A la mañana siguiente, Elsa, mientras todas dormían, se acercó hasta la oficina de licencias para matrimonios. Allí conocía a Claudia, una amiga cubana de la familia, que le proporcionó, como un favor especial y sin necesidad de que fueran Shanna y George en persona, una licencia para que sus amigos se pudieran casar. Después fue a la capilla y coordinó algunos detalles más.
Por la tarde, antes de salir del hotel para asistir a la ceremonia, las cinco amigas se reunieron en la habitación de Shanna, que lloraba de emoción al recibir la pulsera de oro que sus amigas le habían regalado. En la parte de atrás estaban grabadas las palabras «Siempre Juntas». A las seis menos cuarto de la tarde todas estaban en la capilla. Mientras George y Shanna se besaban antes de la ceremonia, Elsa pasó al despacho donde entregó la licencia de matrimonio, los pasaportes de ambos y una copia del decreto final del divorcio de George, donde se podía ver la fecha y el lugar donde aquel documento había sido registrado.
La ceremonia fue más sencilla y bonita que muchas otras. Shanna estaba guapísima ataviada con aquel sencillo vestido de gasa blanco y el conjunto de pendientes y collar de oro blanco que su madre había diseñado especialmente para aquella ocasión. A la boda acudieron, además de las amigas, Roana Berson, la madre de Shanna, que estaba todavía un poco sorprendida por la rápida ceremonia y Henry y Thomas, sus hermanos, con sus respectivas parejas. Henry Bradfotte, su padre, decidió declinar aquella invitación, pero Marlene, su hermana, cogió un avión y, previo consentimiento de ambos padres, voló para estar junto a su adorada hermana.
Por parte del novio, fueron los padres de George y dos parejas de amigos que viajaron desde Seattle. La ceremonia fue relativamente rápida. Media hora después, Shanna, del brazo de su marido George, reía mientras recibía los besos de los asistentes, mientras Elsa le explicaba a su ya marido que cuando llegaran a Seattle debería registrar el matrimonio entregando la copia del certificado que éste portaba en la mano. En un momento dado, Shanna tiró el ramo y nadie, a excepción de Rocío y Marlene, levantaron los brazos para cogerlo. Finalmente, fue Marlene quien se hizo con él.
Aquella noche cenaron en un bonito restaurante donde un caballero amenizaba la cena tocando al piano piezas que Elsa le había proporcionado. Era una especialista en cuidar hasta el más mínimo detalle en sus trabajos, y por supuesto en aquella boda tan especial, más todavía. Todas rieron cuando Celine comentó que George no llevaba corbata, por lo que el nudo no se le podía torcer, cosa que nadie entendió, a excepción de ellas. Durante la cena, Roana, la madre de Shanna, comentó que le encantaba Tom Jones y que le gustaría ir a verlo. Sabía que actuaba en una de las salas de fiestas que había en Las Vegas. Para sorprenderla, Elsa, tras hacer varias llamadas, consiguió pases para la actuación que éste tenía a las doce de la noche. La velada terminó con todos los invitados moviendo las caderas al ritmo de las canciones de Tom Jones.
El lunes, tras desayunar todos juntos, cada uno volvió a su hogar. La familia de Shanna voló hacia Toronto, a excepción de Marlene, que marchó hacia Francia. La de George, a Seattle. Los novios se fueron a Maui de luna de miel y las chicas, todas juntas, volaron hacia Los Ángeles. Una vez allí, Aída cogió un taxi y se marchó a casa de Javier para recoger a sus hijos, mientras Elsa volvió a su trabajo.
Rocío, que se había pedido una semana de vacaciones, decidió acompañar a Celine. Aprovechando el viaje a Estados Unidos, tenía que visitar las instalaciones de las bodegas Depinie. Alquilaron un Audi TT, para gusto de Celine y locura de Rocío, y se encaminaron hacia el valle de Napa.
