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A las cinco y veinte de la tarde, todas estaban ya vestidas. Aída lucía espectacular con su vestido de novia. Entre todas las amigas le habían regalado una pulsera de oro con una chapita que por un lado tenía grabado su nombre, Aída, y por el otro el que a ella tanto le gustaba, Amitola, que en lenguaje indio quería decir «Arco Iris».

Aída estaba radiante con aquel modelo que se le ceñía al cuerpo como un guante, mientras las chicas llevaban otros idénticos pero de distintos colores. Era una boda en la que se mezclaba lo europeo con lo norteamericano. En Estados Unidos no había padrinos como en España y en casi toda Europa. Allí se organizaba un cortejo nupcial compuesto por varios padrinos y madrinas. Lo normal era que una de ellas, que solía ser soltera, llevara el ramo, otra las arras y otra más los anillos y el lazo. En el caso de los chicos, la cosa era exactamente igual. Lo habitual era que la madrina que llevaba el ramo entrase sola a la iglesia mientras el cortejo la seguía y, tras éste, entrara la novia.

Pero como estaban en España, la boda se celebró a la usanza del país. Hubo padrino, que fue el padre de Aída, y madrina, que fue la madre de Mick.

Los nervios empezaron a aflorar a las cinco y media, cuando llegó el fotógrafo. Cecilia, la histérica madre de la novia, se tomó varias tilas. Se hicieron infinidad de fotos: la novia con el padrino, con su madre, con el hermano, la familia completa, las amigas de la novia, etcétera.

Las chicas estaban espectaculares con sus vestidos en colores pastel. Aquellos modelos los había diseñado Bárbara. Iban desde el gris perla para Elsa, el rosa palo para Shanna o el verde manzana para Celine hasta el cielo para Rocío. Habían sido confeccionados en damasco y seda y tenían un vuelo espectacular. Cecilia optó por uno en Gazzar azul marino, con un tacto suave y una caída excelente, y Anthony, como padrino de la boda, lució junto con su hijo Javier un esmoquin en color oscuro. En el cuarto de Aída reinaba una paz increíble tras la sesión de fotos. Las chicas terminaban de arreglarse mientras seguían hablando.

—¿Te has puesto lo que debe llevar toda novia? —preguntó Elsa.

—Creo que sí —respondió Aída mirándose al espejo—. En el pelo me he colocado el nácar labrado que me mandó la bisabuela Sanuye —dijo enseñando unas delicadas placas de nácar que llevaba prendidas en el recogido.

Tras alabar aquel nácar labrado, Shanna preguntó con curiosidad:

—¿A qué te referías con eso de que «si lo llevaba todo»?

—A algo azul… algo nuevo… —señaló Rocío mientras se miraba al espejo.

—Pero eso son costumbres y supersticiones, ¿no? —preguntó Celine mientras se engominaba el pelo.

—Pues las dos cosas —dijo Elsa mirando dentro de su zapato, pues algo le molestaba—. Pero, por lo general, toda novia se ocupa de que no le falte nada ese día, por si las moscas. Mirad: igual que el color blanco es símbolo de pureza y virginidad —rió al ver la cara de Celine mirando a Aída, cuyo vestido no era blanco—, se suele llevar algo azul porque significa una unión duradera o la fidelidad; algo prestado como símbolo de la amistad; algo nuevo para comenzar una nueva vida feliz y algo viejo, que representa una conexión con el pasado.

—¡Qué romántico! —exclamó Rocío—. ¿Sabes algo más de tradiciones o supersticiones?

Todas sonrieron, pues sabían que Elsa lo conocía todo sobre aquel asunto. Entre la tienda de novias de su madre y los negocios de su familia en Estados Unidos, estaba muy puesta en lo relativo a tradiciones, costumbres o supersticiones.

—Pues mira —rió Elsa—. Dicen que si el novio lleva torcida la corbata el día de la boda será infiel. —Eso provocó risas generalizadas—. Y por norma las novias se ponen a la izquierda del novio en el altar, porque se cuenta que, antiguamente, los futuros maridos querían tener la mano derecha libre para así poder defender a las doncellas.

—Oh, Dios… ¡Qué romántico! —suspiró de nuevo Rocío.

Celine, al escucharla, sonrió y, tras sentarse y encenderse un cigarro, dijo:

—Cada vez tengo más claro que por ese circo yo no pasaré.

Shanna sonrió al escucharla y, dándole un puñetazo en el hombro la regañó:

—¡Cállate, tonta! Elsa… sigue contando.

—Las perlas dicen que son lágrimas para las novias —prosiguió Elsa—. Si te casas en enero tendrás problemas económicos. Los anillos que se intercambian durante la boda simbolizan la eternidad y antiguamente, se creía que la vena que pasaba por el dedo anular iba directa al corazón. Las arras, que son trece, son los bienes que se van a compartir. El arroz que lanzamos es el símbolo de la fertilidad. Lanzar el ramo tras la boda es anunciar la de la siguiente novia. —Luego, dijo con guasa a su amiga—. Por lo tanto, tíralo al lado opuesto de donde yo esté, ¿vale?

—Lo mismo digo —asintió Celine.

—Mira que sois tontas —rió Aída, mientras Elsa proseguía.

—Llevar huevos a santa Clara o a las clarisas sirve para que el día de la boda haga buen tiempo y poner una moneda en el zapato de la novia, para atraer el dinero.

—Pues tu madre ha llevado docenas y docenas de huevos —se guaseó Celine—. Este calor en febrero, a las siete de la tarde, no es normal.

Entonces entró Anthony, el padre de la novia, y, tras acercarse a su hija y darle un beso en la frente, anunció:

—Cariño, ha llegado el momento de salir hacia la iglesia. Creo que un novio impaciente te espera.

En ese momento, todas se miraron y sonrieron. Querían darle fuerzas a Aída, que en ese momento se había quedado paralizada.

—¡Toma el ramo! —dijo Elsa ofreciéndole un precioso arreglo de rosas rojas, flores silvestres y paniculata. Al darse cuenta de su bloqueo dijo tras besarla—: Iremos tras tu coche.

Una Cecilia llorosa, junto a un Javier guapísimo, esperaba a Aída y a su padre en la puerta de la casa. Cecilia tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Ver a su niña tan radiante el día de su boda la emocionaba muchísimo.

Javier, al ver a su hermana con cara de susto, agarrada del brazo de su padre, se acercó y la besó deseándole toda la suerte del mundo.

Una vez en la puerta, llegó el primer Rolls-Royce, donde se montaron Cecilia, Javier, Anthony y la novia. En el segundo irían las chicas y en un tercero, Patrick y Aiyana, los orgullosos abuelos paternos llegados días antes de Estados Unidos. Cuando estaban a punto de arrancar, Celine, de pronto, se bajó y llamó a su amiga.

—¡Aída, Aída!

La novia, nerviosa, sacó la cabeza por la ventanilla para escucharla.

—¡Vigila que Mick lleve la corbata derecha! Y si no es así, saca tu sangre cherokee, que nosotras estaremos contigo.

Al oír aquello, Aída soltó una carcajada y la tensión desapareció de su rostro. Finalmente las chicas, muertas de risa por la ocurrencia de Celine, marcharon hacia la iglesia.