Para evitar la zona pantanosa del extremo sur del lago Urmiah, la caravana dio un amplio rodeo que la llevó hacia lo más profundo del desierto. Además, en Tabriz les habían insistido en que debían evitar en cualquier caso la cercanía del lago, en cuyo centro y sobre una elevación de tierra los mongoles estaban construyendo a toda prisa una fortaleza, no tanto para someter al país como para guardar allí los tesoros incontables que habían caído en sus manos con ocasión de la conquista de Bagdad y Alepo. En todas partes se veían partidas de mongoles; varias centurias estaban dedicadas a vigilar y hacer avanzar a latigazos a los esclavos que, en una riada incesante, transportaban el oro. En torno a la recién construida fortaleza, llamada Schaha, los mongoles habían instalado además un férreo anillo protector. Si encontraban a alguien que no pudiese justificar debidamente su presencia en el interior de esa barrera, el intruso perdía la vida: era ejecutado sin más trámites.
Pero no era solamente la preocupación por sus vidas lo que hizo desviarse a los componentes de la caravana procedente de Tabriz del camino más corto que los llevó al interior del desierto, sino la extraordinaria dificultad que tenían para moverse, pues acompañaban un transporte compuesto de veintiocho camellos que arrastraban una gigantesca alfombra enrollada, semejante a un tronco enorme que iba suspendido de anchas bandas de cinta entre los animales. Éstos avanzaban en filas de a cuatro, y siete de estas filas se sucedían formando un denso pelotón. El peso de su carga mantenía a los animales unidos y los empujaba hacia adelante, sin permitirles ni un escape ni una debilidad, azuzados por los guardianes que los rodeaban vigilando sus pasos. Unos beduinos sobre ágiles camellos de montar iban delante para escoger el camino más adecuado dentro del paisaje pedregoso, el que mostrara los menores obstáculos, con el fin de que no se detuviera en ningún momento el transporte, que avanzaba a un ritmo más calmoso. La rigidez de la carga tampoco permitía un cambio brusco en el sentido de la marcha.
Así pudo suceder que se desviaran más y más de su orientación inicial y pronto se vieran en la imposibilidad de corregir el curso de su avance. Los animales, que aún avanzaban moviendo sus patas de manera acompasada, pronto necesitarían agua y no era cuestión de acampar en medio del desierto. Los beduinos, que hasta el momento habían estado animando a los camellos y animándose a sí mismos con fuertes gritos, cayeron en un silencio preocupado, y sus miradas se dirigieron, primero interrogadoras, después cargadas de reproche, hacia el mayor de ellos, su jefe, cuyo turbante acabó hundido sobre su pecho, hasta que finalmente pareció resignarse a proseguir con rumbo desconocido. De modo que la caravana acabó siguiendo una ruta perdida en el más profundo de los desconciertos y sumida en el silencio.
Nadie supo decir después quién lo había visto primero ni de dónde había llegado. Era una figura extraña, envuelta en un amplio manto cubierto de espejitos que reflejaban el sol, de plumas y huesecillos de pájaros. De repente se situó delante de la primera fila de cuatro camellos de carga y dirigió el grupo, sin pronunciar una palabra ni coger las riendas de ningún animal, y emprendió una dirección diferente. Los camellos, por lo común tan lentos en reaccionar, lo siguieron sin inmutarse, tal vez atemorizados ante la presencia de la bestia peluda que seguía también al forastero, erguida sobre sus dos patas traseras. Se trataba de un oso hecho y derecho, que mostraba el mismo talante seguro de sí mismo de su amo y señor. Arslán, el chamán, irradiaba una tranquilidad y una confianza a las que los animales de carga se rindieron muy pronto, antes aun que los desconcertados hijos del desierto.
Finalmente, cuando con toda parsimonia hubo impuesto su voluntad a la caravana y la hubo hecho cambiar de rumbo, Arslán levantó lentamente un brazo y señaló el horizonte, allí donde se elevaban las colinas que debían superar, y donde los beduinos pudieron ver a través de la calurosa neblina unas hojas de palmera que señalaban la existencia de un oasis. Aún estaba lejos, pero en una cercanía atractiva si se comparaba con la amplitud desesperanzadora del desierto de piedras del que acababan de escapar.
No se atrevían a dirigirle la palabra al extraño anciano, por temor también a que los abandonara. El chamán parecía dirigir la caravana como si flotara delante de ella, como un dyinn benévolo, y hasta el oso que marchaba detrás parecía deslizarse por la tierra rocosa como si se tratara del espejo liso de un lago. Como los camellos seguían a este nuevo guardián sin inmutarse y a paso regular, los que los habían azuzado hasta entonces se mantuvieron a distancia, obedeciendo el gesto imperioso de su anciano jefe y evitando cualquier movimiento que pudiese molestar al forastero y a su peludo acompañante. Acabaron cabalgando en silencio y a distancia respetuosa detrás de los animales de carga, y solamente el anciano mantenía la vista fija en el grueso rollo formado por la alfombra, como si tuviese miedo de que la preciosa carga pudiese disolverse de repente y desvanecerse en el aire. ¡Esos magos del lejano Oriente eran capaces de cualquier truco endemoniado! ¿Quién podía saber si el viejo brujo no tenía la intención de hacerse con aquella "madre de todas las alfombras"?
Pero ni el chamán ni el oso giraron una sola vez el rostro hacia esa muestra exquisita del arte de la tejeduría, sino que se dirigían incansables hacia el palmeral que se divisaba en la lejanía, un palmeral que parecía no acercarse, aunque los beduinos creían poder observar ya cómo las hojas de las palmeras se movían a merced de una ligera brisa.
La marcha fue penosa y parecía alargarse más y más, hasta que finalmente la ansiada meta prometedora de agua y sombra estuvo al alcance de la mano. Pero el oscuro verdor de las palmeras se disolvió entonces y quedó oculto por un montón de rocas inhóspitas que rodeaban, en medio de aquel paisaje hirviente de calor, una poza cuidadosamente enmarcada con piedras y una pobre tienda de campaña del color de la arena. Ante ésta estaban sentados dos jóvenes de aspecto digno, con las piernas cruzadas, que conformaban una imagen tan extraña dentro de su entorno como la del oso que se les acercaba con torpes pisadas. La pareja miró llegar al grupo con curiosidad y sin temor alguno. Se trataba de una mujer que no llevaba velado el rostro y ni siquiera se cubría el cabello con un hiyab: su larga melena rubia le caía sobre los hombros. El joven a su lado más bien parecía un muchacho esbelto y crecido y no un guerrero, y la forma en que hacía compañía a la orgullosa hembra que tenía a su lado no lo asemejaba, a los ojos de los beduinos, a un soberano nato. Pero el chamán que les había hecho de guía se inclinó reverente ante la pareja y después se dirigió hacia la caravana. Los camellos detuvieron su trotar indiferente y los beduinos intentaron acercarse con curiosidad, aunque también con respeto y timidez.
