"El último clavo"

IMAGE La parte vieja de Jerusalén no había sufrido tanta destrucción como para que no quedara vida alguna entre sus ruinas, pero los habitantes que habían resistido no mostraban mucho interés en recomponer algo más que el techo que cubría sus cabezas. Por otra parte, mientras las murallas, antes tan poderosas, permanecieran destrozadas, con más aberturas y brechas abiertas que puertas, quedaban a merced de nuevos asaltos. Entre esos destrozos habitaba una mezcla de razas y religiones, había cristianos arameos, pero también coptos, viejos judíos y algunos musulmanes recién llegados que residían allí haciendo gala de una desconfianza permanente, tras los muros de difícil acceso, entre los pilares reventados de las casas abandonadas, y que aprovechaban las vigas carbonizadas de sus tejados para convertir aquello en un laberinto de estrechas callejuelas cuyas entradas sólo conocían algunos vecinos.

Había una gran mayoría de seguidores de las confesiones cristianas, sobre todo griegos ortodoxos, pero también muchos armenios, mientras que los seguidores de Roma eran una minoría. Y, sin embargo, eran mayores las divergencias entre ellos que las que los separaban de los representantes de otros credos.

Esto explica por qué William de Roebruk, cuando abandonaba en ocasiones su clausura en la torre del Montjoie para visitar a sus amigos en la ciudad, guiaba sus pasos al barrio judío. En la taberna "El último clavo" era Joshua, llamado "el carpintero", quien tenía el mando, aunque las existencias de vino que allí se vendían procedían de los sótanos del patriarca. Este último había huido a Acre antes de que se produjera el último gran ataque, y una bóveda derrumbada había cerrado el acceso a las valiosas cubas. El carpintero y su amigo y huésped asiduo, David, el templario, habían cavado un túnel desde la taberna vecina, avanzando por él con esfuerzo laborioso. Los amigos no tuvieron otras dificultades para acceder a las más valiosas añadas, llegadas casi todas por vía marítima de la Borgoña.

El tercero de la banda era Jalal al-Sufí, un derviche vivaracho que solía divertir a sus compañeros hasta en los momentos más inoportunos con las poesías de su adorado maestro Jalaluddin Rumi. En tales ocasiones, el escuálido Jalal podía entrar en un estado de trance que lo hacía girar sobre sí mismo y pasar a una fase de encantamiento total.

David de Bosra había perdido el brazo izquierdo en una batalla, según decían, mientras huía. Este suceso poco claro no había dado lugar a su exclusión de las filas de los caballeros templarios, pero sí había sido condenado a quedarse en la ciudad abandonada por la orden, supuestamente para que vigilara allí aquella ala de la mezquita Al-Aqsa que albergaba la casa original de la orden, la célula primigenia de esa hermandad de guerreros de la que deriva también su nombre. Pero ya sólo quedaba una fachada quemada de la casa, y no había musulmán que pretendiera volver a restaurar esa parte del "templo". Con el transcurso de los años, la orden se había olvidado de David, y el templario aislado depositó el cumplimiento de su condena en manos del carpintero, buscando el olvido de su culpa en la taberna "El último clavo".

Joshua era, en realidad, un cabalista convencido e instruido, que se había instalado en ese local por la única razón de que lo encontró vacío, y porque allí podía atender a sus amigos y servirles algo de beber. No había otros huéspedes que entraran en la taberna, aunque Joshua había colocado un cartel bien visible sobre la estrecha puerta, señalando que aquél era un lugar en el que valía la pena recalar.

La verdad era que, como carpintero, habría tenido menos trabajo aún. Los habitantes que habían quedado en Jerusalén eran pobres y componían ellos mismos sus míseros techos y enseres.

Cuando William de Roebruk entró en la taberna, el patrón lo saludó con un gruñido, seguido de las palabras—: ¡Al fin llega el que nos faltaba! Y David, el templario manco, añadió—: ¡Vergüenza deberíais sentir por ausentaros tanto tiempo, maestro del condenado juego!

Jalal al-Sufí, a su vez, prefería halagar al recién llegado con las palabras:

—¡Alabado sea el seguidor del Ser Supremo y a la vez su más humilde servidor!

El franciscano no tenía por qué mirar, sabía perfectamente que encima de la mesa recién fregada lo esperaba la pirámide de varillitas finas y artísticamente pintadas con símbolos místicos, dispuesta para el comienzo del juego llamado del "Ser", que reunía a los amigos en cada ocasión propicia. A William le gustaba jugar, ponía pasión en ello. En cambio nunca llegó a ser un verdadero maestro en esta habilidad, contradiciendo así el saludo florido con que le solía recibir el derviche.

Eran más bien el propio Jalal al-Sufí o el genial Joshua los que competían por el título magistral. David era un jugador fiable, pero mediocre, mientras que William tenía algún que otro chispazo de genialidad, más bien de atrevimiento, que compensaba con algún que otro fallo desastroso —aunque en la presente ocasión no se afanó, como otras veces y como esperaban sus compañeros, en iniciar la ronda, sino que expuso ante sus amigos la preocupación que lo corroía desde que se había presentado Lorenzo de Orta.

—Se dice que Roç y Yeza han vuelto a aparecer en algún sitio —resopló, apenas su cuerpo macizo cayó sobre la banqueta—. En algún lugar del norte de Siria dicen que han vuelto a ver a nuestros pequeños reyes, según me cuenta mi hombre de confianza, procedente de Antioquía.

William no dejó lugar a dudas de que no creía del todo lo que acababa de decir, y la reacción de los demás también fue muy diversa.

—"Un paso en la dirección que ansía nuestro corazón —exclamó Jalal con expresión de júbilo, y saltó sobre la mesa, de modo que las varillitas temblaron, sin derrumbar del todo la pirámide— ¡es un paso en dirección a nuestro Bienamado!"

Las primeras varillitas cayeron y Joshua lo observó arrugando pensativo la frente.

—¿Significa eso que no hay testimonios válidos? —quiso rebajar la alegría del derviche, al que agarró con firmeza por un tobillo para obligarlo a bajar de la mesa, aunque no por eso dejó el hombre de exclamar jubiloso:

—"Si el Amado se quiere mostrar, sabrá escoger el camino…"

—¡Ciertamente! —murmuró Joshua el carpintero—, pero ¿qué significa eso para nosotros?

William se mantenía reservado.

—Debemos mantenernos alerta —respondió David, y echó mano de la jarra de vino.

—¡Alegremos nuestros corazones! —lo corrigió Jalal al-Sufí con la mirada reluciente, y le tendió el vaso vacío.

El templario no se inmutó.

—Si fuese verdad, significaría que mi condena se acerca a su final —y levantó la copa—. ¡Yo estoy dispuesto a seguir a la pareja real, me lleve adonde me lleve!

Y elevó la mano con la copa en dirección a William y también a Joshua.

El carpintero le respondió con un bufido.

—No creáis —dijo después —que mi corazón no rebosa de alegría nada más pensarlo.

