Pax mongolica
Una expedición de castigo

IMAGE Jazar se acercaba al campamento del ejército mongol, que mientras tanto había rodeado Homs y avanzado hacia el sur, en dirección a Damasco. Al primero que encontró entre las dunas de arena fue a su primo menor, Baitschu, el hijo de Kitbogha. Jazar lo informó de las últimas novedades, de que Yves el Bretón lo enviaba porque había descubierto dónde se encontraba la pareja real, y que mañana temprano debía regresar con un escrito importante al emplazamiento de la expedición de castigo, puesta bajo el mando del general Sundchak.

—¡Esta vez voy contigo! —declaró el muchacho con decisión, aunque Jazar se apresuró a tranquilizarlo y a mitigar su entusiasmo.

—¡Tu padre no lo permitirá!

Jazar quiso clavarle las espuelas a su cansada montura, pero Baitschu le sujetó las riendas.

—¿Me prometes que me llevarás contigo si resuelvo el problema con mi señor padre?

—Yo no me opondré, lo sabes muy bien, Baitschu.

Jazar tenía prisa, no había cabalgado todo un día y media noche para no cumplir ahora cuanto antes con su encargo.

—¿Dónde puedo encontrar ahora mismo a mi tío, el ilustre Kitbogha?

Baitschu comprendió que debía dejarlo ir.

—¡Está con el il-jan! —gritó a las espaldas del impaciente Jazar, que ya salía hacia el campamento, al que él mismo volvería a pie, muy pensativo.

Detrás de los arbustos se oía el entrechoque de metales. Los dos príncipes selyúcidas sostenían un combate bajo la mirada vigilante de su maestro de esgrima Rhaban, que los había acompañado en el viaje y cuya tarea principal era impedir que Kaikaus y Alp-Kilidsch se causaran algún daño grave con sus afiladas armas damascenas. Baitschu admiraba en secreto a los dos gallos peleones, que no dejaban escapar ocasión para repartirse golpes.

—¡Han encontrado a la pareja real! —les espetó Baitschu dándose importancia—. ¡Yves el Bretón los ha localizado!

Tuvo éxito con su proclama, pues los dos príncipes bajaron sus cimitarras.

Kaikaus aportó una duda:

—He oído decir que ni siquiera están casados según la ley.

—¡Mientras el hombre no la repudie, la mujer debe seguirlo! —le reprendió Alp-Kilidsch, y miró a su hermano con ojos interrogadores.

—¿Acaso tienes la intención de quedarte con la princesa Yeza para ti? Yo no lo consentiría de ningún modo —y levantó su arma para proseguir el combate.

Kaikaus aceptó el reto e intentó un pase. No se dejaría asustar.

Baitschu consideró que los dos selyúcidas no prestaban atención suficiente a la importante nueva que les acababa de comunicar, y prosiguió su camino hacia el campamento.

En la gran tienda de audiencias del il-jan Hulagu, dejaron entrar de inmediato a Jazar cuando pidió hablar con su tío Kitbogha.

El esforzado jinete, cubierto de sudor y con las ropas llenas de arena del desierto, deseaba comunicar el mensaje del Bretón a solas y cara a cara al comandante supremo; pero Kitbogha le prohibió susurrar en presencia del il-jan y de la dokuz-Jatun. De modo que Jazar tuvo que cumplir su encargo en voz alta. Apenas hubo comenzado y resonaron los nombres de Roç y Yeza, el primer secretario lo interrumpió y ordenó a los guardias que abandonaran la tienda, pues todo lo que se relacionaba con la pareja real era secreto de estado para los mongoles.

El-Aziz, el paje maltratado, también quiso retirarse, contento de escapar por un tiempo a las humillaciones, pero el mayordomo lo retuvo.

—Lo que te entre por los oídos —le comunicó al asustado hijo del sultán en voz baja —te lo llevarás a la tumba, ¡esa tumba que te ha preparado tu padre!

El cargo de mayordomo sí le permitía a éste hablar en susurros, por bajos que fueran.

Mientras tanto, Jazar había proseguido con su relato, animado a ello por un gesto del il-jan. A la dokuz-Jatun le pareció un signo divino el hecho de que Roç y Yeza estuviesen presos en un castillo cuyo nombre fuera conocido, y propuso dar las gracias a Jesucristo, mientras que a su esposo, el il-jan, le pareció que se trataba de una premonición del destino, en el sentido de que animaba a los mongoles a establecer su poder en el resto del mundo, y para eso precisamente tenían la mirada puesta en la pareja real.

En cuanto a Kitbogha, consideraba el hecho de que el emir se hubiese atrevido a hacerse fuerte en Mard'Hazab una insolencia más, pero estaba de acuerdo con Yves el Bretón en que, por encima de todo, existía un peligro mortal para los dos pretendientes al trono de la paz: conocía las apetencias del general Sundchak, que no era sino una bestia sedienta de sangre.

Jazar pudo retirarse. Kitbogha le ordenó que se refrescara y estuviera dispuesto para cuando lo volvieran a llamar. En esta ocasión también despidieron a El-Aziz de la tienda, aunque con la imposición de no alejarse demasiado.

Cuando los señores estuvieron al fin solos, Hulagu sorprendió a su comandante supremo con un imprevisto discurso acerca de la expansión del dominio universal mongol, con una insistencia delatora de que dicha cuestión lo traía preocupado desde hacía ya tiempo. De repente, el il-jan Hulagu defendía la tesis de que la única base sólida posible para implantar ese dominio consistía en la aceptación incondicional por parte de todos los demás pueblos de los valores mongoles, y que éstos debían ser impuestos ¡también sin una posible entronización de la pareja real!

Kitbogha se guardó mucho de contradecir abiertamente al il-jan. No obstante, respondió con cautela lo siguiente:

—Un poco más de comprensión para con el "resto del mundo" nos facilitaría considerablemente la llegada a la meta propuesta, mucho más teniendo en cuenta que la tradición feudal de estas regiones aceptará muy bien a una pareja real elegida por la gracia de Dios, como la que representarían Roç y Yeza…

—¡Nuestros pequeños reyes de la paz! —suspiró con aire de felicidad la dokuz-Jatun—. ¡Esta solución cristiana me parece la mejor!

El il-jan giró los ojos hacia la cúpula de la tienda y buscó la mirada comprensiva de Kitbogha.

Este aprovechó la ocasión.

—Necesito una instrucción escrita contundente, dirigida al general Sundchak, para que renuncie a degollar a todos los residentes que encuentre en el castillo, dado el peligro de que le ocurra mal alguno a la pareja real…

Hulagu le cortó las justificaciones.

—Vos mismo podéis redactar esa orden, estimado Kitbogha. Al fin y al cabo, el general es vuestro subordinado y a mí no me parece bien hacer gala de benevolencia en este caso.

Kitbogha encajó la reprimenda.