—Load a Alá, vuestro Dios, por la bendición que os otorga —dijo Arslán con voz firme, y añadió—: Ihmidu allah! ¡Hincad vuestra rodilla ante los reyes del mundo!
Mientras los beduinos miraban inseguros a su anciano jefe, los camellos doblaron las patas delanteras como obedeciendo a una voz de mando inaudible, y después también doblaron lentamente las poderosas patas traseras, de modo que la alfombra enrollada tocó tierra en toda su longitud al mismo tiempo y quedó depositada entre los animales. En vista de ello, el jefe de los beduinos inclinó también la rodilla ante Roç y Yeza, y todos sus hombres siguieron el ejemplo.
—Al hamdu lillah, ¡loado sea Alá! —exclamó el anciano—. ¡Él es grande y todopoderoso!
Después dirigió la palabra al chamán:
—Me sangra el corazón al ver que la venerable pareja real descansa sobre la roca desnuda —se inclinó una y otra vez—. ¡Permitid que desenrollemos este kilim ante los reyes, para que su fresca y delicada textura acaricie sus cuerpos!
Se sentía tan seguro de que su propuesta hallaría la más plena aprobación, que ya se disponía a dar una señal a su gente para que acercara el rollo, cuando el chamán se levantó de un salto y con vehemencia se situó entre todos ellos. El oso emitió un gruñido amenazador.
—No os atreváis —resopló Arslán a la cara del anciano —a extender esta alfombra, símbolo del poder terrenal, ante unos reyes cuya soberanía procede tan sólo de la fuerza de su espíritu, ¡del poder de la sangre que fluye en sus venas!
Los beduinos se retiraron asustados. No tanto para disculparse como para explicar su actitud vehemente, el chamán se dirigió a Roç y Yeza, que no habían mostrado reacción alguna.
—Soberanos preciados, vuestra presencia en el escenario de este mundo no debería demorarse por más tiempo —les insistió—. Aunque el sendero que habréis de pisar es estrecho y aparece lleno de espinas.
Miró a los dos jóvenes a sus rostros, el de Yeza, que mostraba una sonrisa sabia, y el de Roç, que, interrogador, fruncía el ceño.
—Desconfiad de todo camino fácil que se ajuste a vuestro capricho y vuestra comodidad, que prometa un pronto cumplimiento de vuestros deseos y os quiera seducir con un poder terrenal, una fama superficial y una pequeña felicidad humana…
Arslán sentía la resistencia de Roç y el escepticismo de Yeza sin tener que mirarlos a los ojos. Se detuvo brevemente, aunque no para verificar el efecto causado por sus palabras.
No obstante, deseaba exponer sus advertencias en lugar de guardárselas.
—Nadie pondrá el pie sobre este kilim sin sufrir el castigo que corresponda. ¡No cedáis a cualquier invitación engañosa, guardaos del kilim!
El chamán parecía querer añadir aún más gravedad a sus temores, su lengua estaba deseosa de pronunciar más oscuras advertencias acerca de la alfombra enrollada, del dyinn maligno que habitaba en ella, mas se limitó a cerrar la boca y los ojos. Y tal como había llegado, desapareció.
Ninguno de los beduinos pudo recordar después haberlo visto marchar seguido por el oso. Arslán se había disuelto en el aire. A Roç y a Yeza no los sorprendió. En cualquier caso, la desaparición del chamán les abrió el corazón al recuerdo de sus palabras, aunque en realidad no habían deseado hacerle caso. Pero se levantaron y con actitud de reyes ordenaron a los beduinos que desmontaran la tienda y la guardaran sobre uno de los animales de carga. Roç y Yeza supieron hacerse con la mayor naturalidad con el mando sobre la caravana y demostraron con sus órdenes que estaban dispuestos a seguir camino con ella. No pidieron la protección de los beduinos, sino que aceptaron su compañía como la de un séquito enviado por el destino y que se ponía a su servicio. El primero en entenderlo así fue el anciano, que pidió permiso a Roç para que los camellos abrevaran en la poza. Después la caravana prosiguió la marcha.
Un jinete solitario se yergue como un monolito sobre una colina al borde del desierto pedregoso. Es sin lugar a dudas un caballero de Occidente. La visera de su voluminoso yelmo está abierta, su mirada recorre el horizonte de la región montañosa del norte de Siria. Está a la espera. Su armadura carece de todo adorno, su escudo no lleva insignia, y lo único que llama la atención es la gigantesca espada inserta en una funda lateral de su silla de montar. El solitario guerrero encoge los párpados. Sobre los contornos desgarrados de las paredes rocosas que tiene enfrente, chispea a veces un brillo apenas perceptible. El jinete se mantiene inmóvil. Además de las puntas de lanza que ahora se revelan claramente gracias a su reflejo metálico, aparecen extrañas y altas enseñas bélicas, alas de pájaro, colas abultadas de lobo y de caballo, y se observan pronto los primeros cascos redondos de combate con sus puntas de bronce que se adelantan unas a otras, difíciles ya de distinguir aisladamente. Unas columnas interminables: ¡el ejército mongol! Una imagen sobrecogedora, una demostración gigantesca e imponente de poderío, sin rostro definido, que corta la respiración. No se oyen voces de mando, únicamente el resuello de los caballos que se acercan, el duro roce del cuero, apenas un tintineo de armas. Como un enorme lagarto que avanza mudo y con los dientes apretados, empuja ese ejército su poderoso cuerpo acorazado por encima de las colinas y los caminos, cual espesa corriente de lava fría. No se trata de una avanzadilla que divida el paisaje o lo entierre en algún trecho; más bien parece que la propia montaña se haya puesto en marcha para avanzar con la disciplina propia de un ejército de hormigas depredadoras. Las centurias forman bloques diferenciados que con su uniformidad apisonadora paralizan la tierra salvaje y se acompañan con el chirrido de las ruedas, el suspiro quejumbroso de los altos carros que transportan las yurtas negras. Las pisadas de los cascos no generan truenos, ¡pero la tierra tiembla!
