memoria los textos heréticos que se nos perdieron en Jerusalén.

El ilustre señor soltó un eructo bastante vulgar y no dio lugar a que su interlocutor dijera algo.

—Una vez hayamos exprimido como un trapo a ese gordo personaje, será tarea vuestra eliminar cualquier rastro que pueda quedar de ese mísero minorita…

—¿Un cadáver? ¡No contéis conmigo!

El enunciado del dominico me tranquilizó un poco, pero no por mucho tiempo.

—¿Acaso Guy de Muret no sirvió a su señor y pastor supremo, el Papa, con muchos menos escrúpulos siendo un inquisidor de renombre? —se burló el patriarca—. ¿Para qué queréis mantener con vida a ese infeliz?

Se regodeaba en la mofa.

—¡De todos modos, es enteramente vuestro! —el alto dignatario soltó una risa brutal—. Yo lo único que quiero es que demostréis vuestras aptitudes en la persona viva.

Seguía habiéndole con insistencia al dominico.

—El arte de sonsacar a quien tiene el alma y el cuerpo presos de la obstinación es algo que no se olvida. Para la Iglesia sólo es importante que ese desgraciado nos entregue la crónica que ha venido redactando hasta ahora, y a partir de ese momento prescinda de seguir escribiendo, ¡como si se hubiese quemado y desfigurado los sucios dedos!

—¡La idea que tenéis de las actuaciones de la santa Inquisición sigue limitándose a los instrumentos de tortura y las hogueras! —le objetó el confesor, que se sentía con ganas de pelear—, pero por esta vez voy a servir a la Iglesia como de costumbre.

Se produjo un breve silencio. Después añadió en voz baja:

—Una vez haya cumplido con esta tarea, ¿me dispensaréis de mi voto? ¡Quiero pasar el resto de mi vida siendo un caballero, luchando con la espada en la mano!

Al patriarca este extraño pacto le pareció digno de reflexión, aunque no pudo reprimir el intento de un pequeño chantaje adicional.

—¡Queda la cuestión de esos condenados críos del demonio! —dijo, y su voz revelaba un odio largamente reprimido—. ¡Hay que eliminar a esos condenados hijos del Grial antes de que establezcan el gobierno de Satanás en la mismísima Tierra Santa, la tierra de Nuestro Señor, la que pisó Jesucristo! ¡Tienen que desaparecer de la faz de la Tierra, o el cuerpo del Señor no podrá descansar jamás!

Esta vez el silencio se alargó aún por más tiempo.

—Tendréis que buscar a otro para esa misión —dijo después Guy de Muret—. Yo no soy un asesino, y aunque me amenacéis con la excomunión, no estoy dispuesto a iniciar mi nueva vida manchándome de sangre las manos y, de paso, mi honor de caballero.

—¡Todavía no lo sois! —resopló Jacobo Pantaleón.

—¡Os equivocáis, monseñor, siempre lo he sido, puesto que nací de noble cuna! Es algo que no me podéis negar.

El patriarca se avino a negociar.

—¿La crónica a cambio de…?

Enmudeció antes de haber formulado su oferta, pues se oían voces a la entrada del refectorio en el que estaban. Al parecer, llegaban más huéspedes.

En realidad yo ya había oído bastante y, por otra parte, se me estaban durmiendo las piernas. Deseaba que Gundolyn o el negro me hicieran bajar, pero parecían haberse olvidado de mí o estar dedicados a otros menesteres. Como no podía hablar, tiré furioso de la cuerda hasta el punto de hacer bailar la cuba, pero nadie parecía atender a mi triste situación ni preocuparse por mí.

