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Subí al primer rickshaw que encontré, muy cerca de la tienda pese a la hora, y volví a mi hotel confortable y refrigerado. No diré que mi cabeza fuera a estallar. Sería falso.

Mi cabeza estaba en blanco. Tenía una nube de algodón dentro, y ella amortiguaba todo lo demás. Con la mente así, el estómago vacío y el frío recorriéndome la espina dorsal, es fácil imaginar mi estado. Ahora pienso que quizá fuese una mezcla de campeón olímpico antes de la carrera como alpinista a punto de hacer la última cordada para llegar a la cumbre del Everest. Lo digo por aquella extraña calma.

Seis niños y tres niñas de siete a doce años de edad, aproximadamente. Nueve vidas en mis manos.

Demasiada responsabilidad. Imposible sacarlos del país. Y aunque pudiera, ¿me presentaba en casa con ellos? Imposible romper aquella reja y liberarles para dejarles tirados en la calle. Imposible…

Los imposibles sumaban mucho más que los posibles. Mejor dicho, es que no había un sólo posible a considerar.

Me sumergí en la bañera llena de agua caliente y cerré los ojos. Dejé que mis pensamientos fluyeran libres para ver qué curso tomaban. Pero mis pensamientos eran traidores.

Me apuñalaron desde todos lados. Iqbal, sus notas, su edad, su lucha, su muerte, y finalmente Narayan y los demás. Un niño costaba quince o veinte dólares.

Mercancía barata, muy barata. Y cualquiera puede pensar que esos padres merecen el peor de los castigos, pero no puede juzgarse nada ni a nadie sin conocer su historia.

No podía arreglar el mundo, pero sí ayudar a nueve integrantes del equipo de los perdedores.

«Piensa globalmente. Actúa localmente».

Ahora estaba allí, en la India. Tenía que actuar o nada tendría sentido.

Salí de la bañera media hora después, me sequé y me tendí en la cama desnudo. Siempre apago la refrigeración al entrar en mi habitación. No la soporto. El silencio era ensordecedor. No tenía sueño. Bajo mi aparente calma, la tormenta rugía sin cesar. Miré la hora y pensé que en Barcelona, Estrella y los niños se estarían despertando para iniciar la jornada. Estuve a punto de descolgar el teléfono y llamarla.

Pero no lo hice.

¿Qué podía decirle a Estrella? Acabé odiando aquel silencio, aquella falsa paz y el gueto separado del mundo que representaba el hotel, así que volví a vestirme, con unos simples pantalones cortos y una camiseta, y salí de mi habitación, sin rumbo. Primero bajé a la piscina, pero no me apeteció sentarme allí y mirar el agua, por mucho que sea mediterráneo y me relaje mirarla. Di una vuelta por el hotel, y acabé saliendo al exterior. Bajé las escalinatas de piedra rojiza y me asomé a la Pasumalai Hill. Muchos indios duermen en la calle, en cualquier lugar, sin manías y sin problemas, pero no los había en las inmediaciones del Taj Garden.

Dios… amaba un país del que no sabía nada, y me superaba, me hacía sentir pequeño, impotente. Un país del que recibía vibraciones, eso era todo.

A veces tener una causa por la que luchar no es todo.

Salí a la avenida arbolada, lejos del pulso de la ciudad, y mis pasos se perdieron sin rumbo con perezosa lentitud. No me detuve hasta llegar a las inmediaciones de las primeras casas indias de la zona. Allí encontré los primeros durmientes, especialmente hombres. Lo hacían vestidos, buscando lugares elevados como cornisas o pretiles de algún puente. También vi a una madre abrazando a dos niñas pequeñas. Pensé en Narayan.

Finalmente, me atrajo el murmullo del agua. En las piscinas, cloradas, debidamente tratadas, el agua no se mueve. Allí en cambio el agua circulaba y producía ese suave murmullo que suele atraparte. No era un riachuelo ni tampoco una cloaca al aire libre.

Procedía de una acequia.

Me senté junto a ella, me quité las sandalias que calzaba y sumergí mis pies en el agua.

Creí estar solo. Pero no era así.

La voz sonó muy cerca, a mi espalda, casi cinco minutos después.

Una voz que hablaba en inglés, no en ningún dialecto hindú, y por lo tanto se dirigía a mí.

—Escuche la música del viento.