Aquella noche, tras asistir a la fiesta general, se sentaron a hablar todos juntos alrededor del gran fuego que se mantenía vivo durante aquellos tres días. Ante aquel fuego, Sanuye les relató a Rocío, Elsa y su nieta Amitola cómo había conocido al gran amor de su vida, Awi Ni’ta. Un apache mató a su padre cuando ella tenía siete años, y con lágrimas en los ojos y en su corazón, contó cómo su madre, Arateva «Pájaro hermoso», intentó salir adelante con la ayuda de algunas personas de la tribu. Pero aquel año hubo unas fiebres que acabaron con la vida de gran parte de su pueblo, incluida su madre. Sanuye se quedó sola. Durante años estuvo con los hopi, su tribu, hasta que un día apareció un guerrero indio llamado Awi Ni’ta, que traía junto a él a Ankti, «Danza repetida», al que había salvado de entre las garras de un oso negro. Ankti era el hijo del jefe de la tribu hopi y nombró a Awi Ni’ta nuevo hijo de la tribu.
Una tarde en la que Sanuye lavaba en las orillas del río, Awi Ni’ta fue hasta él para darse un baño. Sin darse cuenta de que la joven estaba allí, se desnudó y se metió dentro del agua. Al oír el chapoteo, Sanuye se asustó pensando que podía ser un lobo o algo peor, un oso negro. Pero lo que no esperaba era ver en todo su esplendor a aquel guerrero del que se enamoró desde el primer momento en que le vio. Awi Ni’ta se encontró con los ojos verdes de aquella india, al salir del agua y, a partir de aquel momento, no se separó de ella. Cuando decidió regresar con su pueblo cherokee, pidió permiso al gran jefe hopi para desposar a Sanuye, cosa que éste le concedió. Sanuye y Awi Ni’ta se amaban locamente y, tras la boda, ambos se encaminaron hacia Oklahoma, donde estaba el resto de la familia de Awi Ni’ta. Ésta recibió a Sanuye con gran cariño, respeto y devoción.
Pasaron juntos muchas lunas y, en una de ellas, fueron bendecidos con el nacimiento de Aiyana. Durante años intentaron tener más hijos pero, tras dos abortos, la bendición de ser padres no volvió a llamar a su puerta. Aiyana fue la niña de sus ojos. Era una preciosa mezcla entre hopi y cherokee, de ojos negros, igualitos a los de su padre, y melena negra y abundante, idéntica a la de su madre. Durante años, Aiyana creció feliz, pero en la adolescencia se enamoró del hijo del médico de la ciudad de Oklahoma City.
Patrick, cuyo padre pasaba consulta por las muchas reservas que había por aquella zona, se enamoró de Aiyana y, tras varios años de noviazgo, pidió la mano de su hija a Awi Ni’ta y Sanuye. Al ver el amor que existía entre aquellos jóvenes, los padres aceptaron. Tras algunos años de matrimonio, Patrick y su hija les dieron la grata noticia de que iban a ser abuelos. Chilaili, «Pájaro de Nieve» nació una noche de frío invierno y fue bautizado como Anthony Chilaili. Él era el padre de Aída y Javier.
Los años pasaron y una noche de verano Awi Ni’ta murió a los sesenta y cinco años mientras dormía tranquilamente en su cama. Por aquel entonces, Aiyana y Patrick ayudaron en todo lo que pudieron a Sanuye, pero quien más la ayudó fue su pequeño nieto, que había heredado los ojos y el carácter impetuoso de su abuelo. Durante el relato de Sanuye, todos estuvieron pendientes de cómo aquella anciana les contaba su historia, y repararon en la manera en que aún le brillaban los ojos cuando hablaba de su amado Awi Ni’ta.
A las dos de la madrugada, los mayores como Sanuye y los más pequeños se marcharon a dormir. En aquella enorme pradera, quedaron sólo los más jóvenes. Las hogueras ardían, la gente bailaba, y los indios más puros invocaban en sus danzas a la lluvia, al viento o a los búfalos. Multitud de parejas desaparecían en el bosque cercano. Según se decía, el Pow Pow, además de ser una fiesta ritual de las comunidades indias, era una reunión de cortejo en la que cada año se formaban muchas parejas.
Mientras todos bromeaban alrededor de la gran fogata, llegaron hasta ellos Chimalis y su mujer embarazada. Aída y Shauna se pusieron a hablar de sus respectivos embarazos. Poco después, se les unieron otros amigos de Javier: Abedabun, «Visión del día», de la familia de los cheyenne, A tsa, «Águila Dorada», un navajo, otros que eran pies negros, delaware, sious, miwok, etcétera, además de otras amistades que durante años habían ido conociendo en los Pow Pow.