El jinete asiste sin conmoverse al espectáculo, inmóvil como una estatua, y su imagen se destaca ya frente a la corriente que avanza. Pero esa postura rígida sugiere una vitalidad cálida y pulsante, en mayor medida que el cuerpo armado que avanza mecánicamente con sus miles de cascos y botas, sus arcos y sus carcajes llenos de flechas sujetos a las espaldas en medio de un bosque de lanzas que se traslada como un oleaje. Tanto más llama la atención el hecho de que se abra de repente un espacio singular en medio del tumulto: aunque una disciplina férrea traslada también ese espacio, a ritmo incesante, hacia delante y le hace parecer el recinto de un templo extraño, cuyos confines hubieran sido trazados como por arte de magia y fueran respetados estrictamente tanto por hombres como por animales. El centro sagrado de esa escenografía templaría aparece en forma de carruaje sobredimensionado que representa una lujosa pirámide escalonada sobre ruedas. En unos pilares altos se eleva por encima de la plataforma superior un trono dorado. Pero esa construcción artística, que parece exigir ya no sólo devoción incondicional sino sumisión absoluta, semeja a la vez una jaula que provoca una extraña conmiseración, pues encierra un doble asiento que en medio de aquella amalgama grisácea y amarronada de guerreros y caballos causa una impresión extraña e irreal. Al caballero solitario no le sorprende tanto el escrúpulo con que se respeta el límite del recuadro como el comportamiento de los enjambres de sirvientes que intentan mantenerse, jadeantes, al paso del vehículo, apresurando el paso a ambos lados pero guardando siempre respetuosa distancia. Cada vez que el carro se adelanta, los que corren a su lado se arrojan a tierra y aguardan sumisos el paso del doble trono vacío que avanza balanceándose tirado por cuatro pares de caballos.
El jinete espera con toda paciencia a que se acerque el bloque central de mando de ese ejército mongol, al que reconoce perfectamente por el mayor tamaño de sus yurtas y las insignias de poder elevadas por encima de las demás, y después dirige lentamente su caballo hacia el valle. Tampoco podría haber tomado otra decisión, pues ya tiene a un grupo de arqueros a sus espaldas, cuyas flechas le amenazan y no le dejan otra elección.
El caballero es conducido a presencia del general Sundchak, y se presenta con el nombre de "Yves el Bretón", embajador del rey de Francia. El término impresiona muy poco al general, como tampoco la petición del Bretón de ser conducido a presencia personal del il-jan Hulagu. Yves debe armarse de paciencia, cosa que no le preocupa en absoluto. Los dos jóvenes mongoles que le acompañarán a partir de ahora —pues la presencia del embajador no ha detenido ni un instante el avance del ejército mongol— cabalgan con cierta reticencia a su lado. Pero tanto Jazar como Baitschu no dejan de sentir curiosidad por el caballero, sobre todo en vista del arma imponente que lo acompaña, una espada tan ancha y tan larga que debe ser manejada con ambas manos y que, además de llamarles la atención, les provoca un ligero temblor de respeto y admiración. Yves responde a su interés con una atención cargada de condescendencia, y pregunta a su vez por el significado de ese trono al que se le demuestra tanta reverencia. Baitschu, el más joven de sus dos acompañantes, le informa afanoso de que se trata del trono reservado a la "pareja real", ¡a Roç Trencavel y a la princesa Yeza Esclarmunda!
El Bretón sonríe apenas. Sólo ha planteado la pregunta para asegurarse. Solamente a los mongoles se les podía ocurrir semejante monstruosidad, con el único fin de subrayar su derecho a apropiarse de la pareja real. La adoración de ese pueblo estepario por los dos jóvenes había adoptado rasgos extravagantes, tanto más cuanto más se apartaban Roç y Yeza de la tarea que les había sido asignada. Los mongoles no conocían el "gran proyecto", probablemente jamás habían oído hablar de él. No era de extrañar. Se trataba de un concepto tan elitista que ni siquiera el "resto del mundo", es decir Occidente, lo acababa de entender del todo, y mucho menos de aceptarlo. Yves el Bretón no era un "caballero del Grial", pues la hermandad secreta, en su arrogancia, no lo había considerado digno de ello. ¡Y, no obstante, él, que no era más que un simple peón de su rey, sabía más de ese "gran proyecto" que más de uno de los nobles hermanos! Y estaba dispuesto a ponerlo en práctica, aunque nadie se lo agradeciera.
¡El Bretón era un hombre fiel! Era leal a su rey Luis, sobre todo en lo referido a la pareja real y al elevado propósito que ésta debía cumplir. El Bretón se mostraba imperturbable y por eso estaba allí en ese momento.
No revela con ningún gesto que conoce perfectamente a los dos "hijos del Grial" desde su más tierna infancia; muy al contrario, da a entender que no sabe nada. Ello induce a Jazar y a Baitschu, sobrino e hijo respectivamente de Kitbogha, comandante supremo del ejército mongol —esto se lo callan, no obstante—, a informar gustosamente al extranjero de la importancia atribuida a la pareja real, aunque ésta de momento no acompaña a la tropa…
—… en el curso de nuestro avance victorioso se nos han perdido… —explica Jazar, el mayor de los dos, y el desagrado se dibuja en su rostro—, porque no hemos puesto la atención suficiente…
—… porque no les demostramos el suficiente respeto… —su joven acompañante insiste en marcar una diferencia. Y el jovencito Baitschu añade con cierta ingenuidad que los mandos todopoderosos del ejército ¡ni siquiera saben dónde podrían encontrarse ahora Roç y Yeza!
A Jazar, el más robusto de los dos, le parece que la conversación ha ido demasiado lejos y se dispone a corregir a Baitschu:
—Estamos seguros de poder encontrar muy pronto a la pareja real…
—… ¿y que vuelvan a hacer las paces con nosotros? —el jovencito sigue dubitativo.
—… ¡para que cumplan con lo que les tiene reservado el destino!
