El corto viaje hasta la casa de la bisabuela Sanuye en las afueras de Tulsa estuvo lleno de sorpresas. El pequeño Mick vomitó encima de los pantalones de Rocío, que a punto estuvo de hacer lo mismo al oler lo que a su sobrino le había salido por la boca. Tuvieron que parar para limpiarse todos, momento en el que pasó una gran manada de reses guiadas por vaqueros. Todos quedaron impresionados, en especial las niñas, que sólo habían visto animales en el zoológico. Javier abrazó a Elsa. Estaba feliz. Adoraba aquella tierra y nunca había faltado al Pow Pow anual de Tulsa. Sabía cuánto significaba para Sanuye su presencia. Para ella aquello era parte de su raza, de su historia y de su vida. Tiempo atrás acudía allí muchos fines de semana para despejarse de su trabajo en el hospital, del ruido de la ciudad y de los antiguos problemas con su ex, Belén. Javier había volado hasta Tulsa para estar con Sanuye, que con su voz y su tranquilidad le daba paz y sosiego.
Mientras Javier conducía les iba explicando que Oklahoma era una ciudad moderna y sin grandes atascos. Les habló del Penn Square Mall, el barrio más elegante y lujoso de la localidad, y Rocío, divertida, comentó que si Celine viviera en Oklahoma, sin duda alguna lo elegiría. Eso hizo reír a todo el mundo. Cuando llegaban a un conjunto de casas de madera, Javier tocó el claxon del minibús. Con rapidez, apareció una mujer que, levantando, la mano les saludó.
Cuando él detuvo el minibús, bajó de un salto y, tras cuatro zancadas, llegó hasta donde estaba la mujer. Ambos se abrazaron y se dijeron algo que nadie entendió. Aída, al igual que su hermano, corrió para abrazar a la anciana, que mesándole el cabello y agarrándole la cara lloró emocionada. Llevaban unos seis años sin verse. La última vez que Aída acudió a un Pow Pow, las gemelas tenían dos años y ahora tenían ocho. Julia y Susan, sus pequeñas, no se separaron de la bisabuela en cuanto ésta les sonrió.
—Abuela, te presento a Elsa y Rocío —dijo Javier señalándolas.
La mujer clavó su mirada en ellas y sonrió.
—Encantada —susurró Elsa a la mujer de rostro ajado.
Rocío, ilusionada por estar allí, le dio dos besos con rapidez y dijo:
—Muchísimas gracias por invitarnos. Tiene usted una casa preciosa.
—Sois bien recibidas en mi hogar. Los amigos de mi familia son mis amigos —respondió Sanuye con una encantadora sonrisa. Al ver cómo su nieto miraba a Elsa, se fijó en ella y comprendió que aquella muchacha era la responsable de robarle horas de sueño a Javier.
Entraron en la casa de madera, donde había cuatro habitaciones. Aída y los niños ocuparon una, Rocío y Elsa otra, Javier una tercera y Sanuye la suya.
—¡Qué pasada, Elsa! —comentó Rocío mientras sacaba algunas ropas de la maleta para colgarlas en el pequeño armario—. ¡Hemos conocido a Sanuye! ¿Has visto su cara? Es una india como las que hemos visto toda la vida en las películas de John Wayne. ¿Y su pelo? —continuó excitada—. ¡Qué trenzas tan largas!
—¡Cierra el pico! —la reprendió Elsa nerviosa—. Te va a oír.
Un par de horas después, varios vecinos de Sanuye se acercaron hasta la casa para dar la bienvenida a los familiares de su vecina. A partir de aquel momento, Aída pasó a ser Amitola y Javier Amadahy.
Amadahy era muy conocido en aquella pequeña comunidad. Nunca había faltado a los Pow Pow y solía participar con sus amigos. Uno de ellos era Chimalis, un profesor de sociología que vivía en Tulsa, que al verle le abrazó. Llevaban unos meses sin verse.
—Gracias por asistir al Pow Pow —susurró Sanuye a Elsa.
—Gracias a usted por invitarnos —respondió ella mirándola con afecto.
—Amadahy —dijo Sanuye mirando a su nieto, que reía con unos hombres— es un chico muy querido en estas tierras, al igual que Chimalis, Abeytu o Sush. A todos les gusta participar en los Pow Pow. Para ellos y para los más ancianos de la tribu representa el pasado de su cultura.
