Cuando pienso en mi segundo pasaje por el túnel que me llevaba al mundo exterior, creo que duró una guardia o más. Admito que mis nervios nunca han estado perfectamente templados, pues siempre los ha atormentado una memoria incesante, pero entonces se encontraban en extrema tensión, de manera que tres zancadas parecían abarcar toda una vida. Por supuesto que yo estaba asustado. Nunca me han llamado cobarde desde niño, y en determinadas ocasiones algunas personas han comentado mi valentía. He desempeñado sin desmayo mis cometidos como miembro del gremio, me he batido privadamente y en guerras, he escalado peñascos y en varias ocasiones estuve a punto de perecer ahogado. Pero pienso que entre quienes tienen fama de valientes y aquéllos de quienes se piensa que son cobardes como gallinas, no hay mucha diferencia: los segundos tienen miedo antes del peligro, y los primeros, después de él.
Desde luego, nadie puede encontrarse muy asustado en el momento de un gran peligro inminente, pues el cerebro está demasiado concentrado en la cosa misma y en los actos que son necesarios para enfrentarla o evitarla. El cobarde, pues, es cobarde porque su miedo lo lleva con él; a veces, las personas a quienes creemos cobardes nos sorprenden por su bravura, si no han sido advertidos del peligro que corren.
El maestro Gurloes, de quien cuando yo era niño pensaba que tenía el más impávido valor, era sin duda un cobarde. Durante el período en que Drotte fue capitán de aprendices, Roche y yo solíamos alternar, por turnos, en el servicio del maestro Gurloes y del maestro Palaemón, y una noche, cuando el maestro Gurloes se hubo retirado a su cabina, habiéndome dado instrucciones para que me quedara y le llenase la copa, comenzó a hacerme confidencias.
—Muchacho, ¿conoces a la cliente fa? Es hija de armígero, y bastante guapa.
Como aprendiz, trataba poco con los clientes; así que negué con la cabeza.
—Ha de ser abusada.
No tenía idea de lo que quería decir, así que respondí:
—Sí, maestro.
—Se trata de la desgracia más grande que le puede sobrevenir a una mujer, o también a un hombre. Ser abusada por el torturador. —Se tocó el pecho y echó hacia atrás la cabeza para mirarme. La cabeza era notablemente pequeña para un hombre tan enorme; de haber llevado camisa o chaqueta (lo que desde luego nunca hacía), hubiérase creído que la llevaba forrada.
—Sí, maestro.
—¿No te vas a ofrecer a hacerlo en mi lugar? Con lo joven y jugoso que eres. No me digas que aún no tienes pelos.
Por fin comprendí lo que quería decir, y le dije que no me había enterado de que estuviera permitido, porque aún era aprendiz, pero que si él lo ordenaba desde luego, obedecería.
—Sí, imagino que sí. No está mal, ¿sabes? Pero es alta, y no me gustan las altas. Puedes estar seguro de que en esa familia ha habido un bastardo exultante hace una generación o dos. Como dicen, la sangre siempre te traiciona, aunque sólo nosotros sabemos todo lo que eso significa. ¿Quieres hacerlo?
Me alargó la copa y la llené.
—Si lo deseas, maestro… —La verdad era que me excitaba imaginarlo. Nunca había poseído a una mujer.
—Tú no puedes y yo debo. ¿Y si yo fuera interrogado? Pues también estoy obligado a certificarlo y a firmar los papeles. Soy maestro del gremio desde hace veinte años y nunca he falsificado ningún papel. Supongo que crees que no puedo hacerlo.
Eso nunca se me había ocurrido, así como nunca había pensado lo contrario (que todavía pudiera quedarle algo de vigor sexual) del maestro Palaemón, cuyo pelo canoso, espalda encorvada y gafas escrutadoras le daban el aspecto de una persona eternamente decrépita.
—Bien, mira aquí —dijo el maestro Gurloes, y con un movimiento se levantó de la silla.
Era de esos capaces de caminar bien y de hablar con claridad incluso cuando están borrachos, y se dirigió con mucho aplomo hacia un armario y sacó un jarrón de porcelana azul, aunque por un momento pensé que iba a dejarlo caer…
—Esto es una medicina rara y potente. —Quitó la tapadera y me enseñó un polvillo marrón oscuro—. No falla nunca. Lo tendrás que utilizar algún día, de manera que debes conocerlo. Pon en la punta de un cuchillo exactamente lo que puedas coger con la uña del dedo, ¿entiendes? Si coges demasiado, no podrás aparecer en público durante un par de días.