Añadió aún, a su manera reflexiva:

—Sin vuestra compañía, poco me quedaría por hacer en "El último clavo" más que esperar el fin de mis días. ¡De modo que os seguiré!

Sus anchas manos se dedicaron a recomponer la pirámide de varillitas que Jalal había desbaratado.

—Pero si eso significa que ya no vamos a poder estar juntos como ahora, ¡más nos vale jugar una última partida! —exigió a sus amigos—. A veces los "dragones del Ser" nos ofrecen signos de lo que puede suceder, aunque siga oculto a nuestros ojos.

—El verdadero creyente nunca se entrega al desengaño, y esa ventaja lo lleva al que sólo alberga esperanzas —dijo William, y empezó a repartir una ronda de varillitas.

IMAGE Justo después de pasar de la localidad de Hama, el ejército mongol había acampado junto a la carretera más importante de Siria, la que lleva de Alepo, pasando por Homs, hacia Damasco. Los mongoles habían dejado abierta la ruta comercial, tan frecuentada, que formaba parte de la antigua ruta de la seda, y no habían acosado a los pueblos vecinos para que los habitantes no se mostraran belicosos, puesto que deseaban ser recibidos como pacificadores, como implantadores de la ley y el orden, pues así se consideraban en su calidad de portadores de un mensaje de paz, la pax mongolica, y no querían ser considerados unos conquistadores bárbaros. No obstante, los pagos que realizaban cuando recibían suministros procedían de sus anteriores conquistas, pero este hecho no los preocupaba ni a ellos ni a las caravanas que acudían en gran número con toda clase de géneros necesarios para su mantenimiento.

El viejo Kitbogha, comandante supremo del ejército, había atrapado a su hijo menor Baitschu observando indiferente cómo otros niños del campamento se mofaban del indefenso atabeg. Lo llamó de inmediato a su lado.

—¡Ha engañado al insigne il-jan! —se quiso justificar el muchacho.

Su padre se sentía generoso en aquel momento.

—Tal vez haya exagerado un poco —quiso rebajar el veredicto, pero con ello sólo indujo a su vástago a añadir en son de mofa:

—¡Por eso está tan gordo!

El padre no pudo menos de darle un pequeño cachete.

—¡No debes hacer burla de ese hombre! —Kitbogha reflexionó—. Puedes matarlo o venderlo como esclavo, pero lo que no puedes hacer es mofarte de un prisionero.

Baitschu no acababa de comprender lo que significaba eso en relación con el pobre Lulu, pero no quería discutir con su anciano padre y cambió rápidamente de tema.

—Decidme, padre, ¿qué pasa con la pareja real cuyo trono arrastramos a todas partes, pero que no quiere presentarse ante nosotros, los mongoles? Yo, al menos, ¡jamás he visto a esos reyes!

Sonaba como un reproche y el viejo Kitbogha se sintió afectado.

—¡Eres demasiado joven para entenderlo! —respondió a la curiosidad de su hijo—. El insigne gran jan los ha elegido, el pueblo de los mongoles los ama… —aquí emitió un profundo suspiro—. Desde hace mucho tiempo están destinados a gobernar el "resto del mundo", todas las tierras que estamos a punto de conquistar…

—¿Eso querrá decir que el rey y su señora esposa son ya muy ancianos y sabios? —preguntó Baitschu, que se sintió profundamente impresionado y hasta confundido cuando su padre soltó una risotada.

—Roç Trencavel y la princesa Yeza tendrán como seis primaveras más que tú, hijo mío, son jóvenes, bellos y muy valientes, pero desde luego ¡no son sabios en absoluto! Son tan tozudos como mi hijo Baitschu, o aún peor…

En ese instante llamaron al comandante a presencia del il-jan, por lo que asestó a su hijo una palmadita en la espalda y se alejó en dirección a la tienda de aquél.

El il-jan Hulagu había dado órdenes a sus generales de mandar avisar, sobre todo a los príncipes más alejados, de que acudieran a presentarle sus respetos y prometer el correspondiente pago de tributos. Calculaba que, antes que nadie, los emiratos más cercanos se someterían por propia iniciativa, sobre todo a la vista de su poderoso ejército. Para poner un ejemplo había expuesto desde esa mañana al atabeg de Mosul en el centro mismo del campamento. El gordo Lulu estaba metido en una jaula, sentado, con algo de agua y poco pan, puesto que había transcurrido el tercer día sin que llegara la caravana avisada de Tabriz con la gran pieza, la "madre de todas las alfombras".

Hulagu recibía en su tienda de audiencias las embajadas que iban llegando, y su rehén El-Aziz se veía obligado a seguir haciendo de paje y de intérprete, saltando de aquí para allá entre el trono elevado y los que permanecían humildemente echados en tierra, y si el mayordomo consideraba que no se movía con la suficiente celeridad, el hijo del sultán se llevaba alguna que otra patada en el trasero. Su posición en la corte empeoraba de día en día, puesto que no llegaba la esperada señal de sumisión enviada por su padre desde Damasco. El primer secretario del il-jan, que conocía a la perfección la lengua árabe, ya le había descrito al muchacho con mucha palabrería cuál era el trato reservado a un rehén que no cumplía con la misión originalmente prevista. Su muerte tardaría en producirse, para que su padre tuviese hasta el último momento la posibilidad de ahorrarle un final tan doloroso; en cambio la experiencia decía que la víctima solía desear esa muerte rápida, dado el gran dolor de las torturas infligidas. El-Aziz lloraba de miedo, cosa que no conmovía en absoluto al hombre que se situaba cerca del oído del il-jan, pues afirmaba que toda la culpa era de An-Nasir, por haber puesto en peligro la vida de su hijo. Una posible salida consistiría en que alguien quitara la vida a ese padre desalmado. En ese caso, el propio El-Aziz se convertiría en sultán de Damasco y podría prestar su juramento de fidelidad al il-jan, que aceptaría esa muestra de sumisión con el mayor de los placeres. El-Aziz se sentía desesperado. No conocía a nadie que estuviera en condiciones de salvarlo por esa vía. Ninguno de sus primos sería capaz, aparte de que cada uno de ellos habría exigido en ese caso el trono del sultán para su propia persona. Como último recurso se le ocurrió El-Kamil, el emir de Mayyafaraqin, aunque éste ni siquiera parecía dispuesto a rendir pleitesía al mongol. En el campamento circulaba el rumor de que había hecho cortar las orejas y la nariz al embajador del il-jan antes de enviarlo de vuelta a casa. Lo que parecía seguro era que El-Kamil no saldría de sus montañas para sacarle a su primo El-Aziz las castañas del fuego de la fragua damascena.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Aún estábamos sentados en la taberna "El último clavo" bebiendo el vino del patriarca y considerando lo que nos aportaba el juego de la pirámide del "Ser", cuando oímos voces procedentes de la callejuela. ¿Sería algún huésped que querría entrar en nuestro escondrijo, o serían los cobradores egipcios de tributos que buscaban a alguien que ejerciera una actividad ilegal por no haberse dado de alta? Joshua el carpintero, nuestro patrón, cerró con cuidado la pesada trampilla que conducía hacia el pasadizo secreto del sótano, y con el mismo cuidado empujamos la pesada mesa, hasta ocultar del todo la entrada detrás. David el templario llenó nuestras copas con el contenido de una jarra poco utilizada, pues contenía agua. Joshua había hecho desaparecer de inmediato la jarra de vino.

