Roç y Yeza no prestaron mayor atención al extraño personaje que había salido al paso de la caravana, y se disponían a pasar la noche sin preocuparse de él, lo que resultó ser un descuido grave. Naimán, el agente del sultán de El Cairo, no tenía otra intención que la de llevar a la pareja real a la perdición, aunque para ello tuviera que engañar a los beduinos. Por otra parte, al parecer existía una buena relación entre esos condenados príncipes de la paz de los mongoles y los sencillos beduinos, de modo que era difícil imaginar que el respeto demostrado se transformara en odio destructor. ¿Y si convenciera a esos estúpidos camelleros de que Roç y Yeza lo que deseaban era robarles la alfombra? ¿De que lo único que pretendían era hacerse con la preciosa pieza?…
Naimán empezó a insistirle al anciano jefe de la caravana en que podría desenrollar el kilim allí mismo, para que la pareja real pudiera reposar encima, ya que probablemente sintieran el deseo íntimo de verificar la voluptuosa suavidad de su textura, y después le insinuó que, por otra parte, los dos jóvenes sabrían perfectamente que la alfombra albergaba poderes mágicos. Comentó la posibilidad de que entre los hilos de lana magistralmente entretejidos se ocultaran miles de dyinn, de espíritus, a la espera de recibir órdenes y rebelarse contra sus más fieles guardianes.
Pero en lugar de colmar las esperanzas de Naimán y sospechar de los reyes de la paz, o al menos sentir cierta indignación o desconfianza, el anciano pareció aceptar con satisfacción la propuesta de Naimán y ordenó a todos sus hombres que cargaran con la pesada alfombra enrollada y la trasladaran a donde estaban sentados Roç y Yeza. Extendieron con mucho orgullo el gigantesco kilim delante de los jóvenes. Cuando Yeza vio los rostros expectantes de los hombres, rebajó un poco el tono de recriminación con que pensaba hablarles, como si se dirigiera a unos niños pequeños.
—¿No os había prohibido el chamán —reprendió a los beduinos, que aún respiraban pesadamente por el esfuerzo realizado —que abrierais el rollo antes de llegar a vuestra meta?
—Pero ese forastero —el anciano sentía que el reproche era injustificado y sus ojos buscaban a Naimán con el fin de conseguir su apoyo—, ese forastero afirmó que, en realidad, esta obra maestra, la más delicada que ha sido jamás creada por el hombre, debía servir de digno reposo a unos reyes…
—¿Eso ha dicho? —le cortó Roç la palabra—. ¿Dónde está el hombre que se atreve…
—Es el gran tentador… —murmuró Yeza, pero Roç no le hizo caso. El anciano estaba buscando con la vista a Naimán cuando se oyeron voces desde el otro extremo de la caravana: el agente cojo se había escabullido en la oscuridad del anochecer, había robado uno de los camellos de montar y se había alejado sobre su lomo.
Yeza empleó toda su energía en procurar que volvieran a enrollar la alfombra, pues se había dado cuenta de que en la mirada de su compañero asomaba el deseo de acostarse encima. Naturalmente, también a ella le habría gustado que los acercamientos amorosos de Roç, que ella esperaba esa noche como todas las demás por la satisfacción que les proporcionaba el placer de sus cuerpos, tuvieran lugar entre la suave frescura protectora de la fina alfombra en lugar de sobre un suelo pedregoso. Pero desde que se había presentado aquel cojo bizco y astuto y se había pegado a la caravana como una garrapata asquerosa, la gigantesca y bellísima alfombra había adquirido a los ojos de Yeza un rostro humano, precisamente el rostro de Naimán. Inclusive ahora que los beduinos volvían a enrollar, desilusionados, el hermoso kilim, a Yeza le parecía que el rostro del agente asomaba entre la artística ornamentación, entre los pájaros del paraíso y demás seres fabulosos, y que no era el rostro de la serpiente seductora sino el del propio diablo.
La pantera negra se acercaba con su caminar lento y flexible, consciente de su fuerza, a través de la maleza. El calor húmedo alisaba su pelambre hasta el punto de parecer una piel desnuda de lagarto, mientras avanzaba con la cabeza bellamente formada en alto. Yeza descansaba de lado, con las rodillas ligeramente dobladas, y acercaba bajo la áspera manta de pelo de camello la parte baja de su espalda a Roç, cuya respiración sentía acercarse mientras ella contenía el aliento. El animal conocía el camino, no se distraía por ahí, como Yeza habría preferido, sino que buscaba su reino subterráneo con tanta seguridad como una serpiente pitón. A Yeza no le gustaba que la tomaran con tanta naturalidad, pero esperaba con ansiedad el momento en que la pérfida serpiente se deshiciera de su piel y se convirtiera en un dragón que escupe fuego. Su ímpetu imprevisible, que siempre conseguía sorprenderla, que se retenía, se deslizaba, empujaba dando breves golpes, la compensaría de todo, como siempre. Yeza retuvo el aliento, porque el presentimiento de un desmayo solía incrementar su sensación de felicidad. Esperó… no mucho tiempo, ¡pero en vano! Roç parecía haberlo pensado mejor: la pitón se convirtió en una culebra, la pantera negra se transformó en ratón que se alejaba, para ocultarse sin explicaciones bajo la áspera manta, por estúpida que fuese. Yeza apretó los dientes y se obligó a callar. Se encogió, apretó los puños, muda de rabia, hasta que amainó su excitación, e intentó dormirse. No era la primera vez que Roç le deparaba un desengaño y se negaba a hablar con ella acerca de lo que estaba sucediendo entre ellos. Yeza estuvo todavía mucho tiempo despierta. Los rescoldos de los fuegos encendidos por los beduinos relucían en la oscuridad como ojos ardientes.
