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23 de enero de 2009… diez años después

—Mamá, escúchame —dijo Elsa desde el teléfono de su despacho—. Intentaré llamar más a menudo, pero no te lo puedo asegurar. Tengo muchísimo trabajo. Además, dentro de dos días salgo para Chicago y estaré allí seis días. Por cierto —murmuró con una sonrisa—, hoy viene la abuela.

—Cariño, inténtalo —respondió Bárbara tras oír a su hija—. A tu padre le hacen mucha ilusión tus llamadas. ¿Hoy va la abuela?

Elsa, retirándose la melena de la cara, asintió.

—Sí mamá. Hoy es el gran día.

Bárbara, consciente de la noticia que le tenían que dar a su madre, resopló y dijo:

—Uff… cariño. Ya me contarás. Dale besitos a ella y a la tía, y diles que las quiero mucho.

—Sí, mamá, se lo diré —asintió ésta—. Oye, ¿hablaste con Bea?

Bárbara, al oír el nombre de su hija pequeña, que ya era una mujer, suspiró.

—Sí, cariño. Está encantada con su vida en Londres.

—Mamá, es normal. A ella le gusta otro tipo de diseño más loco y desenfadado. No puedes pretender que también opte por los vestidos de novia.

Beatriz, la Llorona, ya era una mujer y había sido contratada por la empresa Vivels, ubicada en Londres, y dedicada al diseño de ropa bastante alternativa.

—Ya lo sé, hija. Pero os echo de menos. Tú allí y ella en Londres.

—Tienes a Nico, mamá. —Pero rió al oír el resoplido de su madre.

—¿Sabes desde cuándo llevo sin hablar con él? —comentó Bárbara, algo molesta con su hijo—. ¡Tres semanas! Siempre le llamo yo, y no me importa, pero me gustaría que él o Marta me llamaran alguna vez.

Elsa sonrió. Su hermano y su cuñada eran unos despistados.

—No lo tomes a mal, mamá, ya sabes cómo son los dos.

—Sí, ya lo sé, hija. Pero es que a tu padre y a mí nos gustaría verlos más a menudo, en fin, nos gustarían muchas cosas de ellos.

—Mamá, tranquila —sonrió Elsa al entenderla—. Estoy convencida de que cualquier día te harán abuela.

—¿Tú crees que ésos dos quieren tener hijos? —preguntó Bárbara—. Me parece que sólo quieren viajar y pasarlo bien. No sé yo si los niños entran en sus planes.

Su hijo y Marta llevaban casados siete años, más los de noviazgo, y no se les veía muy decididos a tener descendencia.

—Todo llegará a su tiempo, mamá —rió Elsa y cambió el tema o, de lo contrario, lo siguiente sería preguntarle si tenía novio—. Dime, ¿cómo está papá?

—Bien, cariño. Trabajando como siempre. Anoche le dije que hablaría hoy contigo y me pidió que te mandara muchos besos de su parte, y que te comentara que él intentaría llamarte durante esta semana. Por cierto, ¿te contó Rocío que su hermano Julián ya tiene novia?

«Oh, Dios…, ya empezamos», pensó Elsa al oír aquello. Tanto su madre como la de Rocío, Candela, estaban demasiado preocupadas por las vidas íntimas de sus hijas, y no perdían oportunidad de recordárselo cada vez que hablaban con ellas.

—Sí, me lo contó. Me alegro por él.

—Hija, ¿comes bien? ¿Has conocido a alguien interesante últimamente?

«Lo que faltaba… ahora empezará con el tercer grado», suspiró al escucharla pero, sin querer enfadarse con ella, dijo:

—Mamá, ¿tú crees que yo tengo tiempo para novios?

—Eres joven. Si no tienes tiempo ahora, ¿cuándo lo tendrás?

—Vamos a ver —resopló Elsa—. No tengo tiempo, ni ganas, y mucho menos necesidad de buscar nada.

Pero Bárbara contraatacó. Quería que su hija encontrara una pareja y no dejaría de recordárselo mientras viviera.

—Pero yo digo que…

Elsa, a punto de chillar, se levantó justo en el momento en que Tony, su ayudante, entraba en el despacho y con un movimiento de la mano le indicaba que tenía otra llamada.