—"Ay, alma mía —citó Jalal al-Sufí riendo a su amado Rumi—. ¡Habrá guerra!" —y se aprestó a subirse de nuevo a la mesa, pero David se lo impidió con un gesto enérgico.

—"Viste tu armadura, ahuyenta tus temores… —el derviche no por eso se avino a callar— ¡Arranca con golpe decidido la máscara a este mundo!"

—¡Chssst! —siseó el carpintero enfadado, y levantó amenazante su gigantesco puño. Fue entonces cuando entre las voces que llegaban de fuera empezó a oírse claramente la de una mujer, lo cual significaba que no se trataba ni de soldados ni de funcionarios, y Jalal reinició enseguida el recital de Rumi:

—"O, alma mía, no te rindas ahora… —e intentaba en vano rescatar su vino para que no se lo aguaran— ¡Todo esto no es más que el juego habitual del gato y el ratón!"

Las voces se acercaban y nuestros ojos se dirigieron hacia el estrecho pasillo por el que los huéspedes tendrían que entrar en la taberna. Un muchacho esbelto apareció vestido de zai safari, es decir con ropa clara de viaje y con una cimitarra colgada de la cadera. Se detuvo en el claroscuro para dar paso a los que venían detrás. Entre éstos figuraba una bella mujer que tapaba su rostro a medias con un velo para protegerlo del polvo, a la que seguía un caballero alto que vestía una armadura ligera con pechera de cuero, como solían llevar los mamelucos egipcios. A pesar del turbante negro que le cubría gran parte de la frente, reconocí de inmediato al noble hijo del desierto: ¡el Halcón Rojo! ¡Caballero del inolvidable emperador Federico e hijo del legendario gran visir de El Cairo!

—¡Qué alegría! —exclamé, aliviado—. ¡Al tahryat aleikum, Fassr ed-Din!

La gallarda mujer a su lado era Madulain, la princesa saratz, que sigue ocupando un lugar nunca disputado por otra mujer en mi corazón, aunque hace tiempo que ese sentimiento ha sufrido la debida sublimación, transformándose en profunda veneración. Presenté a mis compañeros, que se mostraron muy contentos al ver que los recién llegados no eran más que viejos amigos de su intrigante William. El muchacho se llamaba Alí. Más tarde nos enteramos de que era hijo del sultán derrocado de El Cairo, que había tenido que huir de su país. Muy pronto resultó que tanto David, nuestro templario manco, como Jalal al-Sufí conocían al emir, uno de ellos bajo el nombre de "Constancio de Selinonte", pues así es como había sido armado caballero por el gran emperador de los Hohenstaufen, el otro bajo el nombre de guerra tanto más conocido de "Halcón Rojo". Hasta Joshua recordaba haberlo visto en alguna otra ocasión. Madulain consiguió con su amabilidad decidida que nuestro patrón, el carpintero, bajara al sótano para subir una jarra de los vinos más preciados del patriarca, mientras Jalal al-Sufí enjuagaba nuestras copas jurando por lo bajo que ésta sería por hoy la última gota de agua con la que entrarían en contacto.

—"O, portador de la bebida divina —saludó a Joshua, que subía jadeante por la escalera—, ahuyenta la cordura, pues el agua limpia y apaga la sed del cuerpo —canturreaba feliz —pero sólo el vino hace gozar el alma, la llena de amor…"

Mientras, el Halcón Rojo había tomado asiento. Me extrañó observar que utilizaba los servicios del joven Alí como si fuese su criado, pues éste se apresuraba a retirarle al otro el polvoriento calzado de los pies cansados. El muchacho le servía sin torcer el gesto, aunque no dejaba de arrojarle miradas a Madulain, que a su vez desvió el rostro cuando se dio cuenta de que yo los estaba observando.

Informé al emir de los rumores que nos habían llegado en torno a lo sucedido con Roç y Yeza, pues yo sabía muy bien que en su día él había formado parte de los hombres que con peligro de su vida habían salvado a los "hijos del Grial" del Montségur, poco antes de que ese castillo fuera conquistado por el enemigo. Al fin y al cabo, el inocente monje franciscano William de Roebruk había estado presente en aquella ocasión, aunque sin enterarse de lo que aquello significaba…

Tampoco me callé las dudas que nos acuciaban en cuanto a esos rumores, pues no sabíamos qué debíamos hacer en esas circunstancias. Para gran sorpresa nuestra, el Halcón Rojo nos habló con palabras encendidas de su cariño por la pareja real, y nos exigió con tono de requerimiento militar que dejáramos todo para acudir en su rescate. Dijo también, dirigiéndose a su mujer, que no comprendía nuestra reticencia, mientras ella miraba al joven Alí, no sin dejar de asentir a las palabras de su esposo. A mí me dirigió el emir la pregunta de qué estaba haciendo allí todavía, perdiendo el tiempo en lugar de haberme lanzado de inmediato a la búsqueda de los niños. El carpintero y David el templario, mis compañeros, se habían quedado mudos de sorpresa, mientras Jalal al-Sufí hacía como si todo aquello no fuera con él, cuando había sido el primero en entusiasmarse con las novedades que yo había comunicado al respecto. Al menos nos ahorró tener que escuchar algún verso de Rumi en esta ocasión.

A su vez Alí, a quien no le quité el ojo de encima durante todo ese tiempo —serían puros celos de viejo—, quedó pendiente de lo que decía el Halcón Rojo, apenas hubo oído el nombre de Roç y Yeza. Su mirada tenía algo de la mirada de un reptil. A mí me resultó desagradable.

Una vez que en cierto modo el emir se hubo hecho cargo de nosotros, nos sometimos a su mando. El carpintero sólo pensaba en Yahvé y en la bebida, aunque nuestra marcha lo llevaría lejos de los amados toneles del patriarca, y por largo tiempo. David, el templario manco, recordó la obediencia militar que tanto echaba de menos, ¿y yo, William de Roebruk? No me traicioné ante los demás, pero el corazón me latía en la garganta. No dudaba de que se me abría la perspectiva de volver a ver a mis protegidos, que habían dado sentido a mi vida, ¡si es que iba a tener algún sentido! Por otro lado, sentía una fuerte angustia, que casi me cortaba la respiración. Era probable que Lorenzo de Orta tuviese razón. Las cosas ya nunca serían como antes, pero ¿cómo serían? Los niños habían recorrido su propio camino y lógicamente habrían cambiado. ¿Qué papel me tendrían reservado a mí, y cual sería nuestro destino? De repente sentí miedo, un miedo muy grande.