—Javier —murmuró Elsa, pero luego corrigió—, Amadahy me ha contado muchas cosas sobre las tradiciones y la vida de las tribus, y tengo que reconocer que cuando habla de ello se le iluminan los ojos.
La anciana sonrió y volvió a mirar con orgullo a su guapo nieto.
—Amadahy es uno de los nuestros. Sólo hay que mirarle para darse cuenta de que el tiempo ha pasado, muchas lunas y muchos soles han nacido y muerto en estos años, pero el espíritu de mi marido Awi Ni’ta está vivo en él. —Elsa sonrió al escucharla y vio cómo la anciana miraba a Aída—. Mi nieta es una estupenda mujer india. Sus genes le hicieron formar pronto una gran familia, pero su madre, la joven Cecilia, nunca le permitió pasar noches de luna aquí conmigo. Siempre temió que los indios —rió al decir esta palabra— le hiciéramos algo.
—No disculpo a Cecilia —comentó Elsa mirándola—. Pero tiene usted que comprender que las costumbres que se viven en España nada tienen que ver con las que ustedes tienen aquí.
—Aquí hubiera aprendido cosas que vuestra civilización nunca le hubiera podido enseñar. Mira a Amadahy —dijo señalándole con el dedo, mientras éste hablaba muy serio con Chimalis—. Él ha sabido asimilar ambas civilizaciones. Estoy orgullosa de él y cuando le miro veo en él a mi padre y a mi amado marido. Su sangre es india y sus ojos de águila son de cherokee. Sus manos para cuidar a los enfermos son las de un magnífico chamán.
—Abuela Sanuye, ¿dónde están los caballos? —gritaron las pequeñas Susan y Julia. Con una maravillosa sonrisa en los labios, aquella pequeña mujer las cogió de las manos y se las llevó.
Elsa siguió con la mirada a aquella extraña mujer. No entendía qué había querido decir. ¿Acaso le había insinuado que no estaba feliz porque su bisnieto cruzara su sangre con otra extranjera, otra española, como antes lo había hecho su nieto con Cecilia?
Al atardecer comenzaron a oírse toques de tambor. Sobre las seis de la tarde aparecieron los abuelos de Aída y Javier, Patrick y Aiyana, junto a unos amigos. Sanuye, al ver a su hija Aiyana, la abrazó mientras Javier llevaba las maletas hasta la casa que había junto a la de su bisabuela. La casa de Patrick y Aiyana.
Al anochecer, todos se vistieron para acercarse hasta el Pow Pow. Las niñas, encantadas de ser el centro de atención de tanta gente, sonreían divertidas por vestirse con aquellos atuendos indios, aunque sus trenzas rubias delataban su mestizaje. La familia unida asistió a las danzas infantiles, a los cantos que unos ancianos alzaban al son de toques de tambor. Era una canción triste en la que recordaban a los espíritus perdidos en muchas de aquellas absurdas luchas por sus derechos. Sanuye les explicó que el tambor había sido un medio de comunicación entre tribus. Dependiendo de sus toques y de la duración de los mismos, el mensaje variaba.
Durante aquel grato paseo, los abuelos Aiyana y Patrick se fueron a charlar con unos amigos. Chimalis y su mujer, que paseaban con sus hijas de dos y cuatro años, comenzaron a jugar con las niñas de Aída. Tras presentar a Shauna, la mujer de Chimalis, las mujeres comenzaron a hablar. Javier, un poco apartado del grupo, habló durante un rato con Chimalis. Estaba serio cuando lo hacía, pensó Elsa, pero al volver a reunirse con ellas, la sonrisa volvió a su cara. Más tarde se sentaron en una gran pradera donde se podía observar todo lo que ocurría alrededor. Sanuye saludaba a amigos que sólo veía una vez al año. Aída, junto al bebé que dormía en su cochecito, hablaba con unas antiguas amigas, mientras Rocío bailaba con las gemelas pasándolo estupendamente.