—Mamá —la interrumpió encantada—. Mamá, tengo que dejarte. Ya te volveré a llamar y te contaré.

Tras despedirse, colgó aliviada mientras Tony la miraba.

—Uff… jefa, percibo que tu madre ha vuelto al ataque —bromeó.

Elsa, tras echarse en un vaso un poco de agua, bebió y dijo.

—Te juro que cada día me cuesta más contener su ataque. —Ambos rieron.

—Al teléfono tienes a Ariadna —dijo Tony antes de marcharse.

—¡Genial! —aplaudió ésta y, tras coger el teléfono, comenzó a hablar con ella.

Ariadna Gobertling era una muchacha de Phoenix que les había contratado para la organización de su boda. Su novio era mexicano y quería ofrecerles, a él y a su familia política, una boda lo más ostentosa posible.

—De acuerdo, Ariadna. Entonces, a las cuatro te espero aquí. Necesito tu aprobación en algunos detalles. Hasta luego.

Tras la conversación Elsa colgó el teléfono, momento en el que entró la pizpireta de su abuela.

—¿Cómo está mi preciosa nieta? —gritó Estela.

Con una gran sonrisa, Elsa se hizo la sorprendida. Se levantó para abrazarla y juntas se sentaron en el elegante sillón que había en el despacho.

—Abuela, ¿cuándo has llegado?

Estela, dejando el bolso a un lado, miró a su nieta, que cada día se parecía más a ella.

—Esta mañana. Clarence, el marido de Samantha, fue a buscarme al aeropuerto. Por lo visto a la una llegará Howard Feldenson, el notario, y tengo que firmar unos papeles. Y tú ¿qué tal estás?

Reprimiendo la sonrisa por la sorpresa que le iban a dar a su abuela, dijo:

—Con muchísimo trabajo. Tengo contratadas cinco bodas. Una en Phoenix, dos en Los Ángeles, otra en Colorado Spring y la última en Chicago.

—Cada día estoy más orgullosa de ti. Sin embargo no me gusta verte tan delgada —susurró mirándola.

«Buenoooooo… ya empezamos», pensó Elsa. Su madre y su abuela siempre la martirizaban con lo mismo, con que se echara novio y comiera bien.

—Abuela, no estoy delgada, no empecemos.

La mujer, tras mover la cabeza, asintió y, mirándola, preguntó:

—¿Qué tal funciona tu prima Beverly aquí? No le quiero preguntar a su padre para que no se moleste.

—Muy bien, abuela. Es estupenda, y creativa. Creo que será una maravillosa coordinadora de eventos.

—Me encanta ver a mis nietas trabajando juntas. —Y acercando la cara de Elsa hacia sí para darle un beso en la frente, dijo—: ¿Tienes algo nuevo que contarme?

«Noooooooooo», quiso gritar pero, tras un suspiro, preguntó:

—¿Sobre qué, abuela?

La anciana, con una sonrisa soñadora, le dio un par de palmaditas en la mano y dijo.

—Eres una mujer espabilada, atrevida y muy creativa, pero me gustaría que mi nieta tuviera vida privada.

—Abuela, tengo vida privada, no te preocupes.

Pero su abuela era tan cabezona como su madre y volvió a insistir.

—¿A qué llamas vida privada, a salir de paseo con tu perro Spidercan?

Clavándose las uñas en las palmas de las manos, miró a su abuela y dijo:

—Vamos a ver. Tengo treinta y dos años, y estoy contenta con lo que hago. Si algún día tengo que conocer a alguien en especial, ya llegará. ¡No me agobies!

—Cariño mío, a tu edad ya tenía a mis cuatro hijos. Además, sigo pensando que estás muy delgada.

—Vale… vale, abuela —rió por no llorar—, pero es que tú eres tú y yo soy yo. Ahora la gente no tiene hijos tan alegremente. Nos pensamos con detenimiento si queremos hijos o no. —La anciana refunfuñó—. La vida, hoy por hoy, nos ofrece muchas diversiones que no son tener hijos y, no te preocupes, no estoy delgada. Me alimento muy bien y estoy en mi peso.

—Lo dudo… —suspiró Estela—. Tanta tecnología, tanta comida rápida y tanto liberalismo os está minando horas de vida.

