Ya había estado allí, en la ciudad, y me dio por pensar en la vez anterior. A lo mejor, la tienda de alfombras que ahora buscaba, era la misma en la que entré entonces, no para comprar nada, pero sí para acompañar a los que venían conmigo. Ni siquiera me habría sorprendido que fuera así.
El Taj de Madurai, Taj Garden para ser precisos, no se parece en nada al de Bombay. Es más pequeño, más discreto y está a unos seis kilómetros del centro. También los precios son distintos: un tercio de lo que cuesta una habitación en el Taj de Bombay.
Ni siquiera perdí el tiempo duchándome, aunque me hubiera venido bien hacerlo. Dejé la maleta y la bolsa, cargué sólo con las cámaras, y salí de nuevo para buscar un rickshaw, los característicos triciclos, a pedales o motor, que son los auténticos taxis de la India. Sus conductores van a una velocidad de vértigo para lo que es el vehículo, lo cual resulta peligroso pero excitante dado que el caos de tráfico es absoluto. Al asomarme por la puerta me asaltaron media docena de candidatos, discutiendo entre sí sobre quién tenía derecho a llevarme. Negocié el viaje con uno y eso fue todo.
Apenas una hora después de haber aterrizado en Madurai mi triciclo a pedales se detenía frente a la tienda, que no era sino un edificio de tres plantas, enteramente ocupado por ella.
El conductor del rickshaw quería esperarme. Es lo normal. Un viaje seguro es mucho más importante que el tiempo de espera, aunque fuera mucho lo que yo pudiera tardar. Me costó convencerle de que se marchara. Lo primero que hice, por precaución, por si después no podía, fue fotografiar la fachada y con más detalle el rótulo y los anuncios que lo flanqueaban. El rótulo era simple: «Pankaj Shah».
Debajo y a ambos lados, la oferta de cuanto podía encontrar en el interior.
A la derecha: «High Class Oriental Carpets — Old quality, 100% Handicrafts — Gifts — Retail & Wholesale — Fine arts».
A la izquierda: «Silk and Woollen Carpets — Walnut Wood Carvings — Crewell Upholstery Material — Pashmina and Rattal Shawls — Embroidered Phirans».
Es decir, Pankaj Shah tenía de todo y más.
Pude comprobarlo. La planta baja era un inmenso bazar con lo más típico y característico del arte indio: cajas, tallas, trabajos en madera de sándalo y ébano… un largo etcétera para el turista más dedicado al consumo. Me asaltaron dos empleados, que con sólo verme ya sabían que era español, demostrando su buen arte comercial, y se ofrecieron para guiarme.
Les dije que sólo estaba mirando. No por ello me dejaron. Dada la hora, estaba solo en la tienda. Pensé que me había precipitado. Mejor esperar a un grupo turístico para camuflarme entre ellos. En cuanto ponía el ojo en un objeto, por raro o pequeño que fuera, alguien lo sacaba del estante y me lo colocaba en el mostrador o me lo exhibía persistentemente acompañado de un rosario verbal de cualidades que lo hacían maravilloso.
Yo me preguntaba cómo no oían los latidos de mi corazón.
Estaba allí, en la tienda de la que habían partido los mensajes de Iqbal, y con él posiblemente muy cerca.
Las alfombras ocupaban las dos plantas superiores. Y las había a cientos, unas expuestas en su magnificente esplendor, colgadas de las paredes o en el suelo, y otras enrolladas y apiladas. Podían tener cinco o diez años o estar recién hechas, pero no se notaba diferencia alguna. Ignoraba también si Pankaj Shah se dedicaba sólo a la venta puntual en Madurai o si tenían un negocio de exportación.
En el segundo piso estaba también la habitual sala para reunir a los grupos de turistas, ofrecerles un refresco y mostrarles las alfombras. Los turistas se sentaban en unos bancos de piedra con cojines que flanqueaban el espacio central. Conocía el procedimiento.
Miré aquellas alfombras. Miré sus dobladillos sin acercarme. Me habría gustado empezar a buscar más mensajes, pero otros dos vendedores me seguían de cerca, dispuestos a no dejarme escapar, atentos a mis gestos para, rápidamente, mostrarme aquello que hubiese visto o tocado. Además, si por un azar encontraba otro papel arrugado y metido en un dobladillo, ¿qué haría? ¿Y era posible que aquella gente, que se pasaba el día desplegando y enrollando alfombras ante los turistas, no hubiese encontrado uno de los mensajes de Iqbal? ¡Cuánta desesperación había en aquellas notas, necesariamente ocultas para no ser descubiertas y por ello condenadas a la oscuridad eterna! ¡Ah, Martín, Martín! Ningún autocar había escupido su carga de turistas en la tienda, por lo que no tuve más remedio que actuar por mi cuenta.
Si seguía allí sin pedir nada ni mostrar mayor interés por algo, luego las dificultades serían mayores. Así que levanté una mano.
—¿Señor? —acudió rápidamente uno de los vendedores.
—Me gustaría ver algunas alfombras, no muy grandes, pequeñas.
Mi inglés es bueno, siempre lo ha sido. La conversación arrancó con fluidez, aunque el vendedor se empeñó en mostrarme sus habilidades con el español.
—¿Barcelona, Madrid?
Sabía el resto.
Si decía Barcelona gritaban «¡Visssca el Barsssa!».
Si decía Madrid jaleaban un «¡Hala Madrid!».
Para la mayoría de indios no hay más que dos ciudades en España.
—Ponferrada —dije yo sólo por incordiar.
Se abstuvo de exclamar «¡Visssca Ponferrada!».
Tal vez fue mi cara, taciturna, expectante. No paraba de preguntarme a mí mismo: «¿Y ahora qué? Ya estás aquí, ¿y ahora qué?».
Las primeras alfombras fueron desplegadas ante mis ojos.
—¿Té, un refresco, señor?