El patriarca y su pesaroso inquisidor se levantaron para saludar a los recién llegados. El murmullo de voces se alejó. Yo estaba en la cuba levantando un pie y después el otro, golpeando con el puño contra la pared de madera, después contra la reja de hierro que tenía sobre mi cabeza. De repente, cuando ya había renunciado a toda esperanza, mi vehículo se puso repentinamente en marcha. Se deslizó hacia abajo, en dirección a la bodega, donde probablemente me estaban esperando la buena de Gundolyn y mi cuidador negro —sin ayuda de ellos no podría siquiera salir de la cuba cerrada. Poco a poco descendió el recipiente por el canal, pronto vi el techo abovedado de la bodega, pero no vi a ninguno de los dos esperándome, ¡ni rastro de ellos! Y lo peor de todo fue que la cuba no se detuvo en su movimiento descendente. Quise gritar, pero un temor horrible me estrangulaba la garganta… Fui bajando cada vez más y más hondo, me envolvía una oscuridad total y sentía a mi alrededor la humedad de los muros que me rodeaban. Permanecí atento, temblando, por si me llegaba al menos algún ruido, pero no se oía nada excepto el chirrido seco de la cuerda que hacía bajar la cuba. Al parecer había en alguna parte unos puños invisibles que la manejaban. Después oí más abajo un chapoteo de agua. Me di cuenta de que me encontraba en una sala subterránea redonda, de cuyas paredes pendían antorchas que le proporcionaban una luz vacilante, y entre los pilares que rodeaban la estancia se veían unos nichos sumidos en la sombra en los que pude distinguir unos bancos de piedra. La cuba se detuvo a un palmo por encima del nivel del agua de una fuente subterránea que allí formaba un pozo en el centro de la sala. No se veía un alma, sólo las luces y sombras que provocaban las antorchas y cubrían de manchas móviles las paredes. Así me imaginaba la antesala del infierno, aunque el agua a mis pies ni hervía ni despedía vapor; muy al contrario, daba la impresión de estar helada, tan profunda era su oscura transparencia. Después de todos los males que me había deseado el patriarca, me dije que haría bien en temer lo peor. Mi única esperanza residía en el ánimo apocado del antiguo inquisidor. Cuando miré hacia el fondo de la cuba observé con espanto que alguien había sacado el tapón que cerraba el orificio de vaciado…

Unas figuras embozadas empezaron a llenar en silencio la redondez de la sala. Todas llevaban vestimentas largas de color rojo, como el de los cardenales, y que por arriba terminaban en capirotes cerrados, puntiagudos y tiesos. Con pasos comedidos ocuparon cada uno un nicho y el banco correspondiente. La parte delantera de los altos sombreros o capirotes mostraban unas aberturas para los ojos, y sentí sus miradas amenazadoras dirigidas hacia mi persona.

—Servidor del diablo, William de Roebruk —inició el juicio la figura que ocupaba el centro, y en la que por su voz reconocí de inmediato al patriarca—, ¿confesáis que sois sabedor del "gran proyecto" y que actuáis según ese plan, habiéndoos situado por tanto fuera de la bendición y de la protección de la santa madre Iglesia, única y verdadera?

Comprendí que mi vida estaba perdida, pues con que ese personaje moviera un dedo me sumergirían en el agua helada hasta que mi alma saliera en la última burbuja de aire escapada de mi cuerpo. La idea me llenó de obstinación, por lo que me armé de valor y dije:

—¡Obedezco sus órdenes sin conocerlo, y me siento orgulloso de servirlo!

El silencio que me llegó desde las figuras aquellas me pareció tan helado que por un instante me imaginé que el agua bajo mis pies debía de estar más caliente y agradable que el ambiente que me rodeaba.

—¿De modo que no sabéis dónde se esconde ese panfleto herético?

La cuba bajó poquito a poco hacia la embocadura del pozo, y enseguida sentí cómo el agua fría entraba con un gluglú por el orificio abierto y me cubría ya los pies hasta los tobillos. Pero todo esto no sirvió más que para aumentar mi odio y rebeldía.

—Os lo diré con mucho gusto —dije con valentía—, puesto que jamás pondréis vuestros tentáculos cargados de anillos sobre ese exemplum purum et divinum. ¡El mensaje de la salvación del mundo, la buena nueva de la llegada de los reyes de la paz, está para siempre grabada en el corazón de sus sabios guardianes!