A la mañana siguiente se pusieron en marcha a primera hora, con la idea de aprovechar el breve tiempo de frescor antes de que volviera a imperar el calor. Cuando Yeza arrojó una última mirada atrás, sobre el campamento abandonado, vio los primeros buitres circulando en el aire y abatiéndose sobre el lugar donde se había desangrado el camello de Naimán entre las rocas.
Jazar y el adolescente Baitschu, los acompañantes permanentes del embajador, habían llevado a éste hasta el lugar de descanso del il-jan, donde un cinturón de carros en forma de herradura rodeaba las tiendas de Hulagu, de sus mujeres y su corte. Condujeron a Yves hasta la tienda de las audiencias, cruzando por delante de los guardias y los que esperaban ser atendidos, y allí le señalaron el lugar donde debía esperar el turno. Mientras Jazar mantenía la disciplina y se abstenía de hablar, el joven Baitschu no pudo contenerse, y en susurros explicaba al extranjero lo que estaba sucediendo ante el asiento elevado del soberano, aun en los casos en que la situación estaba clara, como en lo referente a la gordezuela matrona que ocupaba un trono más pequeño y desplazado un poco hacia atrás, y que era, como parecía lógico, la dokuz-Jatun, la "primera esposa", la cristiana. Un paje tenía la obligación de acercar diligentemente, a indicación de Hulagu, a quienes solicitaban audiencia para acusar, defenderse, presentar sus quejas o sus peticiones, y murmuraba al oído del mayordomo primero el nombre de quien acudía, para que dicho mayordomo primero le pasara el nombre al secretario primero. El esbelto paje corría de un lado a otro y devolvía a su sitio a los que habían terminado de exponer sus asuntos ante el soberano, acompañando el procedimiento con repetidas reverencias, a menos de que el interesado fuera entregado directamente a la custodia de los guardias. El propio paje mereció un comentario divertido de Baitschu.
—¡El-Aziz es nuestro rehén! Su padre, el sultán de Damasco, nos lo ha enviado sin que se lo pidiéramos. Representa una especie de regalo y vino acompañado de sus criados, ayudas de cámara y cocineros —Baitschu apenas podía reprimir la risa—. Todo ello para que el joven príncipe no eche nada a faltar mientras vive entre nosotros, los bárbaros —y le guiñó un ojo a Yves, para asegurarse su comprensión.
El Bretón le respondió levantando una de sus pobladas cejas, lo cual podía significar cualquier cosa, pero animó al otro a proseguir su comentario.
—Lo único que ha demostrado el padre con ese gesto es que la vida de su hijo le importa poco, pero es que, además, ¡no por eso dejaremos de conquistar Damasco!
Hacía rato que la atención del embajador se centraba en un dignatario corpulento que ahora rodó ante el trono como una bola enorme. Apenas se le veían las breves piernecillas.
Un heraldo proclamó:
—¡Se presenta para ofrecer sus respetos el poderoso Badr ed-Din Lulu, atabeg de Mosul!
El gordo se acostó jadeante sobre el vientre, ayudado por dos hombres jóvenes, que a su vez, apenas el gordo se hubo incorporado, se arrojaron también a tierra, mientras el atabeg respiraba a fondo y hablaba en favor de ellos.
—Son los príncipes Kaikaus y Alp-Kilidsch, hijos del sultán de los selyúcidas, y acuden en lugar de su padre enfermo, por deseo expreso de éste, ya que él mismo no habría sobrevivido a tan largo viaje. ¡Os ruegan vuestra clemencia para con su padre, Hulagu!
El discurso había cansado aún más a Lulu, a quien ya estar tanto rato de pie agotaba, aunque a nadie se le ocurrió la idea piadosa de ofrecer una silla al tembloroso peticionario. El il-jan susurró algo a su secretario y el mayordomo proclamó finalmente el veredicto del soberano.
—Ese sultán tan receloso tal vez podía haberse acercado a nuestro trono sobre una camilla, con lo cual podría haber alargado su vida, que la tiene perdida. De modo que nuestro perdón solamente alcanza a sus hijos, que se encuentran ahora con todo derecho sometidos a nuestro poder. ¡Deben quedar siempre a nuestra disposición!
