29

—¿Quiere repetirlo, por favor?

Lo hice. A grandes rasgos. Madurai, la tienda de alfombras, los nueve niños y niñas esclavizados, la huida, el incendio… y retrocediendo un poco más, Iqbal, sus mensajes, la misma Barcelona en la que aquel hombre que tenía delante había nacido…

Ventura Masferrer me contempló con una mezcla de estupor e incredulidad.

No valían credenciales de periodista ni heroicidades salvadoras. Yo era un loco que me presentaba en su vida, en su obra de ayuda, con un cargamento de niños para pedirle que se los quedara y cuidara de ellos.

—Somos una comunidad rural, no una obra benéfica al uso. ¿Se imagina qué pasaría si llegaran niños no ya de toda la India, no sólo de Bangalore o del resto de este mismo estado?

—¿Quiere que nos vayamos?

—Yo no he dicho eso.

—Pero le he puesto entre la espada y la pared.

—Tampoco.

—Sólo conozco la fundación por cosas que he leído en Barcelona, pero además de enseñarlos a trabajar la tierra, y darles una educación, usted tendrá aquí un hospital, y un orfanato, y…

—Usted sabe que no voy a echar, a esos niños. Si no, no hubiera venido hasta aquí.

—La verdad es que no estaba muy seguro —bajé los ojos como si me disculpara por mis dudas—. No creo que haya cometido ningún delito sacándolos de ese taller, pero Narayan, la mayor, lo quemó, y tal vez los dueños puedan seguirle el rastro y acusarla de algo.

—No, eso no. Olvídelo.

—Entonces, si es por dinero…

—El dinero nos es muy necesario, señor Serradell, por esta razón tenemos la fundación en Barcelona, para que nos hagan llegar fondos y para sensibilizar a la gente. Basta lo que se gasta una persona en un vermut con tapas un domingo para que uno de nuestros niños coma un mes y tenga una oportunidad en la vida. Sin embargo no hablamos de dinero, sino de lo insólito que resulta esto.

—Lo sé.

—¿Escribirá usted acerca de ello?

—Sí —fui rotundo—. Quiero contar la historia de Iqbal, y hablar de los niños que hacen alfombras «a mano» para que nosotros tengamos un poco de la belleza de Oriente en nuestras casas. Pensaba enviarle lo que perciba por esos trabajos, para ayudar a la manutención de mis nueve ahijados y ahijadas.

—¿Va usted a adoptarlos? —sonrió el hombre.

—¡Qué remedio me queda! —fingí resignación.

—Usted aceptó un gran compromiso al meterse en todo este lío.

—Lo sé, por ello en lugar de tener un «protegido», como otras personas en España, tendré nueve. No soy rico, pero algo haré con…

—No se cree ninguna obligación, por favor. Puede que con lo que reciba por ese artículo o cuantos haga, si como pienso la historia de Iqbal se convierte en algo conocido en España, tenga bastante para ayudar a su manutención y educación durante años. ¿Tiene usted familia?

Saqué la fotografía de Estrella, Diana y Óscar. Estaba un poco arrugada. Se la tendí.

—Una hermosa familia —suspiró él.

—Sí —acepté yo mirando más allá de la ventana, donde la noche caía sobre el RDM.

Ventura Masferrer captó mi intención.

—El mundo está lleno de injusticias —dijo—, y nos duelen, y más las que tienen que ver con niños, pero no se atormente usted por ello. Sólo siendo racionales podremos hacer algo, cada cual en su pequeña parcela de influencia. Yo tengo una misión aquí, y usted la tiene allí, de entrada, amando y haciendo que sus hijos sean unas buenas personas. Cada cual tiene su puesto, y aunque ahora se haya salido del suyo y esté aquí, creo que ya sabe que no puede liberar a todos los niños que trabajan como esclavos en el mundo. Pero su voz es importante. Y si trabajamos ahora, aunque sea en esta pequeña isla —señaló al otro lado de la ventana—, por lo menos habrá una próxima generación más humana y con un mayor grado de cultura, honradez y sentido de la equidad. No podemos hacerlo todo de golpe, pero hay que empezar por algo. Usted tuvo pruebas de ese algo y actuó. La verdad es que me siento impresionado. Sólo un loco o alguien con un elevado grado de conciencia, habría hecho lo que ha hecho.