No hubo señal para que se detuviera el descenso de la cuba, y me vi asediado por un frío intenso, sobre todo en mis testículos. La situación se hizo sumamente desagradable. Los señores parecían petrificados, pero al final el inquisidor tomó la palabra.

—Un corazón se puede arrancar del cuerpo —comentó con voz seca—, ¡pero el vuestro, William, lo tendréis pronto colgando entre las piernas y el trasero!

—Justo allí es donde ya no siento nada —le contesté mientras me castañeteaban los dientes—, y si queréis saber de mi boca algo más que os interese, procurad sacarme del agua, ¡o ahogadme del todo!

Me respondió una risotada.

—Lo veis, William, ya nos vamos entendiendo.

En efecto, la cuba subió, por la abertura el agua salía a chorros, yo tenía necesidad de quitarme los pantalones mojados pero carecía de espacio suficiente.

—¿Estáis dispuesto a exponer ante este alto tribunal, aquí reunido, todo cuanto sepáis de la supuesta importancia de la pareja real, de lo que algunos llaman su "destino"?

Guy de Muret expuso su propuesta con una amabilidad que casi podría considerarse cálida.

—Nos interesa sobre todo saber qué circunstancias tan especiales son las que han elegido esos dos jóvenes herejes para representar un papel que sólo puede calificarse de locura…

No lo pensé mucho, y no quería sino llenarles oídos y boca con todos los rumores de la más variada procedencia que hubieran llegado a mi conocimiento… antes de que se me helara del todo el pito. Unas noticias difícilmente demostrables referidas al origen de Roç y Yeza servirían de poco al inquisidor, y en cambio perjudicarían muy poco a mis queridos niños. Aunque en realidad no consideraba a esos capirotes siniestros dignos de conocer el origen de tan valiosa estirpe, y aun menos a ese inculto patriarca, era consciente de que algo había que sacrificar.

—Es la historia de la virginal castellana del castillo hereje del Montségur —inicié mi relato—, de nombre Esclarmunda, que no debe confundirse con la famosa guardiana del Santo Grial…

—… ¡y que por entonces ya no estaba viva! —me interrumpió el señor Guy, con perfecto conocimiento de la historia.

—¡Al infierno con ella! —gruñó el patriarca, observación que me animó más todavía.

—Cuando la amenaza para Occitania y su fe libre y pura…

Sin ocultar su ira, el pulgar de la mano adornada de anillos señaló hacia abajo, tras lo cual el agua fría volvía a bañar mis piernas.

—… cuando la amenaza procedente de Roma y de Francia… —repetí, aunque me faltaba el aire—, crecía por momentos…

El joven inquisidor se impuso, la cuba subió y pude proseguir, aunque temblando de frío:

—… la joven Esclarmunda emprendió junto a su anciano padre un viaje para pedir ayuda al emperador germano Federico…

—¿Veis? —se dirigió el patriarca con voz chillona a su collegium secretum—. ¿Veis qué abismos de herejía…?

Pero yo interrumpí su exabrupto con una serenidad pasmosa.

—… viajaron hasta Apulia, y se metieron en la guarida del león.

Esperé hasta haber recuperado la atención de todos los asistentes.

—Pero, en realidad, Federico no tenía la mínima intención de tender su mano protectora hacia la Occitania hereje, pues una estrecha alianza lo unía al rey de Francia. De modo que el emperador rechazó la solicitud de ayuda presentada, pero no sintió en cambio rechazo alguno hacia la joven Esclarmunda, y, siguiendo el dictado de su ánimo lujurioso la agredió de noche, para expulsarla al día siguiente de su corte.

Ya los había oído cuchichear y reírse por lo bajo, y ahora el patriarca soltó una risa grosera, en la que coincidieron todos los demás. Esperé a que acabaran de darse palmadas en los muslos.

