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El fax de Bilbao estaba enrollado en la mesa de mi despacho cuando me levanté tras una noche movidita en la que soñé que navegaba por el Ganges en un clásico amanecer en Benarés, con miles de personas bañándose a esa hora en el río sagrado. La primera vez que estuve ahí viendo ese ritual, fue uno de los momentos sublimes de mi vida.

Otros fueron mis estancias en Petra, Machu-Picchu, el Nilo y las pirámides, Iguazu…

Cogí el papel y lo corté. Eran dos páginas y, según figuraba en la cabecera, había llegado a las ocho y tres minutos. Bien por Gorka y Edurne Estebaranz. La primera de las hojas contenía el anverso de la página del periódico con la nota escrita a mano, tan tosca y rudimentaria como la encontrada en la alfombra de Martín, y la segunda contenía el reverso del trozo de periódico. La nota era tan breve y sucinta como la mía, y casi con el mismo texto también: «Socorro. Por favor, somos esclavos. Libertad. Iqbal».

No tuve que telefonear a Álvaro, mi amigo periodista. En ninguno de los dos lados del recorte había una noticia que pudiera identificar cuándo había sido impreso, pero esta vez la suerte me ayudó un poco y no hizo falta esa noticia. El recorte era del extremo superior de una página y ésta llevaba impresa la fecha del ejemplar:

15 de febrero del año anterior.

Entre el mensaje de la alfombra de Martín y el de la alfombra de Edurne Estebaranz, existía un lapso de tiempo de siete meses.

Iqbal seguía escribiendo peticiones de socorro.

Pero los dobladillos de las alfombras podían ser tan infinitos como las aguas de los mares en las que los náufragos enviaban sus mensajes cuando yo era niño.

Iqbal le gritaba al mundo desde el espacio.

Nadie podía oírle.

Hasta este momento.

Dos años y tres meses desde la petición de ayuda de Martín. Un año y ocho meses desde la petición de ayuda de los de Bilbao. ¿Cuántas notas habría escrito Iqbal? ¿Durante cuánto tiempo? ¿Cuántas —pese a todos los imposibles—, habrían podido ser encontradas? ¿Qué hace un turista que encuentra una petición de socorro en una alfombra comprada a diez mil kilómetros de distancia, si no tiene un primo loco o militante de alguna ONG? Me sentí bastante mal. Como cuando era niño y quería salvar al mundo.

Tardé en comprender que sólo salvándome primero a mí mismo, podría ayudar a los demás. Desde entonces no estaba seguro de haber hecho gran cosa, a pesar de todo, la verdad. Hay un lema que me gusta repetir y que me parece importante, uno de los más importantes de nuestro diccionario deontológico: «Piensa globalmente. Actúa localmente».

No echar una colilla al retrete no ayuda a la ecología de Filipinas, pero sí a la nuestra, y es un paso.

Sin embargo, la ecología filipina debe importarme también, porque cuando uno de sus volcanes se pone chulo y llena el aire de cenizas, puede cambiar el clima de la región donde vivo.

Viajamos en una nave llamada Tierra, y muchos aún no lo saben.

Y si lo saben, no lo entienden ni se esfuerzan en hacerlo.

Me lavé y me vestí lo más rápido que pude y sin siquiera desayunar salí de casa dispuesto a empezar a mover aquello.

¿Después de todo, cómo fingir, que aquellas notas no existían? Posiblemente, en mi fuero interno ya supiera qué iba a hacer, pero lo mismo que ese volcán filipino, el magma aún estaba muy adentro y necesitaba empezar a bullir para salir al exterior.

Las preguntas eran cómo y por dónde empezar.