—¿Ves a aquel hombre? —le susurró Javier al oído—. Representa al hombre de piedra. Según una leyenda para los cherokee existía un hombre con el cuerpo recubierto de piedra. Se comentaba que aquel mágico ser podía cambiar su imagen a voluntad y que viajaba por las aldeas vestido de anciana.
—¿Qué está representando aquel grupo? —preguntó Elsa tras escucharle.
—La ceremonia de la bebida negra.
Al ver la cara de sorpresa de ésta al oír su respuesta, prosiguió:
—Es un ritual de purificación que solían llevar a cabo tribus como los cherokee, los chockaw, etcétera, con una bebida que se hacía con una especie de acebo. Aunque Sush me comentó una vez —dijo riendo— que si consumías grandes cantidades de ese líquido podías tener alucinaciones y vómitos.
Al mirarle y verle tan guapo allí, sentado con ella, Elsa preguntó:
—¿Sush es otro de tus amigos?
Él, con un cariñoso movimiento, le besó el cuello haciéndola reír.
—Sí. Luego, cuando acaben las danzas te los presentaré. Ahora están participando.
Ésta asintió y, acercándose más a él, preguntó al ver a dos hombres en un altar muy quietos y serios:
—Aquellos dos hombres de allí ¿qué hacen?
Javier miró y sin apartarse de ella respondió:
—Son los jefes de la paz y la guerra. —Al ver que ella le miraba sorprendida, explicó—: Había cinco tribus civilizadas, los cherokee, los chockaw, los creek, los seminolas y los chicasaw, y antes de que me preguntes, no, no eran de los que arrancaban cabelleras.
Con un gesto divertido que le hizo reír a él, preguntó:
—¿Y por qué no llevan plumas?
Javier no pudo contener la risa.
Acercando de nuevo su boca al cuello de Elsa, le susurró haciendo que se le pusiera la piel de gallina:
—Porque no todos los indios han llevado plumas ni han vivido en tipis. Las películas que habéis visto son las que os han metido todos esos tópicos en la cabeza. Aunque algo bueno tuvieron esos tópicos para los vendedores ambulantes. Como recuerdo turístico, los plumajes y los tipis son lo que más se vende.
Agotada por la marcha que las gemelas tenían, Rocío se sentó junto a ellos en ese momento y preguntó:
—¿Qué es un tipi?
—Los tipis son las típicas tiendas de indios que solías ver en las películas. Ves aquéllas de allí. —Rocío asintió—. Están realizadas con tres palos largos de madera, recubiertos por varias piezas de piel de búfalo. Solían medir unos cuatro metros de alto por cuatro de diámetro. Los que se hacen hoy en día suelen ser de varillas metálicas y lona, nada que ver con los de antes.
Rocío, mirando lo que Javier le señalaba, dijo:
—¡Qué grandes! En las películas parecían más pequeñas.
—En las películas todo o casi todo es mentira —rió Elsa al escuchar a su amiga.
—Dentro de un tipi podían caber hasta quince personas —señaló Javier—. Y por supuesto, para entrar existían normas.
—¿Normas? —preguntó Elsa con curiosidad.
Javier asintió y prosiguió:
—La primera, y muy importante, había que ser invitado. Una vez dentro tenías que esperar a que el dueño te indicara dónde te debías sentar. Las mujeres se situaban en la parte izquierda y los hombres en la derecha. El fondo del tipi siempre estaba reservado para el dueño y el invitado de honor. Es el lugar más caliente de la tienda.
Rocío, pendiente de las palabras de Javier, preguntó con una sonrisa en los labios:
—¿Por qué en todas las pelis de indios siempre fumaban la famosa «pipa de la paz» en círculo?
Él volvió a sonreír y contestó:
—La pipa de la paz es una parte importante de la vida de los indios. Todo el que fuera a fumar debía estar sentado sobre la tierra y en círculo. Incluso para fumar de la pipa existen normas.
—Por Dios, esto tiene más normas que hacer un gazpacho andaluz —rió Rocío arrancando las sonrisas de todos.
—Por norma, dentro de un tipi el anfitrión es quien enciende la pipa. Tras fumar, se pasa de mano en mano hacia la izquierda, hasta que llega a la puerta y vuelve. Normalmente, en las películas siempre se fumaba la pipa en ceremonias o tratados entre tribus. Pero lo más curioso de todo es que cuando el anfitrión comienza a limpiar la pipa, todo el mundo debe irse a casa.