Dije:
—Lo recordaré, maestro.
—Por supuesto que es un veneno. Todas las medicinas lo son, y ésta es la mejor. Si te excedes un poco te matará. Y no has de volver a tomarlo hasta que cambie la luna, ¿comprendes?
—Quizá sería mejor hacer que el hermano Corbinian pese la dosis, maestro.
Corbinian era nuestro boticario; me aterrorizaba que el maestro Gurloes fuera a tragarse una cucharada ante mis ojos.
—No me hace falta pedírselo. —Despectivamente puso de nuevo la tapadera sobre la jarra y de un golpe volvió a colocarla en la estantería del armario—. Eso está bien, maestro.
—Además —dijo guiñándome un ojo—, contaré con esto. —Del bolsillo del cinturón sacó un falo de hierro; medía palmo y medio y en el extremo opuesto a la punta tenía una correa de cuero. Aunque te parezca idiota, lector, por un instante no se me ocurrió para qué podría ser aquello, a pesar del realismo algo exagerado del diseño. Tenía la idea confusa de que el vino lo había vuelto infantil, pues un niño es quien supone que no hay una diferencia esencial entre una montura de madera y un verdadero animal. Me dieron ganas de reír.
—«Abusar», ésa es la palabra. Ahí, ya ves, es donde nos dejan una salida. —Y se golpeaba con el falo de hierro la palma de la mano, el mismo gesto, ahora que lo pienso, que había hecho el hombre mono que me había amenazado con el mazo. Entonces lo comprendí y sentí un asco irreprimible.
Pero ahora ya no sentiría ese sentimiento de asco en una situación parecida. Yo no sentía compasión por la cliente, porque no pensaba en absoluto en ella. Era sólo una especie de repugnancia por el maestro Gurloes, que a pesar de toda su voluminosidad y enorme fortaleza tenía que recurrir al polvillo marrón, y lo que es peor, al falo de hierro, un objeto que quizás habían quitado de una estatua. Sin embargo, en otra ocasión en que el acto tenía que cumplirse inmediatamente por temor a que la orden no pudiera ser ejecutada antes de que la cliente muriera, lo vi actuar en seguida, sin polvillo ni falo ni dificultad alguna.
Así pues, el maestro Gurloes era un cobarde. Y, sin embargo, quizá su cobardía era mejor que el valor que yo hubiera tenido en su lugar, pues el coraje no siempre es una virtud. Yo había actuado con valentía (según se cuentan esas cosas) cuando peleé contra los hombres mono, pero esa valentía no fue más que una mezcla de osadía, sorpresa y desesperación; cuando ya en el túnel no había motivo para tener miedo, yo lo tenía, y casi me reventé los sesos contra el techo bajo; pero no me detuve, ni siquiera aminoré la marcha hasta que no vi enfrente de mí la apertura, que el bendito resplandor de la luz de la luna hacía visible. Entonces fue cuando realmente me detuve; y sintiéndome a salvo, limpié mi espada lo mejor que pude con el borde rasgado de mi capa, y la enfundé.
Hecho esto, me la eché al hombro, y con un balanceo me dejé caer hacia fuera, tanteando con la punta de mis empapadas botas los rebordes que me habían ayudado a subir. Acababa de llegar al tercero de los rebordes, cuando dos dardos inflamados golpearon la roca cerca de mi cabeza. Uno debió quedarse con la punta incrustada en alguna irregularidad de la antigua obra, pues permaneció allí abrasándose en blanco fuego. Me acuerdo de mi sorpresa, y de cómo esperé, en los pocos momentos que mediaron antes de que el siguiente golpeara más cerca todavía y casi me cegara, que los arbalestos no fueran de ésos que ponen en la cuerda un nuevo proyectil cuando se aprieta el gatillo y que son tan rápidos en volver a disparar.
Cuando el tercero estalló contra la piedra, supe que era en verdad un arbalesto de ese tipo, y me dejé caer antes de que los tiradores, que ya habían fallado, pudieran volver a disparar.
Había, como tenía que haberlo sabido, un profundo remanso donde caía el agua que salía de la boca de la mina. Me di una nueva zambullida, pero como ya estaba mojado no me sentó mal e incluso apagó las manchas de fuego que se me habían pegado a la cara y a los brazos.