Antes de poder reñirme a mí mismo, el Halcón Rojo empezó a darnos órdenes a cada uno, y yo casi le agradecí el tono severo con que nos las dictaba. A mí me ordenó regresar al Montjoie, para poner término provisional a mi crónica y poder esconderla después en un lugar adecuado.

Aquí estoy, pues, en mi habitáculo de la torre, ya he encontrado un buen escondite para este paquete de pergaminos densamente cubiertos de escritura, y he inventado una instrucción escrita en latín para Lorenzo, de modo que sólo él pueda descifrarla y hallar ese lugar secreto. He utilizado para ello una clave basada en la famosa salutación de nuestra orden. No añado este último apartado escrito a la crónica, puesto que no trata de Roç y Yeza, sino del comienzo de algo completamente nuevo, de una nueva etapa de mi vida. De modo que guardaré en mi bolsa de peregrino tantos pergaminos vacíos como quepan en ella, además de un frasco cuidadosamente cerrado de la preciosa tinta y bastantes plumas afiladas. Seguiré siendo un fiel cronista y anotaré, en cada ocasión que se me presente, todo cuanto suceda en mi búsqueda de la pareja real y lo que sobrevenga después, cuando vuelva a estar junto a mis queridos Roç y Yeza, pues ahora estoy firmemente decidido a no abandonarlos nunca más, aunque tenga que andar con ellos hasta el fin del mundo.

Tengo un problema con la despedida de Odoaker. Cuando ayer noche regresé al Montjoie, el fiel sacristán me miró con ojos tan tristes que no me veo capaz de confrontar a este único compañero y fiel oyente con la verdad. Dejaré estas páginas encima de mi escritorio, de modo que cuando me eche de menos pueda hacerse él mismo una idea de lo mucho que he padecido al alejarme de aquí. Para entonces espero estar ya muy lejos, pues el momento de mi cita con el Halcón Rojo y los amigos de Jerusalén se acerca inexorablemente.

Desde la cocina suben vahos agradables, que quieren seducirme con la idea de la comida que el sacristán está preparando para los dos. Tendré que marchar de aquí con el estómago vacío. Pero no podría mirar a los ojos a esta criatura fiel, que ha llegado a serme muy querida. Lo abrazo en el pensamiento y deseo que no piense mal de quien escribe estas líneas, pues ahora me llama una obligación muy diferente. A él le pareceré un huésped desagradecido, pero este pobre franciscano no olvida su deber. Son muy fuertes los lazos que me atan. ¡Pax et bonum sea mi último saludo!

William de Roebruk, OFM

IMAGE En el campamento de los mongoles solamente hablaban en voz baja y con desgana del atropello cometido por el emir de Mayyafaraqin. En cambio, la corte y los generales del il-jan sí se mostraban preocupados por el indigno comportamiento de ese kurdo desbocado. El comandante Kitbogha comentaba con su general Sundchak, en presencia de los príncipes selyúcidas, las medidas que debían tomarse, pues estaba dispuesto a castigar sin pérdida de tiempo y con la debida severidad ese acto de abierta rebeldía antes de que cundiera el mal ejemplo. Los dos príncipes, Kai-kaus y Alp-Kilidsch, veían ahí una oportunidad para consolidar su posición entre los mongoles, ofreciendo algún punto de apoyo.

—Ese bandolero ayubí, ese ladrón de ganado sin cultura ni educación, ha actuado en unas tierras que están sometidas a nuestro señor padre, el sultán.

—¡Pues no parece que vuestro padre tenga mucho poder para imponerse en ellas! ¡Ese bandolero El-Kamil hace y deshace allí según le dicta su santa voluntad! —les ladró Sundchak en el mismo tono de enfado.

—Es un insolente y un estúpido a la vez —murmuró el anciano Kitbogha, mientras observaba los mapas que tenía extendidos encima de la mesa—. ¿Acaso cree que nuestro castigo no lo podrá alcanzar en el lejano castillo de Mayyafaraqin?

—Dejad en nuestras manos ese castigo —propuso Kaikaus—. ¡Prenderemos fuego a su fortaleza y os serviremos la carne del emir bien ahumada, para que la podáis cortar en tiras!

—¡No es mala idea! —se entusiasmó el robusto Sundchak—. ¡Es exactamente lo que deberíamos hacer con él!

Kitbogha lo miró y frunció el ceño.

—Para asegurar el resultado de esa idea, vos mismo, querido Sundchak, conduciréis la expedición de castigo.

Con un movimiento decidido de la mano ahuyentó a los dos príncipes selyúcidas, que se alejaron del puesto de mando instalado en la tienda del comandante.

—Nosotros, los mongoles, no necesitamos a nadie para que arregle las cuentas que tenemos abiertas, ¡mucho más cuando se trata del honor de nuestro ejército! Sentaremos un ejemplo que asuste a cualquiera que quiera imitar al iniciador de semejante barbaridad.

Sundchak comprendió.

—Las cabezas de todos aquellos que encuentre en el castillo de Mayyafaraqin acabarán ensartadas en sus muros, ¡así se trate de hombres, mujeres o niños!

Kitbogha no añadió nada a semejante anuncio, pues aunque la crueldad de su subordinado con frecuencia le repugnaba, sabía que la lealtad del general quedaba fuera de toda duda.

Sólo opuso en tono malhumorado:

—¡Al emir, en cambio, lo arrastraréis vivo ante el il-jan!

—¡Podéis confiar en mí —aceptó Sundchak el encargo como un perro que acepta una salchicha como premio—. ¡No dejaré piedra sobre piedra en ese nido de bandidos! —añadió, relamiéndose de gusto anticipado.

—O una cosa o la otra —quiso calmarlo Kitbogha—. Hace un instante decíais que adornaríais los muros con las cabezas de los vencidos. Entonces ¿qué?

El comandante supremo dejó a su general un rato con la boca abierta. Después añadió, rebajando el ánimo criminal del otro:

—Lo único que quiere el il-jan es castigar a ese rebelde. Cuanto más ejemplar sea el castigo, más impresionará a la gente. Os acompañará mi sobrino Jazar, para que el joven aprenda cómo hay que tratar al enemigo sin sembrar el odio ni asustar a la población, y mucho menos provocando una sed ciega de venganza. ¡No tocaréis a las mujeres ni a los niños!

Sundchak se tragó el correctivo.

—¡Los niños pueden ser vendidos como esclavos! —confirmó las instrucciones recibidas—. Pero ¿¡las mujeres!?

Kitbogha no hizo más comentarios, pues en ese instante entraba en la tienda el embajador del rey de Francia. Yves el Bretón contaba con la benevolencia de Hulagu y de la dokuz-Jatun, aunque su amo y señor, el rey de los francos precisamente, hasta la fecha no se había mostrado dispuesto a ofrecer su amistad, no ya al gran jan en la lejana Karakorum, sino al menos al representante de aquél, el il-jan en persona. Algo tendría que ver la posición prevalente que el Bretón ocupaba en la corte con la existencia de Roç y Yeza. A Kitbogha el hombre le resultaba simpático. Yves parecía poseer una mente reflexiva, y casi siempre representaba el papel de oyente silencioso, pero atento. Y, cuando tomaba la palabra, sus argumentos solían estar bien fundados.