Pero Baitschu, en su ingenuidad, sonríe ante semejante ostentación de optimismo oficial, aunque a la vez se resguarda tras las anchas espaldas del primo mayor. El Bretón registra con un benevolente levantamiento de cejas la mirada alegre del muchacho. "¡El destino!" Yves sonríe con melancolía. Roç y Yeza probablemente no sospechaban lo que les esperaba, y él, Yves, ciertamente tampoco. Tal vez presintieran que tendrían que pasar muchas dificultades y por esa razón se mantenían ocultos, o al menos alejados de los mongoles. Cuando el momento llegara en que el il-jan los proclamara futuros soberanos de "Ultramar", unas tierras que los mongoles pensaban conquistar, los jóvenes reyes se verían confrontados de golpe con muchos enemigos encarnizados que los atacarían —más que escorpiones hay bajo las piedras del desierto entre el río Tigris y el Nilo. También era dudoso que los barones cristianos del reino de Jerusalén aceptaran una soberanía de este tipo, y mucho menos el patriarca, adelantado de la Iglesia católica romana en esas tierras. Él, Yves, ni siquiera estaba seguro de que los templarios aceptaran semejante situación…
"… nadie puede escapar a su destino", murmuró el Bretón para sí.
Jerusalén era un lugar destrozado. Desde que, aún en vida de Federico II, el gran emperador de los Hohenstaufen, las hordas de los joresmios habían acabado con los últimos restos de dominio cristiano, no solamente la ciudad había quedado reducida a cenizas, sino que también parecía haberse fugado de ella cualquier signo de vida. El soberano egipcio ni siquiera consideraba necesario mantener allí una guarnición. Únicamente quedaban unos cuantos guardianes de las puertas, que vivían a salto de mata de los pobres peajes que cobraban de cualquiera que pretendiera entrar por uno de los accesos oficiales al centro de la ciudad o, al revés, que intentara escapar de ella.
El franciscano William de Roebruk, procedente del pobre convento de la orden que, junto a la basílica del Santo Sepulcro, se había quemado hasta los cimientos, había encontrado gracias a sus poderosos protectores un refugio en el Montjoie, esa colina que solía ofrecer a los piadosos peregrinos una primera visión feliz de las cúpulas relucientes y las altivas torres de defensa de la divina Hierosolyma, como si fuese un maná celestial. La nave de la pequeña ermita que corona la "Montaña de la Alegría" estaba hundida, pero su poderoso campanario, aunque desde hacía ya tiempo carecía de campanas, ofrecía un lugar seguro al minorita, pues ante cualquier peligro le permitía retirar hacia arriba la escalera de mano que daba acceso a lo alto de la torre.
De su bienestar corporal se ocupaba el viejo sacristán que había transformado el cementerio adjunto de peregrinos en una huerta de verduras y demostraba mucha habilidad en capturar con trampas y redes cualquier animal que se sintiera atraído por sus bulbos y raíces, también los gatos y perros perdidos que corrían por ahí y que con toda inocencia quedaban atrapados por sus lazos. Con la misma inocencia comía su único huésped William los guisos que el otro preparaba con mucho condimento. Quién sabe, al fin y al cabo, qué sabor diferencia a un topo graso de un erizo cuando la carne se presenta apetitosamente repartida entre nabos y calabacines, bien cocinada con mucha cebolla, adobada con manzanas, higos y dátiles y toda clase de bayas, para acabar entre un montón de pimientos picantitos con su ramito de romero y tomillo silvestre, entre aceitunas y castañas machacadas que le prestan su redondeado sabor y saben de maravilla a un estómago hambriento. Al principio, el franciscano parecía aún interesarse con cierta prevención por los ingredientes de su comida diaria, pero Odoaker no le permitía meter las narices en los pucheros, y en cuanto a sus recetas, no era capaz de dar razón clara, puesto que le habían cortado la lengua y sólo sabía emitir unos sonidos que más bien servían para estropear el humor de William, y que no le aclaraban nada en cuanto a la procedencia de los manjares que le servía. El sacristán seguramente no se habría callado en cuanto a la naturaleza de sus aliños ni a la preparación especial de éstos, tanto más cuanto que William era el único comensal y compañero con que habría podido comunicarse. Le habría agradado sobremanera hacerlo partícipe del crecimiento de lo que plantaba en su pequeño huerto y de los trucos ingeniosos que empleaba en la caza de animales útiles para completar el menú de cada día.
Odoaker se sentía orgulloso de su cocina y tenía derecho a ello. Desde hacía mucho tiempo, el único premio que recibía a cambio era el privilegio de ser el primero en enterarse cada día de lo que William anotaba sobre pergamino en su cuartucho de la torre, puesto que William se lo leía en voz alta. Si no lo hacía, él no le daba de comer, de modo que el franciscano tenía que ganarse cada día la única comida, que le era servida bien pasado el mediodía, leyéndole al curioso sacristán sus apuntes. Y según quedaba satisfecho el único oyente, éste le llenaba más o menos el cuenco al cronista. Pero también William se aprovechaba de esta simbiosis entre arte culinario y arte literario que le salía de la pluma, pues Odoaker le daba a entender con expresivos gestos mímicos y jadeos, toses y ladridos roncos, si le gustaba lo que oía; o también asistía en silencio expresivo a los momentos más tensos del relato y no se avergonzaba de derramar unas lágrimas cuando le afectaba profundamente algún pasaje del mismo, o se reía con un cloqueo de gallina cuando algo le divertía. No es que fuera muy frecuente, pero William ya había repasado alguna vez el texto cuando se daba cuenta de que Odoaker se aburría o lo miraba con signos de no haber comprendido lo que quería decir. El sacristán era para el cronista un lector ideal, puesto que era mudo. El hecho de que William no le diera simplemente las páginas escritas para que las leyera él mismo se debía a la horrible caligrafía del franciscano, que solía escribir sobre el pergamino con tanta prisa y con garabatos tan enrevesados que a él mismo le costaba después descifrarlos. Y, no obstante, esa hora en la cocina era ansiosamente esperada por ambos, pues mientras ascendían de la olla los aromas prometedores del guiso, el cocinero se sentía arrastrado por la corriente comunicativa de William, que lo trasladaba a un país de ensueño, de mundos extraños, donde las más extraordinarias aventuras de caballeros y bellas mujeres rodeaban al robusto franciscano, que no pocas veces aparecía como la imagen del héroe deslumbrante, no obstante la considerable envergadura de su corpachón y el escaso pelo rojizo que coronaba su cabeza.
