10

Adrián Calafat dejó sobre la mesa el fragmento de papel de periódico y las dos hojas de fax enviadas por Edurne y Gorka Estebaranz desde Bilbao. Mantuvo los ojos fijos ahí por espacio de unos segundos antes de levantarlos y fijarlos de nuevo en mí.

—¿Y bien? —preguntó inseguro.

Le había contado primero la historia. Esperaba algo más. Sobre todo después de ver, tocar y leer la prueba de que aquello no era un juego ni una broma.

—¿Qué quieres decir con «y bien»? —expresé mi extrañeza—. Está claro, ¿no?

—Parece.

—¿Entonces? —abrí mis manos en un gesto de impotencia.

—Te lo pregunté una vez, hace años —dijo él, despacio—. Y te lo vuelvo a preguntar ahora, ¿por qué, dados tus ideales, no participas de forma activa en la organización?

—¿Recuerdas lo que te dije hace años?

—Que no querías formar parte de nada, que preferías seguir yendo por libre, que simpatizabas, dabas dinero, colaborabas, pero nada más. Y también que no te veías en un bote de lona, tratando de detener un barco cargado de residuos nucleares, ni escalando una chimenea de una incineradora para protestar por la contaminación. Eso fue lo que me dijiste.

—Pues sigo pensando lo mismo.

—Y yo sigo sin entenderte.

—Adrián, es algo que… no sé —¿cómo explicárselo?— viene de lejos. Aborrezco los uniformes, aborrezco las disciplinas, las órdenes, tener carnet de esto, aquello, militar en un partido o en…

—Oye, esto es Ayuda de Acción Directa.

—Ya lo sé.

—Y tú crees en Ayuda de Acción Directa.

—Creo en todas las ONG que trabajan de verdad.

—¡Pues haz algo más que viajar y escribirnos contando cosas que ves o denunciando situaciones conflictivas, diablos! ¡Necesitamos gente como tú!

—Ya me tenéis.

—¡Y un cuerno! —exclamó Adrián—. Ni siquiera te pido que te subas a un bote de lona o escales una chimenea, eso queda para los de Greenpeace que están en primera línea y tienen menos años. ¡Te necesitamos aquí!

—¿Para pegar sellos en las cartas pidiendo más dinero a los socios?

—¡No me vengas con chorradas, hombre!

—Vale, perdona —no quería discutir de lo eterno, sino hablar de lo concreto—. Dame tu opinión acerca de esos mensajes.

—¿Mi opinión? Ya sabes mi opinión: es estremecedor.

—¿Y?

—¿Qué quieres que hagamos nosotros?

—Mira —abordé el tema directamente—. Hace un rato, cuando los de Bilbao me han enviado la prueba de esa segunda nota, pensaba hacer lo típico, escribir un artículo, y pediros que movilizarais a quien esté en la India. Pero mientras venía hacia aquí… —mis dedos se movieron, como si reflejaran la ebullición de mi sangre—. Sólo en la India y Pakistán hay mil, diez mil o cien mil casos como éste, con el «handicap» de que quizá no se sepa dónde están concretamente. ¿Quién tiene el valor de denunciar algo? Si le preguntas a un niño en qué condiciones trabaja, te dirá que está muy bien, porque depende del que le esclaviza, él le da de comer y un sitio donde dormir. Sin eso estaría peor. Pero ahora, por primera vez, tenemos una prueba, una petición desesperada de socorro, y una dirección. No es dar palos de ciego.

—Una petición formulada hace, como mínimo, veinte meses —intercaló mi amigo de AAD.

—Sigue siendo un grito de socorro. No creo que eso caduque.

—Me parece que te estoy viendo venir.

—¿Ah, sí? —no me sorprendió oírselo decir. Me conocía bien.

—Tú quieres ir allí.

—Es lo que trataba de decirte. Me parece un caso demasiado grave y sé que no voy a poder dejar de pensar en él.

—¿Sabes que cuando se mezcla lo personal con lo laboral, las cosas suelen torcerse?

—Adrián, vamos —hice un gesto de cansancio.

—¿Qué necesitarías?

—Tal vez algún contacto, tal vez un respaldo, y desde luego dinero.

—Lo sabía —suspiró él.

—No todo. Puedo ir a un par de revistas para que me compren algún artículo que escriba allí.