—Me haría falta un documento sellado por vos que proteja al portador de la buena nueva, mi sobrino Jazar, pues no deseo que Sundchak le haga pagar a él las consecuencias.

La amable sonrisa del il-jan se apagó.

—Si ha abandonado la tropa sin permiso del general, ha merecido un castigo que servirá, por otra parte, para reforzar la disciplina…

—Deberíais nombrarlo iltschi y, por tanto, intocable —se indignó la dokuz-Jatun—. ¡Jazar nos ha prestado un gran servicio!

Para complacer a su esposa y acabar con la discusión, Hulagu mandó que se acercara su secretario. Kitbogha apenas pudo reprimir una sonrisa.

Delante de la tienda de audiencias y en medio de un gran espacio abierto y expuesto a la inclemencia del sol, se encontraba la jaula del gordo Lulu. Para mayor escarnio, le habían metido por entre los barrotes una diminuta estera de oraciones. El pobre se sentaba a ratos encima, o se arrodillaba, y las masas enormes de sus carnes convertían esos movimientos en una horrible tortura. Para los jóvenes del campamento la jaula se había convertido en una atracción de feria y punto preferido de encuentro. Allí fue donde El-Aziz, agotado, se encontró con Baitschu, que, aburrido, daba vueltas por el entorno.

A la vista del triste destino del atabeg, el jovencito Baitschu se compadecía poco del sufrimiento del paje infeliz.

—Si tu padre, un sultán poderoso, no hace nada por salvarte, ¡tendrás que ser tú mismo quien adquiera la suficiente importancia como para que te amen y te respeten!

El-Aziz parecía a punto de llorar, y carente de toda esperanza se seguía lamentando:

—¿Cómo podría conseguirlo?

—Fíjate en el ejemplo de la pareja real —quiso entusiasmarle Baitschu—, hace tiempo que nadie ha visto con sus ojos a la princesa Yeza y a su caballero Roç, ¡pero todos están deseando encontrarlos!

El rostro delgado del rehén, marcado por el sufrimiento, se iluminó con una sonrisa.

—¿Quieres decir que si yo consiguiera rescatar a la princesa, y hasta casarme con ella, volvería a verme honrado y respetado?

Baitschu tuvo que reírse de la candidez del hijo del sultán.

—No se trata de que te enamores de ella, puesto que el corazón de Yeza ya pertenece a otro. Pero si alguien pudiera liberar a la pareja real, puede estar seguro de cosechar fama y agradecimiento; todos lo considerarán un valiente y hasta un héroe…

—¿Y tú crees que yo debería…?

El-Aziz veía la posibilidad de salvarse; para escapar de las garras del inclemente mayordomo tendría que atreverse a:.. ¿a qué?

Baitschu todavía reflexionaba sobre la posibilidad de emprender él mismo una acción heroica cuando los guardias que vigilaban la entrada a la tienda de audiencias llamaron con urgencia al paje. El-Aziz se alejó a toda prisa de Baitschu, al que dejó plantado sin un saludo.

Se hizo de noche antes de que los documentos solicitados por Kitbogha estuvieran preparados. El il-jan se tomó su tiempo aunque, desde luego, estaba deseoso de que la fortaleza de Mard'Hazab fuera conquistada, por mucho que ese castillo se situara en las últimas cordilleras del Kurdistán y careciera de toda importancia estratégica. Pero se trataba de sentar un ejemplo y de aprisionar al emir rebelde. De modo que el paje El-Aziz se enteró de todos los detalles de cómo debía proceder el ejército, con toda la crueldad habitual en lo referente a los habitantes del fuerte pero con mucho cuidado y todas las precauciones posibles en el caso de que surgiera un peligro para la pareja real.

Finalmente, el mayordomo hizo un gesto al paje para que se acercara. Le entregaron dos escritos. Uno era un salvoconducto para el portador, expresamente redactado y sellado por el propio il-jan, que liberaba al mensajero no solamente de todo castigo, sino que le aseguraba toda la protección necesaria con sólo mostrar el pergamino. La otra carta contenía una orden del comandante supremo, dirigida a su general Sundchak, que obligaba a éste a proceder exactamente y sin objeciones según las instrucciones contenidas en ese mismo escrito. Kitbogha pretendía que el documento fuera leído una vez más en voz alta antes de sellarlo a su vez, pero Hulagu denegó el permiso. Le ordenaron con aspereza a El-Aziz que llevara ambos escritos a Jazar, para que éste emprendiera aun antes del amanecer su cabalgada de retorno hacia la tropa expedicionaria. El paje salió corriendo.

Jazar ya se había echado a dormir, pues sabía que le esperaba una jornada agotadora. El-Aziz le entregó el escrito dirigido al general Sundchak. Nada le dijo del salvoconducto. Después, el hijo del sultán se dirigió hacia donde estaban acuartelados sus criados, aquellos que le habían acompañado desde Damasco y que no le servían para nada, sobre todo su cocinero particular y el eunuco, responsable de prepararle el baño. En realidad le habían sido muy poco útiles, pero bajo sus cuidados al menos había podido dormir cada noche unas cuantas horas. Les ordenó que empaquetaran sus cosas y que, sin llamar la atención, se mantuvieran listos para partir dentro de pocas horas, pues pensaba abandonar el campamento con ellos, como un hombre libre.

Cuando Jazar cabalgaba de madrugada por las dunas hacia el desierto y el sol naciente, se encontró con los dos príncipes selyúcidas Kaikaus y Alp-Kilidsch que de nuevo intentaban propinarse golpes sangrientos, no en las cabezas pero sí en brazos y hombros, bajo la vigilancia, como siempre, de su maestro de esgrima. Los saludó con ironía al pasar, y los jóvenes detuvieron un instante sus espadas.

—Se marcha el mongol —intentó irritar Alp-Kilidsch a su hermano—. ¡Te robará a tu princesa Yeza bajo tus narices!

Kaikaus intentó un avance furioso, para poner en un brete al atrevido hermano, y presumió:

—¡Un perdedor nato como tú jamás podría pensar en una novia como Yeza!

Jazar había alcanzado ya el desierto y el campamento de los mongoles quedaba fuera de su campo de visión, cuando de detrás de una duna surgió Baitschu montado en un brioso caballo.

—¿Adónde vas tú? —le preguntó el primo mayor, sorprendido—. ¿Acaso tu padre…?

El muchacho soltó una risa alegre y acercó su caballo al de Jazar, dispuesto al parecer a cabalgar a su lado y prestarle compañía.

—He sorprendido esta noche a los de Damasco preparándose para abandonar el campamento en secreto.

—¿Y los guardias los dejaron pasar? —preguntó Jazar, incrédulo.

—El-Aziz, el paje, que al parecer no es tan tonto como parece, les mostró un salvoconducto que resultó convincente. ¡Llevaba el sello del il-jan! —lo aleccionó Baitschu.

Jazar se mostró impresionado:

—¿Y tú?

Baitschu sonrió.