De pronto, Javier vio pasar a Belén con su grupo. No se le escapó cómo su amigo Chimalis, al verla, escapaba del grupo, con todo el disimulo del mundo, y, tras llegar hasta Belén, la tomaba por la cintura para escabullirse entre los árboles poco después. No sólo él se había dado cuenta de aquello. Elsa y Rocío también. En cambio, Shauna y Aída no, porque estaban enfrascadas en su conversación. La cara de Javier al contemplar la escena se fue transformando y Elsa se dio cuenta. Y también se percató de que él no podía dejar de mirar hacia el lugar donde momentos antes Belén y Chimalis habían desaparecido.
—¿Ocurre algo? —preguntó Elsa como si tal cosa.
—Nada, cariño —dijo el hombre levantándose. No podía soportar más aquella situación—. Necesito ir un momento al servicio que está detrás del árbol —dijo bromeando mientras andaba hacia los árboles.
Cuando desapareció entre la vegetación, Elsa se levantó y Rocío, cogiéndola del brazo, preguntó:
—¿Dónde se supone que vas?
—En seguida vuelvo —respondió Elsa intentando zafarse de su mano.
—Voy contigo —afirmó Rocío levantándose.
—No —dijo Elsa, muy seria.
—Pues entonces, siquilla, tú no vas. O acaso crees que no sé por qué quieres ir allí —dijo mirándola a los ojos.
—¿Pasa algo? —preguntó Aída, que dejó de hablar con Shauna para mirarlas.
Elsa y Rocío se miraron y, antes de que Elsa pudiera decir nada, Rocío comentó:
—Vamos a hacer un río. —Eso provocó la risa en las otras dos.
Juntas comenzaron a andar hacia los árboles. Elsa sentía que el corazón se le iba a salir por la boca. ¿Qué estaba haciendo?
—Sinceramente, Elsa, no sé qué narices hacemos aquí —le regañó Rocío.
—Yo no te he dicho que vinieras. Tú te has empeñado.
El ruido de la fiesta se alejaba poco a poco según se internaban en el bosque. Se encontraron por el camino a parejas, haciendo el amor sin el menor recato. De pronto, oyeron unas voces. Una era la de Javier. Corrieron hacia el lugar de donde provenía, y le vieron discutir con Chimalis, que se estaba subiendo los pantalones, mientras Belén se arreglaba el vestido. Elsa y Rocío miraban la escena semiescondidas tras unos grandes árboles.
—Creo que estamos haciendo muy mal, Elsa —protestó Rocío.
—Me da igual —susurró ésta casi sin aliento—. Quiero saber qué pasa.
Tras una discusión entre Chimalis y Javier, el primero se fue y desapareció entre los árboles. Javier se quedó entonces a solas con Belén. Elsa intentó escuchar, pero no podía oír lo que decían. Mientras tanto, Javier, mirando con asco a Belén, le decía:
—¿Cómo puedes haber caído tan bajo? Deja en paz a Chimalis. ¿Acaso quieres también hacer pedazos su vida y su corazón? —gritó Javier—. Es feliz con su mujer. Aléjate de él y de esta comunidad.
—Intento llamar tu atención, mi amor —respondió Belén arreglándose la ropa—. Estoy desesperada. Te llamo y no me coges el teléfono. Quiero pedirte perdón por todo. Escúchame.
—Yo no tengo que perdonarte. Fue tu decisión —dijo con dureza Javier tras escuchar lo que ésta argumentaba—. La última vez que nos vimos creo que te dejé muy claro que no quería saber nada más de ti. Te he pedido las últimas veces que nos hemos visto que me dejes en paz, que se acabó. ¿Cómo te lo tengo que decir?
—Dame una última oportunidad —pidió la mujer acercándose a él con una mirada provocativa—. Sé que me echas de menos. —Y acercando su boca a la de él, cosa que alertó a Elsa y a Rocío que no podían oír nada pero sí ver lo que sucedía, prosiguió—: No creo que nadie te haga el amor como yo.
Javier se apartó de su lado. Le daba asco que aquella mujer a la que había querido y amado se comportara de una manera tan sucia con él y con Chimalis.
—¡Déjame en paz y olvídame! —gritó él—. Sólo te lo voy a decir una vez más: olvídate de mí, de mis amigos y de mi familia.
