Las piernas no se me doblaron hasta que me encontré fuera del alcance visual de la tienda. No estaba seguro de lo que había visto, pero sí de lo que había sentido. Si aquel «taller» era o parecía una cárcel… era algo que no estaba en condiciones de jurar.
Pero lo que flotaba allí, y las miradas de aquellos niños tanto como la forma en que trabajaban o las condiciones de ese trabajo…
Necesitaba pensar, caminar, y ya que no soplaba ni una pizca de aire fresco para, además, aliviarme el calor o la angustia, me dirigí al templo, atravesando las calles atiborradas de gentes y puestos de venta ambulante que lo rodeaban.
El templo de Meenakshi es uno, de los más grandes y más especiales de toda la India, y no sólo por esa estatua de Kali cubierta de bolitas de manteca o por ese ceremonial nocturno en el que los monjes trasladan a Shiva para que pernocte con Parvati. Lo es por su entorno, su belleza interior y su gigantismo. Tiene cuatro puertas, cada una con un alto gopuram.
Los gopurams son torres piramidales, de base rectangular que va estrechándose a medida que ganan altura.
Para un español, y en sentido estrictamente visual, dado su abigarramiento, es lo más parecido a una falla valenciana, especialmente si están recién restaurados o pintados. En cada piso hay escenas y estatuas características con los dioses de la amplia gama de divinidades hindúes. Hay gopurams de sesenta o setenta metros.
Los de las puertas del templo de Meenakshi son de los más altos.
Entré en el templo, en parte por el frescor interior, por la sensación de paz y recogimiento, por ser lo único capaz de permitirme un largo paseo sin agobios. No recordaba el camino pero, de igual forma llegué, frente a la estatua de Kali, y el olor despertó mis recuerdos. El vendedor de bolitas de manteca era un hombre enteco, apenas piel y huesos, anciano. Algo que nunca he sabido es diferenciar las castas, aunque los brahmanes suelen ser más identificables al cuidar de los templos y evidenciar su poder por la forma de andar, moverse o hablar.
El resto… ¿cómo separar hoy en día al chatriya o guerrero del vaishya o comerciante, al sudra o campesino también artesano del paria o intocable?
Mis dos días en Bombay habían sido de puro trabajo y reencuentro. Ahora empezaba a ser distinto. La India que más amaba estaba allí, entre aquellos muros de Meenakshi. Pero lo que me había traído hasta Madurai ya no era ese reclamo hechizante y colorista, y aunque yo no sea creyente, también espiritual. Lo que me había traído estaba a unos pocos metros, en un sótano.
Si uno de aquellos niños que había visto era Iqbal, todo encajaría.
No recuerdo el tiempo que pasé en Meenakshi. Hubiera tenido que memorizar más los detalles, y no lo hice, lo siento. Mi tormenta interior era muy fuerte. Sólo sé que cayó la noche con su manto de paz y que yo seguía allí, luchando, deambulando perdido, con la cabeza vuelta del revés, entre fieles peregrinos, cuidadores, vendedores, sacerdotes, turistas indios y turistas extranjeros, cargados con filmadoras de vídeo o con cámaras, como yo. Había españoles. Siempre hay españoles en todas partes. Y se nos nota. Gritamos más que nadie —junto con los italianos—, y también nos reímos más que nadie. Ni el cansancio puede con nosotros, y la India no sólo cansa, agota.
No quería volver al hotel, y no volví.
Antes de salir de Meenakshi me fijé en una mujer muy anciana que lucía un luminoso ‘sari’ verde que había conocido tiempos mejores. Su rostro reflejaba una gran bondad. Era un rostro bendecido por el aura de lo eterno. Con sus manos unidas, rezaba a Shiva. De la misma forma que una vez había visto a miles de fieles rezando en una gran fiesta hindú, en el Fuerte Amber de Jaipur, la espiritualidad de esa mujer me alcanzó de lleno.
No importa que sea sólo un fiel, no puedes permanecer ajeno a su intensidad. Siempre he creído que estamos tan solos los que vivimos y navegamos en la nave Tierra, que por ese motivo nos hemos inventado a los dioses. Necesidad. Pensar en el antes, y el después de la vida, es demasiado angustioso. Pero la India es, con el Tíbet, el país donde los sentimientos religiosos son más intensos.
Salí dispuesto a hacer lo que pensaba que debía ser mi siguiente paso, el de la confirmación, y por supuesto el primero en el que empezaría a jugarme el pellejo. Creo que me dio alas la energía de aquella anciana.
Creo. No estoy seguro de nada. Me guiaba mi instinto y seguía mis impulsos, eso es todo.
Tal y como esperaba, la tienda de alfombras ya había cerrado y no se veía ninguna luz en su interior.