—Deseo adherirme a esa expedición de castigo al Kurdistán —explicó el Bretón su presencia, y añadió—: pretendo seguir cierto rastro en aquellas tierras.

Kitbogha comprendió de inmediato que el Bretón no pensaba más que en encontrar a la pareja real; el que no lo comprendió así fue Sundchak, un tanto corto de entendimiento, que veía peligrar su poder de mando. Además, a él no le agradaba el Bretón, lo cual seguramente era recíproco.

—¡Estaréis bajo mi mando! —le espetó por tanto con visible malhumor.

—Encantado de que así sea —respondió Yves con aire cortés, y Kitbogha lo acusó con una sonrisa. Se sentía aliviado de que Yves formara parte de la partida, pues Sundchak se oponía firmemente al proyecto de la real pareja que el il-jan y su esposa pretendían entronizar en el "resto del mundo", en cuanto lo hubieran conquistado. Habría que ver si Roç y Yeza volvían a aparecer finalmente. Nadie sabía dónde se encontraban y cuándo se daría con ellos. En cualquier caso, la presencia del Bretón resultaría tranquilizadora, pues el anciano Kitbogha no se fiaba en absoluto de Sundchak, de quien conocía la falta de escrúpulos y la brutalidad gratuita, ¡y menos aún en relación con Roç y Yeza!

A él, en cambio, lo preocupaba la suerte de los dos jóvenes, más de lo que estaba dispuesto a confesarse a sí mismo. La mirada del anciano comandante buscó los ojos de Yves, y se entendieron con un gesto de asentimiento.

El Bretón quiso llamar la atención de Kitbogha sobre un detalle más:

—Vuestro espabilado hijo Baitschu ha oído hablar de esa expedición de castigo, y se empeña en ir con nosotros al Kurdistán. He intentado sacarle esa idea de la cabeza.

—Habéis hecho bien —le confirmó agradecido el padre—. El muchacho es demasiado joven para participar en una acción tan desagradable, aunque inevitable en este caso.

Sundchak protestó ante estas palabras.

—¿Por qué desagradable? ¿Acaso un joven mongol no es capaz de resistir la visión de las cabezas de sus enemigos ensartadas en las murallas del castillo conquistado?

Yves respondió en lugar de Kitbogha.

—La cuestión de si unas cabezas ensartadas en las murallas representan una visión agradable o no es discutible —intervino, sabiéndose de acuerdo con el comandante—. Lo que seguramente no es bueno para el carácter del joven es asistir a la ejecución anterior, quiero decir, al acto de cortar esas cabezas.

Sundchak murmuró algo ininteligible acerca de la falta de dureza y de aptitudes de la juventud mongol, a la que no se educaba debidamente, y salió de la tienda. El viejo guerrero Kitbogha pudo dar finalmente rienda suelta a su risa, que sonó estruendosa.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

Cuando tuve el manuscrito de mi crónica cuidadosamente oculto en un escondrijo del campanario de Montjoie, y vi que el bueno de Odoaker estaba ocupado en recoger unas hierbas en el huerto, pude escapar de entre aquellos muros sin ser visto, para lo cual me oculté primero detrás de una lápida, y cuando observé que volvía a la cocina, me precipité como un ladrón por el sendero que no se puede ver desde ese lugar, hasta haber alcanzado la arboleda protectora del valle.

No había resultado tan sencillo hallar un escondrijo adecuado, pues la estructura de sujeción de las campanas dentro de la torre había quedado dañada, pero después vi que uno de los orificios en el muro que en su día había servido para acoger una de las vigas de soporte se introducía tan profundamente en la obra que podía ofrecer albergue al paquete que yo intentaba esconder, y que traía envuelto en un paño. Tapé el hueco con una piedra que no llamara la atención, dejé encima de mi mesa la instrucción en clave para Lorenzo de Orta, y lo único que me quedaba por esperar era que Odoaker se la entregara, a pesar de la tristeza o la rabia que le pudiera causar mi comportamiento. Sin echar otra mirada hacia atrás me encaminé pendiente abajo, al encuentro con el Halcón Rojo y con los amigos de Jerusalén, en el lugar acordado.

Había cubierto ya gran parte de mi camino, cuando aparecieron detrás de una curva algunos caballeros envueltos en grandes capas negras, que llevaban los rostros ocultos tras sus yelmos cerrados. Espontáneamente me sentí inclinado a creer que se trataba de templarios, puesto que veía lucir la cruz roja de extremos en garra sobre su pecho, aunque los miembros de la orden solían llevar esa cruz grande y bien visible en el centro de su clamys blanca y no, como en este caso, del tamaño apenas de la palma de la mano y sobre el lugar del corazón. Cuando observé después el palanquín negro que esperaba al fondo, supe que formaban parte de los servidores selectos de aquel poder al cual también yo me sentía obligado y del cual al parecer no había manera de escapar, ¡al menos no para un pobre e inofensivo minorita como yo! Los "templarios negros" ni siquiera consideraron necesario dirigirse a mí de palabra, pero alguno de ellos abrió la portezuela del palanquín, de modo que me conformé y entré, permaneciendo también mudo, en la estrecha caja. La comitiva se puso en marcha, llevándome consigo. En realidad, poco había cambiado en mi situación, sólo que el poder secreto para el que estaba yo redactando la crónica de los reales infantes había desbaratado mi intento de moverme por mi cuenta, había atrapado a un William que debía parecerle de poco fiar. Ese mismo poder procuraría que volviera a recorrer la senda correcta y que cumpliera con mi deber. ¿Acaso Lorenzo no me lo había avisado ya?

IMAGE El pequeño ejército expedicionario mongol bajo el mando del general Sundchak atravesaba el desierto del norte de Siria en dirección al este. El robusto general había establecido un acuerdo tácito con el embajador francés, un acuerdo que él mismo consideraba más bien como una cuestión de paciencia. Según informó al Bretón, que cabalgaba a su lado, confiaba, como estratega responsable que era de la partida, en los oasis repartidos por la zona y en los numerosos castillos cuyos propietarios se habían sometido a su debido tiempo y ponían voluntariosamente a disposición el agua y los víveres necesarios. La vía principal de las caravanas, cuyo uso habría facilitado considerablemente esa larga marcha, conducía unas pocas millas más al sur hacia la legendaria ciudad de Palmira. Allí, sin embargo, gobernaba una secta de derviches fanatizados, amigos de los "asesinos", a los que Sundchak consideraba odiosos y que, además, solían comportarse de manera muy poco amistosa, cuando no abiertamente beligerante, frente a todo extranjero. Basaban su poder en las tribus guerreras de beduinos de los alrededores, y querer romper su resistencia habría significado una campaña prolongada.