—En premio a mi silencio conseguí mezclarme con el personal de cocina y los criados que forman el séquito del hijo del sultán… ¡y ahora cabalgaré contigo hacia Mard'-Hazab!

A Jazar no le quedó más remedio que conformarse.

IMAGE El pequeño grupo viajero procedente de Jerusalén había acampado en algún lugar de las estribaciones meridionales del Hauran que, por ese lado, llegan hasta el lecho seco del río Jarmak. Como William no se había presentado a tiempo en el lugar de la cita acordada, el Halcón Rojo había ordenado la partida inmediata, sin esperar al franciscano. De modo que en el grupo figuraban —aparte de Madulain, la enérgica esposa del emir, y de Alí, hijo del sultán egipcio— tan sólo David, el templario manco, y Joshua el carpintero. Estos dos seguían sentados junto al fuego, mientras que los demás ya se habían arropado en sus mantas e intentaban atrapar el sueño. Estaban muy enfadados con William por haberles fallado, pues les faltaría siempre un compañero y no cabía pensar en alguna que otra ronda entretenida del juego del "Ser": jugar había sido una de las razones, si no la más importante, para marchar de viaje con el emir, un viaje que se preveía penoso.

—¡El Halcón Rojo tampoco sabe dónde buscar a Roç y Yeza, o al menos yo no veo que siga una ruta determinada! —murmuró Joshua disgustado, mientras observaba las fichas del juego del "Ser" extendidas entre ambos.

El templario, al parecer perdido en sus pensamientos, ni siquiera levantó la vista. Se limitaba a dar la vuelta a alguno que otro de los símbolos.

—La razón puede estar en que, aunque conocemos las intenciones que ciertos poderes tienen al respecto, al igual que sabemos que los enemigos de esos poderes harán todo lo que puedan para impedirlo, nosotros mismos no tenemos idea de qué siente y se propone la pareja real, los propios pretendientes al trono de la paz…

Joshua empezó a reagrupar las fichas que tenía delante, para después desechar de nuevo las posibles combinaciones ideadas y reordenarlas.

—Empecemos por los datos que creemos conocer, la idea del "gran proyecto"…

—… del que ni siquiera sabemos si existe de verdad —lo interrumpió el templario—. ¡Lo único que sabemos es cómo los mongoles piensan ponerlo en práctica!

Joshua se rascó el cráneo.

—Esas cabezas de bola sólo representan una herramienta, el hacha de la guerra, mientras los herreros se mantienen ocultos…

—Porque tampoco éstos saben para quién mantienen vivo el fuego, para quién dan martillazos sobre el yunque… —se emocionó David.

El carpintero miró dudoso a su compañero. Dijo:

—¿Y quién acciona el fuelle? ¿Qué poder es ese que proporciona aliento a la empresa?

Sin que se dieran cuenta, el emir había regresado de su paseo de inspección. Alí se había acercado, curioso, desde atrás, y se había enterado de parte de la discusión, por lo que se vio impelido a intervenir:

—¿De modo que ninguno de vosotros conoce el "gran proyecto" que ha de convertir a Roç Trencavel y a la princesa Yeza en reyes del mundo?

Se produjo un silencio penoso, en parte debido al tono de aversión y perfidia empleado por el hijo del sultán, que hirió a los oyentes como una puñalada. Madulain agarró al joven por la manga y lo alejó de la hoguera. El muchacho obedeció a su seña imperiosa y se retiró a su lugar de reposo.

El Halcón Rojo no parecía dar importancia a la intervención de Alí; esperó pacientemente a que su esposa regresara a su lado.

—De los tres encargados originales que se reunieron en el Montségur —dijo Madulain pensativa—, sólo quedáis vivo vos mismo, mi señor. Crean, el asesino, sucumbió en el incendio de Alamut; Sigbert, el caballero teutónico, fue muerto durante la matanza de Jerusalén…

El emir observó interesado a su inteligente esposa.

—¡Nosotros no éramos más que el brazo armado! Te olvidas de William de Roebruk… un hombre que sabe leer y escribir, y que podría ser el único en saber exactamente en qué consiste ese "gran proyecto"… —su voz bajó y una sonrisa cubrió sus rasgos endurecidos por el sol y el viento.

Madulain había puesto un índice sobre los labios de su esposo. Habían alcanzado el lugar donde se acostarían a dormir. Alí se había envuelto en una manta y hacía ver que dormía. Madulain le arrojó una mirada de desconfianza.

Luego los esposos también se echaron a dormir.

El templario hizo un esfuerzo por soplar para reanimar las brasas que se extinguían.

—A mí me interesa más bien la relación de los afectados con aquellos que quieren dirigir su destino…

—¡… que quieren jugar con su destino! —corrigió David con un dejo de sarcasmo en la voz—, cuando de lo que se trata en el fondo es del poder. Para Roç y Yeza se plantea la cuestión fundamental de aceptar o rechazar ese poder.

—¿Dependencia o resistencia? —el carpintero parecía querer buscar encima de la manta y entre las fichas las palabras adecuadas—. El modo de ser del Dragón…

David sacudió con energía su cráneo huesudo.

Caput draconis representa al gran sacerdote del Dragón, que a su vez es signo de poder…

—¿Espero que no estéis pensando en la dignísima grande maîtresse —se mofó Joshua—. Creía que íbamos a prescindir de los nombres de personas vivas.

El templario sonreía con malicia al imaginarse a su superiora, Marie de Saint-Clair, bajo la figura de un viejo monstruo.

—Deberíamos aclarar nuestros propios papeles, el de representante del Diablo y el de Ángel protector, es decir: diaboli angelique advocati.

—Ya veo qué habéis pensado para mí —se mofó el carpintero—. Si aplicamos a nuestros dos personajes el principio de Venus, hay en el caso del amor dos opciones fundamentales, la de la sublimación y la de la humillación…

—Por tanto, tenemos por un lado una armonía de las almas y de los cuerpos, impuesta por la racionalidad, ¡y por otro lado nos queda el puterío, el desgaste, la discordia!

—Más o menos así podríamos seguir desempeñando nuestros papeles —opinó Joshua—, en clave, mediante alegorías, aunque yo me he cavado mi propia tumba…

El templario medía a su compañero con una sonrisa maliciosa:

—¿Os ha salido muy profunda?

—El borde queda muy alto. ¡Prefiero referirme a Roç y Yeza por sus nombres!

David se mostró de acuerdo.

—Su situación, que nosotros por cierto desconocemos, ya es de por sí bastante complicada. Apuesto a que ellos mismos no saben muy bien qué desean.

—En el caso de Roç eso está bastante claro, y no hace falta echar mano de las historias del Olimpo, ¡ni siquiera de la que se refiere a la relación extramatrimonial entre Marte y Venus!

El carpintero esperó recibir algún elogio a cambio de esa excursión a la mitología, pero en vano. Así que prosiguió:

—Me imagino a Roç como un jugador, un jugador malo, por cierto, que no conoce ni sus propias capacidades ni sus oportunidades, y que además carece de un objetivo claro. Ni en el amor ni en el campo de la habilidad en el torneo caballeresco, y mucho menos aun en la pesada lucha por el poder terrenal.