—Una vez de regreso al Montségur, la humillada joven se sintió encinta. Esto sucedía unos cuatro años antes de la caída del castillo hereje…

—Fue en el año del Señor de 1244 cuando se volvió a instaurar allí la Cruz —precisó Guy de Muret, y el patriarca lo interrumpió gozoso:

—… ¡ya los pies de esa Cruz se encendieron las hogueras!

Esperé que se calmara el entusiasmo y proseguí con mi relato.

—Más o menos por esa misma época, una monja embarazada buscó refugio en Montségur.

—¡Escuchad, escuchad! —jadeaban los del capirote—, ¡graviditas monachae in cauda nefarii causa!

Guy de Muret me hizo signo de que prosiguiera.

—La desconocida era una dama de la más alta nobleza, tal vez de sangre real, inclusive de procedencia dinástica, de modo que si la historia llegaba a conocimiento del público habría significado un escándalo político y, más aún, ¡un escándalo para el clero cristiano!

Disfruté al darme cuenta de que tragaban saliva.

—Pero los detalles permanecieron ocultos, gracias al silencio que guardó la poderosa hermandad que dio cobijo a esa mujer. Mucho se habló de la paternidad de la criatura. Se dijo que el único heredero del desgraciado "Perceval de Carcasona", traicionado por la ecclesia católica y hasta asesinado por ella con alevosía, había tenido un encuentro amoroso con la joven mujer justo la noche anterior a la batalla con la que él intentaba recuperar la herencia paterna, una batalla en la que perdió la vida.

El tribunal no me interrumpió, y yo intentaba llegar rápidamente al final, del cual esperaba un resultado benigno para mí.

—La joven monja protegida por manos invisibles y la joven castellana dieron a luz más o menos al mismo tiempo en Montségur. Esclarmunda trajo al mundo a una hembra, la monja extraña a un varón. Inmediatamente después del parto, la desconocida se marchó y dejó al niño al cuidado de la otra parturienta, Esclarmunda, que crío a ambas criaturas dándoles el pecho…

En la sala reinaba el silencio, pero no era por estupefacción, sino más bien por desilusión, por no haberles revelado yo algún acto satánico, por no haberles hablado del gran incubus.

—¿De modo que no fueron bautizados cristianamente? —observó el patriarca, ya con poco ánimo de pelear.

A mí, en cambio, se me encendió.

—¡Nunca! —exclamé—. La Iglesia del Amor los apadrinó, la Iglesia que vos llamáis la iglesia de los herejes, cuando a la tierna edad de tres o cuatro años tuvieron que abandonar la protección del castillo del Santo Grial. Durante toda su vida, por lo que he podido observar, se han sentido adeptos de la fe "pura", han tenido confianza en el Paracleto, ¡en el Salvador que traerá a este mísero mundo la liberación de todo mal!

—¡Hay que destruirlos! —bramó el patriarca—. ¡Hay que aplastar esa mala simiente antes de que caiga sobre todos nosotros, por amor de Cristo!

Elevó ambos brazos y se dirigió en tono de conjura a los miembros del tribunal secreto, mientras al mismo tiempo mi cuba volvía a llenarse rápidamente de agua. Era posible que los ayudantes de verdugo que accionaban la cuerda hubieran entendido mal las palabras del anciano.

—¡No lo conseguiréis! —le grité a mi vez—. ¡Antes os machacará Dios, Jacobo Pantaleón, miserable zapatero remendón!

Este insulto era demasiado.