El general no estaba dispuesto a que le impusieran semejante operación militar, por razones de tiempo, entre otras. Él tenía el encargo de impartir un castigo justo al emir de Mayyafaraqin y de hacerlo cuanto antes. De modo que Sundchak había elegido a contrapelo el recorrido incómodo a través del desierto.

Yves el Bretón no comentó esta decisión. Él sólo tenía en cuenta la meta que se había propuesto, y el camino para llegar a ella le era bastante indiferente, mientras no fuera del todo irracional. De modo que calló, sin mostrarse reticente, pero mantuvo los ojos abiertos.

En el fondo, Sundchak no se sentía insatisfecho con la compañía que le habían obligado a aceptar. Esos francos tenían muchos decenios de experiencia en el trato con los beduinos, los turcos y los árabes, sabían cómo tratarlos y mantenerlos a raya.

Al Bretón le sorprendían las ideas un tanto infantiles de sus anfitriones, sobre todo las del corpulento Sundchak, quien se imaginaba en serio que los musulmanes sometidos no deseaban otra cosa que aceptar la imposición de la pax mongolica en sus países, ¡en sustitución de las enseñanzas del profeta! Los mongoles no comprendían la rebeldía ni la incertidumbre generada por unas alianzas dudosas, y el propio general mongol empezó a pedir consejo a Yves, su acompañante no escogido.

Jazar, el sobrino de su comandante supremo, quedaba en cambio excluido de las conversaciones. No deseaba ni que el joven le viera las cartas ni que pudiera informar a su tío de nada importante en relación con los procedimientos del general.

El próximo objetivo a alcanzar era sin duda la orilla del río Éufrates. Ambos estaban tan de acuerdo en ello que, cuando se separaron a última hora de la tarde, Sundchak nombró al franco, medio en broma, vicegeneral. Yves se limitó a aceptarlo sonriente y cada uno se dirigió por su lado a su lugar previsto para el descanso nocturno.

Yves el Bretón siempre acampaba algo por separado, de modo que tuviera a la vista los fuegos ya medio apagados de los mongoles, aunque esto le significara quedarse fuera de su círculo y de la ronda trazada por los vigilantes. El Bretón confiaba más en la ligereza de su sueño que en la perspicacia de los guardias.

Yves permaneció despierto mucho tiempo. En sus pensamientos recorría el país que tenía delante, el desierto, los anchos y poderosos ríos y, finalmente, la cordillera pedregosa. El hecho de que nadie hubiera visto en realidad a Roç y Yeza le confirmaba lo inaccesibles que son los valles rocosos del Kurdistán. La pareja real ni siquiera tendría necesidad de esconderse, pues el paisaje mismo con su carácter agreste los mantendría fuera de la vista de cualquier curioso.

Yves aún estaba repasando la racionalidad de sus impresiones cuando advirtió a sus espaldas un ligero crujido. Su mano se deslizó no hacia la espada enorme, que tenía cerca, sino hacia el breve puñal que guardaba en la caña de su bota. Encogió muy lentamente la espalda y acercó la pierna. El intruso que tenía detrás permaneció quieto, pero Yves pudo oír su respiración reveladora de más miedo que agresividad y que, además, traicionaba la situación exacta del hombre. El Bretón se incorporó con la rapidez de una serpiente pitón, sus largos brazos se adelantaron y las manos rodearon inexorables el cuello del desgraciado. Consiguió poner de rodillas al hombre y aflojó un poco la presión, de modo que éste pudiera separar las mandíbulas y darse a conocer.

—¡Soy Naimán! —dijo con voz angustiada, y añadió en un susurro conspirativo—: Naimán, al servicio del sultán de El Cairo.

Yves aflojó la presión ejercida por sus manos sólo hasta el punto de poder amenazar al intruso aún más, poniendo con una de ellas el filo de su puñal junto a la garganta del conocido agente. El cuerpo endeble de Naimán empezó a temblar.

—Los niños —murmuró a duras penas—, os puedo decir, señor Yves, dónde podréis hallar a la pareja real…

La presión de la musculosa mano de Yves cedió un poco, pero la hoja fría del puñal seguía muy cerca del cuello.

—¿Y por qué desafiáis el peligro con tal de dármelo a conocer?

Naimán jadeaba, estaba mortalmente asustado, y ello lo empujaba a mostrar el valor de la desesperación.

—¡Para que podáis quitarles la vida! —y al observar que el puñal no se movía, añadió con insolencia—: En realidad, ése es vuestro objetivo secreto, Bretón, porque, de no ser así, ¡no os habríais apuntado a esta partida!

La respuesta fue un apretón reforzado de la mano del Bretón, de modo que Naimán apenas podía respirar. Yves estaba fuera de sí de rabia, pero dominó sus nervios.

—Si suponéis que mi intención es la de cometer un hecho así —dijo el Bretón con voz calmosa—, ¿por qué habría de compartir este secreto con vos?

Los temblores de Naimán volvieron a incrementarse hasta convertirlo en un guiñapo.

—Os pido que me perdonéis la vida…

Yves soltó una risa amarga.

—¿Qué puede pedirle a la vida alguien que está cojo y es bizco encima?

—Dejadme vivir con mis defectos, pues son castigo suficiente —suspiró Naimán, pidiendo compasión—. Confío en vuestra alma de caballero, que debe defender a los inválidos y los pobres, y por eso mismo os revelaré el lugar secreto en cuya cercanía podréis encontrar a Roç y Yeza…

—¡Os advierto, Naimán, que no soy caballero ni asesino!

El agente del sultán se sentía cerca de su meta.

—¡Están en el castillo de Mard'Hazab! —acabó por completar la misión que él mismo se había impuesto.

—¡Al diablo con vos! —exclamó el Bretón, que había recuperado su calma. Con una patada enérgica devolvió al taimado Naimán a la oscuridad de la que había surgido. Por el ruido de las piedras dedujo con satisfacción que había caído en redondo, y después prestó atención a los pasos arrastrados que se alejaban. Los guardias mongoles no se habían enterado de lo sucedido.

Yves no se volvió a acostar. Se quedó, pensativo, sentado en medio de la oscuridad. ¡Mard'Hazab! Eso significaba por cierto que al fin había localizado a Roç y Yeza, pero al mismo tiempo que se encontraban en un gran peligro. Nadie podría quitarle a Sundchak de la cabeza la decisión de liquidar a todos los moradores, tanto mujeres como hombres, del castillo. Y si la pareja real verdaderamente se había refugiado en Mard'Hazab o los mantenían allí presos, ese decidido general cerraría los ojos y se abstendría de salvar a Roç y Yeza; al revés, le complacería mucho que perdieran la vida junto a los demás, después aseguraría que había sido por equivocación. ¡Había que salvarlos como fuera de ese peligro mortal! Eso solamente podría conseguirse con una contraorden de Kitbogha.

Yves se deslizó hacia el lugar donde dormía Jazar y lo despertó, al mismo tiempo que le ponía una mano sobre la boca.