Y un movimiento despectivo de la mano consiguió que los dos jóvenes abandonaran el círculo en torno al il-jan.
—En lo que se refiere a Mosul, cuyo atabeg habéis sido vos hasta ahora, Badr ed-Din Lulu, en realidad habíamos esperado de tan rica ciudad algo más que vuestra inútil presencia…
El gordo ya había caído de rodillas, porque sus piernas no lo aguantaban, y sus manos adelantadas servían para apoyar el peso de su cuerpo.
—El kilim —farfulló desesperado—, yo he viajado más deprisa que la caravana de camellos que lo transporta, por lo que os pido perdón, pero es que deseaba ver vuestro rostro benevolente y acudí cual pájaro ansioso de volar con el viento y…
—¡Os presentáis con las manos vacías! —se mofó el mayordomo primero, sin haberlo comentado previamente con su señor, algo que no se le había escapado al atabeg, cuyos ojillos no dejaban de recorrer ansiosos el grupo. Lulu no se atrevía a mirar directamente al trono, pero sí se fijaba en los demás, del secretario para abajo.
—¡No habréis visto obra maestra igual! —se dirigió al hombre que estaba más próximo al oído del soberano—. ¡Mil tejedores de Tabriz han creado esa madre de todas las alfombras! Un kilim único en su género, tanto por su magnificencia como por su tamaño. Siete camellos, uno detrás de otro, multiplicados por cuatro, ya que forman filas de dos en dos a cada lado, arrastran el gigantesco bulto por valles y montañas! ¿Por qué —Lulu deseaba preguntar con humildad, pero sonaba a enfado—, por qué no aceptáis este esfuerzo ya como un regalo, egregio il-jan? ¿Por qué queréis que padezca yo más que esas veintiocho hembras de camello elegidas?
La frase, atrevida hasta el suicidio, despertó una sonrisa en el rígido rostro de Hulagu. Se dignó contestar él mismo.
—Acepto vuestro regalo.
Después murmuró algo con su secretario y éste susurró algo al oído del mayordomo.
—¿Cuándo? —preguntó éste con entonación dulce.
Badr ed-Din Lulu cayó en la trampa.
—Hoy, mañana, ¡digamos que dentro de pocos días! —respondió, ya casi con rebeldía.
El mayordomo sonrió.
—Digamos… ¿dentro de tres días?
Lulu asintió, derrotado.
—¡Por cada día que la alfombra llegue antes, podréis gobernar Mosul un año más en calidad de atabeg nuestro, y por cada día que tarde más, estaréis padeciendo el mismo tiempo en la cárcel!
Los guardias se llevaron al gordo.
Rocas escarpadas y riscos agudos era todo lo que abarcaba la mirada del viajero. Bajo el rojo encendido del atardecer semejaban siluetas negras en el oeste, mientras los rayos del sol en su rápido declinar les conferían aún un resplandor dorado en la parte oriental. A rachas soplaba un viento frío.
—Abrázame —murmuró Yeza, que estaba temblando.
Al final sí se habían acostado sobre el kilim extendido, por poco adecuado que fuera el lugar para apreciar plenamente la belleza opulenta de sus dibujos. El suelo pedregoso creaba montículos y huecos y convertía las imágenes alegóricas en máscaras demoníacas, transformaba las criaturas místicas del Jardín de Edén en espíritus infernales. Pero Roç y Yeza no lo apreciaban así, permanecían acurrucados en su centro, una pareja humana expulsada del Paraíso, prisionera de su decisión irreflexiva. A su alrededor se agachaban los beduinos, que los miraban llenos de satisfacción por un lado, al ver que los "reyes" se asentaban finalmente donde procedía que lo hicieran, y por otro intranquilos, a la espera de que sucediera algo extraño. Los supersticiosos hijos del desierto presentían los males que la escena compuesta por ellos mismos convocaba, como si de llamar a un ejército de dyinn malignos se tratara, y tenían todas sus esperanzas puestas en la pareja real.
Roç y Yeza, en cambio, estaban disgustados consigo mismos y con su entorno, y echaban en falta la tienda protectora —Yeza porque sentía mucho frío, y Roç porque consideraba molestas las miradas de los demás—. De modo que el abrazo que le pidió Yeza no sirvió para calentarla, ni resultó especialmente efusivo.
—Acaso mi querido Roç siente vergüenza de demostrarme su amor —ironizó la joven con enfado—. ¿Las miradas de los demás tienen más peso que mi humilde solicitud?
Para Roç, los reproches de Yeza resultaban más desagradables aún que los sentimientos de los beduinos que los acechaban en silencio. De modo que la abrazó y dirigió su mirada hacia el cielo, por el que se extendía la oscuridad. Un enorme murciélago los sobrevolaba a poca altura.
