No me fui al día siguiente, sino al otro. Primero porque me desperté poco antes de la hora de comer, segundo porque llovió con generosa copiosidad y me dijeron que sería un problema llegar hasta Bangalore, y tercero porque acabé pasándome horas hablando con el responsable del RDM. También estuve con ellos, mis nueve adoptados.
La segunda, y última noche de mi estancia allí pensé en el santón. No había vuelto a evocar su imagen ni sus palabras desde el momento en que no le hallé junto a la acequia, antes de que me fuera al taller de Pankaj Shah a liberar a mis niños. Aún hoy, me pregunto si existió.
Todo es posible.
Narayan, Pushpa, Chandaben, Mahendra, Ravi, Abhyankar, Vinesh, Rajiv y Pawan llevaban ropa limpia, blanca y pura, y estaban tan aseados que parecían otros. Algunos preceptores ya habían comenzado a trabajar con ellos, hablándoles, buscando las heridas de sus almas, integrándolos, uniéndolos a otros niños y niñas, preparándolos para recibir una educación y para trabajar en el RDM. Había ya un extraño vínculo entre nosotros.
Al despedirme de ellos, hubo lágrimas, besos y abrazos.
Cuando me despedí de Narayan, me dijo una palabra que me recordó mi infancia, aquellos días en los que convertí la figura del Mahatma Gandhi en una de mis favoritas.
—«Bapu».
Significa algo así como «padre», aunque como occidental no estoy muy seguro de todos sus significados.
Me fui de allí con el corazón dividido, pero sin mirar atrás. Me fui sabiendo que volvería. Me fui dejando algo mío.
Como me dijo Ventura Masferrer, no podemos cambiarlo todo de golpe, pero basta dar un primer paso. Ojalá el efecto dominó fuera inmediato en todo.
Iqbal había movido una primera ficha en mi juego, y en el de muchas otras personas, como sus compañeros y compañeras de moderna esclavitud.
Llegué a Bangalore con la suerte de poder tomar un avión a Bombay aquella misma tarde. Y una vez en Bombay, conseguí un vuelo de Air India para el día siguiente por la tarde con destino a Londres, donde podría enlazar con el de Iberia para Barcelona. Volví al mismo Taj Mahal Hotel que tanto me gustaba y recuperé un poco más las fuerzas. Desde allí telefoneé a Estrella para decirle que volvía a casa.
Fue una larga conferencia, porque se lo conté todo.
En paz.
A la mañana siguiente fui a ver la casa de Gandhi en Bombay. Ya había estado allí, pero necesitaba volver.
Pasé casi una hora en el balcón de madera enrejada meditando y recuperando cada vez más el equilibrio de mis emociones. Al salir me sentía mucho mejor. Con ganas de estar de vuelta con los míos. También paseé por la estación Victoria para llenarme una vez más del espíritu de la India, me sumergí en su densidad, su abigarramiento, su fuerza, y fui uno más del millón de personas que se mueve a diario por ella saliendo o llegando en sus trenes. Hice fotografías, y le compré a Diana el «sari» más hermoso que pude encontrar además de una estupenda cazadora para Óscar y un bolso para Estrella. También todo eso es barato allí.
Y no sabía cómo o quiénes lo fabricaban.
Éste es un extraño mundo en el que constantemente estamos tanteando con las manos extendidas y los ojos cerrados. Y no me refiero a la India.
Hablo de todo el planeta.
Por la tarde tomé el vuelo a Londres, salí del país, comencé a escribir en el avión antes de que las emociones pudieran tamizarse de alguna forma, y no dejé de hacerlo mientras, a mi alrededor, todo el mundo dormía. La noche, breve al volar contra el sol, fue así aún más rápida. Las horas de espera en la zona de tránsitos del aeropuerto de Londres fueron una continuación del trabajo. Y acabé mi primer reportaje, y el esquema de este libro, en la última etapa. Quería escribirlo cuanto antes.
Aterricé en Barcelona al anochecer y al poner un pie en tierra me sentí muy extraño.
Como si nunca hubiese salido de casa.
A quien pueda interesar…
Como decía en la dedicatoria de este libro, el verdadero Iqbal Masih existió.
Iqbal Masih fue vendido por su padre a los cuatro años por dieciséis dólares. Su comprador, un fabricante de alfombras, lo empleó desde entonces en su tienda sin derecho a nada que no fuera comida y un rincón en el suelo donde dormir cada noche. Iqbal le pertenecía. Había pagado por él. Esclavo pero inteligente, sobreviviendo al infortunio y las palizas, Iqbal se rebeló contra ello y comenzó a luchar de una forma que ni siquiera podemos imaginar.
Dirigió el Frente de Liberación del Trabajo Forzado de Pakistán y por un azar del destino, al saberse su historia en Estados Unidos, mereció el Premio Reebok de Derechos Humanos. Este reconocimiento, su influencia entre los demás niños esclavizados, y el cariz de líder nato que le envolvía, hizo que los fabricantes de alfombras del lugar se sintieran amenazados y decidieran eliminarlo para que nada cambiara en su horizonte.
Iqbal Masih fue asesinado en abril de 1995.
Impunemente.
Por increíble que parezca, sólo tenía doce años.
Los fabricantes de alfombras siguen utilizando niños esclavos y, de hecho, nada ha cambiado.
Los viajeros que van a la India o Pakistán, siguen regresando con hermosas alfombras hechas a mano, y muy baratas para nuestra economía. Si esas alfombras se compran en Occidente, valen una fortuna por los intermediarios y los gastos de transporte.
Pero son muy hermosas, y preciadas en las mejores casas. Su fama las precede. Los vendedores siempre dicen lo mismo como mejor arma y garantía: están hechas a mano.
Ése es su mito.
Y cuanto más diminuta sea la mano, más pequeños y delicados son sus nudos.
Afortunadamente, el mundo ha comenzado a tomar nota de estos hechos. En la primera mitad de los años noventa se desató una campaña mundial contra una conocida marca de zapatillas deportivas porque en su fabricación, en un país del Tercer Mundo, explotaba a niños pequeños. La marca tuvo que cerrar la fábrica y para lavar su imagen apoyó una fundación de educación a los más pequeños.
Es decir, cada día hay más gente que es consciente de que está pagando a precio de saldo objetos hechos con sangre, sudor y lágrimas infantiles.
Es el primer gran paso.