27

El sur de la India es puro verdor, puro encanto flotando en exuberancias frente a la mayor diversidad del norte. No me habría cansado de admirar el paisaje a través de la ventanilla del tren, de no ser porque también era un paisaje especial ver a mis pequeños dormidos o relajados tras la inquietud de la noche.

Ni siquiera hacían preguntas. Narayan les había dicho que eran libres, y que partían rumbo a un hermoso lugar donde todo sería diferente.

—Pushpa y Chandaben —me presentó a las dos niñas—. Mahendra, Ravi, Abhyankar, Vinesh, Rajiv y Pawan —hizo lo mismo con los seis chicos.

Pawan era el más pequeño. Me miraba como si yo fuera la pura reencarnación de Shiva.

Si algo hicieron los ingleses bien en la India, fue construir una red ferroviaria al estilo de la británica.

Hoy, la mejor forma de viajar, aún es en tren, aunque los vagones sean infectos para un occidental y los trenes se conviertan en hormigueros superpoblados, con gente colgando de las ventanas, los estribos, suspendida de los techos o incluso aprovechando cualquier hueco apto en la propia locomotora. Nosotros habíamos tenido suerte, por estar temprano en la estación, y porque Madurai era cabeza de ruta.

Al cabo de dos horas el tren estaba saturado y avanzaba con perezosa parsimonia a través de Tamil Nadu en dirección norte, al estado de Karnataka cuya capital es Bangalore. Compramos algo de comida en la primera parada. Comida y agua. Por primera vez, también fotografié, a mis compañeros de viaje y el tren, y recuperé la vaga noción de mi faceta profesional como periodista.

Fue al extraer la fotografía de mi mujer y mis hijos, para asirme a su imagen como fuerza vital, cuando Narayan despertó a mi lado y se fijó en ella. Acabó tomándola entre sus dedos heridos por las agujas y pasó un largo minuto estudiándola. Luego me la devolvió.

—Bonita esposa —dijo.

—Gracias.

—¿Ellos trabajan?

Sabía a quiénes se refería.

—No, en mi país los niños no lo hacen.

—¡Oh!

—Háblame de ti, Narayan —la invité a hacerlo por primera vez.

—Poco —me miró con tristeza.

—¿Por qué te vendieron tus padres?

—Mi padre quería hijos, no hijas. Hijas cuestan dote.

Conocía mil historias, de dotes, de bodas concertadas siguiendo la tradición. Yo mismo había sido testigo de una en un viaje anterior, en Agra.

La novia tenía unos quince años y acababa de conocer a su marido en la ceremonia. Se iba de su casa para vivir en la de su esposo, así que eso era un profundo cambio. Perdía una familia a la que amaba y por la que era amada para ganar otra completamente desconocida, incluido un hombre que dispondría de ella a su antojo. Por eso estaba tan triste, y sonreía forzada, con lágrimas en los ojos, mientras los que habían vaticinado su felicidad mediante augurios, cantaban risueños por la dicha de ambos. Extraño mundo. ¿Y si la quemaban, como hacían aún muchas familias, mediante un «accidente hogareño», para de esta forma conseguir una segunda dote al volver a casar al hijo varón?

—¿Tu padre te vendió sólo a ti?

—Y a una hermana. Ella murió.

—Cuéntame la historia de Iqbal.

—Iqbal fuerte, muy fuerte —su carita oscura se llenó con una gran sonrisa—. A él le vendieron antes. Cinco años edad de Iqbal. Pero Iqbal muy listo.

—¿Cómo pudo formar un sindicato, un frente de liberación o lo que fuera que me dijiste que había hecho?

—Se escapó tres veces, pero no para huir. Reunía a chicos y chicas, tejedores de alfombras. Iqbal quería hacer alfombras. Pero no encerrado, ni gratis. Trabajo —puso una mano palma arriba—, dinero —puso la otra—. Iqbal movilizó todos, y consiguió huelga.

—¿Qué?

—Huelga —pensó que yo no sabía qué era eso—. Nadie trabajaba. Fabricantes romper muchas varas aquí —se tocó la espalda.

Estaba espantosamente fascinado.

—¿Cómo le mataron? —conseguí preguntar.

—De paliza —Narayan me miraba a los ojos, y a mí me costaba sostener su mirada—. Escarmiento para todos.

—¿Lo hicieron delante de…?

El tren hizo sonar su silbato, y eso nos hizo perder la concentración.

Narayan dio un brinco. Pawan y Pushpa se despertaron de golpe. El más pequeño no sabía dónde se encontraba en ese momento, así que empezó a hacer pucheros, como cualquier niño que despierta de un sueño y se asusta.

Narayan le cogió una mano, lo besó en la frente. Le dijo algo en su lengua y el pequeño volvió a cerrar los ojos.

—Iqbal tuvo gran idea con mensajes en alfombras —se dirigió de nuevo a mí la niña—. Siempre fue seguro de que usted encontraría una.

—¿Yo?

—Usted.

Comprendí su asociación. Yo era Occidente.

El «Séptimo de Caballería» de los tiempos modernos.

—¿Por qué quemaste esa tienda, Narayan?

Era la clase de pregunta absurda que no merecía una respuesta. Y Narayan no me la dio. En parte la sabía. En parte pensé que en la India el fuego es el elemento purificador.

No en vano incineran sus cadáveres.

En alguna parte Iqbal estaría agradeciéndolo. La pira funeraria más grande jamás imaginada, hecha con las alfombras que él y los demás tejieron en vida.

Aunque el dueño de Pankaj Shah tuviera realmente una fábrica, y más operarios, esperaba que aquello fuese su ruina.

Lo deseé con toda mi alma.

Y hasta pensé que, después de muerto, Iqbal podía ser el germen de aquella revolución.

—¿Adónde nos lleva, señor Albert?

Cada vez que decía mister Albert lo pronunciaba de una forma especial, aunque por un extraño juego fonético a mí me sonara igual que mis-er-abl.

—A un lugar en el que no tendréis que trabajar, salvo para el bien de la comunidad, sino estudiar y aprender a ser personas.

Me sonó a Utopía.

Pero no le hablé de ello.