Una vez en el coche de Javier, Elsa le fue indicando cómo ir hasta su casa. Al llegar aparcaron y cuando Elsa fue a apearse, Javier la sujetó y la cogió en brazos. Elsa protestó, pero él no le hizo caso. Ya en el ascensor, dijo:
—Suéltame si quieres. Puedo usar las muletas que has traído.
—Lo hago por tu pie —dijo sonriente—. No es porque quiera cargar contigo en brazos. Por lo tanto, deja las muletas quietas y dime que falta poco para llegar a tu casa, porque pesas un poco.
Al decir aquello, Elsa se sonrojó, cosa que volvió a hacer sonreír a Javier, que se lo estaba pasando estupendamente con aquella situación surrealista. Ni en el mejor de sus sueños habría llegado a imaginar que aquella muchacha volvería a aparecer en su vida. Sabía de ella por medio de su hermana, pero no la había llamado nunca.
Al entrar en la casa, una pequeña bola de pelo marrón acudió a recibirles.
—¡Spidercan, quita! —regañó Elsa al perro al ver que éste no les dejaba pasar—. Por favor, déjame en el sofá y pon las muletas ahí.
Él la soltó donde ella dijo y tras colocar las muletas en el lugar que ella le había indicado, le preguntó dónde estaba la cocina. Ella se lo explicó y, a los dos segundos, apareció con un vaso de agua para ella.
—Bonito perro —comentó Javier.
—Se llama Spidercan. —Al decir aquel nombre, vio cómo se dibujaba una sonrisa en el rostro del doctor.
—Vaya, ¡un perro araña! —bromeó él y, dándole dos pastillas, dijo—: Una es un calmante y la otra un antiinflamatorio. Tómatelas tres veces al día; con el desayuno, la comida y la cena.
En ese momento un ruido procedente del estómago de Elsa hizo que Javier la mirara y ella se pusiera roja como un tomate.
—¿Desde cuándo llevas sin comer? —preguntó el hombre, divertido.
Pero, al ver que ella no pensaba contestar, se volvió hacia el can y dijo mientras cogía de nuevo las llaves de la casa de Elsa:
—Voy a sacar al perro araña. Ahora volvemos. —Y, tras decir aquello, desapareció dejando a una desconcertada y dolorida Elsa sentada en el sofá de su casa.
Media hora después, la mujer oyó cómo la llave abría la puerta y, a los pocos segundos, Spidercan, con la lengua arrastrando, iba corriendo a beber agua. Javier entró y acercándose a ella preguntó:
—¿Qué te apetece cenar?
—Te agradezco tu amabilidad, pero imagino que tendrás que irte ya.
—No te preocupes, no tengo nada importante que hacer —mintió él.
Durante el paseo que había dado a Spidercan, había aprovechado para llamar a una amiga y aplazar una cita con ella para otro día.
—Venga, tonta, anímate —dijo enseñándole la publicidad que había cogido de una pizzería cercana—. ¿Te apetece pizza?
En ese momento, las indiscretas tripas de Elsa volvieron a rugir.
—De acuerdo —sonrió ella—. Doble de queso, con bacón, aceitunas negras y sin anchoas.
Javier cogió el teléfono y encargó la cena. Media hora más tarde ambos estaban comiendo pizza y charlando sobre sus vidas. Elsa le contó cómo le iba en Los Ángeles, y él aprovechó para observarla a sus anchas. Los años le habían sentado bien y, aunque continuaba teniendo esa inocencia en su cara, reconocía que la madurez de su rostro la hacía más atractiva. Hacía tiempo que no pensaba en ella, pero al tenerla allí sentada con esa camiseta amarilla, un vaquero y el pelo recogido en una cola de caballo alta, pensó en cuánto le gustaría besarla. Si hubiera sido cualquiera de sus conquistas, no lo habría dudado un segundo, pero tratándose de Elsa, mejor era abstenerse. Una vez finalizada la cena, Javier llevó las cajas vacías a la cocina y al regresar al confortable salón fue hasta el ventanal, desde donde tenía una estupenda vista nocturna de Los Ángeles.
—¿Vives desde hace mucho tiempo aquí?
—Exactamente ocho años.