En ese momento se cerró la puerta del despacho. La anciana, al ver a su hija Samantha, dijo:

—Ésta es la que se está poniendo redonda. A este paso la llevaremos rodando por la calle.

Aquello hizo reír a carcajadas a Elsa. Samantha sonrió.

—Ya estoy aquí ¡Hola, mamita! —dijo ésta echándose en los brazos de su madre—. Y por favor, mamá, ¿quieres hacer el favor de dejar que Elsa decida cuándo quiere tener novio o no? —Su madre la miró y sonrió—. ¡Déjala! Es joven, ya tendrá tiempo para casarse y tener hijos.

Estela, feliz por verse rodeada de los suyos, sonrió. Samantha, al igual que Bárbara, se parecía mucho a ella, cosa que le enorgullecía.

—Si sigue así, será una solterona —protestó la anciana haciéndolas reír.

—Ay…, mamita, creo que esa sangre italiana que corre por tus venas te hace ser un poco pesada con lo del matrimonio, los hijos y la comida.

Elsa sonrió y se levantó. Llenó un vaso de agua y se lo tendió a su tía mientras su abuela decía:

—Tiene treinta y dos años, Samantha. ¿Cuándo va a tener bebés?

—Mamita —dijo Samantha con cariño—. Hoy en día las mujeres pueden tener hijos con más edad. Ya no hace falta tenerlos con veinte años, el mundo avanza.

—¿Y a ti qué te pasa? —preguntó Estela al ver a su hija acalorada y con sudores, mientras Elsa le tendía un vaso de agua y se sentaba junto a su abuela.

—Nada grave —respondió ésta con rapidez, sentándose con ellas.

Pero la mujer, extrañada, dijo quitándose las gafas:

—Samantha Pickers. Eres mi hija y sé perfectamente cuándo te ocurre algo.

Elsa, junto a ellas, las observaba con una media sonrisa. Su abuela y su tía, en el fondo, eran tal para cual. La unión que había entre aquellas mujeres era genuina y estupenda. Su abuela adoraba a todos sus hijos, pero la relación que había entre Samantha y ella era especial.

—Hija, estás sudando —susurró Estela levantándose para darle aire y, volviéndose hacia Elsa, añadió—: A mí me pasó lo mismo a su edad. Me entraban unos sudores tremendos cuando me vino la menopausia.

—¡Mamita! —chilló Samantha sin saber si reír o llorar.

Elsa, divertida, las observaba y reía a carcajadas cuando su abuela dijo:

—Cariño, pero si no es nada malo. Eso les pasa a todas las mujeres. A tu edad yo tenía unos sofocones horrorosos.

—Mamita, no es lo que piensas. —Y mirándola dijo—. Siéntate, tengo que decirte una cosa.

—¡Ay Dios! No me asustes —protestó la mujer sentándose al lado de su nieta—. Mira que ahora mismo llamo a Frederick, el médico de la familia, y te hace un chequeo de pies a cabeza.

Elsa y su tía Samantha sonrieron y la anciana prosiguió.

—Si es que no os cuidáis. Lleváis una vida loca, no coméis en condiciones.

—Estoy embarazada —dijo Samantha.

Al oír aquello y ver la cara de su abuela, a Elsa se le escapó una sonora carcajada que atajó con rapidez al percatarse de la mirada asesina de su abuela.

—¿Que estás qué? —preguntó la mujer, incrédula, mirando a su hija.

—Embarazada —dijo Samantha con los ojos inundados de lágrimas—. Vas a tener otra nieta.

Hacía ya ocho años desde aquel fatídico día y no pasaba ni uno solo en que no pensara en Britney, su preciosa hija de once años, que había muerto en un accidente de tráfico.

—Es una niña. Y tranquila, la amniocentesis nos indicó que está todo bien a pesar de mis cuarenta y nueve años —balbuceó Samantha al ver a su madre tan callada—. Estoy de cinco meses y, según mi tocólogo, la niña nacerá para el 12 de mayo. —La anciana no podía ni hablar, por lo que ésta continuó—. No ha sido un bebé buscado, mamita, ha sido un regalo. Un maravilloso regalo, y John y Alfred —sus hijos de veintidós y veintiuno— están como locos por tener en brazos a su hermana.

