A la mañana siguiente, todos estaban felices, mientras unos payasos que iban arrancando sonrisas por las habitaciones del hospital llegaron hasta la de Samantha, que sonrió ampliamente.
Por su parte, Alfred y John, los orgullosos hermanos, se peleaban por coger en brazos a la pequeña que les miraba, mientras bromeaban haciendo reír a su madre y a su padre con las cosas que decían. Más tarde apareció el huracán Joanna, la mejor amiga de Samantha, que se puso a dar gritos de satisfacción al ver a aquella preciosa muñequita en brazos de su madre.
La habitación de Samantha se convirtió en una estancia muy visitada. Joanna invitó a Estela y a Elsa a bajar a la cafetería del hospital para tomar un café y charlar un rato.
—¿Cómo va el trabajo, Elsa? —preguntó Joanna.
—Muy liada. Tremendamente liada.
Estela, con una sonrisa, la miró y haciéndole un gesto cómplice a Joanna dijo:
—No ves lo delgada que está. No debe de comer casi nada.
—No te preocupes por eso, mujer —rió Joanna—. Las chicas de hoy en día están todas así. Les gusta cuidarse y hacen muy bien. Cuanto más se cuiden ahora, mejor. —Y mirando a la mujer, señaló—: Por cierto, he de decirte que tu hija desearía que te quedaras todo el tiempo que puedas con ella. Es más, le encantaría que vendieras la casa de San Diego y te mudaras a la suya.
—Mi hija está loca —rió la anciana—. De momento me quedaré aquí un tiempo para ayudarla, pero en cuanto yo vea que ella se maneja sola, me voy a mi casa.
—Disculpadme un momento —dijo Joanna levantándose para saludar a un grupo de médicos.
La anciana, al ver que Joanna se alejaba, dijo mirando a su nieta:
—¿Te has dado cuenta de hasta dónde le llegan las orejas?
—¡Abuela! No seas cotilla y criticona —dijo Elsa intentando disimular la risa.
—No es por cotillear, hija, pero me parece penoso que Joanna no acepte que los años pasan por ella y por todos. ¡No ves qué pintas lleva!
Elsa volvió a contener la risa. Realmente, el caso de Joanna llamaba la atención. Se empeñaba en parecer siempre una veinteañera, cuando ya había cumplido los cincuenta.
—Ella lo acepta a su manera, abuela.
—Pero si cualquier día se le van a juntar las tetas con la barbilla.
—¡Abuela! —gritó Elsa, y al ver que se volvía dijo—. ¡Cállate, que viene!
Acompañada por un doctor, Joanna se acercó a la mesa.
—Estela, Elsa, os quiero presentar a Henry Bertinson, jefe de cirugía plástica del hospital y un excelente amigo.
—Encantada —comentó Estela ofreciéndole la mano. Elsa hizo lo mismo.
—Si alguna vez necesitáis algún retoque, ya sabéis a quién tenéis que ir a buscar —rió Joanna, de manera escandalosa, divirtiéndolas.
El médico se sentó a hablar con ellas hasta que le sonó el busca y, tras disculparse, se alejó, aunque antes pasó por otra mesa donde varios médicos se unieron a él.
Tras un rato de charla mortificante por parte de Joanna, que les explicó cómo se realizaron sus operaciones de pecho y el estiramiento de la cara, Estela optó por volver a la habitación de Samantha, que en ese momento se encontraba dando de mamar a la pequeña Estela. Media hora después el huracán Joanna desapareció con el mismo ímpetu con el que había llegado.
—¿Cómo la aguantas, hija? —preguntó la mujer, que todavía sonreía por las cosas que Joanna les había contado.
Samantha, muy guapa, con su pelo rubio sujeto en una cola de caballo, contestó a su madre.
—Mamita, Joanna es encantadora. Lo que pasa es que tú sólo ves su exterior, pero te puedo asegurar que tiene un fondo excelente y que es una amiga superior.
—Si tú lo dices —respondió Estela, volviendo toda su atención hacia su nieta.
Sonó el teléfono de la habitación. Era Bárbara, desde España. Habló un largo rato con Samantha, que le contó cómo se encontraban ella y la niña. Luego habló con Estela y, finalmente, con Elsa. Ésta, tras colgar, anunció que se marchaba. Tenía que sacar a pasear a Spidercan.