David recogió el hilo.

—En lo que se refiere al amor, existe una relación de origen con Yeza, y él no la pone en duda…

—… ella es su compañera, su hermana y su amante, ¡y es una personalidad fuerte!

Joshua tampoco conocía a la pareja real más que su amigo David, pero le gustaba dárselas de cabalista.

El templario prosiguió sonriente:

—Tan fuerte es esa relación, que Roç Trencavel se está permitiendo ciertas escapadas que él mismo califica de "aventuras"…

—… las mujeres con las que tiene esos encuentros no significan nada para él.

David pasó por alto el comentario.

—También su existencia como caballero ha seguido hasta ahora la misma ruta de un comportamiento inmaduro, ha sido más una huida hacia la aventura que la búsqueda consciente de un objetivo determinado, como la fama, el honor o algún otro ideal superior.

Joshua se vio empujado a añadir:

—Pero eso muchas veces ha significado el sacrificio de la vida de quienes rodean a la pareja real, y los han seguido con lealtad y fe en su destino.

—¡Espero que lo recordéis, carpintero, cuando se os exija una defensa incondicional de "la causa"!

El templario se mofaba, pero comprendía al mismo tiempo que él corría el mismo peligro, puesto que también para él la lealtad era un concepto superior a la muerte. Tampoco Joshua pensaba sólo en sí mismo, por otra parte: le interesaba en aquel momento mostrar su talento, tratar de entender los sentimientos, las ansiedades y los temores de otros, sin sacar aún conclusión alguna de las certidumbres que expresaba.

Madulain, que no había podido conciliar el sueño, había estado escuchando en silencio la disputa de los amigos, pero con toda atención.

—En lo que hace a la dignidad real que se les ha "prometido" a Roç y Yeza, me imagino que Roç cree cada día menos en que esa "promesa" se convierta en realidad —se sintió obligada a intervenir aquí la princesa saratz.

—¡… aunque presume a veces de esa realeza prometida y la enarbola como una bandera!

—En realidad se aferra a ella, pero teme la llegada del día en que tenga que subir al trono.

Joshua estaba más que satisfecho con su formulación.

—Así se levanta el Dragón sentado, se convierte en su contrario bajo la figura del cauda draconis, se muerde la cola… ¡y sale volando!

El carpintero no veía con agrado que alguien ajeno se inmiscuyera en sus discusiones con el templario, y mucho menos una mujer.

David sonrió, y el cabalista consideró que le daba la razón.

—La contradictio in se reside más bien en el caso de Yeza Esclarmunda —le rebajó los ánimos el templario—. El síndrome de Júpiter, que representa el saber y el poder, padece ciertamente de los habituales defectos y errores humanos, pero abarca desde la gloria del déspota principesco en su exaltación hasta la "derrota" del mendigo y del esclavo, todo lo que existe entre ascenso y caída, y esto es aplicable a la princesa en mucha mayor medida que a su compañero Roç Trencavel.

David también disfrutaba sorprendiendo a su interlocutor.

—Cuanto más se aleja la posibilidad de imponer el gobierno de la pareja real, cuanto más improbable resulta que jamás ocupe el trono, tanto más ve reforzada Yeza su fe inquebrantable en su misión, tanto más margen íntimo concede a la idea de una realeza de la paz, un gobierno del Santo Grial.

El carpintero no quería consentir que el otro lo dejara de lado y mucho menos en una situación en que el templario no manifestaba suficiente fe en la Cábala.

—David, hacéis como si el destino de cada cual dependiera solamente de la voluntad humana…

Pero tampoco el templario quería renunciar a sus ideas.

—En mi opinión, la corona toma formas tanto más sólidas en la mente de la princesa cuanto más nebulosas son las circunstancias, cuanto más abstracto se vuelve el país al que pretende servir como reina…

David quería seguir haciendo de ángel protector, pero el carpintero ya no lo dejó hablar, pues había estado observando todo el tiempo las fichas y, aunque parecía distraído, había llegado por intuición a cierto resultado.

—En nuestras consideraciones no hemos tenido suficientemente en cuenta a Hermes Trismegistos, el interventor mercurial —se opuso a los reparos eventuales del templario—. Su ambigüedad, su capacidad de cambiar rápidamente de la figura del médico salvador a la de envenenador y traidor, tendrá una importancia creciente en esta fase final a la que nos estamos acercando…

—Y también la capacidad de no decidirse por nada… —se mofó el templario—. No debéis olvidar que Mercurio, en cuanto niño, representa la vida naciente, pero, como uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis, ¡también representa la muerte más cruel!

—Una cosa no excluye a la otra —concluyó Joshua el carpintero, y se incorporó.

—… es el consuelo del Paracleto —reflexionó David, el templario, y se quedó mirando las brasas del fuego que se estaba extinguiendo.

—Deberíamos confiarle a él el cuidado de nuestras almas, al igual que las de Roç y Yeza y de todos aquellos que lucharán por ellos o que los defienden.

Su mirada rozó a Madulain, pero ésta no quiso corresponderle.

—Yo sólo confío mi sueño a Yahvé, el Justo por antonomasia, y así confío en Él para el quehacer de cada día.

Joshua se esforzaba, como siempre, por tener la última palabra.

IMAGE Roç vagaba por las montañas sin meta precisa. Más que el hambre y la sed lo mortificaban las imágenes de su fracaso. Yeza era la más fuerte, y por eso sobreviviría. Se veía a sí mismo como testigo petrificado de la humillación a que fue sometida su compañera, pero no como un bloque de granito resistente, sino como una escultura de arena lavada por la lluvia y el viento. Yeza era capaz de convertir una humillación en un triunfo.

Roç estaba cerca de hundirse del todo, tropezaba con las piedras, caía sobre las rocas afiladas, intentaba recomponerse, volvía a caer y se quedaba en tierra. Entonces fue cuando vio por primera vez al oso que lo observaba desde una altura impresionante. Roç creyó oír la voz de Arslán.

—El que no hace caso de las advertencias se hallará frente a frente con la adversidad.

Las palabras del chamán volaron sobre su cabeza, no se veía capaz de atraparlas, se sentía débil y derrotado. Roç no tenía fuerzas para oponerse; el oso lo seguía mirando desde la altura, no podía ver al chamán, pero sí oír el tono de su voz.

—Una hoja caída que sigue presa del egoísmo, de la vanidad y del engaño, en lugar de buscar su salvación, se verá arrojada por el temporal al más oscuro infierno de la perdición…

—¡Agua! —gritó Roç furioso—. ¡Me estoy muriendo de sed y vos me echáis encima una lluvia de reproches!

Junto a su cabeza cayó una piedra y detrás de ésta apareció un arroyo. Roç metió el rostro encendido entre las piedras para aspirar el frescor delicioso del agua y bebió, bebió hasta que una nueva caída de piedras hizo desaparecer la fuente.