—Pero… pero si la que tendría que tener hijos es ella y no tú —comentó Estela señalando a su nieta, que puso cara de circunstancias.

—Ni lo pienses, abuela —aclaró la nieta haciéndolas sonreír.

Y sin responder, la mujer se levantó y abrazó a su hija. La pérdida de Britney casi la había vuelto loca y ella no era nadie para amargarle aquel bonito momento.

—Dios mío. Qué bendición de Dios. ¡Otra nieta más!

En ese momento se abrió la puerta y apareció Clarence, el marido de Samantha. Un hombre alto, calvo y regordete de buen corazón, que había esperado pacientemente fuera del despacho y ya no podía esperar más. Estela, al verle asomar, dijo:

—¡Ven aquí, sinvergüenza! —Y tras abrazarle le dijo haciéndole sonreír—. Hemos venido charlando por el camino y no has sido capaz de decírmelo. ¡Mal yerno!

Elsa y Samantha empezaron a reírse. Clarence adoraba a su suegra. Gracias a ella, a su fuerza y su coraje, Samantha pudo continuar viviendo tras la pérdida de Britney.

—Querida suegra, si se me ocurre decírtelo, tu hija me mata.

—Mamita, quería decírtelo yo. —Y sonriendo añadió—: Te mentimos. Hoy no vendrá el notario porque no hay nada que firmar. Pero lo que sí vas a hacer es quedarte unos días conmigo en casa. Necesito que estés aquí para que me ayudes a encargarme de todo lo que tengo que preparar para la pequeña Estela.

—¡Estela! ¿Se va a llamar como yo?

—Un nombre maravilloso, abuela —añadió Elsa emocionada, quitándose con un pañuelo unas lágrimas furtivas que habían escapado de sus ojos.

Su tía y su abuela se abrazaban y hablaban sobre aquel grandioso regalo inesperado que la vida había puesto en sus vidas.

Dos días después, Elsa estaba en un avión rumbo a Chicago. Junto a ella viajaba Tony Santos, su colaborador. Juntos habían empezado la aventura hacía diez años, cuando ella llego a Los Ángeles. Nunca olvidaría su primer día en la ciudad. Cuando llegó al edificio donde su familia trabajaba y se sentó en la mesa de su nuevo despacho. Su abuela y su tío se sentaron frente a ella y escucharon lo que ésta podía aportar a la empresa. Luego fue ella quien escuchó. Desde el primer momento, su abuela y su tío Robert presintieron que Elsa podría ser una estupenda coordinadora para cualquier tipo de eventos, pero quizá por el trabajo realizado con su madre en España, iba a ser una estupenda coordinadora de bodas.

Una vez que ella aceptó el trabajo, le pusieron encima de su mesa varios currículos de personas que se ofrecían para distintos puestos de trabajo. Minutos después, su abuela y su tío la dejaron sola en aquel despacho. Entonces, ella se puso a mirar uno por uno los currículos. Era su primera decisión. Tras estudiarlos, optó por entrevistar a varios candidatos.

La primera candidata fue una chica de Los Ángeles. Pero cuando la vio entrar en su despacho, algo en ella le advirtió de que aquella joven Barbie de pequeña minifalda y pechos exuberantes no se adaptaría a lo que estaba buscando. El siguiente fue un hombre de Phoenix, que le pareció excesivamente tranquilo para el trabajo. La chica de Philadelpia le gustó, pero estaba separada, era madre de tres hijos y no tenía disponibilidad para viajar y, con todo el dolor de su corazón, la tuvo que descartar. Otro que acabó igual fue un chico de Sacramento que llegó con piercing en la ceja y en la nariz, y con pocas ganas de trabajar. Pero cuando Tony, un chico de Puerto Rico, entró con su traje azul impecable y bien planchado, y su camisa blanca, todo comenzó a encajar.

A Elsa le gustaron el color tostado de su piel, sus grandes ojos negros, su expresividad y su dulce forma de comunicarse. Tras aquella primera entrevista, concertó una segunda en la que Elsa se fijó en que Tony acudía con el mismo traje. Su dinero no le daba para tener más de uno. Además, durante la reunión Tony le indicó que era gay. Elsa se sorprendió, pues no lo había preguntado, y le aclaró que ella buscaba alguien competente para el trabajo. Tony había llegado de Puerto Rico y necesitaba una oportunidad como aquélla. Y así fue como ambos comenzaron a trabajar en Pickers con el mismo empeño y las mismas ganas de demostrarle a todos que eran un buen equipo.

