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Fue un largo viaje de muchas horas, incómodo, duro, pero más y más gratificante cuanto más y más iba conociendo y hablando con Narayan, Pushpa, Chandaben, Mahendra, Ravi, Abhyankar, Vinesh, Rajiv y Pawan.

Nueve historias, nueve sueños, nueve rostros grabados en mi memoria y en mi corazón. Y a través de ellos, también supe de Hari, de Sudha, de Lakhsmi, de Rajesh, de Arun, de Bramaputra, de tantos niños y niñas que no lo habían conseguido, que habían muerto por alguna enfermedad o paliza, o que, al ser ya mayores, habían sido vendidos de nuevo para otros comercios menos artesanales o «liberados» en la calle a su suerte. Yo les había dicho a Toni Roura y a Adrián Calafat, que aunque hubiese miles de fabricantes de alfombras, sólo me había llegado la voz de Iqbal. Seguía siendo cierto, pero nueve supervivientes marcaban mucho más la magnitud de la tragedia.

¿Quién sacaba del olvido a los ciento noventa y nueve millones novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y uno restantes? Sí, fue un largo viaje a través de una pequeña porción de la India, pero también a través de mí mismo, dejando una huella tan profunda como la deja el arado en la tierra. Pensé en tantas cosas, que me costaría mucho recuperarlas hoy, escribiendo esto. Hay cosas que duelen y dejan heridas en el momento. Después perdura el recuerdo, pero no es igual. Lo curioso es que me sentía heroico y estúpido a la vez, grande y pequeño, en paz y en guerra, importante y «gilipollas». Había jugado como adulto por vez primera, y había ganado. Sabía que había ganado porque Narayan y los demás eran la prueba. Pero todo mi ser se desmenuzaba como la arcilla con el paso de un feroz y milenario tiempo.

Al anochecer, viendo una de las más hermosas puestas de sol que jamás pueda recordar, lloré.

Como un niño.

Solo, perdido, liberado, encontrado, redimido.

Lloré sin que me vieran, débil y frágil, liberando la tensión de las últimas cuarenta y ocho horas, más aún, de los días vividos desde que Martín me entregó el mensaje de Iqbal. El autómata que actuaba a impulsos, por mero instinto, volvía a ser una persona. De larva a mariposa.

Mis alas estaban allí. Por extraño que se me antojara, lo había conseguido.

Muchas veces una vida se extingue sin un sentido.

Creo que desde aquellos días, la mía encontró el suyo.

Cuando el sol se hubo puesto, yo también me dormí, aunque no fue demasiado tiempo.

Pensé que acababa de cerrar los ojos cuando me despertó el silbato del tren y la cuenta atrás del final de la primera parte del viaje: Bangalore.

Dormimos en la misma estación, apartados de miradas curiosas y formando un ovillo los diez, después de haber cenado un poco de nan con pollo al estilo tandoori, algo de lo más clásico en la gastronomía del país. El nan es el pan indio, hecho con levadura. El tandoori un estilo de cocinar en el que se utiliza un horno especial de arcilla conservado a temperatura muy alta con carbón para dar a la comida un ligero sabor ahumado. Aquel día era la primera vez que no comía en un hotel, contraviniendo todas las normas recomendadas por la sanidad de los países occidentales.

Pero fue mi mejor cena en la India.

Todos sentados en cuclillas, riendo, haciendo bromas, cerrando la cortina del pasado.

Al amanecer, con el cuerpo dolorido y añorando mis placeres occidentales —ducha, aseo, desayuno—, reemprendimos el camino. El tren para Anantapur revivió el mismo tipo de escenas del día anterior, con la salvedad de que en esta ocasión, el viaje fue más breve.

Aquella noche, cuatro rickshaws nos dejaron a las puertas del Rural Development Movement o, como lo decían ellos, utilizando las siglas RDM con su pronunciación inglesa, Ardiem.