—Ozú —rió Rocío—. ¡Qué manera de largar al personal!
—¿Qué se echa dentro de la pipa? —preguntó Elsa divertida.
—Aparte de tabaco bendito, corteza roja de sauce, gayuba e incluso varios tipos de hierbas.
De nuevo, Rocío se carcajeó y haciéndoles reír soltó:
—Vaya, vaya con tus antepasados. ¡Menudos cuelgues que se debían de pillar con tanta hierba! Oye, estoy pensando en comprar una pipa para mi padre. ¿De qué estaban hechas? —preguntó.
—Las verdaderas son de piedra roja o negra. Para que tire el cañón suele ser de fresno, y se decoran con cintas que representan los cuatro puntos cardinales. Piensa que fumar en pipa era todo un ritual. El humo que desprendía estaba cargado de espiritualidad. Recuérdame que cuando lleguemos a casa de Sanuye te enseñe la pipa y el tomahawk que guarda de nuestros antepasados.
—¿Tomahawk? —preguntaron Rocío y Elsa mirándole.
—Así se denomina al hacha que utilizaban. —Y haciéndolas reír añadió—: La famosa hacha de guerra.
—¿Con la que cortaban las cabelleras? —río Rocío.
Javier ante aquella pregunta, aclaró con rapidez:
—Los cherokees eran un pueblo muy civilizado y nunca hicieron esa barbaridad de arrancar cabelleras como reflejan las películas del Oeste. Quizá otras tribus lo hicieran, pero te puedo asegurar que los cherokees no.
En ese momento aparecieron Sush, Chimalis y más amigos de Javier. Le obligaron a ir con ellos hasta una gran hoguera, alrededor de la cual había muchos hombres danzando.
—¡Míralos cómo hacen el indio! —bromeó Rocío. Elsa se carcajeó al oírla—. ¿Te imaginas a Celine aquí?
—No, imposible —rió Elsa—. ¿Sabes a quién le encantaría todo esto? A nuestra Shanna. Creo que de aquí obtendría un buen reportaje.
—Propónselo otro año —comentó Rocío—. Por cierto, qué pequeño es el mundo. Mira que encontrarse con su antiguo vecino en Seattle.
—Sí, eso me contó —asintió Elsa sin apartar su mirada de Javier—. En esta vida nunca se sabe con quién te volverás a encontrar.
Ambas permanecieron calladas cinco minutos, hasta que Rocío dijo:
—Fíjate, en España se bailan sevillanas y aquí danzan alrededor del fuego. ¡Qué cosas, maja! ¿Te imaginas a mi madre aquí?
—Mujer, es su cultura. Danzar alrededor del fuego es para ellos algo sagrado que les puede ayudar a conectar con el Gran Espíritu. —Luego, sonriendo, añadió—: Y no, no me puedo imaginar a Candela aquí.
—Estarás encantada con todo lo que estás aprendiendo —sonrió su amiga—. Con lo que te gusta a ti todo este tipo de cosas.
Elsa sonrió. Era cierto que le encantaba aprender sobre diferentes culturas, y aquélla en particular, tenía que reconocer que le estaba apasionando. En ese momento, las niñas llegaron corriendo y, tras coger a Rocío de la mano, se la llevaron de nuevo a bailar.
—Veo que sabes bastante sobre nuestras costumbres —dijo Sanuye sentándose al lado de Elsa.
Sorprendida por la mujer, Elsa la miró y sonrió.
—Lo poco que sé me lo ha enseñado Javier, perdón, Amadahy.
La anciana, tras acariciar con cariño su melena rubia, asintió y dijo:
—Té está enseñando muy bien.
Años atrás, su nieto había acudido al Pow Pow con aquella insufrible mujer, Belén. Nunca se había ocupado de enseñarle nada, sobre todo porque ella tampoco tenía ninguna intención de aprender.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo Elsa mirándola a los ojos. Sanuye asintió—. Antes, cuando me habló de la madre de Amadahy, ¿quiso decirme que no aprueba nuestra relación?