Hacía tiempo que también para William aquella hora se había convertido en el único encuentro humano dentro de su solitaria existencia en el Montjoie, pues pocas veces algún peregrino se armaba de valor y acudía a la colina, y si en alguna ocasión llegaba era para marcharse cuanto antes, en busca de la ansiada meta del Santo Sepulcro. William sospechaba que el sacristán robaba a los que acudían algo de sus provisiones, pues solía ofrecerle en tales ocasiones un poco de queso endurecido o de tocino ahumado, algo imposible que Odoaker procurase por sus propios medios. Hasta las gallinas, cuando no se las comía la zorra, ponían pocas veces el ingrediente indispensable para una apreciada tortilla, y el gran horno de leña no se encendía más que los domingos para cocer el pan, que de todos modos consistía en unas tortas del tamaño de la palma de una mano y que casi siempre se quedaban medio crudas o se quemaban del todo antes de que el panadero las sacara del negro agujero. Hoy era domingo y en la cazuela se estaba cociendo un guiso de setas…
DE LA CRONICA DE WILLIAM DE ROEBRUK
… muy pronto se vio dónde estaba el truco, y la tarea propuesta se convirtió en una carga para la conciencia, algo incompatible con la idea que de su misión tenían los jóvenes "reyes de la paz", Roç y Yeza. Los mongoles los consideraban un instrumento suyo, algo así como si quisieran disfrazar el puño de hierro de la opresión con un suave guante infantil de cuero blando. Pero desde que Roç y Yeza tuvieron que asistir al cruel aniquilamiento de sus amigos, que culminó con la insensata destrucción de la maravilla de Alamut, les habían dado la espalda a los mongoles y se negaron a seguir siendo unas figuras sometidas a su juego. Con mi ayuda pudieron huir a Jerusalén —lo cual, dicho sea de paso, me costó el cargo para el que estaba previsto, el de patriarca de Karakorum—, donde intentaron descubrir por sus propios medios cuál era el destino que debían asumir, cómo cumplir la profecía que tanto pesaba sobre sus conciencias. Buscaron el Santo Grial, pero éste no quiso mostrárseles. Bebieron del cáliz negro, lo cual no nos significó a todos cuantos estábamos reunidos en torno a ellos allí en Jerusalén más que la peor de las desgracias, pues pocos de sus fieles sobrevivieron a la tormenta que se desencadenó con la furia más cruel sobre nosotros. Roç y Yeza desaparecieron tragados por el poder desencadenado del demiurgo, envueltos en lo que semejaba una oscura nube. Aún sigo llorando a mis dos amados reyes… La vida me parece vacía y sin sentido después de su desaparición, y lo daría todo, hasta mi torpe vida, si con un sacrificio tan humilde pudiese devolverles a este mundo tan necesitado de ellos. Ya en su tiempo intenté seguirlos sin temor alguno, dispuesto a morir con ellos, a perderme si fuera necesario, pero en cambio han sido ellos los que han desaparecido de mi vista para siempre…
El día ya declinaba hacia el atardecer cuando Roç y Yeza, a la cabeza de la caravana, descubrieron a un lado del camino un camello tirado en tierra y, agarrado a su cuello, un ser humano. Ambos parecían estar al borde del agotamiento más completo, medio muertos de hambre y de sed, aunque el vientre del animal, que se alzaba y se hundía en un leve temblor, revelaba que le quedaba algo de vida. Cuando se acercaron los primeros beduinos, también el hombre levantó trabajosamente la cabeza medio tapada por el turbante que se le había corrido de sitio, pero la dejó caer de inmediato otra vez, con un movimiento dramático, sobre el cuello estirado del camello yaciente. Los jinetes de la avanzadilla, a quienes correspondía mostrar el mejor de los caminos a los camellos que transportaban su pesada carga, dirigieron una mirada interrogadora a la pareja real. Por su propia iniciativa no habrían detenido el trabajoso trote mecánico de los animales que arrastraban la alfombra enrollada.
Pero Roç levantó un brazo y el grupo obedeció el gesto y se detuvo. Los animales que transportaban el kilim enrollado se arrodillaron de inmediato y entregaron su carga al suelo pedregoso. Dos de los beduinos desmontaron y se acercaron con visible desagrado al animal y al hombre que habían interrumpido la marcha y yacían junto al sendero. Con gesto desaprensivo levantaron del suelo a este último. El hombre tenía el rostro manchado de sangre, y tanto Roç como quienes lo rodeaban vieron enseguida la causa: su camello mostraba un corte impresionante junto a la vena del cuello y el hombre, sediento, había utilizado como un vampiro esa fuente de vida para no morir de sed. A Yeza le desagradó no solamente el espectáculo —mucho más cuanto que el animal sacrificado, ya a punto de morir, dirigió hacia ella una última mirada con sus grandes ojos, antes de estirar definitivamente sus extremidades—, sino el rostro del hombre, que no le acabó de gustar. Había algo equívoco en su mirada, y además bizqueaba de manera imperdonable. No le sorprendió ver que también arrastraba una pierna, cuando los dos beduinos lo condujeron ante Roç y ella. Tenía la oscura sensación de haberse tropezado alguna vez en la vida con ese individuo, estaba segura, y también presentía que las circunstancias de aquel otro encuentro no habían sido buenas, sólo que no las recordaba, o tal vez no las deseaba recordar, por lo fatal que debía de haber sido el suceso. Roç parecía libre de tales reminiscencias, al menos se comportaba de manera totalmente indulgente; más bien se concentraba en su papel de jefe, que había asumido al levantar la mano y hacer parar de inmediato a toda la caravana. Y ahora seguía con la misma actitud, dejando con un gesto de indiferencia señorial a ese hombre al cuidado de los beduinos, sin que él, el gran héroe caballeresco, se dignara ocuparse de semejante personaje.
Yeza tenía la mirada fija en el camello moribundo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no descabalgar y abrazar al animal en tierra. Un temblor sacudió el cuerpo de éste, y pronto dejó de sufrir.
El sol ardiente descendía sobre el horizonte del desierto que habían dejado atrás. Acababan de entrar en una pendiente pedregosa, comienzo de una cordillera que se elevaba frente a ellos y que debían superar. Atacarla ese mismo día habría sido temerario, en vista de las escarpadas rocas que se adivinaban y de las sombras negruzcas que éstas arrojaban sobre el camino, sombras que iban creciendo, amenazadoras. Roç dio órdenes de acampar allí mismo.