—¿Has visto antes el castillo en la cima de la montaña? —le preguntó Yeza de improviso—. ¡Me impresionó, como una imagen amenazadora! Aunque parecía deshabitado, era como si sus ventanas negras vigilaran cada uno de nuestros pasos…
Roç abrazó con mayor firmeza aún a su compañera.
—¡No es más que una ruina! —quiso tranquilizarla—. En todo caso, vivirá allí uno de esos dragones alados.
—Vampiros —susurró Yeza. Si él quería hacerle sentir miedo, ella estaba dispuesta a jugar—. Buscan la sangre de un hombre joven, los jóvenes son los primeros en sentir los dientes puntiagudos en el cuello, para después chupar el semen entre los muslos de aquellos que se sienten hombres hechos y derechos, pero son demasiado avaros para derramar su semilla en el vientre de una mujer.
Y Yeza depositó la mano sobre el sexo de Roç.
—¡Deja eso, Yeza! —se le escapó al joven, ahora enfurecido—. No es el lugar ni el momento…
—¡Siempre dices lo mismo! —se rebeló la joven, que se vio empujada a provocarlo con sus reproches, a la vez que frotaba su hombro contra el pecho de él—. Aquí estamos cómodos, las piedras no se me clavan en el culo como otras veces, ¡aunque a ti no suele preocuparte! ¡Este kilim es suave, tampoco tú te harás daño en las rodillas! —y de nuevo su mano intentó deslizarse, como una serpiente, hacia la entrepierna de él.
—¡Ni hablar! —rechazó Roç los esfuerzos de la joven por debilitar su resistencia.
—¡Lo que tú no quieres es que yo conciba el hijo que mi cuerpo reclama!
Yeza se quejaba de una manera que sumía a Roç en un mar de dudas. Sospechaba a veces que se mofaba de él. Durante un instante estuvo tentado de ceder ante la insistencia de la joven, cuando ella misma volvió a destruir la pequeña simiente de esperanza que había sembrado.
—Lo más probable es que no te veas capaz de dejar preñada a una mujer —reforzó Yeza el reproche inicial.
Roç acusó el golpe sin contestar, y la joven pagó las consecuencias, pues el tiempo transcurrió sin respuesta por parte de él. Finalmente, Roç dijo con voz apenada:
—No hablemos ahora de hijos. Para mí es más importante que se aclare nuestra relación, nuestro amor…
—Para bien o para mal, señor y amo de mi corazón —le respondió Yeza con sorprendente frialdad—, me niego a reconocer que exista amor por tu parte.
Yeza apartó sus brazos con un gesto de rechazo.
—Últimamente parece que te esfuerces por desbaratarlo todo —se lamentó la joven—. ¡Desde que crees saber con certeza que no soy tu hermana, tu deseo se ha alejado como un tímido pájaro nocturno! ¡No eran el amor y el afecto, sino únicamente la morbosidad de lo prohibido lo que te estimulaba a aparentar el deseo invencible de abrazarme!
Roç se sintió profundamente conmovido.
—Antes de que lo destroces todo —decidió reunir todo su valor, aunque sólo lo consiguió en parte, pues su voz más bien revelaba desesperación—, te demostraré hasta qué punto…
—Has tenido ocasión de hacerlo —le respondió Yeza con acritud—. Y la has echado a perder, como tantas veces en estos últimos tiempos.
Y para subrayar sus palabras separó del todo su cuerpo del de su compañero.
A Roç se le encogió el corazón, pero se prohibió a sí mismo intentar atraerla de nuevo, mantener sujeta a la rebelde Yeza. El joven sintió una vez más el aleteo del murciélago que sobrevuela a los que descansan en medio del kilim, y también él tembló de frío.
La noche estaba ya muy avanzada cuando el heraldo proclamó:
—El il-jan recibirá ahora al embajador del rey de Francia. ¡Todos los demás deben abandonar la estancia!
Los asistentes a la recepción se agolpaban delante de la salida, empujados por los guardias. La tienda se vació en un santiamén. Jazar y Baitschu acompañaron al Bretón hasta delante del trono, se inclinaron profundamente y abandonaron el lugar caminando de espaldas. Hulagu no esperó a que hubiesen salido.
—¿Me venís a avisar de la llegada de vuestro señor, el rey? —se dirigió sin tardanza al Bretón, quien, tras haber realizado una apresurada reverencia arrojándose a tierra, se acababa de incorporar.
Yves sacudió la cabeza.
—¿Y vuestro rey no podría convencer a los príncipes que reinan entre la Puerta de Siria y el río Nilo de que acepten la pax mongolica?
La primera frase había sonado como un latigazo, aunque la segunda expresaba una mayor condescendencia y reducía algo la tensión.
Yves sacudió de nuevo repetidamente el cráneo huesudo, en ademán de negativa, y después se aprestó a dar una explicación.