Tras horas de viaje, al llegar frente a una verja cerrada donde en un gran cartel se leía Bodegas Depinie, Celine paró el coche. Después de hacer una llamada, la verja se abrió. Mientras continuaban el camino que les llevaba hacia la casa grande, observaron las hectáreas de terreno llenas de viñas. Con lentitud, llegaron hasta una gran edificación con enormes muros de piedra cubiertos en su mayoría por una hiedra frondosa y reluciente.
—¡Virgen de la Macarena! ¡Qué chozita! —exclamó Rocío mientras observaba la impresionante casa que ante ellas se levantaba.
Celine, quitándose sus glamurosas gafas de sol, susurró:
—Parece más pequeña que la de Francia.
—Pero ¿existen casas más grandes que ésta? —preguntó Rocío escandalizada—. ¡Dios mío, qué burrada! No quiero ni pensar lo que tienen que limpiar.
—Eso se lo puede responder mi ama de llaves —comentó una voz ronca tras ellas—. Angelita está a cargo de todo lo referente a la casa.
Al volverse, Rocío se encontró con un hombre alto, de pelo castaño, de unos cuarenta y cinco años, vestido con ropas claras y oculto bajo unas gafas de sol que, tendiendo la mano, dijo presentándose:
—Soy Marco Depinie. ¿Y usted es?
—Rocío —murmuró—. Rocío Fernández y…
—Tranquila, Rocío —susurró Celine y poniéndose delante de ella y tendiéndole la mano a aquel hombre a modo de saludo, dijo—: Señor Depinie, encantada de volver a verle. Sé que quizá le sorprenda esta visita, pero aproveché un asunto privado para visitar sus instalaciones en el valle de Napa.
Aquel hombre, tras asentir, tendió la mano a Celine y la saludó.
—Mi visita, le recuerdo, es con motivo del catálogo que pronto prepararemos para la subasta. —Celine intentaba controlar sus nervios ante el hecho de que él no dijera nada y volviéndose hacia Rocío, añadió—: Ella es una buena amiga que vive en Nueva York y amablemente ha querido acompañarme para que no viajase sola.
—Encantado de conocerla —comentó Marco mirando a una asustada morena, a la que se le había comido la lengua el gato—. Me alegro de que nos honre con su visita. —Luego, volviéndose hacia Celine, dijo tomándole la mano—: Encantado de volver a verla, Celine, y no se preocupe, ya sabía que usted pensaba visitarme. Su encantadora secretaria se puso en contacto con la mía, aunque tengo que reconocer que su llamada de hace diez minutos nos ha pillado por sorpresa. No habíamos hecho reserva en ningún hotel para facilitarle el alojamiento.
Celine, omitiendo mirar a aquel hombre, al que conocía desde hacía cuatro años, dijo:
—No se preocupe, señor Depinie. He visto varios hoteles cuando veníamos de camino y…
Pero él no la dejó continuar y cortándola, añadió:
—Por suerte, tengo una casa muy grande y Angelita —dijo mirando a Rocío para sonreírla, cosa que ésta agradeció— es una loca de la limpieza que siempre tiene las habitaciones listas por si se presenta algún invitado sorpresa. Por eso les pido a ambas que se queden en mi casa el tiempo que haga falta.
Escuchar aquello hizo a Celine maldecir en voz baja, mientras Rocío decía:
—Igualita que mi madre. Ella dice que la casa hay que tenerla siempre limpia como una patena por si se presenta algún imprevisto.
—Son mujeres previsoras —añadió aquel hombre mirando a Rocío, que le devolvió la sonrisa.
En ese momento, un perro apareció corriendo y el hombre, volviéndose, gritó:
—Andrés, cierra la puerta de la casa. No quiero que ningún chucho entre.
—Señor Depinie, muchas gracias pero… —comenzó a decir Celine. En cambio, Marco sin hacerla caso, se volvió y llamando a unas señoras, hizo que avisaran a Angelita de que tendrían dos invitadas.
Eso hizo bufar a Celine. Mientras, Rocío la miraba con curiosidad. ¿Qué le pasaba?