Pero Belén no se dio por vencida y, acercándose a él cómo una gata en celo, posó sus ardientes labios sobre los del hombre, al tiempo que le abrazaba con fuerza. En ese momento, Elsa dejó de mirar. El corazón se le salía del pecho. Comenzó a correr seguida por Rocío, que, al llamarla, alertó a Javier. Éste empujó a Belén para quitársela de encima. Al mirar hacia su derecha, vio a Elsa, seguida por Rocío. Entonces, volviéndose hacia Belén, dijo:
—No quiero volver a verte en mi vida. ¡Me has entendido! —gritó, y tras decir aquello, salió corriendo como un rayo, dejando a Belén allí sola llorando. La mujer sabía que había perdido a Javier por su culpa y que no le volvería a recuperar.
—¡Por favor, espera, Elsa! —gritaba Rocío—. ¿Quieres parar? ¡No puedo correr con estos tacones!
Pero Elsa seguía huyendo a través de aquel bosque. Llevaba los ojos anegados en lágrimas. No sabía hacia dónde corría. Sólo veía, una y otra vez, cómo aquella mujer besaba a Javier y éste no hacía nada por apartarse.
—¡No puedo más, siquilla! —gimió Rocío, agotada, mientras gritaba—: Que sepas que me he parado.
En ese momento, oyó cómo alguien venía tras ellas. Era Javier. Rocío, mirándole, le gritó con rabia:
—¡Así te partas una pierna, pedazo de sinvergüenza!
Pero Javier no se detuvo y siguió corriendo tras Elsa. Cuando la alcanzó, la cogió por el brazo y ambos perdieron el equilibrio y cayeron rodando por el suelo. Javier se levantó rápidamente y fue hasta donde ella permanecía tumbada.
—Elsa, cariño, ¿te has hecho daño? —Al verle frente a ella, le miró con odio y le dijo:
—No me vuelvas a tocar en tu vida —gritó señalándole con el dedo de manera agresiva.
—Espera un momento —empezó a decir él en el instante en que llegaba Rocío, que se mantuvo al margen de aquella conversación—. Creo que el culpable he sido yo por no explicarte lo que pasaba. Ella quería volver y…
—Ahora no me interesa saberlo. ¿Por qué no me habías dicho que te has estado viendo con ella? —le dijo dándole un manotazo en el momento en que intentaba ayudarla—. ¡He dicho que no me toques!
—Te lo explicaré. Dame un segundo y te lo explicaré todo —susurró tomando aire. Estaba agotado por la carrera.
—¡Tómate la vida entera! —gritó Elsa comenzando a andar hacia la hoguera donde la gente continuaba bailando.
Al verla tan enfadada, Javier fue tras ella. Necesitaba hablarle.
—¿Quieres hacer el favor de dejarme?
—No.
—¡Por Dios, Elsa, quieres parar! —gritó Javier perdiendo los nervios.
Volviéndose hacia él, con el gesto serio le gritó:
—Te dije esta tarde que a mí no me gritaras nunca.
Desesperado, resopló. Aquella noche mágica parecía que no iba a tener buen fin.
—Pues escúchame, Elsa, por favor.
—No. No quiero escucharte —dijo ella con lágrimas en los ojos—. Dijimos que nos lo contaríamos todo y tú no has cumplido el trato.
Consciente de que ella tenía razón, Javier maldijo el hecho y ella comenzó a andar de nuevo. Se alejaba de él. No quería escucharle.
—¡Elsa! —gritó él. Sin embargo ella no se detuvo.
Rocío, al ver la desesperación de aquel hombre, intentó no ser negativa. Seguro que aquello tenía una explicación y acercándose a él dijo:
—Javier, creo que es mejor que, de momento, la dejes respirar.
—Pero no puedo dejarla marchar así.
Ella le entendía, pero conocía a su amiga.
—Déja que se tranquilice. Sé que ahora no entrará en razón.
Mirándola fijamente a los ojos, preguntó:
—¿Me escuchará más tarde?
—No lo sé, Javier —comentó ésta mirándole—. Sinceramente, no lo sé.
Lo que había empezado como una gran fiesta llena de música, alegría, luz y color, se había convertido en una pesadilla para Elsa. Al llegar a la casa de Sanuye, le negó la entrada a su habitación. Javier, afligido, no durmió en toda la noche. Pero a la mañana siguiente fue aún peor. Elsa no quiso hablarle, cosa que no pasó desapercibida a Sanuye, que sin comentar nada les despidió desde la puerta de su casa esperando que pronto la alegría, la juventud y el amor volvieran a visitarla. Mientras el coche se alejaba, Sanuye miró a las nubes y pidió a su marido Awi Ni’ta y a sus antepasados que hicieran todo lo posible para que los problemas de su nieta Amitola se solucionaran y los corazones de su nieto Amadahy y su compañera Elsa se volvieran a encontrar.