El hombre que acababan de salvar no era precisamente un hijo del desierto, eso lo tenían claro hasta los beduinos, cuyo jefe se ocupó de él cuando quedó claro que la pareja real no mostraba mayor interés por su persona. Por la ropa que vestía se trataba de un habitante de ciudad, y probablemente no era siquiera un árabe, aunque dominaba muy bien el dialecto de los kurdos. Dijo ser un comerciante al que habían agredido unos bandidos y que no había podido salvar más que la vida, gracias a su fiel camello. El tono de sincero sentimiento, hasta de tristeza por haber perdido al animal, apaciguó a los beduinos que lo rodeaban, y no insistieron más en conocer otros detalles acerca de su persona. Era su huésped y con eso les bastaba.
En realidad, Naimán el Cojo estaba al servicio de los egipcios, era un espía de los mamelucos que cuanto antes deseaban conocer los próximos pasos de los mongoles y, sobre todo, sus intenciones respecto del trono del sultanato de El Cairo. El hecho de que el il-jan se hubiese apoderado de Siria era algo que de momento no se había podido evitar, pero eso convertía a los insaciables conquistadores en vecinos peligrosos, muy al contrario de lo que habían sido los soberanos ayubíes de Homs, Hama y de Damasco mismo, siempre peleados entre ellos. Naimán había vivido el avance del rodillo guerrero cuando la caída de Alepo, y allí consiguió a duras penas salvar su pellejo ocultándose entre el séquito del gobernador, a quien dejaron marchar en libertad, cosa que nadie esperaba. En Alepo precisamente había oído hablar por primera vez, después de mucho tiempo, del rumor increíble acerca de la reaparición de la pareja real. Él, Naimán, siempre había creído que desde los sucesos turbulentos de Jerusalén y la desaparición de la pareja en aquella tormenta de arena, Roç y Yeza no solamente estaban perdidos, sino que habían muerto, y así lo había hecho saber a sus confidentes en El Cairo. Pero más tarde surgieron rumores de que habían sido vistos en el Kurdistán, y él se había puesto de nuevo en camino porque se avergonzaba muchísimo de haber transmitido noticias falsas a su amo y señor, el sultán, tratándose además de un asunto de tanta gravedad. Él sabía muy bien que los mamelucos no estaban para bromas en cuanto a este asunto, ¡y mucho menos el sultán Qutuz o su generalísimo Baibars "el Arquero"! Si Roç y Yeza seguían vivos y él, Naimán, quería salvar el pescuezo, tenía que procurar que la noticia de su desaparición definitiva se convirtiera cuanto antes en realidad. Naimán había respirado durante suficiente tiempo el ambiente cargado de intriga de los palacios de El Cairo como para no saber que los soberanos mamelucos estaban intensamente preocupados por la perspectiva de una aparición de la pareja real. Si los mongoles, en una jugada genial, como sería preciso reconocer, elevaban al trono sirio a Roç y Yeza, eso significaría no solamente un reforzamiento derivado de la pacificación del reino cristiano, sino que también existiría el peligro inminente de que los ayubíes, dispersos y enemistados frecuentemente entre sí, esos descendientes inútiles y revoltosos del gran Saladino, volvieran a unirse, concertaran la paz con los barones francos y se dirigieran junto a los mongoles contra Egipto. Los mamelucos, que en ojos de muchos ayubíes habían usurpado lisa y llanamente el poder junto al Nilo, poco podrían oponer a tan enorme poder conjuntado. De modo que esa maldita pareja real, aunque desgraciadamente tan carismática, tenía que desaparecer de la escena. Cuanto antes, mejor.
Ahora bien: el agente cojo no era un hombre que tomara la ejecución de sus planes en sus propias manos. Le repugnaba la idea misma de asestar una simple puñalada. En todo caso podría imaginarse manejando un veneno, aunque siempre preferiría que fueran otros quienes lo hicieran. Naimán era un intrigante nato, apreciaba la emoción del juego, tender trampas y extender redes en las que otros quedaran atrapados, para acabar consiguiendo lo que él imaginaba un final satisfactorio. No se trataba de cobardía, de ninguna manera; en realidad él no huía de las situaciones dudosas, por precarias que fuesen. Le agradaba presentarse con toda clase de disfraces y correr aventuras que pusieran en riesgo hasta su vida, si se trataba de alcanzar una meta que se había propuesto. De modo que estuvo días enteros escondido en aquel paraje inhóspito y, en efecto, casi moría miserablemente de sed cuando apareció al fin la caravana procedente del desierto. Había estado horas tumbado bajo el sol ardiente y no había sacrificado en vano la vida del camello cortándole la vena del cuello, preocupado constantemente por que la caravana de Tabriz emprendiera en el último momento otra ruta. Naimán era tenaz, no confiaba en nadie más que en sí mismo, por lo cual solía gastar muchos esfuerzos y muchos regalos interrogando a todos los viajeros procedentes del noreste, hasta que finalmente se enteró de que los personajes que buscaba se habían adherido a una caravana que transportaba una alfombra destinada como regalo al il-jan.
Su tenacidad había sido premiada. Roç y Yeza seguían vivos, y por mucho que él lo lamentara, al menos había eliminado esa duda. También le resultó satisfactorio el hecho de que los dos jóvenes no lo reconocieran: ¡su disfraz era perfecto! Lo único que le quedaba por hacer era convencer a los beduinos de que la pareja real era una amenaza para ellos, tenía que azuzarlos contra Roç y Yeza para que echaran mano de sus puñales o, al menos, los abandonaran en medio del desierto, donde morirían atrozmente y sin remedio…
Se acercaban los jinetes de una patrulla.
El ejército de los mongoles se abrió en abanico en cuanto los primeros grupos hubieron alcanzado el llano, mientras la retaguardia frenaba su bajada y mantenía ocupadas las pendientes montañosas, para asegurar las espaldas. La máquina de guerra se había detenido.
Yves el Bretón tuvo que incorporarse al séquito de Kitbogha, y no le habían dejado presentarse ante el comandante supremo hasta que hubo quedado instalada con toda rapidez la tienda de éste. El embajador francés no tuvo más remedio que admirar la precisión y perfección con que funcionaba todo ese mecanismo militar y su intendencia, pues todo sucedía en medio de un silencio absoluto, sin que apenas se oyeran voces de mando. Las órdenes se transmitían con banderines y su cumplimiento se avisaba por la misma vía, sin levantar la voz. De ese mismo modo les fue ordenado a los acompañantes que condujeran al embajador ante el famoso comandante supremo.