Elsa había puesto mucho corazón para decorar aquel apartamento. Estaba lleno de recuerdos que ella había acumulando durante años y estaba orgullosa de la casa tan bonita que había conseguido. Mirándole, dijo:
—Cuando me vine a vivir a Estados Unidos, primero pasé dos meses en San Diego con la abuela y luego estuve en un piso alquilado hasta que encontré éste, que ahora es de mi propiedad.
Él confirmaba y asentía.
—Creo que hiciste una buena compra. Es un apartamento agradable, además de que está en un barrio estupendo.
—¿Dónde vives tú?
Mientras le veía mirar por el ventanal, Elsa observó su perfil. Aquella mirada que lo escrutaba todo, su boca grande, su nariz recta, su pelo negro como la noche, largo y recogido en una coleta, y el perfecto acoplamiento del vaquero a sus nalgas le hacían parecer salvaje y muy sensual. Durante la cena, él le explicó que además de ser jefe de urgencias, entrenaba un equipo de baloncesto en Chinatown, y eso seguro le hacía estar en forma. Sin poder evitarlo al mirarle de nuevo el trasero, pensó en sus amigas y en sus mordaces comentarios si hubieran estado allí. Javier, a través del cristal, veía cómo ella le miraba, pero no se imaginaba ni por un segundo lo que pensaba, y volviéndose hacia ella, respondió:
—Vivo en la zona de la playa —dijo sentándose frente ella, por lo que Elsa dejó de mirarle con aquel descaro—. Antes vivía en Chinatown, pero hace unos meses Carlos, un médico que trabaja en el hospital, me propuso compartir gastos y alquilamos una casa allí.
Nerviosa por cómo éste la miraba, dijo tomando su Coca-Cola:
—¿Y qué tal se vive en la playa?
—De momento bien. La casa no es tan lujosa como ésta, pero creo que Carlos y yo hemos encontrado el equilibrio justo para que el hogar de dos médicos sea una casa agradable a la vista y limpia —rió al recordar los dos primeros meses de convivencia—. Sobre todo recogida. ¿Tú vives sola?
Se moría por preguntarle si salía con alguien, pero intuía que no debía hacerlo.
—Sola, sola no. —Y señalando a Spidercan, que dormía en su rincón preferido comentó—: Él me hace mucha compañía. Entre el trabajo, la familia y él, me doy por satisfecha. ¿Y tú por qué vives con Carlos?
—Pues… —dijo tras pensar la respuesta—. Anteriormente vivía con Belén, mi ex, pero tras romper con ella y proponerme Carlos compartir gastos en una casa que le habían enseñado unos amigos frente a la playa, no me lo pensé dos veces y acepté.
—Vaya, siento lo de tu ex —mintió Elsa.
—Ya está superado.
Recordar aquello no le agradaba. Todavía le dolía pensar cómo Belén había jugado con él. Según ella se había aburrido de estar con un simple médico y, tras serle infiel con un ejecutivo, decidió que el otro le convenía más.
—Siento haberte recordado algo así. No son cosas agradables.
—La vida no es fácil, Elsa —respondió mirándola con intensidad—. Unas veces se gana y otras se pierde. Por cierto, si te hago una pregunta ¿me contestarás?
—Sí —afirmó ella, aunque añadió—. Si no es muy indiscreta, claro que sí.
Él sonrió y clavando su oscura mirada en ella dijo:
—Hace años, cuando ambos nos vinimos a vivir a Estados Unidos, mi hermana me dio el teléfono de tu trabajo. Te llamé en varias ocasiones, pero nunca conseguí hablar contigo. ¿Llegaste a saber de aquellas llamadas?
—Sí —asintió al recordar las llamadas que había evitado responder—. Te mentiría si te dijera que no supe que me habías llamado. Pero acababa de llegar aquí, tenía mucho trabajo y, sinceramente, lo que menos me apetecía era salir a tomar algo contigo.
Al recordar la impaciencia con la que había esperado su respuesta, hasta que asumió que ella nunca le llamaría, preguntó:
—¿Por qué no me telefoneaste para decírmelo? Una llamada no se le niega a ningún amigo, y menos siendo el hermano de una de tus mejores amigas.
—Tienes razón. Te pido mil disculpas —susurró, escrutándole con la mirada.
—Claro que estás perdonada.