Y Elsa acertó. Tony y ella, desde el primer día, formaron un dúo excepcional. Lo que no se le ocurría a uno, se le ocurría al otro. Y fueron muchas las felicitaciones recibidas en todos aquellos años.

—Mira, ¿qué te parece? —dijo Tony, sentado junto a ella en el avión, enseñándole su nuevo móvil.

Elsa lo tomó en sus manos y, tras observarlo, pues le encantaban las últimas tecnologías, respondió:

—Es chulísimo. ¡Me encanta!

—Es un regalo de Conrad. —Ella asintió—. Me dijo que así, mientras estoy de viaje, le puedo mandar bonitas fotos de los lugares adonde vamos.

Con complicidad, Elsa apoyó su cabeza en el hombro de Tony.

—¿Sabes? Conrad me parece un tipo excepcional, me cae muy bien. Te trata como ninguno lo ha hecho antes y creo que vuestra historia puede ser estupenda.

Tras suspirar feliz, Tony se guardó el móvil en el bolsillo de su camisa Ralph Lauren.

—Yo también lo creo. Anoche me propuso que nos fuéramos a vivir juntos en su casa. No le contesté, le dije que me lo pensaría. —Elsa le miró—. Pero ya sabes lo que pienso sobre dejar mi casa. Lo hice una vez, pero no creo que lo haga dos.

La última relación que Tony había tenido había sido con un inglés llamado John. Se había roto tras dos años de convivencia, y, al final, Tony se había quedado sin casa. Hasta que encontró un lugar decente donde vivir, Elsa, le acogió en la suya. Fue agradable para los dos.

—¿En serio?

—Totalmente en serio —respondió mirándola a los ojos—. Le dije que, cuando volviera de este viaje, hablaríamos de nuevo.

—Creo que haces bien pensándotelo, aunque creo que Conrad no es John.

Tony asintió. Conrad y John no podían ser más diferentes.

—Eso ya lo sé, pero…

—¿Sabes? —le interrumpió Elsa—. No creo que porque una vez te saliera mal con un idiota debas tener miedo. Además, Conrad está loquito por ti. —Al ver cómo la miraba, con una sonrisa, preguntó—: ¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

—Un año, tres meses y once días —respondió Tony.

—¿Y cuánto hace que pasó lo de John?

—Cuatro años o más.

Elsa, apoyándose de nuevo en su hombro, dijo:

—Vamos a ver, Tony, ¿no crees que ha llegado la hora de que te des otra oportunidad? —Él suspiró—. Inténtalo de nuevo. Un tipo como Conrad no aparece todos los días. Piénsalo. Él es un tío atractivo, abogado, y que está coladito por ti —rió con satisfacción al ver la felicidad de Tony—. Además, si algo sale mal, sabes que mi casa siempre estará ahí.

—Ya lo sé, reina —asintió él—. Como tú dices, tipos tan maravillosos como Conrad no se encuentran todos los días. —Y dándole un coscorrón, indicó—: Tú podrías aplicarte también el cuento, ¿no te parece?

—¿Referente a qué? —rió ésta tocándose la cabeza.

—Pues referente a que los hombres existen, reina. Hay hombres bajos, altos, guapos, feos, musculosos, sin músculos, rubios, morenos, con dinero, sin dinero, con …

—Basta… Basta ya, por favor —se carcajeó Elsa.

—¿Qué pasó con el tío aquél tan estupendo con el que saliste a cenar hace dos días?

Al oír aquello, Elsa suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Alfred? —Él asintió—. Menudo sinvergüenza. Estaba casado —Tony se sorprendió—, y me enteré porque cuando estábamos cenando le sonó el móvil. Era su mujer. A su hija la estaban operando de apendicitis.

—Pero ¿qué me estás contando? ¡Qué metedura de pata! —rió Tony.

—Pues sí. Una enorme y tremenda metedura de pata.

—Reina, escúchame. Si quieres que yo me dé una oportunidad, dátela tú a ti.