—El hecho de que mi rey Luis tenga un poco de influencia en esta región se debe tan sólo a la falta de unidad entre los príncipes reinantes en esas tierras. Están todos tan peleados entre sí que son incapaces de emprender una actuación militar conjunta.
El mongol escuchó estas palabras con visible satisfacción, por lo que Yves se vio obligado a frenar un tanto el entusiasmo que, al parecer, despertaban sus palabras.
—Pero eso no quiere decir que las gentes de por aquí saluden y den la bienvenida al gobierno de paz de los mongoles. Los barones cristianos del reino de Jerusalén en cambio, aunque se trate de un título huero, detrás del cual no se esconde nada sino un pasado glorioso —añadió con su sarcasmo acostumbrado—, ven en vos a un aliado…
—A su soberano, espero —lo interrumpió Hulagu con suavidad—. Al menos los barones que dependen de vuestro rey deberían ser lo suficientemente inteligentes…
—Lo dudo mucho —se apresuró Yves a desengañarlo—. Casi lo único en que todos están de acuerdo es que no quieren a ningún señor feudal que los mande.
—Pero si nosotros les traemos la pareja real —le opuso Hulagu, que no perdía la esperanza—, ¡que instaurará un reino de paz en nombre del gran jan!
La voz del il-jan no dejaba de traslucir un tono interrogativo.
—Está por verse, aunque vos no os hayáis planteado jamás la pregunta, si los príncipes de esta región que llamáis tan generosamente "el resto del mundo" desean ser gobernados por Roç y Yeza como reyes de la paz. ¡Lo que es seguro es que no quieren ser gobernados por unos títeres cuyos hilos tira o afloja el egregio gran jan en la lejana Karakorum!
—Vuestra sinceridad es admirable —suspiró el il-jan, y se reclinó hacia atrás—. ¿Qué han hecho esos príncipes para merecer nuestra benevolencia? —preguntó luego, interrogándose más bien a sí mismo que al embajador. Éste calló por toda respuesta.
Ahí intervino la dokuz-Jatun con las siguientes palabras:
—¿Vos no podríais traer de nuevo a mi lado al menos a la princesa Yeza? No creo que sea bueno para una joven que no está casada… —a la apesadumbrada dama le faltaron las palabras para proseguir.
Yves intentó mostrarse comprensivo y galante a la vez.
—Lo intentaré, desde luego, egregia dama. Intentaré cumplir con vuestro deseo.
La "primera esposa" le regaló una sonrisa agradecida.
El il-jan intervino de nuevo:
—Seréis nuestro huésped. Tenemos mucho que hablar todavía.
Yves se inclinó, aunque por esta vez no se tiró a tierra como era costumbre en esa corte.
Cuanto más se alargaba la noche, más y más fría resultaba. Roç estuvo mirando, furioso, la espalda que le daba Yeza. Ya llevaban bastante rato tumbados encima del kilim, uno al lado del otro, como dos peces tiesos.
—No es amor lo que sientes, Yeza —dijo con dureza—. Por eso quieres un hijo, para engañar a quienes te rodean y, sobre todo, a ti misma. Nuestra tarea como pareja real es muy otra.
Se interrumpió al ver que Yeza lloraba.
—Si queremos cumplir con nuestro destino, debemos dejar atrás nuestras pequeñas ansiedades personales, hasta que…
—¡… hasta que estemos muertos! —Yeza se avergonzaba de sus lágrimas, pero no de su disgusto, que no le daba miedo alguno, más bien enfado. Roç seguía haciéndose ilusiones. Se imaginaba que podía conquistar el trono prometido mediante la lucha personal—. Nos moriremos —declaró con tristeza y casi queriendo consolarlo a él —sin que quede rastro de nosotros. Por eso deseo tener un hijo.
Pronunció las últimas palabras en voz muy baja.
Roç volvió a abrazarla.
—Ese hijo debe tener un futuro —la consoló con tanta dulzura como le fue posible y, a la vez, intentando engañarla—. En cuanto hayamos iniciado nuestro reinado tendremos un hijo que sea testigo de nuestra felicidad. ¡Te lo prometo!
Yeza sabía que eso no sería verdad. No era que Roç deseara engañarla directamente, pero las circunstancias no iban a mejorar, más bien tenderían a empeorar. Ella lo intuía, no por experiencia sino por su condición de mujer, y en eso le llevaba a él una ventaja. Si no se atrevían ahora, corriendo el riesgo que fuese, siempre habría nuevos motivos para aplazar la decisión. Pero ¿y si no era su destino crear descendencia, si no quedara nadie para dar testimonio de ellos en caso de fracasar en su empeño? Yeza habría deseado que su amado Roç la ayudara a borrar su mal presentimiento, sus dudas, tal como el viento ahuyenta las nubes. El comportamiento de Roç la desilusionó. No obstante, ella seguiría a su lado. ¡Eran la pareja real!
