No fue fácil llegar a la estación de tren de Madurai, pero lo hicimos.
En la oscuridad de la noche, y pese a la distancia que recorrimos, el resplandor del incendio del edificio de Pankaj Shah era visible desde casi toda la ciudad. Oímos sirenas, las voces del desafío estallando en la tormenta quieta de las sombras. Era como si en el centro de Madurai hubiera estallado un volcán. En ningún momento pude hablar con Narayan. No había tiempo, sólo prisa. Pero a veces, en aquella huida sin freno, me bastaba con mirarla para saber que ya no era una niña, que había dado el salto, y con su conversión a mujer, también había saldado sus deudas con el pasado. Dos veces nuestros ojos se encontraron. En la primera, se enfrentó a los míos, con valor, decisión, incluso reto. En la segunda, la vi sonreír.
Cuando llegamos a la estación, le di a la que ya podía considerar como la jefa del grupo la mitad de mi dinero, por si acaso, y la carta que había escrito en el hotel.
—Si no regreso, compra billetes para Anantapur. Es posible que tengáis que bajar en Bangalore y tomar otro tren, no lo sé. Pero id a Anantapur. Cuando lleguéis allí, dirigíos a estas señas y entregad esta carta.
Dentro lo explico todo. ¿De acuerdo? Narayan lo cogió todo, pero la vi temblar.
—Señor Albert…
—Sólo es una precaución, nada más.
Podía dejar las maletas en el hotel, e irme con ellos, pero eso habría sido muy sospechoso. Tenía que comportarme con normalidad. No estaba seguro de nada.
—Iqbal siempre supo que usted vendría —se abrazó a mí de forma inesperada.
Se me hizo un nudo en la garganta.
No sé ni cómo logré irme tras apartar a la niña de mí. Una vez libre eché a correr en busca de un rickshaw.
No lo encontré.
Por la hora, o por el incendio, las calles parecían desiertas.
Traté de orientarme como pude, pero no me resultó fácil. Una y otra vez miraba hacia el centro.
Los gopurams de Meenakshi brillaban ante la pira que crepitaba en su proximidad. Cuando encontré un rickshaw, su dueño estaba dormido dentro. Le desperté sin miramientos y no me preocupé de negociar el precio de la carrera. Ya no. Le puse cinco dólares directamente en la mano y le di el nombre del hotel. La moto petardeó por las calles desiertas y creo que hice el viaje en un tiempo récord. Cuando se detuvo en la puerta del Taj Garden le enseñé otros cinco dólares y pronuncié una sola palabra: Wait.
Sabía que me esperaría.
No tardé más de un minuto, el tiempo de entrar en el vestíbulo, recoger mi maleta y mi bolsa y volver a salir.
El fuego se mantenía a lo lejos, pero ya no eran llamas altas, sino los rescoldos de sus brasas. Temía que su virulencia hubiera acabado también con las casas próximas, con la manzana entera, pero me quedé con las ganas de saberlo.
Narayan no había hecho más que dar rienda suelta a su resentimiento, su odio infantil, sus tres años de esclavitud.
Y algo más, lo comprendí de repente.
Sin tienda, Pankaj Shah no podría volver a reclutar a más niños para esclavizarlos.
El rickshaw volvió a hacer tronar su motor para llegar a la estación.
Amanecía, y con la llegada del día comenzaba una parte inquietante del viaje. También la más inesperada. No era tanto por la distancia que me separaba de mi destino como por el hecho de cubrirla acompañado de aquellos nueve niños.
Me di cuenta de que estaba a punto de conseguir lo que me había propuesto.
Cuando llegué a la estación, primero no los vi. Pero me tranquilicé enseguida, porque ellos sí me vieron a mí y salieron de su escondite detrás de unos bultos. Narayan iba en cabeza.
—¡Señor Albert!
El primer tren con destino al norte salía en treinta minutos.
Pasaron muy despacio, pero pasaron.
Y nadie nos importunó ni nos preguntó nada. ¿Un blanco y nueve niños y niñas indios? ¿Y qué? En la India nada parece llamar la atención.
Con los primeros rayos solares salimos de Madurai, libres.