Pero Roç ya se sentía fortalecido y quiso exponer ante el invisible chamán su visión de las cosas, formular una especie de acusación, que sin embargo quedó reducida a un llanto dolorido.

—¡Ese perro negro me ha robado a Yeza!

La respuesta fue contundente:

—El hombre tomó lo que se le ofrecía por descuido.

Roç volvió a lamentarse.

—¡Yo no pude oponerme, no pude ayudar a Yeza!

La respuesta sonaba implacable:

—¡El hombre tumbado no puede luchar ni defenderse!

—¡Pero yo no lo quise así! —resopló Roç en dirección al oso, y éste, con su poderosa garra, le asestó un golpe que lo dejó con la cabeza mareada.

—¡Tú habías perdido toda justificación en el mismo momento en que pusiste tu pie en la alfombra y te hiciste acompañar en tan irresponsable acto por la propia Yeza!

—Fue ella la que quería…

—Ella no quería dejarte —lo interrumpió la voz—, ella quería tu amor.

—¡Y se entregó a otro, y mostró placer! —opuso Roç con todo el enfado de que era capaz.

El silencio del chamán dio paso a una risa contenida.

—Tiene todo el derecho —Arslán parecía querer mofarse de él—. ¡Has demostrado poco conocimiento y poca comprensión de las mujeres que se ven forzadas a consentir la penetración y evitar al mismo tiempo quedar preñadas!

Roç no podía ni quería entender.

—¡Cómo ha podido disfrutar al ser forzada y dejarme avergonzado!

En este momento alcanzó a Roç la segunda bofetada del oso, que en esta ocasión clavó la huella sangrienta de sus garras en la mejilla del joven.

—¿Encima quieres que te tengamos lástima? —un tercer golpe cayó sobre su carne encendida—. ¿Hasta dónde quieres llegar? ¿Cuántas veces habrá que golpearte para que recuperes tu buen sentido?

Roç se refugió en una pérdida total de conocimiento, se dejó caer en un desmayo.

Cuando volvió en sí vio que, en lugar del oso, Arslán lo miraba desde arriba.

—¡Levántate!

Roç se incorporó, se palpó la mejilla y vio que sus dedos se manchaban de sangre. Su voz sonó compungida:

—¿Qué queréis que haga?

—Tú mismo deberías saberlo —el chamán le hablaba en tono paternal—. Tienes que recuperar la fuente de la que mana tu fuerza, tienes que recuperar a Yeza.

—¿Y cómo puedo conseguirlo yo solo?

Arslán dio un paso atrás, en el rostro arrugado se le notaba la desilusión.

—Hubo un tiempo, Roç, en que no habrías tenido tantas dudas… —dijo con tristeza—. El poder era tuyo, estaba de tu lado…

La figura del chamán se diluyó ante la vista de Roç, se disolvió en humo. Roç se puso a gritar como si pudiera impedir así que palideciese la imagen del maestro y se deshiciera en nada.

—¡No podrás impedirlo! ¡Volveré a conquistarla con la fuerza de mi espada! —gritó con desesperación, y su propia voz le era devuelta como un eco por la montaña.

Pero su llamada se perdió en el vacío. Arslán había desaparecido y él, Roç, se encontraba de nuevo solo.

IMAGE En el castillo de Mard'Hazab existía ciertamente un harén, pero las estancias correspondientes, separadas del resto por medio de unas rejas de madera artísticamente labradas, llevaban decenios sin ser utilizadas. El-Kamil paseó con su prisionera por las habitaciones, cuyo esplendor anticuado mostraba signos evidentes de deterioro. Ni se le ocurrió que los cojines de seda carcomidos por la polilla, los baldaquines cubiertos de telas de araña y las mesitas polvorientas de latón pudieran causar a la princesa mala impresión. En el fondo de la bañera redonda de mármol, empotrada en el suelo, había un escorpión muerto. Yeza se sintió aliviada al comprobar que el ceñudo emir acababa rápidamente con la inspección y que ahora ella podría escapar del ambiente de aire enrarecido y alguna podredumbre, mezclado con un aroma áspero a almizcle y un poco de incienso. El amo del castillo subía delante de ella por la escalera de caracol, sin pronunciar palabra pero visiblemente orgulloso. Al parecer, esa escalera acabaría en una terraza abierta y, en efecto, el tejado plano sobre el ala del harén resultó ser el único sitio en que el kilim de Tabriz podía extenderse al menos a medias. El hombre quería darle una sorpresa ofreciéndole la visión extraordinaria de esa obra de arte, con la idea agradable de que después de la puesta de sol, bajo los aires refrescantes del atardecer, podría repetir más de una vez el primer encuentro carnal con la princesa sobre una cubierta tan llena de colorido y artísticamente tejida con dibujos fantásticos. Pero cuando Yeza vio el kilim detuvo el paso y se dejó caer, como si estuviese agotada, sobre el banco de piedra de la pequeña alcoba que cubría la salida.

—¡No pienso poner jamás un pie ni parte alguna de mi cuerpo sobre esta maldita alfombra! —declaró al sorprendido señor del castillo—. ¡Deberíais deshaceros de ella antes de que sea demasiado tarde!

—¡Pero si es una obra maestra! —protestó El-Kamil—. ¡Es única en su belleza y su tamaño!

Se equivocaba si creía que se trataba de un capricho pasajero de la bella dama.

—¡Es una obra del diablo, que os traicionará y os entregará a vuestros enemigos!

El emir se echó a reír.

—¡Nadie sabe que estáis aquí conmigo, mi querida!

Yeza lo miró furiosa, sus ojos verdes despedían rayos.

—Eso a la alfombra le importa poco, traerá mala suerte a cualquiera que la pise, ¡y os llevará a vos a la muerte!

—¡Estáis viendo fantasmas! —el de la barba negra empezaba a impacientarse—. ¿Cómo podría este kilim…?

Yeza no lo dejó acabar la frase.

—En cada palmo, de canto a canto, en cada nudo de sus miles de hilos, se oculta un dyinn terrible. ¡Todos ellos se ocuparán de derramar sobre vos la peor de las desgracias!

El emir se sintió inseguro al escuchar tan malos augurios, porque se acordó del insolente mensajero mongol al que había maltratado. Hasta ese momento había sido capaz de reprimir el recuerdo de aquel rostro torturado y desfigurado.

—¡Nadie sabe de esta atrevida ocurrencia mía de refugiarme en el castillo de Mard'Hazab! Abandoné mi ciudad con meta desconocida, precisamente para que los mongoles no se ensañaran con ella. Nadie sospecha que estoy aquí, y si no es vuestro propio kilim el que…

—¡No es mío! ¡De ningún modo!

—…o cualquier otro, como vuestro príncipe consorte…

—¡Él callará, aunque sólo sea para no perjudicarme!