Si uno de los dos se quedaba solo, sin el otro, seguro que cada uno de sus pasos lo conduciría al fracaso. Los dos juntos, en cambio, tenían alguna posibilidad. Probablemente ya no había oportunidad de desviarse o de abandonar el camino emprendido. Yeza se dio por satisfecha con darle a Roç un leve beso en la frente y se giró hacia un lado. Los beduinos que los rodeaban, sentados en torno a la alfombra, parecían haberse dormido. A Yeza le llamó la atención el hecho de que esa noche no hubiesen encendido fuegos, a pesar del frío que reinaba en aquel paraje montañoso. Tal vez intentaran mantener así alejados a los malos espíritus que pudieran ser atraídos por la luz, como mosquitos o mariposas nocturnas. Yeza observó que ya no se veían volar murciélagos. Después la venció el sueño.
Roç permaneció despierto más tiempo. No solamente debido a su instinto protector, sino también porque la discusión lo había conmovido. No tenía mala conciencia, pero la realidad era que últimamente intercambiaban palabras ofensivas con mayor frecuencia. Cada vez se veía menos capaz de soportar sus reproches. Ella tenía toda la razón. Hacía tiempo que debían haber tenido un hijo que, en su día, conquistara el trono que ellos tal vez no alcanzaran a ocupar. Pero en vista de las dificultades que los esperaban, le parecía que un embarazo sería demasiado penoso y hasta peligroso para Yeza. Había enemigos más que suficientes por todas partes, enemigos que pretendían eliminarlos. Ella, en su tozudez, no lo quería comprender. Además, ¿acaso habría podido vencer Yeza su pudor y consentir que él le hiciera el amor delante de todos aquellos espectadores? Y aunque ella hubiese sido capaz de consentirlo, todo por su deseo de concebir un hijo, probablemente en este caso él habría fallado. En ese instante se sentía capaz de satisfacerla, sintiéndola tan cerca, pero ahora estaba dormida y no la quería despertar.
Le pareció que el gran murciélago sobrevolaba la alfombra a muy poca altura, creyó ver su sombra a la luz de la luna y frente a las nubes que se movían con rapidez por el cielo nocturno. Roç fijó la vista en los bancos de nubes que se movían allá arriba, y que cubrían de vez en cuando la hoz de la luna. En algún momento también él cayó en un profundo sueño.
La noche estaba muy avanzada cuando le fue permitido al embajador francés retirarse, aunque el il-jan le insistía al Bretón en que se quedara todavía un rato, trato de favor por parte de Hulagu, pero con una base sincera. El anciano Kitbogha acompañó al huésped al exterior de la tienda del il-jan y se cercioró personalmente de que Yves fuera acompañado a su tienda por unos criados adecuados a su rango.
Una vez encendida una luz en la tienda destinada a Yves, el Bretón descubrió muy pronto, gracias a su visión perspicaz, que por un lado asomaba el calzado de un joven por debajo de un tapiz suspendido en uno de los laterales. El Bretón esperó a que los criados se hubiesen retirado antes de cortar con destreza las colgaduras del tapiz y encontrarse frente a frente con el adolescente Baitschu, que lo miraba sorprendido, aunque nada atemorizado.
—He tenido que acudir en secreto —el joven le sonrió con timidez -porque mi padre no aprobaría en modo alguno que me atreviese a molestar a un señor y caballero de tan alta categoría como vos…
—¿Y qué hay tan urgente —gruñó el Bretón con bastante disgusto, puesto que se sentía muy cansado —como para no poder esperar hasta mañana por la mañana?
Baitschu se acurrucó sobre el montón formado por la alfombra y lo miró con aire de reproche.
—Señor Yves, sois el único que puede ayudar a ponerme al servicio del noble Roç Trencavel y su princesa Yeza Esclarmunda. ¡Os juro que ése es mi único y más ferviente deseo!
El Bretón lo observó entre divertido y enfadado.
—¿No podías esperar a mañana para decírmelo? —lo regañó, pero para nadie resultaba muy fácil hacer callar a Baitschu.
—Sé muy bien que Yves el Bretón solamente está aquí, entre nosotros, para procurar que los mongoles busquen en serio a la pareja real. No descansaréis hasta que los hayan encontrado…
Yves no quería demostrar hasta qué punto lo impresionaba la seriedad con que hablaba el muchacho.
—Aunque fuese así, no podrás conseguir nada sin la aprobación de tu señor padre… De todos modos, primero hay que encontrar a Roç y Yeza… y además, ¡yo también tengo que dormir! —añadió con gesto enérgico, aunque condescendiente, y empujó a su joven visitante hacia la abertura de la tienda.
Baitschu no quería darse por vencido.
—¡Sólo quería que supierais que mi voluntad de acompañaros en la búsqueda es firme como una roca!
El joven mongol enderezó el cuerpo.