—Tienes que regresar enseguida al campamento del ejército principal y comunicarle a tu tío que la pareja real está prisionera en un castillo llamado Mard'Hazab, y que anule de inmediato la orden de liquidar a todos los moradores de esa plaza fuerte. ¡Que te lo dé por escrito, y que dirija esa contraorden al general Sundchak!

Jazar lo escuchaba con la mirada iluminada de orgullo, pero cuando oyó el nombre del general le entraron las dudas.

—¿Cómo alejarme de la tropa sin permiso?

—Yo te cubriré —declaró Yves con voz firme, aunque tenía claro que podría causarle las mayores dificultades al joven mongol. Pero no le quedaba otra elección. Jazar conocía la posición especial que ocupaba el Bretón, y se sentía orgulloso de que lo eligiera para esa misión tan delicada. El propio Yves lo acompañó hasta el puesto de guardia y ordenó que proporcionaran a Jazar el mejor caballo. Y allí mismo despidió al esforzado joven.

Por la mañana temprano, aun antes de que los guardias presentaran su informe, Yves entró en la tienda del general, que enseguida se desveló.

—Esta noche he hecho uso de mis atribuciones como vicegeneral —no hizo caso del gruñido cargado de desagrado que soltó Sundchak, y se lanzó a una diatriba enloquecida—, y como me he enterado de que el emir de Mayyafaraqin nos quiere tender una trampa, esperándonos con una numerosa tropa junto al río Tigris, he enviado a un mensajero al campamento principal para que el atabeg de Mosul, que se encuentra allí retenido, dé instrucciones a sus gentes de que nos suministren todo el material necesario para tender otro puente sobre el río ¡y engañar así al enemigo, cruzándolo por otro lugar!

—¡Vaya idea luminosa! —se mofó ruidosamente el general—. ¡Lo que tenemos delante es, de momento, el río Éufrates y en ningún caso el Tigris!

—¡Todo a su debido tiempo! —lo refutó el Bretón—. Si pienso en esa caravana que arrastra la famosa alfombra del gordo Lulu, y que hasta la fecha aún no ha llegado…

—¿Y a quién habéis enviado como mensajero? —quiso saber Sundchak un tanto desconfiado, mientras se incorporaba de su camastro de campaña.

—¡He elegido a una persona, mi general, que no echaréis de menos para nada!

—¡Magnífica elección! —La voz seca de Sundchak se transformó en tos irritada—. ¡Lo mejor habría sido que marcharais vos mismo!

—No quería privaros de mi compañía.

Yves disfrutaba con el malhumor del otro, cuya mirada iba adquiriendo más y más tintes de disgusto.

—Ahora me confesaréis un último secreto. ¿Quién fue el que os puso sobre aviso haciéndoos saber, aquí y ahora, las dificultades que nos esperan cuando alcancemos el río Tigris?

Yves sonrió.

—No conocéis a Naimán, el agente más capacitado del sultán de El Cairo. Lo atrapé esta noche, cuando quiso introducirse en secreto en el campamento…

—¿Tal vez quería saber si somos capaces de construir un puente, o si utilizaríamos la alfombra del atabeg de Mosul para cruzar el río?

—Su misión era mucho más sencilla: pretendía asesinar por encargo al general más capacitado de los mongoles. Sundchak tragó saliva.

—Señor Yves, a partir de ahora mismo os dispenso de todas las obligaciones que iban unidas a mi representación como vicegeneral. Aunque yo muera inopinadamente, ¡no deseo que vos me sustituyáis!

El Bretón se inclinó sonriente y abandonó la tienda del general.

DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK

El traslado de mi importante persona a cargo de los "templarios negros" duró varios días. De todos modos, me transportaban en palanquín y no tuve que caminar. Cuando nos deteníamos brevemente para atender a nuestras necesidades o para alimentarnos, me vendaban primero los ojos antes de dejarme abandonar la caja. Por lo demás, no se me acercaba ninguno de mis guardianes, ni tampoco hablaba nadie conmigo, por lo que me sentí tan marginado como un leproso. Pasábamos las noches en algún castillo de los que pertenecen a la orden o en el que, al menos, el propietario les debe algún favor. La verdad es que no llegué a ver a ningún templario de los habituales, pero me imagino que los de la orden de los sanjuanistas difícilmente nos habrían acogido tan servicialmente, casi sin hacer preguntas —tampoco existen apenas fortalezas de la orden de los caballeros teutónicos. De modo que me quedó patente el poder que tiene esa hermandad secreta, esa otra orden que hay detrás de la orden de los templarios, cuya jefatura ostenta esa persona más misteriosa aún que se conoce por el nombre de la grande maîtresse. Yo no me hacía ilusiones de que ella hubiera enviado su propio palanquín para mi traslado, pero sí recordaba muy bien que la vieja dama solía viajar en un artefacto tan siniestro como aquél. Yo nunca había llegado a verle la cara, ni tenía ganas de hacerlo, pues sospechaba que posiblemente el premio fuese ¡la muerte!

Inmediatamente después de haber llegado a cada destino, solían encerrarme en una celda, y también en estas ocasiones todo se realizaba en silencio: estaban a cargo de mi persona unos carceleros que parecían mudos. De modo que siempre estuve solo, lo cual me llevó forzosamente a pensar mucho en qué misión me tenían destinada, misión a la que no podía sustraerme. Al parecer mi crónica, esas páginas que yo llenaba no solamente para entretenerme sino probablemente también para satisfacer mi vanidad, no había dejado contentos a mis superiores. ¿Pensarían en aplicarme normas más severas? Porque yo tenía muy claro que el destino final de ese viaje involuntario no podía ser sino nuevamente un escritorio en el que tendría que proseguir mi trabajo, aun en condiciones más duras. Me habían dejado mis utensilios de escribir y pergamino suficiente; además introdujeron en la celda un pupitre y una lámpara de aceite que daba una luz clara…

Me asusté cuando oí voces delante de la celda. La llave giró ruidosa en la cerradura. Maldije el repentino temor a la muerte que me asaltó, y después maldije esa manera de molestarme en plena noche. El que entró fue Lorenzo de Orta, a la vez guardián y mentor mío, hombre flaco y de blancos cabellos. Parecía bastante incomodado, de modo que prescindí de toda queja.

—Hermano William, apenas abandonaste sin permiso el Montjoie —me explicó en tono de reproche—, esa pequeña ermita y su campanario fueron objeto de asalto por parte de unos desconocidos. Los asaltantes, al parecer, pretendían hacerse con tu crónica, nuestra crónica, mejor dicho…

Lorenzo hablaba sin emocionarse, casi con frialdad, lo cual me entristeció, ya que yo era el más afectado, y además añadió, sin que hubiese necesidad:

—… pues no creo que hayan querido hacerse con tu preciosa persona.

—¿Han conseguido…? —lo interrumpí impaciente, pero él me dejó en la ignorancia.

—Han torturado al sacristán para que les revelara el escondrijo, pero como no quiso decírselo, ¡lo han asesinado!

Me sentí como si me hubieran dado un golpe, de alguna manera me pareció que yo era culpable por haber traicionado a aquel fiel y pobre diablo.