—Oye —echó mano de todo su cansancio para decirme aquello—. Esto es Ayuda de Acción Directa, ¿sabes? Bueno, digamos que «sucursal Barcelona» —se rio y todo de su ocurrencia—. No tenemos los medios de Londres, París o Amsterdam, y por si fuera poco, éste es un país lleno de acciones que llevar a cabo, tantas que harían falta diez veces más socios y diez veces más voluntarios sólo para atender a las más necesarias. Tenemos plantas incineradoras contaminando aquí y allá, ríos que bajan saturados de espuma de norte a sur, italianos con redes de deriva matando la fauna mediterránea, problemas tan graves y tan variados que en lugar de un boletín tendríamos que disponer de un listín telefónico para denunciarlos.

Háblale a uno de aquí, por solidario que sea, de un problema de la India.

Te dirá, de puertas para adentro, que lo arreglen los de allí, o que para eso están los «mandamases» que diseñan las grandes campañas de alcance internacional, como lo de Mururoa.

—Ya te he dicho que quiero ir yo.

—Pero quieres dinero y eso es difícil de conseguir.

—¿Puedes hablar del tema con Madrid?

—¡Claro que puedo hablar, hombre! —protestó mi amigo—. Y te aseguro que algo haremos.

—Voy a ir por mi cuenta, así que el gasto es mínimo.

—Vale, vale —me tranquilizó—. Y no quiero que pienses que el tema me es indiferente, ¿eh?

—Eso ya lo sé, Adrián. No tienes que decírmelo.

—Es que cada día surgen más cosas, Alberto —se pasó una mano por los ojos, como si de repente le pesaran mucho—. Puede que tengas razón. Desde detrás de esta mesa uno al final acaba sintiéndose un burócrata. Tú actúas, pero yo decido, y en el fondo es muy duro.

—Te creo.

—¿Qué piensas hacer si das con ese Iqbal y descubres… qué sé yo lo que puedas descubrir?

—No lo sé —reconocí.

—¡Genial!

—Tal vez unas fotos, una entrevista con Iqbal, algo que sacuda a la opinión pública…

—¿Has pensado que si utilizas a esa persona, niño o joven, hombre o mujer, le expondrás a un peligro evidente?

—Sí.

—¿Y te arriesgarás a eso?

—Lo decidirá Iqbal.

—El tal Iqbal sólo quiere ser libre, si es que está esclavizado como dicen sus mensajes. No creo que esté en su ánimo convertirse en bandera de ninguna causa. Si vas allí querrá que le saques de su cárcel, sólo eso. Y si como pensamos, tú y yo, en el fondo es un niño, porque suelen ser los que fabrican esas cosas mayoritariamente y porque a un adulto cuesta más mantenerle prisionero como un esclavo, lo tendrás peor.

—Adrián, por favor.

—No, por favor tú —me apuntó con un dedo acusador—. Olvídate de que eres periodista y tienes un reportaje.

—No hago esto por un maldito reportaje.

—Vale —concedió—, pero aun así, olvídate. Se trata de un ser humano que te ha hecho llegar un grito desesperado. Tú lo has recogido, y quieres aceptar el reto. Muy bien, hasta aquí perfecto. Pero desde este momento, y más si das con Iqbal, tienes ya una responsabilidad mayor: qué hacer con él. Ni vas a poder adoptarlo ni sacarlo de la India ni dejarlo tirado en la calle aunque le des unos dólares. Nada de decirle: «Chico, eres libre, ya puedes irte». No es así de fácil y lo sabes. Así que piénsate muy bien qué vas a hacer.

—Eres duro.

—Soy realista.

—Yo aún creo en las buenas historias. Lloro cuando veo una escena sentimental en una película.

—Sí —asintió Adrián—, y uno se queda la mar de bien después de llorar. Pero en tu vida real luego sales del cine y te vas a casa a ver lo que ocurre de verdad en el telediario. Ésa es la diferencia.

—¿Así que?…

—Nadie va a darte una medalla por esto, Alberto. Y la conciencia suele ser un pozo sin fondo que nunca queda satisfecha. De eso se trata. Y contra eso vas a tener que luchar.

Me dejó hecho polvo, pero, —¡qué diablos!— tenía razón.

Entonces dijo aquello.

—Al margen de todo este rollo, te envidio.

—¿Por qué? —quise saber.

—Porque un caso como éste sólo se da probablemente una vez en la vida, y porque me gustaría estar en tu lugar y marcharme a la India a buscar a Iqbal. Por eso, Alberto, por eso.