—Yo sé muy bien que podéis partir en cualquier momento, y quiero que sepáis que pretendo ser el primero en ponerme al servicio de la joven pareja real.
En un gesto paternal, el Bretón puso una pesada mano sobre el musculoso hombro del joven.
—Un servicio, Baitschu, que bien podría exigirte más de lo que ahora te imaginas en tu juvenil entusiasmo. El camino que han de recorrer Roç Trencavel y Yeza Esclarmunda, aunque al final consigan el trono que les está destinado, será duro y amargo y ¡tendrán que luchar contra la ignorancia y los malentendidos! Habrá muchos enemigos y envidiosos que se opondrán a ellos y pocos amigos los acompañarán al final…
—¡Tanto más deseo protegerlos y estar a vuestro lado, señor Yves; puedo ser vuestro escudero y portador de vuestra espada!
El Bretón compuso una sonrisa triste al comprobar la confianza en el futuro que mostraba el adolescente.
—La carga que habrá que soportar es enorme…
El muchacho no parecía dispuesto a cambiar de idea.
—¡Es una carga grandiosa! Lo ha dicho mi propio padre, y vuestra dedicación, señor Yves, me demuestra que hago bien en poner mi vida en la balanza para salvar la de Roç Trencavel y de la princesa Yeza.
El Bretón le dio un leve empujón para hacerle cruzar el umbral.
—¡De momento, el escudero tiene que irse a dormir! —le ordenó—. Mañana, cuando estés bien descansado y en la plenitud de tus fuerzas, podrás pretender ponerte al servicio de quien sea. Ahora, ¡dormir es lo más importante!
Baitschu desapareció en la oscuridad de la noche.
Aún era de madrugada cuando Roç abrió los ojos, todavía medio dormido. Apenas si se dio cuenta del revuelo que tenía lugar en torno a la alfombra. Es cierto que veía algunas figuras moverse intranquilas en la cercanía, pero creyó que se trataba de beduinos que, al parecer, pensaban partir a primera hora de la mañana. Él todavía sentía la pesadez del sueño en el cuerpo, por lo que no estaba muy bien dispuesto a levantarse. Esperaría, como cada mañana, a que acudiera el anciano jefe para despertar con unas palabras de ánimo a la real pareja. Sentía a su lado la respiración pausada de Yeza, que seguía profundamente dormida. De modo que volvió a cerrar los párpados, decidido a seguir durmiendo mientras pudiera.
Pero lo próximo que sintió fue el tirón con que una soga se cerraba en torno a sus tobillos, para verse arrastrado después sobre sus espaldas por la alfombra, fuera del lugar que había ocupado para dormir con Yeza, y sin posibilidades de defenderse. Los atacantes tiraron de él hasta situarlo al borde del kilim. Roç ya se veía arrastrado sobre las piedras y destrozado su cuerpo, pero unos puños fuertes lo alzaron, otra cuerda le rodeó el cuerpo y los brazos y allí quedó, atado y desamparado.
Sólo entonces se dio cuenta Roç de por qué los beduinos seguían tan inmóviles en su postura agachada en torno a la alfombra. Los habían degollado, posiblemente después de haberlos sorprendido con el disparo de múltiples flechas por la espalda, pues algunos aparecían ensartados en ellas como erizos. Roç arrojó una mirada sobre Yeza. Seguía acostada como si estuviese aún durmiendo, aunque él pensó que debía de haberse despertado cuando lo arrancaron de su lado, a menos que hubieran… y aquí se sintió presa del horror, un horror que le cortaba la respiración, le cortaba las carnes con un dolor peor que el causado por las sogas. Pero entonces vio que Yeza levantaba la cabeza y lo miraba.
La mirada de Yeza cayó inmediatamente después sobre un jinete solitario que había detenido su montura en lo alto de una roca y observaba lo que estaba sucediendo a sus pies sin mover un músculo. Cuando su gente hubo apartado a Roç, hizo descender a su caballo y pasando entre los muertos lo dirigió a paso lento por encima de la alfombra hacia donde estaba Yeza. Todo él era negro, su barba, su turbante, su vestimenta, su caballo, hasta sus ojos oscuros que no cesaban de mirarla. Sus movimientos eran comedidos.
