En la planta baja del hospital las urgencias hervían de actividad. Javier, junto al doctor Menkil, daba su diagnóstico a distintos profesionales sobre los chicos que habían llegado heridos tras una pelea callejera. Después de horas organizándolo todo, Javier regresó agotado a su despacho. Necesitaba un momento de paz. Al entrar fue directamente hasta su mesa y no reparó en el papel que había encima de la misma hasta que estuvo sentado frente a él. Se quedó sin palabras cuando, al fijarse, vio unas florecillas encima del escritorio junto a una nota.
Al reconocer aquellas flores, cerró los ojos. No sabía si reír o llorar. Finalmente, decidió abrir aquella nota.
Elsa
Javier sonrió por primera vez en mucho tiempo. Recostándose en el sillón, leyó aquella nota mil veces, mientras con la otra mano tocaba aquellas flores llamadas nomeolvides. Abriendo un cajón de la mesa, sacó una foto de Elsa y él sonriendo. ¿Cómo olvidar a Elsa? Era imposible. El amor que sentía por ella era más fuerte que él mismo y, según pasaban los segundos, se dio cuenta de que no podía ni quería controlarlo.
Volvió a leer la nota y sonrió al ver cómo ella recordaba el nombre científico de aquellas florecillas, Myosotis palustris. Recordó el momento exacto en que le había regalado aquellas flores. Bailaban. Las cogió de un gran cesto y, mintiéndole sobre su verdadero nombre, se las regaló esperando que no le olvidase. Pero lo que nunca llegó a imaginar era que, con el paso de los años, ella le regalaría las mismas flores a él. Incapaz de negar lo evidente, Javier besó la foto de Elsa y, levantándose del sillón, corrió hacia el ascensor. Necesitaba decirle que la quería, que la perdonaba, que la amaba. La necesitaba tanto como respirar. Olvidando su orgullo herido, decidió concederle a Elsa no una, sino mil oportunidades. Cuando llegó frente a la habitación de las chicas, abrió la puerta, pera su cara cambió cuando no encontró allí a quien deseaba.
—Hola, Javier —saludó rápidamente Rocío al verle aparecer.
Candela al verle, se dirigió hacia la puerta para abrazarle.
—Javier, hijo, ¿cómo estás, corazón?
Intentando ocultar su decepción, saludó primero a Candela y luego a Bárbara.
—¿Cuándo habéis llegado?
Bárbara, sin intuir lo que aquel muchacho sentía ni pensaba, respondió:
—Apenas hace unas horas.
Durante unos minutos fue cortés y habló con las mujeres, pero cuando ya no pudo aguantar más, miró a Celine y Rocío y preguntó:
—¿Elsa se ha ido ya?
Con una sonrisa en los ojos, Celine asintió y él resopló.
—Hace un un par de horas —respondió Rocío al ver la impaciencia en sus ojos, y con una dulce sonrisa añadió—: Pero iba directamente para su casa.
—Anda… ve a buscarla. Allí la encontrarás —sonrió Celine guiñándole un ojo.
Javier sonrió ampliamente y Candela y Bárbara se miraron. ¿Qué ocurría allí?
—Gracias, chicas. —Salió disparado de la habitación pero, segundos después, entró y mirando a Bárbara y Candela dijo—: Mañana prometo venir a verlas con más tranquilidad. Ahora, si me disculpan, tengo algo importante que hacer.
Quitándose la bata con una sonrisa en los labios, Javier corrió hacia el ascensor. Necesitaba ver a Elsa.
—Vaya, vaya. Creo que alguien va a pasar una noche maravillosa —murmuró Celine con malicia al verle salir.
—¡Ojalá, miarma…, Ojalá! —rió Rocío—. A ver si se arreglan de una vez.
Bárbara y Candela, que habían sido testigos de aquello, comenzaron a entender de qué iba todo. Entonces Bárbara, cuadrándose ante ellas, preguntó:
—¿Que se arregle quién?
—Pues Elsa y Javier —respondió Rocío. Al ver sus caras, comentó—: Es una larga historia.
—¡Virgencita! —dijo Candela al escuchar aquello—. Si ya decía yo que el muchacho tenía mala cara y tu hija también.
Al oír aquello, Bárbara comprendió las ojeras de su hija. Sólo deseaba que aquel asunto se solucionara lo mejor posible para todos, aunque en especial para Elsa.
Sentándose frente a Rocío y Celine, que se miraban con complicidad, Bárbara dijo:
—Queridas niñas, desembuchad ahora mismo, porque tengo toda la noche para escucharos. —Y dicho aquello, las muchachas le comenzaron a contar la historia.
Aquella noche, cuando Elsa llegó a su casa, convenció a Shanna y a George para que se marcharan a cenar solos a un elegante y bonito restaurante. Necesitaba estar sola para lamerse las heridas. Quería estar sola para meterse en la bañera y llorar sin que nadie la oyera. En un principio, sus amigos se negaron si ella no les acompañaba, pero cuando consiguió deshacerse de ellos, cogió la correa de Spidercan, que saltaba alegremente a su alrededor y bajó hasta un parque cercano. Tras soltarle para que corriera un poco, se apoyó en un banco y sonrió al verle jugar con otros perros. Pero su cabeza sólo podía pensar en una persona: Javier. Al darse cuenta de las horas que habían pasado desde que dejó la nota en su despacho con las flores, imaginó que éste las había tirado directamente a la papelera. Y aunque le doliera reconocerlo, se lo merecía por estúpida, tonta, desconfiada y todo lo que se la pudiera llamar.
Convencida de ello, Elsa centró de nuevo su mirada en Spidercan, que detuvo su carrera para fijarse en alguien que se acercaba por el parque. Elsa levantó la vista hacia donde su perro miraba, pero las sombras de la noche no le dejaban ver con claridad de quién se trataba. Y cuando la luz de una farola le permitió reconocerle, a punto estuvo de desmayarse. Era Javier, que la miraba con una sonrisa en la boca. Ella, al verle, se quedó clavada en el banco. Intentó levantarse, pero las piernas no la sostenían. Cuando Javier estuvo lo suficientemente cerca, se paró y, durante unos segundos, ambos se miraron tiernamente a los ojos hasta que él, con cariño y con una maravillosa sonrisa, dijo mientras se acercaba lentamente a ella:
—Hace años te dije que las cosas importantes no se suelen olvidar. Y esto —dijo enseñándole las flores de nomeolvides— me hizo recordar cuánto te necesito y te quiero. Intenté odiarte y olvidar tus ojos, tu boca, tu sonrisa, para dejar de sufrir al pensar en ti. Te quiero como nunca voy a querer a nadie, ¿sabes por qué, cariño? —Elsa, con los ojos anegados en lágrimas, negó con la cabeza, y él dijo—: Porque olvidé olvidarte.
—Te quiero, cariño —susurró Elsa.
No hizo falta decir más. No hubo preguntas, ni explicaciones, ni respuestas. Javier, tras dos zancadas, llegó hasta Elsa y la cogió entre sus brazos. Levantándola del banco, la besó con toda la pasión retenida durante aquellos largos meses. Elsa, tras volver a la realidad y verse en los brazos de aquel hombre, le abrazó fuerte, muy fuerte, dispuesta a quererle y a dejarse querer. Atrás quedaron las noches sin dormir, el dolor, la desazón. Frente a ellos se abría un futuro con posibilidades y, sobre todo y lo más importante, con mucho amor.