Elsa se acurrucó junto a él y sonrió antes de responder.

—Ya me la daré. Pero tras lo del idiota de Alfred, no me apetece. ¿Por qué seréis los tíos tan mentirosos?

—No todos lo somos —corrigió Tony—. Pero qué papelón lo de Alfred.

—Pues sí, fue un papelón —sonrió al recordar su cara—. Se puso tan nervioso que fue incapaz de inventar algo y, de momento, he decidido que el único que ocupa mi corazón es Spidercan.

—¡Dios santo, Elsa! Cualquiera que te oiga pensará que te gusta la zoofilia.

—¡No seas bruto! —dijo dándole un puñetazo—. Adoro a Spidercan. Además, recuerda quién me lo regaló hace unos años por Navidad.

—Mmmm… no pude resistirme. Cuando pasé por aquella tienda de animales y lo vi solo, con esos ojos tristes y esas orejas grandes, no sé por qué, pero me recordó a ti.

—¿Me estás llamando orejotas?

Al escucharla y ver su gesto de niña mala comenzó a reír y recordó aquella mañana de Navidad, cuando todavía compartían casa. Tony dejó bajo el árbol una caja que no paraba de moverse. Elsa, con rapidez, se lanzó hacia ella y su cara de sorpresa fue mayúscula cuando, al abrir la tapa, salió disparado un cachorro marrón claro de cooker español que, subiéndosele a los hombros, comenzó a lamerle la cara.

—¿Recuerdas cómo se subió a tu cabeza cuando abriste la caja?

Elsa sonrió. Aquel recuerdo siempre estaría en su memoria.

—Por supuesto. Por eso se llama Spidercan, porque trepa como las arañas.

—Lo has dejado con Samantha, ¿verdad?

—Oh, sí. Adora a mi tía y allí le tratan como a un rey mientras yo estoy de viaje. —Mirándose el reloj preguntó—. ¿A qué hora quedaste con los del catering?

Con rapidez, Tony abrió su agenda:

—A las cuatro y media. A las cinco con los de las flores y a las seis tenemos el ensayo general de la boda —dijo.

Elsa asintió, y ambos comenzaron a hablar de trabajo.

La tarde en Chicago fue un verdadero torbellino. Las familias se ponían excesivamente nerviosas en las bodas y colaboraban poco. El primer problema se presentó cuando se supo que el padre de la novia, que la iba a acompañar hasta el altar, se había roto una pierna. Con rapidez, la novia decidió que su hermano Alan lo hiciera en su lugar. A partir de ese momento, Tony se puso en acción para conseguirle un traje parecido al que estaba preparado para el padre. El segundo surgió por culpa del juez de paz. Se presentó achispado al ensayo general y la madre del novio se negó a asistir a la boda si ese juez era el que iba a dirigirla. Sin esperar un segundo, y acostumbrados a los imprevistos, Elsa y Tony buscaron a otro. Sin embargo, por la noche, cuando llegaron al hotel, estaban exhaustos. Y mientras se quedaban dormidos, rezaban porque al día siguiente, el día de la boda, todo fuera mejor que durante el ensayo.

A la mañana siguiente, desde las ocho de la mañana, Tony y Elsa trabajaron sin descanso. La boda se celebraba en el jardín trasero de la casa de la novia. Primero llegaron los del catering, y comenzaron a montar las mesas redondas en aquel cuidado jardín. Tony se encargaba de la distribución de mesas, mientras Elsa daba órdenes sobre dónde poner los grandes centros florales y tranquilizaba a la madre de la novia. En el altar donde horas más tarde se casarían, Donna y Kevin, de la floristería contratada por Elsa, organizaban el helecho y las orquídeas blancas. Sobre las doce llegó el equipo de peluquería y maquillaje, que se encargaría de la novia y sus damas de honor.

Tras varias latas de Coca-Cola, a la una apareció Fanny Carmichael, amiga de Elsa y famosa diseñadora que había sido la encargada de crear el traje de la novia y las de las damas de honor, que fue recibida por las chicas con aplausos. Tony y Elsa sonrieron. El que la diseñadora se presentara en casa de la clienta no fallaba nunca. Donna, la novia, se puso su vestido de crepé de corte princesa. Era una novia clásica que quería una boda clásica.