—¡Al infierno contigo, estúpido minorita! —fueron las últimas palabras que pude oír antes de que mi cuba se hundiera del todo en la profundidad y las aguas se juntaran sobre mi cabeza. Intenté atrapar algo de aire, tragué el hielo líquido que entró en mis pulmones y atacó mi cerebro con mil agujas, por lo que me sentí asfixiar y reventar al mismo tiempo… Después ya no sentí nada…

IMAGE William descansaba sobre el suelo de piedra de la cocina de Mauclerc, con una simple estera de mimbre bajo el torso desnudo. Lo que no sabía, porque no estaba consciente cuando sucedió, era que el Halcón Rojo se había arrodillado sobre su pecho y se había esforzado por presionar a la desesperada con movimientos rítmicos la zona de su corazón, un corazón que apenas latía ya. Su amigo David, el templario manco, se ocupaba mientras de que la cabeza del minorita quedara inclinada hacia un lado, para que pudiera expulsar el agua, que iba saliendo a golpes de vómito. Finalmente, el corazón robusto de William había vuelto a la vida y le hicieron beber un aguardiente fuerte, además de frotarle enérgicamente con ese mismo aguardiente los miembros helados. William abrió unos ojos sorprendidos.

—¿Dónde estoy? —preguntó con voz débil al personaje que se inclinaba sobre él.

—No estás en el cielo —se burló David—. ¡Guy de Muret ha puesto todo su empeño en que el atrevido hermano de san Francisco se vea librado del infierno!

—Ha sido él quien ordenó sacaros del pozo, ¡y el patriarca no lo pudo impedir! —añadió el Halcón Rojo, a modo de explicación.

—¿Y de dónde habéis salido vosotros, si no estoy en el cielo ni en el infierno?

—Somos tus ángeles de la guarda —sonrió David—, y resulta que has ido a parar a un lugar mucho peor. Mauclerc pertenece al patriarca…

—Por eso nadie conocía aquí a Lorenzo de Orta…

—A Dios gracias, el señor secretario se nos quejó a nosotros al ver que no llegabas a donde él quería enviarte, y eso con tiempo suficiente…

—Así pues, acabábamos de llegar —acortó el emir las explicaciones de su acompañante— cuando el señor inquisidor estaba sin saber qué hacer junto a un cadáver ahogado que con ayuda de una cocinera llorosa y de un negro tembloroso había podido liberar de la cuba enrejada.

—Querido William, me gustaría saber qué te ha llevado a ti, que eres tan listo, a meterte justamente y por propia voluntad en la "virgen de hierro", ¡pues esa cuba no es otra cosa que un instrumento de tortura semejante! —observó David, reprimiendo su burla.

—¿Dónde están Gundolyn, la encantadora cocinera —indagó William en tono desconfiado—, y Firuz, ese negro que tanto me quiere?

El Halcón Rojo y David intercambiaron una breve mirada.

—El señor patriarca se llevó consigo a su fiel ama de llaves cuando abandonó Mauclerc, justo después de la intervención turbulenta del joven inquisidor. También se ha llevado consigo a su fiel criado. ¡Ese amable negro fue el que os estuvo metiendo y sacando del agua conforme se lo indicaba su amo, querido William!

El minorita no se conmovió demasiado ante el abismo de falsedad humana que se abría ante sus ojos, más bien se sintió humillado por su propio y ciego candor.

—¿Y el inquisidor, ese Guy de Muret?

—Subió al caballo tan pronto vio a su víctima obesa en buenas manos, pero no se fue con el señor patriarca, de quien por cierto se ha despedido para siempre, ¡sino que ha regresado al redil de su ama terrenal, la soberana de Antioquía!

El templario manco se vio obligado a añadir:

—Tampoco a ella quiere seguir sirviendo de confesor, pues está deseando actuar en el futuro como noble caballero.

William miró pensativo a sus amigos.

—¿Tal vez también yo debería renunciar en el futuro a esta actividad de cronista, tan cansada como peligrosa, e iniciar una nueva vida…?

Pero el Halcón Rojo lo tranquilizó con una sonrisa.

—Ninguno de nosotros sabría cambiar de vida, nadie cambia así como así. De vez en cuando conseguimos sentirnos diferentes, pero siempre se nos renueva la vieja piel.

Poco después el pequeño grupo abandonaba el castillo solitario. Mauclerc se quedaba tan vacío como antes.