—¿Quién ha sido? —conseguí farfullar—. ¿Esos cerdos…?

Lorenzo me miró con ojos fríos.

—Si se hubieran metido en la torre habrían descubierto enseguida la piedra que tan torpemente cubría el escondrijo. ¡Gracias a Dios pudimos llegar a tiempo y ponerlos en fuga!

De modo que la vida del pobre Odoaker no valía ni un comentario, ¡sólo la crónica, el documento de los intereses del poder! Probablemente tampoco les importarían los cadáveres de Roç y Yeza, si les pareciese "necesario", ¡ni mucho menos el mío!

—¿Habéis podido ver de quién se trataba? —pregunté aún, reprimiendo cobardemente mi rabia.

Lorenzo sacudió con disgusto la cabeza.

—Pueden haber sido musulmanes, aunque me extrañaría, a menos que se tratara de agentes del sultán de El Cairo.

Me volvió a mirar como si yo fuese la clave de todo ese disgusto.

—Aunque me temo que ese ataque odioso, o tal vez sólo curioso, proceda de las filas de nuestros hermanos cristianos…

—¿Cómo es posible? —se me escapó de una manera bastante inocentona, por no decir estúpida.

—La Santa Sede no puede tener un interés expresome explicó Lorenzo en tono condescendiente —en que esos hijos de herejes ocupen un trono precisamente aquí, en Tierra Santa, en el mismísimo corazón sangrante de la cristiandad católica romana. Sería un trono encandilado por el fuego del infierno, peor aún: ¡por el misterio del Grial!

Por mucho que el anciano de cabello blanco se entusiasmara con sus vaticinios, no podía ocultar que ignoraba, al igual que los demás, el móvil de los atacantes. Pero el señor de Orta no consideraba que ello constituyera una vergüenza, más bien me consideraba a mí como un testigo poco conveniente, como demostró sin tardanza.

—Mañana por la mañana, William, te trasladarán a un lugar seguro, donde están ansiosos por verte, ¡aunque te lo mereces muy poco!

No pudo reprimir su intención de asestarme un pequeño puyazo.

—¿Adónde me llevarán? —me atreví a preguntar, aunque ya imaginaba que alguien revestido de la máxima autoridad querría recriminarme mi comportamiento.

—¡Eso no te importa! —me llegó de inmediato la merecida corrección—. Concéntrate mejor en lo que nosotros, y a través de nosotros la posterioridad, deseamos saber de ti. Buenas noches.

Ya en la puerta dio media vuelta, para añadir en tono que denotaba alguna conmiseración:

—En el futuro, te conviene sustituir ese humilde pax et bonum de los franciscanos por este otro dicho: ¡si vis pacem, para bellum!, es decir, por el reconocimiento de que solamente se consigue la paz preparándose permanentemente para la guerra… ¡si es que la paz se puede conseguir jamás!

Dormí mal aquella noche. Después de que el secretarius venerabilis me dejara solo, empezó a llegarme con toda claridad el ruido de las olas del mar. Al principio me resultaba intranquilizador, porque me pareció estar condenado a residir en una isla solitaria, para que allí cumpliera con mis obligaciones de cronista en medio de un aislamiento total. ¿Qué se esperaba en realidad de mí? La hermandad secreta que se ocultaba tras mi torturador Lorenzo había proclamado a viva voz y por todo el mundo que Roç y Yeza estaban destinados a ser investidos de dignidad real. Cualquier oído interesado podía haberse enterado. ¿Existía algún poder que pudiera impedir ese ensalzamiento de mis queridos niños, arrebatarles la corona destinada a sus cabezas? Alguien o algo de lo que sólo yo estuviese enterado, o de lo cual se suponía que únicamente este pobre franciscano sabía, o acerca de lo que se intuía que yo lo ocultaba como un secreto, ¿tal vez hasta sin sospecharlo? Como ya me sucediera en otras ocasiones a lo largo de mi intranquila vida, sentí que estaba predestinado a proteger a mis pequeños reyes. Pero en lugar de concebirlo como una amenaza procedente de seres desconocidos, la idea misma me sirvió para sentirme cómodo y satisfecho. ¡Sabe Dios que me merecía la atención que se me dispensaba! En mi fuero interno, veía la encanecida cabeza de William coronada por una mezcla de laurel dorado y un halo de gloria. Esta preciosa visión me llevó finalmente a dormirme…

A la mañana siguiente, casi de madrugada aún, me arrancaron bruscamente de un profundo sueño. Yo no había contado con que fuera el propio Lorenzo de Orta quien me despidiera, pero tampoco estaba preparado para oír una voz autoritaria y chillona que expresaba no solamente su desprecio por mi persona, sino también por mi mentor. El destinatario de tan inclemente reproche al parecer era duro de oído, se trataba probablemente del señor del castillo.

—¿Se habrá creído el señor secretarius —ladró aquella voz acostumbrada a dar órdenes, aunque no pude ver a su portador, porque llevaba los ojos vendados—, que puede disponer de los miembros más valiosos de nuestra orden para transportar a un minorita indisciplinado?

Me metieron sin mucho miramiento en el palanquín, cuya caja carecía de ventanillas, por lo que no me enteré del resto de la diatriba más que de forma amortiguada y, por tanto, un tanto desvirtuada:

—…¡entregar y encerrar!… No puede ser tan importante el caso para que unos templarios…

Después la voz sonó tan cerca de mi oído que tuve la sensación de que el hombre invisible, que al parecer llevaba allí la voz cantante, quería que me enterara a fondo de su opinión:

—… la orden no dedicará más esfuerzos a salvar a esa… parejita real… y mucho menos destinará a un caballero noble y de alto rango… para que escolte a un cronista charlatán…

La forma en que se expresaba acerca de mi persona y de mi encargo no revelaba precisamente que me tuviera en muy alta estima.

—Lo que conviene hacer es depositar a ese minorita negligente, sin más esfuerzos por parte de la orden, en su destino previsto, y dejarlo allí ¡hasta que el secretarius venerabilis tenga a bien presentarse en el lugar y disponer qué debe hacerse con ese… desgraciado y cuál va a ser su futuro!

La voz se alejó mientras mascullaba aún:

—Bajo su propia responsabilidad…

Después tardamos aún un tiempo hasta que oí sonar los cascos de los caballos, la caja en la que yo iba sentado fue depositada, levantada y vuelta a depositar repetidas veces, se oyeron voces malhumoradas, inclusive respondonas, hasta que se formó un grupo de hombres, al parecer diferente del anterior, que se puso en marcha llevándome consigo. ¿Con qué meta? Me resigné a mi destino. Ni siquiera eché en falta el Montjoie, ni deseaba volver allá. ¿Quién sabe lo que me habría sucedido allí si hubiera caído en manos de quienes habían asesinado tan fríamente al pobre Odoaker por mi culpa? De modo que no había por qué entregarse a los recuerdos. Me sentí bajo la protección invisible de mis queridos niños. ¡Ellos velarían por mí, por su fiel William!