—No se hable más. Son mis invitadas. Por favor, sigan a Angelita. Ella les indicará sus habitaciones y dónde pueden refrescarse si quieren. Cuando bajen de nuevo, no se preocupen, ya me avisarán —dijo señalando a una sonriente señora de pelo blanco que en ese momento asomaba por la puerta.
Aquel imponente hombre de casi dos metros, con un cuerpo esculpido por el trabajo y bronceado por el sol, se alejó hablando con un joven que fue a enseñarle unas uvas que llevaba en la mano. Rocío y Celine se quedaron sin saber qué decir.
—Señoritas —comentó Angelita tras ellas—. Si me siguen les diré dónde pueden refrescarse.
Ambas, tras mirarse, comenzaron a caminar siguiendo a aquella mujer que sonreía al ver sus caras de desconcierto, sobre todo la de Celine. Cuando llegaron ante unas grandes puertas pintadas en beige claro, la mujer se detuvo y, tras indicar que aquéllas serían sus habitaciones, comentó mirando a Celine:
—No se preocupe, señorita, perro ladrador poco mordedor.
Celine la miró y sonrió.
—¡Anda! Eso se dice mucho en España —comentó Rocío.
—Mi madre era de Burgos —aclaró la mujer.
—Ozú. ¡Qué pequeño es el mundo! —rió Rocío al oír aquello.
Tras aquel comentario, Angelita se marchó, no sin antes recordarles que pidieran cualquier cosa que necesitaran. Una vez dentro de la fabulosa y preciosa habitación, Celine se volvió hacia su amiga y preguntó.
—¿Has oído lo que ha dicho esa mujer?
—Sí, Tempanito. Y no me extraña que te lo dijera, tenías una cara de mala leche que no veas.
Celine, sin apenas escucharla, volvió a protestar.
—Pero ¿tú has visto cómo es ese hombre? Da igual lo que digas. Él hace y deshace a su gusto, sin contar con lo que piensen los demás.
—Ozú, Celine, ¡deja de ladrar! Estamos en un sitio magnífico, precioso.
—Me pone de los nervios. Siempre se sale con la suya.
Rocío, clavándole la mirada, preguntó:
—Pero ¿desde cuándo conoces a ese tipo?
—Desde hace cuatro años —explicó Celine mirando por la ventana—. La empresa para la que trabajo consiguió hacerse con su campaña de Navidad hace tiempo, y ahora es uno de nuestros clientes más importantes. Posee viñedos aquí, en Italia y en Francia. Nuestra firma, o mejor dicho ¡yo!, lleva todas sus campañas —gruñó al ver pasar a Marco bajo la ventana—. Él exigió que fuera yo quien me ocupara de todo lo relacionado con sus campañas.
—Qué maravilla, chica —comentó Rocío. Aquello era un buen reconocimiento a su trabajo.
—¿Maravilla? —gruñó Celine—. No le soporto. Es un chulo prepotente que se cree que todo lo que él diga está bien. No aguanto su aire de autosuficiencia. Es arrogante, estúpido y tiene muchísimas más cosas que prefiero no recordar.
—¡Dios mío! —susurró Rocío prestándole toda la atención—. Pero si es el hombre ideal para ti. —Pero, al ver su cara dijo con rapidez—: Era broma, era broma.
Encendiéndose un cigarro y con los nervios a flor de piel, Celine murmuró:
—Llevo retrasando este viaje meses. La última vez que estuve en su casa de Francia regresé a Bruselas con una úlcera en el estómago. Es que no lo soporto.
—Pues parece amable —susurró Rocío, sorprendida por la reacción de su amiga.
Sin apartar sus fríos ojos azules, Celine continuó mirando a Marco y dijo:
—Te doy dos horas a su lado, y luego me cuentas.
Aquella tarde, sobre las seis, Rocío y Celine bajaron y allí se encontraron con Pierre, que las invitó a visitar las bodegas Depinie. Se montaron en un jeep que las llevó hasta la bodega. En su interior, la luz era cenital mientras recorrían largos pasillos llenos de botellas hasta el techo. Pierre les explicó paso a paso cómo se elaboraba el vino en las bodegas Depinie.