Tras repartir besos se alejó sonriente hacia el ascensor. Su abuela se quedaba con su tía, y así Clarence, que ya se había ido, descansaría en casa.
Cuando llegó al ascensor y vio la cantidad de gente que había esperándolo, optó por bajar las escaleras. Sólo eran cinco pisos. Con tranquilidad, comenzó a hacerlo pero, de pronto, aparecieron unos jovencitos corriendo y uno de ellos, al pasar a su lado, la empujó. Elsa rodó escaleras abajo, haciéndose daño en un pie y en la espalda.
Con rapidez la gente se arremolinó a su alrededor. Elsa y otra señora se habían caído y esta última se había roto un brazo. Con la ayuda de varias enfermeras, Elsa, mareada, se sentó en una silla de ruedas y fue trasladada a una sala, donde verían qué le había ocurrido.
—Joder… joder… qué mala suerte —susurró, fastidiada, al ver el tacón roto de su sandalia y el bulto que le estaba saliendo en el tobillo. Mirando a una de las enfermeras, dijo—: Por favor, podríais avisar a mi abuela. Está en la habitación 506. Su nombre es Estela Pickers.
—No te preocupes, seguro que sólo es un esguince —comentó la enfermera que le quitaba la sandalia, mientras otra salía para avisar.
Elsa continuaba mirándose el pie cuando notó la presencia de dos personas más en la sala.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó uno de los médicos.
Molesta, dolorida y enfadada, Elsa respondió mientras seguía observando su tobillo hinchado.
—Pues que unos inconscientes me han tirado por las escaleras. Dios… cómo me duele el tobillo —gruñó Elsa.
—Eran unos chicos —informó la enfermera—. Debían de bajar por las escaleras haciendo el loco y han tirado a dos personas. A ella sólo, le duele el tobillo, la otra se ha roto el brazo y se encuentra en la otra sala.
—Yo me ocupo de esta paciente —dijo uno de los médicos y, agachándose, comenzó a observar el tobillo de la muchacha, que se quejaba de molestias.
Sumida en su dolor, Elsa se acordó de pronto de que aquel fin de semana tenía que trabajar en la boda de Roberta y Carlos y, sin poder remediarlo, dijo tapándose los ojos:
—¡Mierda! Con todo el trabajo que tengo. ¿Cómo me ha podido ocurrir una cosa así?
—Pues muy fácil, Elsa —respondió el médico que, agachado, le inspeccionaba el pie—. Estas cosas ocurren cuando menos te lo esperas.
Al darse cuenta de que aquel médico la llamaba por su nombre, se fijo en él y su gesto torcido de dolor se transformó durante unos segundos en sorpresa. Le conocía.
—¿Javier Thorton? ¿Eres tú?
Con una sonrisa más arrolladora que un tren de mercancías, éste la miró y dijo:
—Sí, señorita. Soy Javier, el hermano de tu alocada amiga Aída.
No se lo podía creer. ¡Encontrarle allí, tras diez años! Balbuceó como pudo:
—Pero ¿qué haces aquí?
—Ves esta bata blanca y esta identificación —dijo él tocando la insignia que colgaba del bolsillo izquierdo de su bata—. Soy el doctor Javier Thorton, jefe de urgencias de este hospital.
Elsa se quedó muda. Aquel hombre moreno y de mirada profunda que tenía ante ella era Javier, el muchacho al que diez años atrás ella había llamado «crío».
—Estoy trabajando. Salía de tomar algo de la cafetería cuando nos percatamos del incidente y Carlos —señaló al médico que atendía a la otra señora en la otra sala— y yo vinimos a ver lo que pasaba.
—Oh…, Javier —dijo ella dejando la cara de sorpresa para nuevamente volver a poner la de dolor—, me duele muchísimo el tobillo y también aquí —dijo señalándose en la espalda.
Al oír aquello éste frunció el cejo y levantándose tocó donde ella le indicaba.
—¿Aquí? —Ella asintió—. Veamos, necesito que te pongas boca abajo y te quites los pantalones.
