Hay en el mundo entre 200 y 250 millones de niños esclavizados y obligados a hacer trabajos inhumanos de todo tipo o a prostituirse. Esos «imprecisos» millones se reducen a 73 de entre 10 y 14 años —como si no los hubiera de menos de 10 años o de más de 14—, según la OIT (Organización Internacional del Trabajo).
Aunque sólo existieran esos 73 millones, la cifra sería ya, aproximadamente, de un niño esclavizado por cada ocho que viven en la Tierra comprendidos entre esos 10 y 14 años. La mayoría de estos casos se da en los llamados Países del Tercer Mundo, concentrados en Asia y en África, seguidos de América Latina, aunque en la actualidad no hay ninguna nación exenta de ello en mayor o menor grado.
Cuarenta y nueve países firmaron recientemente el «Convenio 138» de la OIT prohibiendo el trabajo en edad escolar. Ciento setenta y tres países llevaron a cabo una reunión para tratar el tema en 1996, año en que UNICEF lanzó un mensaje desesperado advirtiendo de que la situación era «una ofensa a nuestra civilización» y una «violación de todos los derechos humanos». El 27 de febrero de 1997, se clausuró en Amsterdam la Conferencia de la OIT encaminada a erradicar el trabajo infantil, poniendo como meta 1999. Loable aunque muy difícil proyecto. Dos centenares de representantes de gobiernos, sindicatos y organizaciones civiles de 40 países, acordaron en esa conferencia la firma del protocolo que prohíba el trabajo infantil en 1999, con la intención de iniciar el siglo XXI con mejores perspectivas. Lo malo es que hay países en los que el trabajo infantil de lugar a un 40% de la producción nacional, y para paliar eso, el mundo rico sólo tiene una medida válida: ayudar a esos países con dinero, para educación y mejora de estructuras sociales. Pero con menos de un 1% de lo que el mundo se gasta cada año en armas, se conseguiría. El analfabetismo y el subdesarrollo son la clave para que muchas naciones sigan formando parte del Tercer Mundo en el futuro, y por tanto, su destino pasa por ahondar el abismo con los países ricos. Su necesidad de mano de obra barata para subsistir o competir, es también su espada de Damocles.
Cada año, un millón de niños se incorpora al mercado de la esclavitud en sus diferentes gamas, una de las más espantosas es la prostitución.
Iqbal era pakistaní. Como licencia personal, he situado el libro en la India por la sencilla razón de que no he estado todavía en Pakistán pero sí he recorrido la India de arriba abajo, y he conocido tiendas como la que describo en mi historia. En el pasado, también he visto trabajar a niños sin saber hasta qué punto podrían ser como Iqbal. Todos los niños esclavos son Iqbal, se rebelen o no.
No podemos sentirnos culpables de cuanto ocurre, ni siquiera por el hecho de tener una alfombra, pero conocer es saber, y en nuestra aldea global, cada día conocemos y sabemos más. Ignorar, en la era de la comunicación y la información, es lo más dramático.
O como dijo Gandhi: «La peor de las violencias es la indiferencia».