25

Temí lo peor cuando al llegar a Pankaj Shah vi luces en el primer piso. Me quedé en la calle, dudando entre permanecer allí y levantar sospechas, o irme al templo a ver el ceremonial nocturno, aunque no recordaba la hora en que los monjes llevaban a Shiva, a los aposentos de Parvati, lo lavaban, y lo preparaban para el amor.

A los quince minutos las luces se apagaron, y enseguida por la puerta principal salieron dos hombres a los que no pude reconocer dada la distancia y la penumbra. Esperé otros quince minutos para estar seguro de que no volvían y de que no había nadie más en el edificio.

Al tomar la decisión de actuar, sentí esos latidos fuertes en mi pecho, y la sensación de que mis piernas eran de cartón. Cuando no se es un héroe, cuando se es una persona normal y corriente, las situaciones delicadas imponen un respeto y el riesgo dispara la secreción de adrenalina. Si hiciera en España algo como lo que iba a hacer, estaría muy asustado. Encima, estaba en la India, y solo.

Pero no retrocedí.

Y no porque me sintiera héroe, o valiente, o animoso. Lo hice por el compromiso adquirido desde que la nota de Iqbal llegó a mis manos, y por los ojos de Narayan. Rodeé el edificio y repetí lo que hice la noche anterior.

Primero saltar el muro, y después subir hasta el ventanuco del taller.

Saqué la linterna e iluminé el interior. Nada parecía haber cambiado.

Dormían casi igual. La única diferencia fue que esta vez Narayan se despertó inmediatamente, como si tuviera los sentidos alerta. Al verme se movió rápida hacia mí, subió a la mesa y me tocó los dedos de la mano con la que me sujetaba al enrejado.

—¡Señor! —suspiró con emoción.

—Hola, Narayan.

—¿Va a sacarnos de aquí?

—¿Has hablado con los demás?

—Sí.

—¿Están dispuestos?

—¡Sí!

—Entonces, de acuerdo.

No se movió. Todavía no.

—¿Qué hará cuando estemos fuera?

—Os llevaré a un lugar seguro.

—¿Con usted?

—No.

Vi cierta desilusión en sus ojos.

—¿Por qué?

—No puedo sacaros de vuestro país.

—¿Por qué? —volvió a preguntar.

—Porque es imposible. Hay leyes y se necesitan documentos.

—Yo quiero ver América —movió la cabeza con vigor de arriba abajo.

—El mundo no es América, ¿sabes? De todas formas, si eres libre, puede que un día el mundo se te quede pequeño. Depende de ti, y de las oportunidades que tal vez tengas desde ahora.

Me miró como si no me entendiera, y decidí no perder más tiempo hablando.

Saqué los alicates.

—Voy a cortar este enrejado —le expliqué.

—No —dijo ella—. Muchos hierros y después difícil pasar. Mejor la puerta.

Tenía razón, pero… ¿la puerta?

—¿Cómo llego hasta la puerta?

—Izquierda suya. Hay un pequeño muro. Salte y atraviese patio. Hay una puerta que da a otro patio y en él está nuestra puerta.

Lo recordaba.

—Despiértalos —le dije—. Y que no hagan el menor ruido, ¿de acuerdo?

—¡Sí, señor!

Parecía que estuviésemos jugando, pero no era así. Era mucho más que un juego. Pasara lo que pasara, yo iba a acordarme toda la vida de lo que estaba haciendo, y aquellos nueve críos…

Más, mucho más, claro.

Comencé a apilar cajas, no sólo para pasar yo a la ida, sino también para el regreso, que sería mucho más complicado con los más pequeños. Salté el muro y me encontré en un patio intermedio con muchos objetos de los que vendían en la tienda, preferentemente de los que no sufrían daño a la intemperie. La puerta se abrió sin problemas y llegué al patio en el cual había estado el día anterior, el de las cuatro puertas. Una daba al sótano del edificio, y otra, al taller.

La del taller tenía un candado y una cadena, no muy gruesa, pero cadena al fin y al cabo.

Saqué mis alicates y comencé el trabajo de cortar uno de los eslabones.

De vez en cuando miraba hacia arriba, a los edificios colindantes, como si esperara ver a alguien, o escuchar un grito de alerta. ¿Y si un testigo había telefoneado ya a la policía? Estaba sudando por el trabajo y el esfuerzo. Empecé a sudar también por el miedo. Recordé aquella película, «El expreso de medianoche». Las cárceles indias tal vez fueran como las turcas.

Al otro lado de la puerta no se oía nada.

Los alicates hicieron su trabajo lentamente, y yo me tuve que emplear a fondo para saltar la cadena. Tuve que utilizar una barra de hierro que encontré en el suelo para acabar de romper el eslabón.