«Qué sexy eres, Javier», pensó Elsa al sentir y oler su aroma de hombre.
Él sonrió mientras se levantaba y se sentaba junto a ella en el sofá y, mirándola a los ojos, dijo para excitarla:
—Quiero que sepas que en aquel momento me rompiste el corazón.
Ella lo sabía. Aída, años atrás, le había comentado la desilusión que se había llevado su hermano ante la falta de respuesta a sus llamadas. Pero tras aquel día ni Aída le había contado nada de su hermano, ni ella le había vuelto a preguntar.
—¿En serio? —murmuró con coquetería.
—Muy en serio. Pero no te preocupes, todo se supera y más cuando uno es un «crío» —dijo arrastrando aquella última palabra, mientras con su mano tocaba un mechón del cabello de Elsa. Ella no se retiró.
—¿Todavía lo recuerdas? —Él asintió lentamente, cada vez más cerca—. Éramos unos niños y a esas edades cuatro años son un mundo.
—Perdona, no te equivoques —susurró él muy, muy cerca—. El crío era yo. Siempre te encargaste de recordarme que tenía cuatro años menos que tú y…
Sin terminar la frase, Javier acercó sus labios a los de ella y ésta los aceptó. Durante unos segundos se besaron con ternura, miedo y placer. Pero cuando el sabor dulce del sexo llenó sus sentidos, fue Elsa quién atrapó su boca y jugó con él hasta que Javier, excitado, la agarró de la cabeza, la atrajo hacia sí y le devoró la boca, hasta que Elsa soltó un gemido de placer. Entonces Javier, con una sonrisa morbosa y sexy, se apartó y continuó hablando mientras observaba la cara de desconcierto de Elsa.
—Y lo mejor de todo lo que he dicho antes, Elsa, es que aún sigo siendo cuatro años menor que tú, y por lo tanto, para ti, un «crío».
Al escuchar aquello y ver la sonrisa socarrona en los labios de él, ella dijo enfadada:
—No lo vuelvas a hacer —siseó señalándole con el dedo.
Él, con una sonrisa encantadora, se echó para atrás en el sillón y preguntó con picardía:
—¿El qué?
—Lo que acabas de hacer —dijo separándose de él.
—Me ha dado la sensación de que te gustaba —se atrevió a decir, y le encantó ver la cara de circunstancias de ella.
—Eso es lo que tú te crees, engreído —gruñó frunciendo el entrecejo—. Lo que tienes es mucha cara. Te ofreces a traerme a mi casa y ahora ¿pretendes seducirme?
—¿Qué? —soltó una estruendosa carcajada, que hizo levantar a Spidercan su cabeza del cojín.
Enfadada y avergonzada por lo ocurrido, Elsa gruñó y dijo:
—Vete de mi casa.
—¿Me echas?
Aquella sonrisa burlona la descompuso. Tuvo que contenerse para no darle con la muleta que descansaba cerca de ella, mientras observaba cómo Javier se levantaba y se dirigía hacia la puerta.
—Está bien, me iré. No veo muy buenas intenciones en ti. —Ella resopló—. Si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme.
Como pudo se levantó, cogió las muletas y le siguió hasta la puerta.
—Dudo que quiera nada más de ti. —Y, cuando por fin tuvo a Javier al otro lado de la puerta, dijo—: Gracias por tu amabilidad.
Sujetando la puerta, pues intuía las intenciones de ella, dijo en tono burlón:
—Espero que nos volvamos a ver para poder demostrarte que los «críos» crecen.
—¡Vete a freír espárragos!
Al oír la carcajada de Javier, soltó las muletas y sin pensar en su pie, y con una fuerza que ni el mismo Javier esperaba, empujó la puerta hasta cerrarla, mientras aún escuchaba las risotadas del hermano de su amiga. Su tobillo se resintió y, maldiciendo, volvió a tirarse en el sillón. Poco a poco aquel dolor cedió, junto a su mala leche, para dejar paso a unas excitantes sensaciones al pensar en Javier. Él, por su parte, al salir a la calle fue hasta donde había aparcado su coche, y antes de montarse en él, miró hacia arriba, vio la luz anaranjada que salía del apartamento de Elsa y, tras sonreír, se montó en el vehículo, arrancó y se marchó.