Kitbogha —que, en comparación con la mayoría de los mongoles, habitualmente de baja estatura, podía ser considerado un gigante— mostraba un rostro bronceado, imberbe, que debido a su carnosidad benevolente y surcada por profundos pliegues le recordó al Bretón los enormes perros de guardia que pululan en torno al monasterio de San Bernardo, en cierto puerto de montaña de los Alpes marítimos. Recibió al huésped delante de su tienda, vestido con una chaquetilla de manga corta, y le ofreció una copa de vino como trago de bienvenida en lugar de un vaso de kumiz, como sería de esperar. Mientras entraba en la tienda, Yves prestó cuidadosa atención a no pisar el umbral, pues los mongoles consideran que es un mal presagio, gesto, por tanto, de consecuencias desagradables.
Pero el Bretón no tenía la intención de perder su cabeza a causa de un paso en falso así, de modo que muy pronto ambos señores se encontraron sentados uno frente a otro, intercambiando los amables saludos de rigor y mirándose con sonrisa benévola. Yves era de apariencia delgada, su cráneo huesudo mostraba los rasgos nítidos y prominentes de las aves de presa. Lo que más llamaba la atención de su persona eran los largos y musculosos brazos, y como casi siempre mantenía el torso poderoso inclinado hacia delante, su postura se asemejaba a la de un primate. La mirada triste de sus ojos revelaba, sin embargo, que se avergonzaba en lo más profundo de su ser del aspecto amenazador que ofrecía su cuerpo. No era un hombre bello, y en su vida de guerrero no había recibido mucho amor.
—¿Sabéis vos —suspiró el viejo comandante al iniciar la conversación— dónde podríamos encontrar a los niños?
Kitbogha, en realidad, no esperaba respuesta a semejante pregunta, por lo que prosiguió:
—Su ausencia ha inutilizado el proyecto de nuestra casa reinante, que era el de entronizarlos como reyes de la paz en aquella parte del mundo que estamos a punto de conquistar…
El Bretón no tenía la intención de discutir el proyecto como tal, sobre todo el hecho de que los mongoles partieran de la idea de que el "resto del mundo" se les sometiera sin más, idea que él, Yves, consideraba descabellada. De modo que se limitó a responder a la pregunta inicial, que en la imaginación de Kitbogha probablemente se refería a un contratiempo pasajero: la "desaparición" de la pareja real.
—En la vida de Roç y Yeza existe una sola persona que siempre encontraréis a su lado, ¡y esa persona es William de Roebruk!
Yves lo expresó en un tono que permitía adivinar el poco aprecio que sentía por el minorita.
—A ese franciscano no hay manera de quitárselo de encima, ¡se les agarra al cuello como el hurón al del conejo! De modo que lo que debéis hacer es buscar a William y seguirlo por donde vaya. A la corta o a la larga os llevará junto a la pareja.
Su interlocutor no parecía muy feliz al considerar el procedimiento recomendado, ni le parecía la intervención del personaje enunciado apropiada al poderío de los mongoles y su manera de entender su propia dignidad.
—Yo había pensado en Arslán, el chamán —hizo saber a su visitante—, puesto que ha demostrado muchas veces tener una sensibilidad casi mágica cuando se trata de adivinar dónde se encuentran sus pupilos. Así es como considera a la propia pareja real —incidió con visible orgullo—. Creo que su capacidad para entrar en contacto con ellos nos conducirá con mayor rapidez a la meta…
—¿Cómo es que entonces no habéis encargado hace tiempo a ese genial chamán que busque a los evadidos?
A Yves le resultaba difícil ocultar la ironía que destilaban sus palabras.
—No sabemos dónde se encuentra el chamán en estos momentos.
Kitbogha, como hombre poderoso que era, se podía permitir la confesión de algún que otro pequeño fallo en su concepto estratégico, fácilmente subsanable.
—El ilustre il-jan Hulagu y la dokuz-Jatun os esperan —proclamó después con cierta condescendencia, y se levantó del asiento.
Los lamentos de Odoaker llamaron la atención de William y la dirigieron a la olla de barro con el guiso de setas. Olía a quemado. Pero en lugar de cargar de reproches al conmovido sacristán, el fraile hambriento tiró del recipiente para alejarlo del fuego, y poco después los dos ermitaños de Montjoie estaban tomando su colación, mojando en la salsa el pan de cebada que había salido excepcionalmente bueno y chasqueando la lengua mientras sus ojos seguían llenos de lágrimas. La mirada del franciscano resbalaba, rápidamente consolada, sobre la vista que les ofrecía la santa ciudad de Jerusalén, felizmente bañada por los cálidos rayos del sol al atardecer. Fue entonces cuando vio a un hombrecillo delgado subiendo por el sendero que serpenteaba desde la ciudad hasta la ermita ruinosa. No se trataba de un peregrino que estuviera ya de vuelta a casa, pues William reconoció de inmediato al ágil anciano. Era el secretarius venerabilis, apoderado general de la misteriosa hermandad que protegía —¡y mantenía vigilado!— al minorita William de Roebruk. El anciano era el portavoz de esa hermandad y la única persona de carne y hueso que William conociera de entre las filas de sus superiores anónimos: sabía que había que tomárselo en serio.
Ciertamente, Lorenzo de Oria seguía vistiendo el hábito de simple franciscano, como el propio William, y si éste se veía obligado de vez en cuando a acusarse a sí mismo de ciertos pecados de la carne, aquel señor de Orta padecía en cambio de un espíritu notoriamente hereje, lo cual era mayor pecado si cabía. Aunque William se guardaba mucho de expresar pensamiento tan atrevido. El fraile de cabello blanco superó con pie ligero los últimos escalones. William reunió rápidamente los últimos restos de su ración de setas en la cuchara, limpió el fondo del cuenco con un trozo de pan y se lo metió todo en la boca, no porque le diera vergüenza, sino porque no deseaba compartir su comida frugal con aquel hermano. ¡Un franciscano siempre está hambriento!
—¡Pax et bonum! —saludó Lorenzo con una sonrisa de superioridad al hermano, incapaz de devolver el saludo por lo llena que tenía la boca. Sin preguntar nada, el señor de Orta se sentó y tomó un trago de agua del vaso de William.
—¿Hasta dónde has llegado en la anotación de tus lamentos fúnebres? —le preguntó a William, y su voz no revelaba mucha compasión. Después pasó enseguida al tema que lo traía—. Cuidado con ahogarte en tanta tinta y tantas lágrimas como te hacen derramar los que son objeto de esa necrología. Al parecer, la pareja real ha sido vista en el norte …
—¿Cómo puede ser? —protestó William, incrédulo, y se atragantó de tanto enfado como sentía—. Yo he visto con mis propios ojos…
El secretarius interrumpió la intervención indignada.