La anciana cogiendo a Elsa de las manos, cosa que no pasó desapercibida a Javier, que las miraba desde una prudente lejanía, le susurró:
—Si has entendido eso es que me he explicado muy mal, hija. Yo sólo quería que entendieras que me gustaría que mi cultura perdurara a través de mi Amadahy. No estoy en contra de vuestro amor. Cuando hay amor entre dos personas nada ni nadie puede opinar. Solamente quería decirte que me gustaría que respetaras algunas costumbres y tradiciones, y que me dolería que sintieras vergüenza al conocerlas.
—Pero si yo estoy encantada con todo lo que estoy viendo y viviendo aquí —comentó Elsa sonriendo cariñosamente a Sanuye.
Javier continuaba observándolas. Le gustaba verlas hablar, algo que Belén, su ex, nunca había intentado hacer con su abuela. Al escucharla y ver la alegría en su mirada, la anciana sonrió y añadió:
—Lo intuyo, hija. Sin embargo, sufrí mucho cuando vi cómo mi nieto, el padre de Amadahy, Chilaili, se despegaba de nuestras costumbres. No pude hacer nada porque lo hizo por amor hacia su mujer, la joven Cecilia.
Elsa, al recordar a Anthony, el padre de Javier, dijo con una bonita sonrisa:
—Yo creo que Chilaili sigue adorando muchas de sus costumbres.
La anciana asintió y con gesto triste preguntó:
—Entonces, ¿por qué no viene nunca a un Pow Pow? ¿Acaso los años le han hecho avergonzarse de sus orígenes?
—No, Sanuye —dijo Elsa intentando entender a aquella mujer—. No es eso. Creo que la distancia le ha hecho olvidar su cultura, pero nunca avergonzarse.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Aída que en ese momento se sentaba bebiendo una Coca-Cola que ofreció a Elsa y que ésta aceptó.
—Estamos hablando de vuestras costumbres —comentó Elsa con rapidez.
—¡Abuela! —rió Aída mirando a aquella mujer—. Tengo que reconocer que todo esto me encanta. Te prometo venir más a menudo a verte. —La mujer aplaudió—. Les acabo de contar a los abuelos lo de Mick y me han dicho que puedo contar con ellos. Creo que a los niños les vendrá estupendamente el contacto con la naturaleza, y a mí aún mejor el estar contigo durante un tiempo. Así que, cuando las niñas terminen el colegio, prepárate porque aquí me tendrás con todos los enanos.
—¡Amitola! —susurró la anciana encantada con aquellas noticias—. Te quiero, hija mía. Me honra oír esas palabras de tu boca.
En ese momento, las miradas de Sanuye y Elsa se encontraron. La felicidad corría con fuerza por las venas de la anciana. Era una felicidad que había tardado en llegar pero que, finalmente, había encontrado el camino y por fin estaba llenando la casa. Aquella noche, cuando regresaron, Aída, sentándose en los escalones de entrada con su hermano y sus amigas, comentó lo que pensaba hacer con su vida. En primer lugar, iba a ser valiente y se iba a separar; y en segundo lugar, iba a vivir. Tras escuchar a Aída, Elsa y Javier se fueron a dar un paseo. Necesitaban algún momento de soledad para poder besarse y tener un poco de intimidad.
Javier llevó a Elsa hasta un pequeño río cercano a la casa. La animó a darse un baño con él. Al principio, ésta se negó. Le daba vergüenza que alguien pudiera verles. Sin embargo, el deseo pudo al final con ella y, además de meterse en el agua y jugar junto a él, hicieron el amor con dulzura y pasión en la orilla. Los besos de Javier la volvían loca. La pasión que desataba en ella era increíble. Su mirada la hacía vibrar como nunca nadie lo había hecho. Ésa era la razón por la que nunca podía decirle que no a nada, y menos aquella noche, con aquella luna y en aquel lugar.
Volvieron de madrugada, cuando pensaban que nadie les vería ni oiría. Pero se equivocaron. Unos ojos sabios y envejecidos por el tiempo les observaban y sonreían al ver la felicidad de aquella pareja. Era una felicidad tan verdadera y tan maravillosa como la que en su momento Sanuye y Awi Ni’ta disfrutaron en aquellas tierras y en aquel río, con aquella luna y bajo aquellas mismas estrellas, que aquella noche lucían de forma maravillosa para su nieto y su amor.