—Yo más bien soy un loco.

—En muchas civilizaciones, a los locos se les veneraba porque eran distintos —Ventura Masferrer me puso una mano en la rodilla, amigable. Luego se puso a nadar en mi conciencia—. Está usted cansado, agotado, y ahora mismo le parece que vive una alucinación. El tiempo le dará la medida de todo.

—La primera vez que estuve en la India, me sentí fascinado, pero fue al cabo de unos meses cuando realmente me di cuenta de muchas cosas; cuando los olores, las sensaciones, los sentimientos, los rasgos, todo volvió a mí, como si tuviera «mono». La India te produce resaca.

—Lo sé.

Me enfrenté a sus ojos bondadosos pero firmes, y traté de exorcizar los fantasmas que aún poblaban mi mente.

—¿Cree que he hecho una tontería típicamente occidental viniendo aquí por una simple nota de socorro?

—No, ni mucho menos.

—A mí me parece tan poco. Nueve niños…

—Escuche —me detuvo—.¿Se ha preguntado por qué hay tantas Organizaciones No Gubernamentales actualmente en el mundo? ¿Y por qué hay tantas causas por las que luchar? Unas se dedican a velar por los hombres, otras por los animales, otras por la tierra y el entorno. Hay miles de ellas, en defensa de las tortugas, de las focas, de los indios aborígenes, de los elefantes, de los rinocerontes, de las selvas… Las naciones están en bancarrota humana y moral, tanto como económica, y los gobiernos están atados de pies y manos, víctimas de sus propias trampas. Tienen suficiente con mirarse sus propios ombligos. Además, necesitan votos, así que actúan para ganarlos, y siempre son votos a corto plazo para acciones a corto plazo. Si no fuera por esas ONG, por fundaciones como la nuestra, o por actos aislados de personas como usted, nada sería posible. Y no piense que es poco. Nueve seres humanos son nueve seres humanos, lo mismo que mil o cien mil. Quién sabe si entre esos niños que ha traído usted, no haya un futuro Gandhi. En todo hay una mano especial. Para unos es divina, para otros cosa del destino, para algunos más, forma parte del gran equilibrio cósmico. Pero nada es desdeñable. Los humanos hemos atacado este planeta más, y de forma más agresiva en los últimos cien años que en toda la historia. Le hemos declarado la guerra, y el planeta tan sólo ahora está empezando a defenderse, cambiando el clima, buscando mecanismos de ajuste. La nave Tierra es un ser vivo, señor Serradell. Nosotros somos unos intrusos y pronto nos va a tocar sobrevivir, nada más. Y mientras, aun buscamos justicia entre nosotros, y algunos luchan por salvar lo que otros destruyen. Bienvenido al campo de los primeros.

—Gracias —lo consideré el halago más importante que jamás me hubieran dicho.

—Me alegro de tenerle entre nosotros.

—Y yo de estar aquí —asentí.

—¿Por qué no se queda unos días?

Lo pensé, y pensé en Narayan y los demás. Y al momento recordé a Diana y a Óscar.

—Debo regresar —susurré.

—Mañana puedo hacer que le lleven a Bangalore en coche para que tome un avión a Bombay.

—No quisiera causar molestias.

—No lo será, se lo aseguro. ¿Qué les dirá a esos niños?

—¿Qué puedo decirles?

—Dígales que volverá.

—Pensaba hacerlo.

Ventura Masferrer se puso en pie.

—Vamos, le enseñaré su alojamiento —me dijo—. No quiero que se duerma usted, de pie. Pero le advierto que mañana, durante el desayuno, antes de irse, me hablará de cómo está España, ¿de acuerdo? Hace ya demasiado tiempo que no voy por allí.