—Nadie nos sacará de aquí —intentó mostrarse confiado El-Kamil—. ¡Mard'Hazab no se rendirá ante nadie!

Yeza no daba su brazo a torcer.

—Debíais haberos quedado en Mayyafaraqin —insistió excitada—. Está bastante lejos para cualquier ejército y no promete un rico botín. Pero esa idea tan disparatada que habéis tenido de haceros fuerte precisamente aquí conviene mucho a los mongoles, que querrán aprovechar la ocasión y la superioridad de sus hombres.

—¡Nunca una mujer se ha atrevido a hablarme así!

Estaba disgustado, pero tenía que darle la razón.

—¿Así pues, creéis que debemos retirarnos a Mayyafaraqin?

—"Nosotros" no, ¡vos os debéis retirar!

Yeza resistió la mirada indignada del emir.

—Si yo fuera con vos, nada habríais ganado, pues los mongoles no harán sino seguirnos a donde quiera que vayamos. En cambio, si me encuentran a mí aquí, puede que se den por satisfechos con haberme encontrado.

—¿Y si les dejo el kilim?

El-Kamil intentaba negociar, y Yeza soltó la risa.

—Esa alfombra habrá que dejársela en todo caso, puesto que hace tiempo que la esperan.

—¡Eso significará que los miles de dyinn malos se ensañarán con ellos! —se mofó el emir, visiblemente aliviado—. ¡Vos vendréis conmigo!

Yeza comprendió que no lo haría cambiar de opinión.

—Nuestros caminos se han cruzado, El-Kamil —le habló con seriedad y se incorporó, dispuesta a bajar de nuevo por la escalera y refugiarse en la soledad oscura del harén—. ¡No cometáis ahora el error de querer unir vuestro destino al mío!

—¡Antes renunciaré a mi vida que dejaros a vos! —aseguró el barbudo, y rodeó la cintura de la joven con sus manos, antes de que ella pudiera escapar.

IMAGE Un lobo solitario vagaba por la montaña. Roç se había tomado en serio las recomendaciones severas del chamán, y se sentía invadido por una rebeldía fríamente calculada. Si no quería sucumbir, no podía dejar pasar ni un día más merodeando sin ton ni son por ese desierto de piedras, necesitaba hacerse con alguna presa.

Hacía horas que estaba persiguiendo a dos jinetes, y procuraba no perderles el rastro. Era una suerte para él que los dos mongoles, al parecer, no tuvieran prisa, de modo que había conseguido no perderlos de vista, aunque se sentía totalmente agotado. No era sencillo, pues mientras saltaba de roca en roca tenía que ir ocultándose como una lagartija, para que no se le pudiera distinguir del entorno, por aguda que fuera la vista de cualquier observador atento. Pero los mongoles trotaban tranquilamente en dirección al valle, sin sospechar nada. El más jovencito, muchacho todavía, no llevaba más que su caballo; pero el mayor iba bien armado con espada, arco y flechas, y también parecía llevar las alforjas llenas.

Jazar y el joven Baitschu se sabían cerca de su objetivo. El viejo pastor al que encontraron conduciendo su rebaño de ovejas hacia el delgado hilo de agua que era lo que en pleno verano quedaba del arroyo les había dado a entender que Mard'Hazab quedaba aún bastante lejos, muy, muy lejos en realidad, pero que una partida de guerreros extranjeros había pasado hacía una o dos horas por el valle. La descripción fantasiosa, pero colorista, de esas gentes les hizo pensar que sólo podía haberse tratado de sus propios compatriotas, y Baitschu descubrió las huellas apenas borradas de los cascos de los caballos en la seca arena del lecho del río. Justamente la certeza de volver a reunirse muy pronto con la tropa, y quedar así nuevamente bajo el mando inclemente del general Sundchak, llevó a Jazar a convencer a su joven compañero de que intercalaran un breve descanso. Después de la apresurada cabalgada sólo había conseguido pocas horas de sueño en el campamento principal antes de que su severo tío volviera a llamarlo. Kitbogha estaba empeñado en hacer de su sobrino un guerrero ejemplar, al que más adelante pretendía nombrar para un mando sin tener que reprocharse su proteccionismo. Jazar compartía esa ambición, pero sin renunciar a su propio carácter flemático. En ese momento lo único que deseaba era desmontar, buscar un lugarcito sombreado y estirar las piernas. Estaba seguro de que una vez regresado a las filas del cuerpo expedicionario ya no tendría ocasión de echarse a dormir. Baitschu se mostró comprensivo, y gracias a su habilidad visual encontraron en medio de las rocas una gruta medio oculta, de techo bajo, que parecía muy adecuada para pasar allí unas horas durmiendo. Eso sí, tendrían que dejar los caballos fuera de la gruta. Baitschu prometió hacerse cargo de la guardia y no perder de vista a los animales.

Cuando Jazar despertó del más profundo sueño, Baitschu consiguió justamente abrir los ojos, que se le habían cerrado, pero no le sirvió de mucho: un primer vistazo preocupado no registró el hecho de que el sol estaba ya bastante bajo, sino el de que, en lugar de dos, sólo quedaba un caballo. Salieron a tropezones de la cueva. Ahí estaba el animal de Baitschu, mordisqueando con afán un arbusto reseco de retama. ¡Pero el caballo de Jazar había desaparecido!

—¡Con alforjas y todo! —se lamentó el perjudicado.

—¿Acaso llevabas ahí el escrito de mi señor padre?

Jazar asintió furioso, consciente de su fallo. ¡Cómo podía haber confiado en un muchacho que no había aprendido lo que es la disciplina militar y que encima, ahora, se atrevía a dirigirle un buen reproche!

—¡Los documentos se llevan sobre el pecho!

Jazar tuvo que reprimirse, la mano ya se le había levantado para asestar al otro una buena bofetada.

—¿Y tu espada? —insistió Baitschu en escarbar en la herida.

—¡Pues claro! —rezongó Jazar—. ¡Y también la espada! ¡Todo lo que uno no lleva encima del cuerpo se lleva consigo al irse a dormir! ¡Hay que decir que a ese ladrón no le faltará de nada!

Baitschu calló, afectado, pero no por mucho tiempo.

—Se me ocurre una cosa —dijo pidiendo disculpas con la mirada, como un perro fiel sabría hacerlo—, no diremos nada de la carta. ¡Dadas las prisas, sólo te dieron un encargo verbal! Yo te haré de testimonio.

Jazar lo miró un tiempo, como pensándolo. No estaba dispuesto tampoco a romperse mucho la cabeza.

—¿Y el caballo, y la espada?

—Diremos que nos atacaron unos bandidos. Tú te defendiste con bravura para que yo pudiera huir, y eso te costó el caballo y la espada. Tal vez nos convendría tirar también tus botas, ¡porque los buenos bandidos siempre le quitan a uno las botas!

Jazar no tuvo que pensarlo demasiado.

