23

Desperté muy tarde, pasadas las doce del mediodía, y lo primero que hice fue meterme bajo la ducha para despejarme. Ya no podía bajar a desayunar, porque el comedor estaría cerrado, y dado que no había cenado, tenía un hambre atroz.

Opté por llamar al servicio de habitaciones y pedir algo: un zumo, café, mermelada y pan, huevos fritos, bacon… y un lassi, el maravilloso yogur indio. Mientras aguardaba me senté en la terracita de la habitación y recordé todo lo que me había ocurrido el día anterior, desde mi llegada a Madurai. Era como si llevase allí veinticuatro años en lugar de veinticuatro horas.

El desayuno aterrizó veinte minutos después. Di cuenta de él y, gracias a ello y a los efectos benéficos de la ducha, empecé a sentirme mejor. Pero la verdadera «guinda» fue bajar a la piscina y tirarme de cabeza. Estaba solo. Los turistas aún no habían vuelto de sus recorridos por el Gran Estanque Ceremonial de Mariamman, el templo de Meenakshi o las compras.

Tras el baño me tendí en una tumbona y pensé en el viejo sadhu.

¿Lo había soñado? ¿Realmente había estado hablando con un representante de la India más clásica? No lo había soñado. A mí nunca se me habría ocurrido aquello de la música del viento.

Estrella, Diana, Óscar, Barcelona, mi tierra, mi país, mis orígenes, mis paces y mis guerras. Y en el otro lado de la balanza, los niños y niñas del taller.

—Aunque se sienta indio, siga pensando como occidental.

Curioso. Habría creído que la respuesta consistía en todo lo contrario: pensar como indio.

Noté el picorcillo, la inquietud, la ansiedad. Me suele sobrevenir un estado de excitación nerviosa creciente cuando sé que estoy cerca de algo.

Casi contuve la respiración.

Y aquello, fuera lo que fuera, iba y venía, se me acercaba, dejaba que casi lo pudiera tocar, y luego se esfumaba de nuevo para volver a sorprenderme desde otro lugar de mi cerebro.

Una respuesta.

El santón me había hablado del estruendo cósmico de la creación de la tierra, del nacimiento del sonido al estallar ese estruendo. Así que del estruendo cósmico de mi interior debía fluir un nuevo sonido.

Una música.

La escuché.

Me vi a mí mismo en mi casa, leyendo el periódico, viendo un anuncio en el que se ofrecía la posibilidad de «adoptar» a un niño indio mediante el simple pago de una módica cantidad mensual. No se trataba de una adopción en regla, sino simbólica. Mi dinero servía para darle alimentación y estudios hasta más o menos los catorce años. Era un «ahijado». Una fundación se ocupaba de mandarme cada dos o tres meses noticias del niño o la niña que yo tutelaba con mi aportación mensual o anual. Una fórmula eficaz de acallar muchas conciencias occidentales. Y me vi levantando los ojos para mirar a mis hijos.

Aquello había sucedido hacía apenas dos semanas, aproximadamente cuando Martín y Bernarda estaban en la India, tal vez en la misma Madurai.

Lo tenía.

La respuesta.

Subí a mi habitación excitado, alegre, aunque también nervioso por la magnitud de lo que me esperaba, suponiendo que lograse sacar a los pequeños del taller. Todo dependía de que lograra encontrar a Estrella en casa.

Dada la hora, o acababa de llegar o estaría a punto de hacerlo, salvo que hubiera llevado a los niños a casa de su madre para ir al teatro o a cenar con alguna amiga.

Marqué el número de la operadora, conseguí la línea exterior y marqué el largo número de la conferencia internacional. Cero, cero, tres, cuatro, tres…

No había nadie en casa, y no quise dejar el mensaje en el contestador automático.

Colgué, esperé cinco minutos y volví a repetir la operación.

Tuve suerte.

—¿Sí?

—Estrella, soy yo.

—¡Alberto! ¿Cómo va todo?

—Bien.

No quería hablar de ello, pero era imposible no hacerlo.

—¿Has dado con Iqbal?

No, no quería, sin embargo…

—Escucha, Estrella. No tengo mucho tiempo y tienes que hacer algo por mí ahora mismo. Iqbal murió hace un año —impedí que manifestara su desilusión y su pena, continuando con aplomo—, pero aquí, en el lugar en que estaba él, hay nueve niños más. Te necesito.

—¿Qué quieres que haga? —se extrañó aturdida.

—En Barcelona hay una fundación de ayuda a niños indios. Lo sé porque he visto anuncios y alguien me habló de ella. No sé dónde está, ni en qué parte de la India opera, pero puedes hacer un par de llamadas y tendrás la información en un abrir y cerrar de ojos.

—Necesito nombres, datos, señas, un número de teléfono. Todo lo referente aquí, a la propia India. ¿Crees que podrás tenerlo en una hora? Volveré a llamarte.

—Claro, claro… —seguía aturdida, probablemente por la muerte de Iqbal, que era toda una desilusión para ella—. Pero, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde estás? ¿Y para qué quieres?…

—Estoy en Madurai, estoy bien, no te preocupes. Escucha, en España ya es más de las cinco y como no te muevas rápido vamos a perder un día.

—Dame tu número —reaccionó.

—El del hotel es el 0452-88256. El prefijo de la India es el 91. Mi habitación es la 07.

—No te muevas de ahí.

Se había puesto en marcha.

Muy a lo lejos, oí a mis hijos.

Pero por una vez, no tenía tiempo para hablar con ellos.