Meses antes, poner de acuerdo a todas las madrinas no había resultado tarea fácil. Unas querían ir de azul celeste y otras de rosa palo. Al final, ante la falta de cooperación por parte de las damas, Elsa optó, siempre con el consentimiento de Donna, por un color intermedio. Ni azul, ni rosa. Irían de naranja suave, lo que pareció agradar a todas. Con los padrinos no hubo ningún problema. Ellos acataron rápidamente lo que Elsa les indicó.

De pronto y como ocurría en la mayoría de las ocasiones, todo empezó a cuadrar. Las mesas estaban distribuidas tal y como tenían dibujado en sus papeles, las flores ocupaban sus lugares correspondientes en las mesas y en el altar y la novia disfrutaba de su día. A las tres y media de la tarde llegaron los músicos, quienes comenzaron a afinar sus instrumentos de cuerda y viento. Media hora después, se les oía tocar una sinfonía de Vivaldi muy agradable y relajante. A las cuatro de la tarde, la novia y las damas de honor, vestidas y nerviosas, eran entretenidas por el fotógrafo contratado. Elsa no quería que ningún familiar se quedara sin su foto.

El catering llegó y todo fue trasladado a la cocina de la casa. Expertos cocineros y camareros que se encargarían de que las cosas salieran bien. A las cinco y veinte de la tarde comenzaron a llegar los invitados y a las seis menos cuarto Kevin, el novio, junto a sus amigos esperaba sudoroso al lado al altar. A las seis y cinco hizo su aparición la primera dama de honor portadora del ramo de la novia. Detrás, y por parejas, llegaron las madrinas y los padrinos con el lazo, los anillos, las arras, etcétera. Eso sí, siempre manteniendo la distancia de separación entre las parejas como el día anterior les había marcado Tony. Y al final del cortejo apareció una radiante Donna, con su precioso traje y del brazo de su hermano, que al ver al novio, sonrió. Minutos después, los contrayentes se juraban amor eterno.

—¡Dios mío! —suspiró Tony tres horas más tarde mientras tomaba una copa de champán en la cocina—. No puedo creer que esto acabe por fin.

Elsa le miro y sonrió. A pesar de que todo solía salir bien, coordinar una boda nunca era fácil. El más mínimo error podía echar a perder el día más importante de los novios. Pero con una sonrisa asintió y dijo:

—Sólo queda que corten la tarta y empiece el baile. Por cierto, ¿ha llegado ya el grupo que tiene que tocar tras el banquete?

—Sí, están vistiéndose en el piso de arriba —respondió Tony mientras masticaba un canapé de salmón.

Al escuchar aquello, Elsa se relajó y cogiendo una copa de champán murmuró:

—Pues entonces, amigo mío, esto ya está casi terminado. Ahora sólo nos queda disfrutar.

Tras el maravilloso banquete en que todo funcionó a la perfección, Tony y Elsa regresaron al hotel, destrozados.

El teléfono de su mesa sonaba cuando Elsa entró en su despacho. Era Celine.

—¡Ya era hora, guapa! —dijo Elsa al oír su voz.

Celine, que seguía viviendo en Bruselas, respondió:

—Otra con lo mismo. Pero ¿no os dais cuenta de que yo trabajo?

Sentándose, Elsa suspiró y mientras miraba unas cartas le contestó:

—Oye, rica, ¿qué te crees que hacemos las demás?

—Me imagino que trabajar, pero es que yo voy a doscientos por hora.

Elsa sonrió.

—Te puedo asegurar que yo voy a quinientos por hora.

—Bueno, vale —se rindió Celine—. Intentaré llamar más a menudo, pero es que me sumerjo tanto en el trabajo que a veces se me pasan los días y no me queda tiempo para nada.

Al escucharla, sintió en su amiga el mismo agobio que sufría ella cuando su madre la llamaba. Echándose hacia atrás en su silla, murmuró:

—Vale… venga, yo también te entiendo. No hace falta llamar todos los días pero de vez en cuando no estaría mal. Algún día nos vamos a cansar nosotras de llamarte y verás.

—¡No, por Dios! —gritó Celine—. Juro que llamaré más. Bueno, cuéntame. ¿Cuál es el problema?

—Aída.

—¿Qué pasa?