—¡Tú quieres que, además de sufrir la pérdida que he sufrido, todas las centurias acaben mofándose de mí! —se indignó ante la propuesta.

Baitschu tuvo una ocurrencia.

—Diremos que yo, arrepentido de mi huida, me volví atrás y sorprendí a los bandidos justo cuando estaban a punto de arrancarte las botas de los pies, y que conseguiste saltar como un rayo sobre mi caballo, tú saltaste sobre la grupa, y así pudimos salir de allí, galopando como el viento!

—¡Será mejor que lo expliques cuando yo no esté presente!

Jazar parecía haber recuperado su buen humor.

—Lo que tendrás que hacer nada más llegar será procurar que esté presente el Bretón cuando yo tenga que personarme ante Sundchak —instruyó al muchacho—. Al señor Yves se lo puedes explicar todo, también que te dormiste cuando estabas de guardia.

Baitschu comprendió que en lo posible le tocaba reparar el estropicio, y juntos montaron el caballo que les quedaba. Jazar sentó al muchacho delante y así cabalgaron a la luz del sol poniente, siguiendo las huellas y albergando ambos la esperanza de que la oscuridad que estaba a punto de caer les evitaría presentarse ese mismo día ante el general y confesar su torpeza, o su falta de disciplina —en cualquier caso su imperdonable ligereza. Era un día plagado de desgracias. Su única oportunidad de poner en práctica la orden de Kitbogha, como les había sido confiada, consistía de todos modos en conseguir que Yves el Bretón se pusiera de su lado.

IMAGE Como para pillar en falso al señor del castillo o dar la razón a la alfombra de los miles de dyinn, se presentó un grupo de gentes agotadas que pedían albergue en Mard'Hazab. Era El-Aziz, hijo del sultán de Damasco, que había escapado tras la desgracia de haber sido retenido por los mongoles como rehén, y que acudía acompañado de sus criados fieles, es decir, su cocinero particular con los auxiliares, sus ayudantes de cámara y el maestro del baño. El emir El-Kamil recibió a su joven primo con visible sorpresa, y si bien no se mostró asustado, tampoco estaba muy contento. No quiso negarle la entrada, pero es que además esperaba obtener así alguna información acerca de los planes de los mongoles. Por otra parte, no quería demostrar ante su joven pariente que esos planes lo preocupaban. De modo que aplazó la conversación hasta el momento de la cena, y El-Aziz ofreció los servicios de su maestro cocinero para que el ágape fuera un éxito. Al emir le pareció bien, por un lado porque él mismo no disponía de tales ventajas desde que se había refugiado a toda prisa en la inhóspita fortaleza de Mard'Hazab; y por otro, porque así dispondría de tiempo para ordenar que Yeza quedara encerrada en el harén, a cubierto de toda mirada ajena.

Mientras el cocinero procuraba arreglárselas en la desordenada cocina, El-Aziz disfrutó, por primera vez al cabo de muchos días, de un baño caliente. Chapoteando placenteramente en la bañera, tuvo tiempo suficiente para ir pensando en cómo se las arreglaría para entrar en contacto con la princesa Yeza, que seguramente mantendrían oculta a sus ojos. Tenía que presentarse ante ella como su salvador y liberador y planificar una huida conjunta de aquella fortaleza solitaria. No sería fácil, lejos de ello, pero ahora que había conseguido huir de los mongoles y engañarlos, se veía capaz de idear alguna escapatoria para ambos. Por si acaso, ordenó que lo vistieran con sus mejores ropas y se dirigió a la cena prevista.

Su cocinero había hecho maravillas. Como entrante les sirvieron trucha fría, de las que se pescaban en los arroyos de la montaña, la carne cruda cortada muy fina y condimentada con limón y toda clase de hierbas. El plato iba acompañado de huevos de palomas torcaces y de setas adobadas. El emir se movía intranquilo en la silla, no por la impresión que le causaban los manjares sino por el reto de hacer participar a Yeza sin que fuera reconocida. El-Kamil atendía a medias el informe de su primo, y ni siquiera despertó su interés el hecho amenazador de que ya estaba en camino una expedición de castigo de los mongoles. Cuando los criados sirvieron el plato principal, toda clase de piezas de caza, desde la liebre con olivas negras hasta el faisán con bayas rojas del bosque, o la delicada gacela del monte y el sabroso jabato en salsa de vino y nueces picadas, el emir no aguantó más, salió precipitadamente del comedor y regresó al poco tiempo con una elegante mujer profusamente velada y a la que señaló, sin pronunciar palabra, el asiento de honor en la cabecera de la mesa. El-Aziz quedó mudo de asombro. Sospechó de inmediato que tras la rejilla de la burka no podía ocultarse nadie sino Yeza, pero no preguntó ni echó miradas indebidas a la recién llegada, sino que siguió atendiendo al emir, que ahora sí centró su atención en las delicias ofrecidas, a la vez que su pecho se henchía de orgullo. Empezó a engullir de todo, destrozando la comida y tragando presas demasiado grandes. El-Aziz, en cambio, demostró muy buenos modales. Apenas fue capaz de comprender la suerte que había tenido, e intentó reflexionar rápidamente en cómo comunicarse con la princesa, presentarse como su salvador y su liberador y organizar una huida en común de aquella prisión. No sería fácil, pero habiendo engañado a los mongoles se veía capaz de ingeniárselas para conseguir también ese propósito.

El-Aziz volvió a centrar la conversación en los mongoles, lo cual no fue del todo del agrado del anfitrión, que arrojaba miradas vigilantes a la dama. Esta no reveló con ningún gesto que atendía con mucho interés a lo que allí se decía. Fue El-Kamil quien comentó la existencia de la alfombra, con lo cual dio ocasión a El-Aziz de ofrecer un brillante relato de la desgracia que había caído sobre el gordo Lulu, a la vez que insistía en la importancia que los mongoles daban al regalo del atabeg, simplemente por la razón de que el obsequio que les había sido tan aparatosamente anunciado hasta la fecha no había llegado a sus manos.

—No es extraño —declaró El-Aziz con ironía—, ¡estáis sentado encima! A los mongoles lo que les pasa es que no entienden, tan tozudos son, que las cosas puedan ir de otra manera de como ellos las tienen planeadas. ¡Están acostumbrados a que siempre se haga su voluntad!

El-Aziz se dio cuenta de la mirada triunfante que el emir arrojó sobre la figura velada.

Les sirvieron los postres —fruta caramelizada, acompañada de un requesón de leche de cabras montesas, con miel de acacias y castañas asadas. Pero El-Kamil seguía pensativo y levantó la mesa apenas la beldad velada hubo introducido, con la consiguiente dificultad, el último bocado tras la rejilla obstaculizadora de la burka.

Todos se retiraron para descansar. Yeza suspiró: aún la esperaba la visita nocturna de su insaciable dueño. El-Aziz se atrevió a arrojarle una rápida y tímida mirada, y creía haberle arrancado una pequeña sonrisa. Mientras se acostaba para dormir, pensó que esa alfombra que no se le iba de la mente, ¡esa alfombra podía ser la solución!