Habían sentado a Roç de modo que tuvo que ver cómo el barbudo, al parecer un poderoso emir, bajaba del animal y en tono áspero ordenaba a su caballo negro recostarse; después se inclinó hacia Yeza y la cogió por la rubia cabellera, obligándola a ponerse de pie. Al parecer, se hizo daño con el filo agudo del puñal arrojadizo que la muchacha guardaba oculto detrás del cuello, pues soltó una risa breve y le tendió la mano para que ella le lamiera la sangre que brotaba de su palma. Yeza no dudó en hacerlo, lo cual enfureció a Roç. El emir levantó a Yeza del suelo y la tumbó de vientre sobre su silla de montar. Después le levantó la falda y le bajó el bombacho hasta las corvas, sin ninguna prisa, hasta que tuvo el blanco trasero de la joven delante. Se tomó tiempo para observarlo, lo mismo que hacían quienes le rodeaban, y después manoseó su propio pantalón sin darse ninguna prisa. Yeza no se movía, no intentaba defenderse. Roç no quiso ver lo que sucedía, era incapaz de asistir a semejante espectáculo, pero cuando bajó la cabeza, alguien se la levantó, agarrándolo por los pelos. El emir negro seguía con las piernas separadas detrás de Yeza, y sin vacilar ni un instante por el hecho de estar realizando un acto público, introdujo su miembro en la vagina de la joven, y sus movimientos pasaron a formar un suave balanceo que la mujer aceptó sin rechistar, como revelaba el ligero temblor de su trasero. El hombre deseaba, por otra parte, obtener tanto la aprobación de su gente como la sumisión de la joven princesa franca que tenía a su merced, por lo que aumentó lentamente sus movimientos hasta que la mujer se encabritó y lo arrastró en el orgasmo. Casi cayó sobre ella, pero después se mantuvo erguido hasta que cesaron las oleadas del placer. Deseoso de regresar a su castillo antes de que los rayos ardientes del sol naciente dificultaran el ascenso a través de las rocas de la montaña, el hombre cubrió la desnudez de su miembro, se inclinó en un arranque de entusiasmo sobre el cuerpo de Yeza y le dio un beso respetuoso en el trasero. ¡Una buena pieza!
El cerebro de Yeza empezó a trabajar inmediatamente después de haber sentido el beso, un hecho que hasta le arrancó una sonrisa. Ese hombre no la impresionaba, era vanidoso.
Su próximo pensamiento fue para Roç. No solamente había que evitar que sufriera algún daño. Lo sucedido había sido inevitable y probablemente tendría sus repeticiones hasta que consiguiera deshacerse de aquel admirador. Había que conseguir que Roç saliera vivo de la trampa en que habían caído, ¡sin pérdida de tiempo! De modo que se puso de pie, arregló sus ropas y miró al barbudo sonriente a la cara, pues no tenía sentido adoptar ahora el papel de ofendida, de avergonzada y desesperada. El conquistador observaba con sorpresa y esperanza a su presa, que parecía estar de buen humor.
—Si tenéis algún otro deseo —le sonrió el hombre, un tanto confundido—, ¡hacedmelo saber a mí, El-Kamil, señor de Mayyafaraqin! ¡Haré cuanto esté en mi mano para cumplirlo, noble señora!
Su tono era afectado y Yeza decidió que no era un enemigo digno de ella, posiblemente fuera un poco estúpido.
—Nos llevaremos también a mi castillo este precioso kilim, semejante a un prado florido en el cual acabo de encontrar la más bella de las rosas. Nos servirá en otras ocasiones…
Yeza lo interrumpió con un gesto brusco. Estuvo tentada de espetarle un "¡no!", pero no quería ni contradecirlo, ni mostrarle su disgusto, de modo que hizo un esfuerzo por seguir sonriente y demostrar así la fuerza de su carácter, sin asustar por eso demasiado a aquel tonto con un exceso de independencia, que no estaría acostumbrado a ver en una mujer joven.
—Yo propongo que sacrifiquemos esta alfombra que nos ha servido como primer lecho de placer en honor de Alilat, la protectora del amor, y la abandonemos aquí mismo como ofrenda.
Yeza se obligó a concentrar en sus ojos verdigrises el brillo de todas las estrellas.
—En cambio os pido, benevolente señor, ¡que no sacrifiquéis la vida de quien ha sido mi compañero hasta ahora, y le dejéis marchar cubierto de vergüenza y deshonor!
El emir parecía sorprendido y mostró de nuevo su sonrisa confundida.
—Tenéis razón, princesa, ¡pues una vida sin honra es peor que una muerte rápida!
Y dio una señal a sus gentes para que soltaran las ataduras de Roç y lo ahuyentaran a pedradas, como si de un perro sarnoso se tratara. El emir miró a la mujer pidiendo aprobación, pero ella tenía la vista fija en Roç, que escapaba a todo correr. El barbudo creyó ver que ella miraba satisfecha, de modo que pensó que ya estaba bien de hacer sacrificios. No pensaba prescindir de más presas.
—No sé quién es esa Alilat que habéis conjurado, pero me parece una lástima que dejemos esta valiosa pieza —y señaló el kilim— a merced del viento, los pájaros y los animales salvajes.
Como Yeza no reaccionaba, puesto que había conseguido lo más importante para ella en ese momento, ordenó a sus gentes que enrollaran la alfombra y la cargaran de nuevo sobre los camellos. Los soldados no estaban muy bien entrenados en el manejo de camellos de carga, de modo que tardaron un tiempo hasta que la caravana nuevamente formada pudo ponerse en marcha, en dirección al castillo Mard'Hazab.