Al oír aquello, ella se quedó sin respiración y, mirándole a los ojos, preguntó:
—¿Para qué quieres que me quite los pantalones?
—Pues para verte la espalda e intentar saber por qué te duele —respondió él intentando no reírse.
Convencida de que era lo mejor, se quitó lentamente los vaqueros y con la ayuda de él se tumbó en la camilla boca abajo, muerta de vergüenza.
—Muy bonito —dijo él, de pronto, dejando a Elsa totalmente desconcertada.
—¿Muy bonito el qué? —gruñó ella mirándole desafiante.
—El cardenal que te está saliendo al final de la espalda —respondió él cada vez más divertido.
Tras examinar la zona que ella le había señalado, éste dijo separándose de ella:
—Ya puedes vestirte. —Con rapidez y dolor se puso los vaqueros—. Te va a doler la espalda durante unos días por el golpe, pero no veo nada grave, a excepción del enorme hematoma que te está saliendo donde la espalda pierde su casto nombre. Para eso te recetaré una pomada que tendrás que aplicarte con un pequeño masaje por lo menos cuatro veces al día.
Al ver la cara de circunstancias que ponía Elsa, sonrió. Habían pasado diez años desde la última vez que hablaron, pero poco había cambiado. Estaba tan guapa como siempre.
—En el tobillo tienes un magnífico esguince que te obligará a guardar reposo con el pie en alto por lo menos ocho días con la venda de compresión que te he puesto. Pasado ese tiempo, vuelves aquí y lo vemos. De momento, te recetaré unos anti-inflamatorios.
—¿Ocho días? —dijo ella sin creérselo—. Imposible. Mañana tengo que trabajar y dentro de cuatro días tengo que estar en Chicago.
—Pues, señorita —dijo Javier rellenando unos papeles—, creo que o te curas bien el esguince o tendrás muchos problemas con ese tobillo. Además, tu médico soy yo y digo que tienes que guardar reposo.
En ese momento se abrió la puerta y su abuela Estela entró. Se la veía asustada.
—Elsa, cariño, ¿qué te ha pasado?
—Tranquila, abuela, no ha sido nada. Sólo una caída tonta. No te preocupes —dijo al verla entrar tan nerviosa.
—Tranquilícese —comentó Javier sentando a la mujer en una silla—. No se preocupe, Elsa está bien. Lo único que tiene que hacer es reposo.
—Pero ¿qué ha pasado? —volvió a preguntar la abuela.
—Se ha caído y se ha hecho un esguince en el pie. También tiene un fuerte golpe al final de la espalda —dijo el doctor a la mujer.
—Eso es el culo, ¿verdad? —preguntó su abuela sin miramientos.
—¡Abuela! —gritó Elsa para reprenderla.
Javier no pudo reprimir una sonrisa al ver la mirada que Elsa le había echado a su abuela, que ya se había levantado para dar un beso en la mejilla a su nieta.
—Efectivamente, señora, es el culo —asintió éste ganándose una mirada de reproche de Elsa.
—¿Te duele, cariño? —preguntó la anciana.
Avergonzada por todo, asintió y, con gesto de desesperación, dijo:
—¿Qué voy a hacer, abuela? Este fin de semana tengo trabajo.
—Pues Tony tendrá que ocuparse de todo —comentó juiciosamente Estela—. Estas cosas ocurren, cariño. Ahora lo importante es que tú te repongas. —Y mirando a Javier, que las observaba, comentó—: Entonces, doctor, lo que tiene es un esguince y un fuerte golpe ahí, ¿verdad? —dijo señalando el trasero de Elsa.
—Sí —volvió a reír él al ver de nuevo su cara—. Tiene que obligar a Elsa a que se esté quieta durante unos días. Un esguince mal curado es un problema para toda la vida.
—Abuela, ¿te acuerdas de Aída, mi amiga?
—Sí. La de las preciosas gemelas —sonrió Estela al recordar a aquella chica que tanto le agradaba.
—Pues Javier —dijo señalando al doctor— es su hermano, Javier Thorton.
—Encantada —asintió ésta ofreciéndole la mano—. Hijo, disculpa si he venido acelerada, pero cuando han llamado para decirme que Elsa estaba en urgencias, casi se me sale el corazón.