IMAGE Sundchak, el general con mando sobre las cuatro centurias mongoles que formaban el cuerpo expedicionario, había ordenado que se instalara el campamento desde mucho antes de la puesta de sol. Así sucedió que Jazar y Baitschu, montados ambos sobre el caballo de este último, se toparan muy pronto con esa tropa. No podían dar media vuelta, pues ya los habían avistado y, como era de esperar, los recibieron con grandes muestras de alegría. Para gran alivio de Jazar, se enteraron de que Yves el Bretón sostenía desde lo alto de su caballo una violenta disputa con Sundchak, delante de la tienda de éste, en relación con la estrategia a adoptar al día siguiente. Yves el Bretón temía que aquella noche fuera la última noche tranquila antes de avistar la fortaleza de Mard'Hazab. Hasta entonces, ante Sundchak había callado lo que sabía, pero comprendió que había llegado el momento de sacar a la luz todas sus informaciones, por lo que le había mencionado como de paso que Naimán aseguraba que el emir buscado ya no estaba en Mayyafaraqin, sino que había tenido la amabilidad de acercarse un poco más, y que se había hecho fuerte en el cercano castillo de Mard'Hazab. Hacía tiempo que Sundchak no se extrañaba de esa forma de ser que demostraba el Bretón, guardándose durante el tiempo que le pareciera bien las noticias más importantes, y tampoco lo conmovían las historias que el otro se inventaba. Por esta vez creería en lo que le decía, y el general, respondiendo a su temperamento emprendedor, propuso de inmediato que dieran un golpe de sorpresa para conquistar el fuerte, mientras que Yves prefería acercarse en forma de amplio abanico, por una parte para asegurarse de atrapar al emir, si a éste se le ocurría querer huir; por otra, para impedir, como era su preocupación principal, que hubiera un baño de sangre descontrolado, cosa probable en caso de una irrupción en masa de los mongoles en el castillo.

Pues si Roç y tal vez también Yeza estaban presos allí, le parecía difícil, aun participando en el asalto en primera línea, ser el primero en descubrir a la pareja real y asegurar que nada les pasara. Conocía la sed de sangre de los mongoles y en particular conocía a Sundchak, que gustaba de incitar a sus hombres. Nunca se le ocurriría ordenar una búsqueda y tomar medidas para la protección de los dos jóvenes. Todos los que se encontraban en el castillo serían asesinados sin excepción y sin miramientos. Sólo en el caso del emir pondría Sundchak la condición de que el perro le fuera presentado vivo.

El feroz general estaba insistiendo precisamente en que sólo a él le correspondía dar órdenes, cuando los guardias trajeron a Jazar y Baitschu. Acudían a pie, de modo que en ese momento no había por qué hablar de vergüenza por haber perdido un caballo. En lugar de eso, Jazar declaró con voz insegura que su tío Kitbogha, el comandante supremo, ordenaba a su general Sundchak que perdonara la vida a todos los habitantes del castillo Mard'Hazab. Estas primeras frases ya consiguieron que el general soltara una risa estruendosa.

—Tenemos aquí a este muchachito, que hace unos días se alejó sin permiso de la tropa, ¿y viene ahora a explicarme lo que he de hacer…?

Baitschu se arrojó valeroso en la brecha, que no era más que un engaño.

—¡Es por orden de mi padre! Y vos, general Sundchak, haréis bien en seguir estrictamente esa orden.

Al interpelado se le encendió el rostro, la risa violenta mezclada con una ira mal reprimida le estrangulaba el aliento y le hinchaba el cuello, por lo que levantó la mano para castigar al atrevido muchacho, que, sin embargo, se retiró buscando la cercanía protectora de Yves el Bretón. Éste, para disgusto de Sundchak, era testigo de la escena.

El general jadeó trabajosamente:

—Ahora resulta que este niño quiere convencerme de que su padre…

Intentó tragarse la ira, pero se le atragantó, por lo que lo único que consiguió fue un acceso de tos. No pudo seguir hablando y todos se quedaron sin saber si iba a morir asfixiado o a reventar.

Sólo Baitschu permaneció sin sentirse afectado.

—Respondéis con vuestra cabeza —exclamó con entonación fría y perfectamente audible.

Sundchak parecía un toro al que le han dado un martillazo en la frente, nadie podía prever si iba a derrumbarse o a salir de estampida. Pero se recompuso y sonrió al Bretón, consciente de que debía dirigirse a la persona con la que finalmente habría de ponerse de acuerdo, o no. Pero Yves a su vez no le respondió con una sonrisa, sino que se dirigió a Jazar, que asistía a la escena sin muestras de sentirse afectado.

—¿Acaso no había exigido yo expresamente que la orden fuera entregada por escrito?

Jazar bajó la redonda cabeza, sintiéndose culpable, pero antes de que pudiera responder con alguna tontería, fue Baitschu quien tomó de nuevo la palabra.

—¡No hubo tiempo, por las prisas! Me avisaron de improviso de que acompañara al iltschi ¡para que la orden del il-jan tuviera más peso!

La tensión que se manifestaba en el cuello de toro del general se descargó en uno de sus raros ataques de humor grosero, y señaló con un grueso dedo en dirección de Baitschu para espetarle:

—Si eres tú, diminuto peso pluma, el que hace las veces del sello de Hulagu al pie de una orden invisible —y se echó a reír sin refrenarse—, ¡puedo considerar que mi cabeza está firme sobre mis hombros!

Baitschu no supo responderle, pero Yves sí levantó la voz, aunque no sonaba ni acusadora ni amenazadora.

—¡Si le tocan un pelo a alguno de los habitantes de Mard'Hazab, seré yo quien separe vuestra cabeza del tronco!

La risa se le quedó a Sundchak en la garganta, y contra su voluntad se le fueron los ojos a la silla del Bretón, donde éste sujetaba en una ancha funda de cuero la poderosa espada mandoble. Recordó oscuramente el rumor de que Yves no solamente actuaba como embajador especial de su rey, sino que, en realidad, era el verdugo de la corona de Francia. Nunca se había tomado en serio esas habladurías, pero en esta ocasión sintió la presencia del otro como una amenaza. Intentó recuperar la compostura e irradiar la autoridad que le correspondía.

—Os ruego pues, señor Yves, que a partir de ahora os mantengáis a mi lado, para que os enteréis de las órdenes que daré a mis gentes.

El Bretón mostró una leve sonrisa.

—Podéis estar seguro.

Saludó al general y se llevó consigo a Baitschu. A Jazar le fue ordenado que se presentara a la mañana siguiente ante su general, perfectamente armado y pertrechado, para recibir órdenes.

Sundchak se retiró en dirección a la letrina, porque sintió una repentina presión en los intestinos.

—¡Mierda! —le espetó a su ayudante—. ¡Mierda! ¡Mierda!