—Está mal con Mick.

Celine se encendió un cigarrillo. Aquel problema la sacaba de sus casillas y, tras una primera calada, dijo:

—Lo que tenía que hacer era mandarle a freír espárragos. No entiendo qué hace todavía con ése… ese mamarracho. Debería coger a los niños y marcharse.

—No es tan fácil, Celine. Lo es para ti o para mí, pero ella tiene hijos, está casada y enamorada. Te lo digo por si no lo recuerdas.

Tras una nueva calada, Celine apuntó con rabia:

—No se tenía que haber casado.

Al oírla, Elsa sonrió. Si una de ellas no había cambiado, sin duda, era Celine.

—Tempanito, eso lo pensamos ahora, diez años después. Pero cuando se casó, a todas nos pareció estupendo y romántico.

—A mí no —dijo con sinceridad Celine—. Y siempre lo dije.

—Tienes razón, pero hablamos de Aída, no de ti, ni de mí. Oye, escúchame, llámala. Necesita saber que seguimos estando aquí, ¿vale?

Sin perder un segundo, Celine abrió su carísimo bolso para buscar su libreta de Gucci.

—Ahora mismo la llamo, no te preocupes.

Elsa se alegró. Sabía que Aída necesitaba caña y Celine era la persona idónea para darla.

—¡Qué bien! Se pondrá contenta cuando oiga tu voz. Y bueno, ya que hablamos, ¿todo bien? ¿Sales con alguien?

Celine, con una fría sonrisa, asintió y respondió:

—Todo perfecto. Ahora de vez en cuando salgo con Joel, un tipo de la oficina que está increíble. —Al oír la risa de Elsa aclaró—: Pero no te emociones, no es nada serio.

—Por lo menos te gustará, ¿no?

Celine sonrió. Joel era un tipo tremendamente atractivo. Joven, atlético, guapo y triunfador. En definitiva, un cañón de hombre y al pensar en él dijo:

—¿A quién no le gustaría Joel? Es todo un bombón y en la cama se porta superior.

—De acuerdo. Eso está bien —sonrió Elsa. Conocía a su amiga y no iba a contar más allá de frivolidades.

—Y tú qué —preguntó Celine—. ¿Te saldrán telarañas o harás algo por disfrutar de la vida?

—¿Qué? —Rió al oír aquello.

—Que existen muchos hombres en el mundo, Elsa. Si el idiota de Peter decidió abandonar vuestra historia, él se lo pierde. Ese tipo será un desgraciado y un mentiroso compulsivo toda su puñetera vida —dijo apagando su cigarro. Hablar de desamores le traía amargos recuerdos—. No dejes de salir y conocer gente.

—Tranquila. Salgo y me divierto mucho. No te preocupes —mintió al recordar su desastrosa última cita con aquel hombre casado.

—Bueno, así me gusta, que no te oxides. Por cierto, viajaré dentro de poco a California. Tengo que hacer un catálogo para una subasta de vinos del valle de Napa.

Al oírla, Elsa se alegró. Eso quería decir que se podrían ver.

—¿En serio? ¿Para qué bodega?

Sin muchas ganas, y encendiéndose otro cigarrillo, Celine contestó.

—Bodegas Depinie. Tienen viñedos en Francia e Italia, pero la subasta la organiza su bodega de Napa. Si te soy sincera, no me apetece nada encargarme de ese asunto. No soporto al dueño. Sin embargo, es una de las mayores firmas que llevamos, y aunque no me guste tengo que reconocer que es beneficioso para mí como publicista y para la empresa.

—Lo harás estupendamente —afirmó Elsa mientras su amiga maldecía por lo bajo—. Oye, entonces avisa para vernos, ¿vale?

—Por supuesto, no te preocupes. Y ahora, querida mía, te voy a dejar para llamar a nuestra adorada Aída. Aquí son las once de la noche y me quiero ir a casa a descansar.

—¿Todavía estás en la oficina? —preguntó Elsa.

—Sí, cariño, acabo de terminar con una tortuosa reunión. Ya te he dicho que tengo mucho trabajo.

Tras hablar un par de minutos más, se despidieron y con toda la paciencia de que disponía Celine, llamó a Aída, que se puso a llorar en cuanto oyó su voz.