En el momento de abrir la puerta, me encontré con un cuadro difícil de olvidar.

Los seis niños y las tres niñas estaban de pie, formando un compacto montón delante de la puerta. Iban descalzos, no tenían más ropa que la puesta y sus ojos estaban, muy abiertos, pese a haber sido despertados de su sueño tras una larga jornada laboral.

Se me quedaron mirando sin moverse.

Tan fijamente que de buenas a primeras no supe ni qué hacer.

—Hola —me oí decir a mí mismo estúpidamente.

—Él es Albert —dijo Narayan.

—¿Vamos?

—Sí.

Y comenzó la huida.

Primero, cruzar el patio. Después, el muro interior. Narayan se subió a él y yo le fui entregando a sus compañeros y compañeras. Eran como plumas, no pesaban nada. Empecé a sentir una emoción muy extraña al tocarlos, cogerlos, subirlos, acariciarlos. Me costaba respirar.

Cuando llegamos al muro que nos separaba de la calle, repetimos la operación. Narayan subió arriba, y yo ayudé a los demás desde abajo. Ella les iba dando instrucciones en su lengua. Probablemente los más pequeños no sabían nada de inglés, y a lo peor ni siquiera los mayores, si es que llevaban allí encerrados todos aquellos años. El inglés es prácticamente oficial y conocido en toda la India, pero no todos los indios lo hablan.

Fui el último en subir. Ya sólo nos faltaba echar a correr.

Para mi sorpresa, Narayan no bajó hasta la calle, comenzó a descender por las cajas del patio para volver adentro.

—¿Qué haces? —le cuchicheé—.¡Vámonos!

—Yo vuelvo rápido —me dijo.

Pensé que iba a robar dinero.

—¡No nos hace falta nada, sube!

—No —me dijo tozuda.

Ya estaba abajo.

—¿Quieres que nos cojan?

—Nadie nos ve —lo dijo con una fe ciega—. Vuelvo rápido. Espere aquí o en ese lado —señaló a su izquierda.

—Pero…

No tuve tiempo de hacer o decir nada más. Narayan desapareció en el patio, saltó el segundo muro y eso fue todo. Sin ella, de pronto, me sentí bastante desprotegido. Miré a mis ocho «evadidos».

—¿Alguno habla inglés? —les pregunté dudoso.

Todos sonrieron al ver que me dirigía a ellos, pero ninguno contestó.

—¡Ay, ay, ay! —gemí.

Hice lo que me había dicho Narayan. A fin de cuentas ella podía subir y saltar sola. Bajé al nivel de la calle y les hice una seña a mis acompañantes. Por primera vez me di cuenta de que formaban un grupo compacto, una «familia». Los mayores ayudaban a los pequeños, los llevaban de la mano, los guiaban. Así que caminamos hasta la esquina, y allí empezó la espera más extraña de mi vida.

Cada segundo era una losa y cada minuto un abismo. En la India no hay policía por la calle como en cualquier ciudad española, al menos con tanta evidencia, pero si alguien me veía con aquellos ocho críos de noche y se detenía a preguntarme…

Cuando hubieron transcurrido cinco minutos, aquellos famosos cinco minutos cargados de miedos, evocaciones y preguntas, mis nervios ya no podían soportar más la tensión.

Eché a andar de nuevo hacia la parte trasera del edificio.

Mis ocho «liberados» me siguieron.

—No, esperad aquí —les dije.

Me miraron como si fuera a abandonarlos.

—¡Maldita sea! —dirigí mis ojos al lugar por el que se suponía que debía aparecer Narayan.

Y entonces la vi.

Descendía por el muro, y al llegar al suelo, echó a correr hacia nosotros. A toda velocidad.

Casi no se detuvo al llegar a mi lado.

—¡Vamos! —me apremió entonces ella a mí—.¡Vamos! ¡A correr!

Y corrimos.

Como pudimos, pero corrimos. Yo cogí en brazos al más pequeño del grupo y con eso ganamos algo de tiempo.

Rodeamos las casas, llegamos a la calle principal, y entonces, al girar la cabeza para ver por última vez el edificio de Pankaj Shah, vi el resplandor.

Las llamas ya partían del primer piso para buscar los dos superiores.

—¿Pero qué?… —me quedé alucinado.

Narayan tiró de mí.

—¡Vamos, vamos! —gritó.

Nadie iba a impedir que Pankaj Shah se convirtiera en una tea, y con ella, todas las alfombras, toda la oscuridad encerrada en tantos años de impunidad.

Entonces supe que Iqbal, de alguna forma, no había muerto del todo.

Y había ganado.