Ahora ni se planteaba la cuestión de permanecer debajo del agua, que me cogió como si fuera un palo y me hizo subir por donde quiso. Por la más feliz de las casualidades, fui a emerger a cierta distancia de la cara de la roca, y pude contemplar a mis atacantes desde atrás mientras trepaba a la orilla. Ellos y la mujer que los acompañaba, estaban mirando al lugar donde la cascada caía. Desenvainé Terminus Est por última vez en la noche mientras gritaba:
—Por aquí, Agia.
Ya había adivinado que se trataba de ella, pero al volverse (más rápida que ninguno de los hombres que estaban con ella) le vi la cara a la luz de la luna. Para mí era una cara terrible (si bien adorable a pesar de toda su modestia), porque contemplarla significaba que Thecla seguramente había muerto.
El hombre más cercano a mí fue bastante estúpido como para tratar de llevarse el arbalesto al hombro antes de apretar el gatillo. Me agaché cercenándole las piernas, mientras el dardo del otro silbaba sobre mi cabeza como un meteoro.
Cuando de nuevo me erguí, el segundo hombre había dejado caer su arbalesto y se estaba llevando la mano al cinto. Agia fue más veloz, hiriéndome en el cuello con un athame antes de que el arma de él estuviera fuera de la vaina. Esquivé el primer golpe de ella y le paré el segundo, aunque la hoja de Terminus Est no estaba hecha para la esgrima. Cuando la ataqué tuvo que retroceder de un salto.
—Ponte detrás —le dijo al segundo arbalestero—. Yo puedo enfrentarme con él.
El hombre no respondió, y la boca se le abrió en una amplia mueca. Antes de darme cuenta de que no era a mí a quien miraba, algo con un resplandor febril saltó a mi lado. Oí el repugnante sonido de un cráneo que se rompe. Agia se volvió con la agilidad de un gato, y hubiera atravesado al hombre mono si de un golpe en la mano yo no le hubiera quitado el cuchillo; el arma envenenada cayó rebotando hasta el remanso del río. Entonces trató de huir, pero la agarré por el cabello y la hice caer.
El hombre mono farfullaba algo sobre el cuerpo del arbalestero que había matado, y nunca he sabido si trataba de quitarle alguna cosa o si simplemente sentía curiosidad por su aspecto. Apreté con el pie el cuello de Agia y el hombre mono se incorporó, volvió la cara hacia mí, y a continuación cayó de hinojos en la postura que yo le había visto en la mina, y levantó los brazos. Le faltaba una mano. Reconocí el tajo limpio de Terminus Est. El hombre mono farfulló algo que no pude entender. Traté de contestar:
—Sí, yo lo hice, lo siento. Ahora estamos en paz.
Me miró con ojos suplicantes y habló de nuevo. Todavía le caía un hilo de sangre del muñón, aunque las gentes de su especie han de tener un mecanismo para cerrar las venas, como el que tienen los tilacodontes, según se dice; sin los cuidados de un cirujano, con esa herida cualquier hombre se hubiera desangrado hasta morir.
—Yo te la hice, pero fue mientras aún peleábamos, antes de que vierais la Garra del Conciliador.
Entonces se me ocurrió que quizá me había seguido para volver a contemplar la gema, dominando el temor a aquella cosa que habíamos despertado debajo de la colina. Me llevé la mano al borde de la bota y saqué la Garra, y en ese momento me di cuenta de lo estúpido que había sido en poner la bota y su preciosa carga tan cerca del alcance de Agia, pues los ojos se le agrandaron de codicia en el momento en que el hombre mono se agachó aún más y alargó el muñón lastimoso.
Por un momento permanecimos los tres en esa postura, y éramos sin duda un extraño grupo en aquella luz irreal. Desde los picos de más arriba, una voz sorprendida gritó mi nombre. Como el sonido de una trompeta que en una representación fantasmagórica disuelve todo lo fingido, ese grito puso fin a nuestra escena. Bajé la Garra y la escondí en la palma de mi mano. De un salto, el hombre mono se lanzó a la cara de la roca, y Agia comenzó a debatirse y a maldecir bajo mi pie.
La calmé golpeándola de plano con mi espada, pero mantuve la bota encima de ella hasta que Jonas me hubo alcanzado y ya fuimos dos para impedir que escapase.