—No se preocupe, su nieta saldrá de ésta —respondió él sonriente.
Al ver cómo su abuela miraba al médico, Elsa dijo con rapidez:
—Abuela, llámame a un taxi. Dejaré el coche aquí, en el aparcamiento.
—No te preocupes, yo te acompañaré a casa —dijo la mujer—. Y cuando te meta en la cama, regresaré aquí con Samantha. Mañana, en cuanto llegue Clarence, me iré a tu casa para ayudarte.
Elsa sonrió. No quería que su abuela fuera de acá para allá como una loca, por tener que atenderla, así que mirándola a los ojos, le susurró:
—Abuela. Tú llama al taxi, del resto me ocupo yo, tranquila.
—Que no… que no… —insistió la mujer—. Que yo me voy contigo y luego regreso, no digas tonterías.
—Abuela… —resopló Elsa.
Javier, que las observaba, al ver cómo se miraban preguntó.
—¿Cuál es el problema?
—Ninguno —dijo Elsa. Sin embargo, su abuela también habló:
—¡Qué fatalidad, hijo! Esta noche me toca a mí quedarme en el hospital con mi hija Samantha para que mi yerno duerma. —Y para aclararlo dijo—: Samantha ha tenido un bebé. Pero claro —dijo mirando a su nieta—, ahora no puedo dejar que esta criatura se vaya sola y desangelada a casa con el tobillo así.
—Abuela…, déjalo, yo llamaré al taxi —resopló, deseando cogerla del cuello. La conocía y veía cuáles eran sus intenciones.
—Si quieres te llevo yo —se ofreció Javier mirándolas a ambas—. Puedo llevarte a tu casa, no tengo prisa en llegar a la mía esta noche.
Su abuela sonrió, pero dejó de hacerlo cuando Elsa añadió:
—No, Javier. No te preocupes, ya nos las arreglaremos.
Pero Estela tenía claro que no pensaba callarse y, a pesar de la mirada que le echó su nieta, afirmó:
—A mí me parece una idea maravillosa y genial. No eres un desconocido. Creo que es una idea excepcional. ¿Qué mejor compañía que la de un doctor?
«Me las pagarás», indicó Elsa a su abuela con la mirada, antes de decir:
—Que no es necesario. No liéis más las cosas, por favor.
—¡Tú te callas! —dijo de nuevo su abuela.
Y volviéndose hacia Javier, la anciana comenzó a hablar con él. Elsa les miraba y veía cómo su abuela hablaba y hablaba y Javier, con toda la paciencia del mundo, la escuchaba y sonreía. ¡Qué pesada podía llegar a ser esa mujer!
Mientras los observaba hablar, se fijó más en Javier. Su cuerpo se había ensanchado y ahora era más varonil, pero su cara, su mirada y su sonrisa seguían siendo las mismas. Estaba sumida en sus pensamientos cuando oyó a la anciana decir:
—Pues ya está decidido. Javier te llevará a casa y sacará a Spidercan. —Y, tras darle un beso a su nieta, añadió—: Hasta mañana, cariño. Te dejo en buenas manos.
Sin mirar atrás, la mujer salió de la sala dejando a Elsa totalmente alucinada. Sin embargo, volvió en sí al notar que Javier la tomaba del brazo para bajar de la camilla.
—De verdad, Javier, que estoy bien, olvida lo que te ha dicho la lianta de mi abuela. Llamaré a un taxi y ya está —dijo mientras bajaba de la camilla. Pero su gesto se torció al rozar su pie con el suelo.
—No voy a seguir hablando de esto y no seré yo quien le lleve la contraria a tu abuela —aseguró él mientras se quitaba la bata y, cogiendo una silla de ruedas, dijo—: Siéntate aquí, y que sepas que esto lo hago porque eres amiga de mi hermana. Por lo tanto, cállate. Te llevare a tu casa y sacaré a ese perro tuyo a dar un paseo. Y ahora no te preocupes por nada.
Resignada ante aquella situación que podía con ella, se sentó en la silla de ruedas, dejó que Javier pusiera sobre ella dos muletas y suspiró, mientras éste avisaba a Carlos de que se marchaba. Su turno había acabado hacía una hora.