—Vengo de Antioquía —explicó a sus oyentes, pues también Odoaker mostraba gran interés, haciendo rodar los ojos—, y allí, en el Principado, hace tiempo que murmuran que Roç y Yeza están vivos; se dice que un chamán los salvó de morir miserablemente en el desierto…
—En Antioquía se habla mucho…
William se había tragado el último bocado y había recuperado su compostura.
—¿Por qué no han enviado de inmediato unos jinetes a buscarlos en todas direcciones? En esa corte de los normandos deberían considerar que su tarea más urgente es la de poner a salvo a tan noble pareja…
—En el Principado tienen otras preocupaciones —intentó explicarles el anciano la situación—, viven aislados de todo contacto con los últimos bastiones de los cruzados, y en cualquier momento pueden caer sobre ellos los mongoles. Necesitan a cada hombre.
—¡Nada puede haber más importante que el destino de Roç Trencavel y su princesa Yeza! —seguía indignado William—. ¡Los de allí son una pandilla de infieles! ¡Bohemundo, el joven príncipe, juró en su día portarse como un hermano de sangre de la pareja real!
Lorenzo sonrió ante tanto enfado.
—No hay razones para tomarse tantas prisas. Es probable que la pareja real no tenga muchos deseos de aparecer justamente en estos momentos y caer en manos de los mongoles —la voz del señor de Orta bajó de tono—. Tal vez ni siquiera estén deseosos, después de tan amarga experiencia, de aparecer como la pareja a la que se le cargan todos los conflictos, todos esos problemas que tanto en Oriente como en Occidente, tanto en el islam como en la cristiandad, se ven incapaces de resolver. ¡Tal vez no deseen aceptar esa carga, ser los reyes de la paz verdadera en un mundo que solamente piensa en guerras, opresiones y expansión del poder!
El anciano hablaba más bien para sí que para los demás.
—Yo solamente quiero saber dónde los puedo encontrar —intervino William con la boca pequeña —para acudir a su lado, ayudarlos, pues ellos me necesitan…
Estaba poco convencido de lo que él mismo afirmaba, así que Lorenzo hizo caso omiso de su ofrecimiento.
—Cualquiera que quiera servir al "gran proyecto" —exclamó para tranquilizar al otro, que parecía un tanto trastornado —lo que tiene que hacer es permanecer en el puesto que le ha sido asignado.
Y Lorenzo, como predicador experto que era, añadió la severidad al consuelo.
—Tú, William, recibiste el encargo de anotar la historia de Roç y Yeza desde sus comienzos.
—¡Esa historia aún no ha acabado! —exclamó William, quien seguía indignado—. ¡Gracias a la santísima Virgen! Por esa misma razón debería yo acudir sin pérdida de tiempo…
El anciano lo interrumpió en medio de la frase.
—¡Aquí es donde tienes que proseguir tu trabajo, William! —le ordenó con voz severa—. Y debes hacerlo más concienzudamente de lo que has demostrado hasta la fecha.
William se encogió sobre sí mismo.
—¡Sólo por esa razón te tenemos alojado en este lugar tan encantador!
Finalmente, el monje de complexión escuálida tuvo lástima del orondo regañado:
—Si te necesitáramos en otra parte, te lo haríamos saber a su debido tiempo.
El visitante se alzó. El atardecer iba envolviendo la ciudad, los rayos de sol llegaban casi horizontales y arrojaban largas sombras, su luz doraba las piedras.
—Ni siquiera sabemos —añadió en tono condescendiente —si el rumor obedece a la verdad. El rey Hethum de Armenia llegó poco antes de mi partida a la corte de su yerno, el príncipe Bohemundo. Durante su entero viaje por el norte el monarca no ha oído el mínimo rumor al respecto.
William no se sintió consolado con esta noticia y se mostraba renitente.
—Ese armenio se caga en los pantalones cuando oye hablar de que los mongoles se acercan, por eso los lleva tan anchos. A ese cobarde no le queda ni un hueco en el cerebro para interesarse por la suerte de mis pobres niños…
—A cada momento me recuerdas más a una vieja y gorda nodriza que no hace más que lloriquear —lo interrumpió Lorenzo en tono agresivo—. ¡No te enteras de que la rueda del tiempo gira, que los años pasan! Sigues hablando de "tus pequeños" e intentas conseguir que se refugien en tu voluminoso pecho, cuando esos niños hace rato que han alcanzado la edad en que podrían engendrar y parir hijos propios.
A William no le gustó el reproche y quiso retirarse a su cuarto de la torre, murmurando protestas incomprensibles, pero su severo visitante lo retuvo, sujetándolo por la manga del hábito.
—Si tanto deseas ver a Roç y Yeza —sugirió en tono insistente al confundido compañero—, ¿por qué no los convocas con tus escritos?
El secretarius bajó la voz como si estuviera revelando un gran secreto.
—¡El poder de la palabra escrita sirve hasta para convocar a los muertos!
Con estas palabras dejó a William plantado y se alejó.
El fraile lo siguió con la mirada, impresionado, pero sobre todo aturdido. No sentía muchas ganas de reemprender su tarea, puesto que con el corazón dolorido se había despedido ya, en su fuero interno, de Roç y Yeza, y he aquí que todo acababa de ser puesto nuevamente en duda. Su propio destino, unido con cadenas irrompibles al de los niños, quedaba ahora de nuevo ante sus ojos como una hoja en blanco, como si aún estuviera por inventar la primera frase, cuando en realidad acababa de luchar con mucho esfuerzo por hallarle un final —forzosamente triste, pero digno— a su crónica. Lanzó un profundo suspiro que denotaba la lástima que sentía consigo mismo. El problema no eran tanto los mongoles, como los planes que éstos tuvieran en relación con la "pareja real"…
Pero mientras ascendía por la escalera de mano sintió de nuevo una alegría desbordante, que nacía de una esperanza renovada: si Roç y Yeza estaban vivos, él los volvería a ver, volvería a abrazar a sus querido niños, ¡fuera la edad que fuera que hubieran alcanzado mientras tanto! Calculó más o menos el tiempo transcurrido. Tendrían unos veinte años, pero para él Roç y Yeza seguían siendo sus niños, ¡en cualquier caso y por toda la eternidad!