—Pensé que podrías necesitar ayuda. Ya veo que me equivocaba —dijo mientras miraba los cadáveres de los hombres que habían estado con Agia.
Le dije:
—No fue ésta la verdadera pelea.
Agia se incorporó sentándose y se sacudió el cuello y los hombros.
—Éramos cuatro, y hubiéramos dado buena cuenta de ti, pero los cuerpos de esas cosas, esos hombres-tigre luciérnagas, comenzaron a asomar por el agujero y dos de los míos tuvieron miedo y escaparon.
Jonas se rascó la cabeza con su mano de acero: el sonido de un corcel almohazado.
—Así que vi lo que creí ver. Había empezado a preguntármelo.
Le pregunté qué creía haber visto.
—Un ser que resplandecía en un ropaje de piel y que te hacía una reverencia. Y tú sostenías una copa de coñac ardiente, creo. ¿O era incienso? ¿Qué es esto? —Se inclinó y cogió algo del borde de la orilla donde el hombre mono se había puesto de hinojos.
—Una cachiporra.
—Sí, ya lo veo. —En el extremo de la empuñadura de hueso había una tira de cuero y Jonas se la pasó por la muñeca—. ¿Quiénes son estas personas que trataron de matarte?
—Lo hubiéramos conseguido si no hubiera sido por esa capa. Lo vimos salir del agujero, pero la capa lo cubrió cuando empezó a descender, de modo que mis hombres no pudieron ver el blanco, sólo la piel de sus brazos.
Expliqué tan brevemente como pude mis relaciones con Agia y su hermano gemelo, y describí la muerte de Agilus.
—Y ahora ella ha venido a juntarse con él. —Jonas miró primero a ella y luego la longitud carmesí de Terminus Est, y se encogió levemente de hombros—. He dejado arriba mi petigallo, y tendría que ocuparme de él. Así después puedo decir que no vi nada. ¿Fue esta mujer quien envió la carta?
—Tendría que haberlo sabido. Le conté lo de Thecla. Tú no sabes nada de Thecla, pero ella sí. De eso trataba la carta. Le conté todo mientras visitamos el Jardín Botánico en Nessus. En la carta había errores y cosas que Thecla no hubiera dicho, pero cuando la leí no me paré a pensarlo.
Me retiré y volví a poner la Garra en la bota, metiéndola bien adentro.
—Tal vez sea mejor que te ocupes de tu animal, como dices. El mío parece haber escapado, y quizá tengamos que cabalgar en el tuyo por turnos.
Jonas asintió y regresó subiendo por donde había venido.
—Me estabas esperando, ¿no? —le pregunté a Agia—. Oí algo y el diestrero meneó las orejas. Eras tú. ¿Por qué no me mataste entonces?
—Estábamos allí arriba —hizo un gesto indicando las alturas—, y quise que los hombres que pagué tiraran contra ti cuando subías caminando por la corriente. Fueron estúpidos y tozudos como siempre son los hombres, y dijeron que no desperdiciarían sus dardos, que las criaturas de ahí dentro te matarían. Hice caer rodando la piedra más grande que pude mover, pero para entonces ya era demasiado tarde.
—¿Te habían contado lo de la mina?
Agia encogió los hombros desnudos, que la luz de la luna convirtió en algo más hermoso que la carne.
—Como vas a matarme, ¿qué más me da? Todos los lugareños cuentan historias sobre este sitio. Dicen que esas cosas salen de noche durante las tormentas y se llevan los animales de los establos y a veces entran en las casas por los niños. Y una leyenda dice que dentro guardan un tesoro, así que también lo puse en la carta. Pensé que si no venías por Thecla podrías venir por eso. ¿Puedo volverte la espalda, Severian? Si da lo mismo, no quiero verlo.
Cuando lo dijo, sentí como si se me hubiera quitado un peso del corazón: no estaba seguro de poder golpearla si hubiera tenido que mirarle la cara.
Levanté mi propio falo de hierro y sentí entonces que quería preguntarle otra cosa a Agia, pero no conseguí recordar lo que podía ser.
—Golpea —dijo—. Estoy dispuesta.
Traté de pisar con firmeza y mis dedos tocaron la cabeza de la mujer en la guarda de la espada, la cabeza que marcaba el filo femenino.
Poco después, volvió a repetir:
—Golpea.
Pero para entonces yo ya había dejado atrás el valle.